11 septiembre 1999

La muerte de su esposa dos años atrás marcó su declive

Muere el tenor canario Alfredo Kraus

Hechos

El 11 de septiembre de 1999 la prensa dio la noticia.

Lecturas

Nos hemos quedado sin Werther. No me refiero a la esperada representación de la ópera de Massenet, que otro cantante tuvo que asumir hace dos meses en el Teatro Real de Madrid, sino a quien aquella noche ya no pudo cantar, al hombre que ha encarnado como nadie al personaje goethiano que abrió una puerta al romanticismo, y que los franceses adaptaron a su orden. Alfredo Kraus acaba de fallecer en Madrid, tras larga enfermedad, a los 71 años.

Muchas cosas extraordinarias ha hecho Kraus a través de su vida fecunda, pero el Werther aparece como símbolo de la voz elegida y de una interpretación conmovedoramente musical. Entre los grandes tenores del siglo que agoniza, Kraus tiene su puesto, no sólo por la calidad de su voz, por sus condiciones naturales, sino también por la técnica, personal y siempre reconocida.

En el más consultado diccionario de música del mundo, se cita a Alfredo Kraus como el supremo tenor lírico de su generación y se resume su historia, llena de éxitos desde la juventud. Pero lo más curioso es que, después de señalar la elegancia y el estilo de su manera de cantar, se añade que esas virtudes, en combinación con el encanto y la expresión de su presencia escénica, le convertían en el intérprete ideal de «papeles aristocráticos».

En realidad, poco tiene que ver la aristocracia con la lírica, pero es cierto que, en la historia de la ópera, hay condes, duques y finos caballeros que le iban a nuestro cantante como anillo al dedo: don Ottavio y el conde Almaviva, Alfredo y el duque de Mantua, Des Grieux y, desde luego, Werther.

Estudió piano desde los cuatro años y a los ocho entraba en el coro de su colegio, el Beato Padre Claret. Desde muy joven trabajaba en la música vocal con una completa dedicación. Los estudios en Valencia, Barcelona y Milán, la influencia de Mercedes Llopart, la medalla en el Concurso de Ginebra y el debut en El Cairo en 1956, con Rigoletto, fueron los fundamentos de una carrera triunfal. Pero eso no es más que el principio. Lo mejor es que Alfredo, estudiándose a sí mismo y aprovechando al máximo, con verdadera inteligencia, sus facultades, se convirtió, como he dicho alguna vez, en «el técnico prodigioso», recordando al mágico de Calderón. Tampoco le faltaba magia a esta figura universal, que siguió la línea de los grandes españoles de su cuerda, y la ha mantenido hasta el final. Trabajo incansable -técnica- e inspiración -misteriosa magia- han hecho de Kraus una figura histórica.

Mil recuerdos en su vida. Después del acontecimiento inicial en El Cairo llegó la difusión en los principales teatros italianos, con el mismo papel del duque de Mantua. La Traviata que interpretó en Lisboa junto a María Callas tuvo un carácter decisivo, ya que la soprano era famosa y la presencia del joven tenor fue una sorpresa.

En el año 1959 se presentó en el Covent Garden de Londres, con Lucia di Lammermoor de Donizetti, y en el 60 obtuvo un éxito resonante en la Scala de Milán con La Sonnanbula de Bellini. A Estados Unidos llegó en los 60. Chicago le conoció en 1962, y el Metropolitan de Nueva York, en 1966.

En España ha sido un ídolo desde hace mucho tiempo. Los aficionados a escalafones artísticos, le consideraban como el mejor, metiéndose, a veces, en polémica. Respecto a la música española, hay que recordar su creación en el papel de Fernando de Doña Francisquita de Vives.

Muchas veces se ha bromeado por un supuesto pacto diabólico para conservar la juventud, a la manera de Fausto. Pero el pacto de Alfredo no había sido firmado con ningún demonio, sino más bien con el dios de la lírica o con las musas. El aire juvenil, que no se reflejaba únicamente en la frescura de su voz, sino en las facultades físicas que le permitían subirse a una mesa de un salto, como le vimos hace algún tiempo en el Teatro de la Zarzuela, hacían pensar en un verdadero milagro. No era más que el resultado de poner el alma en cada uno de los papeles, de un pacto consigo mismo al que ha sido totalmente fiel.

Supo fabricarse su propio arte, marcándose una serie de reglas flexibles, quizá tan personales como la invitación a la gloria, pero no intransferibles. Pueden decirlo sus discípulos.

Compartió con todos los grandes cantantes líricos españoles el Príncipe de Asturias de las Artes en 1991.

En 1995 comenzó a anunciar su retirada, pero sin gran convencimiento. Le oímos, sólo hace unos meses, en el Teatro Real -únicamente pudo ser en la intimidad del recital, no en la añadida maravilla de la representación- y todavía nos asombró. En el 96, cuando se le hablaba de retirada, lo planteaba como algo que llegaría por sorpresa. El destino ha cortado los proyectos.

Pero ha sido magnífica esta última época con atención a la enseñanza en la Escuela Superior de Música Reina Sofía. Aconsejaba a sus discípulos, sencillamente, que cantasen bien, indicándoles los secretos de la emisión y de la resonancia, de la vibración, de los armónicos, de las frecuencias. Según sus palabras, la voz era el instrumento más ingrato y más difícil. El canto, para él, era un estudio muy serio, y así había que abordarlo.

La muerte de su esposa y fiel compañera, hace dos años, comenzó a marcar su declive anímico y físico.

Su hija Patricia, en un campo musical muy distinto, ha obtenido buenos éxitos. Los verdaderos herederos de Alfredo Kraus, que deja cuatro hijos, son los tenores jóvenes que sepan prepararse y trabajar como lo hizo él, sin descanso y a mayor gloria de la música.

Carlos Gómez Amat

09 Enero 2000

Rebelión krausista

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El recital en el Teatro Real de Madrid en homenaje al tenor Alfredo Kraus, fallecido en septiembre pasado, fue anunciado por sus organizadores como «un gran espectáculo con infinidad de sorpresas». Se quedaron cortos, porque entre las sorpresas figuraba la ausencia de Pavarotti, principal estrella anunciada, que provocó un insólito amotinamiento de una parte del público.Pavarotti puede coger la gripe, como cualquiera, pero ese hecho fortuito -unido a la ausencia por diversos motivos de otras dos de las figuras esperadas, María Bayo y Ramón Vargas- puso de manifiesto el oportunismo de escaparate con que se había planteado el homenaje. Kraus, el artista exigente y elitista, fue el contratipo del estilo populista de los famosos tres tenores. Algún escaparatista de la cultura, de esos que cobran por proporcionar titulares a ministros y directores generales, tuvo la idea genial (chupy) de asociar a dos de los tres famosos al homenaje: Pavarotti y Plácido Domingo se reconcilian con el gran artista desaparecido en un magno homenaje. Qué gran titular, qué estupendo mensaje para cerrar las entrañables fiestas navideñas. Y como la realidad no debe estropear un buen titular, los organizadores fueron poco diligentes a la hora de reconocer las cancelaciones.

Un homenaje es otra cosa. Se procura que estén presentes los más próximos, artísticamente, al homenajeado y que la memoria de éste ocupe el centro de la escena. Pero se quiso la cuadratura del círculo de una especie de populismo selecto, y los krausistas se rebelaron contra tanto fariseísmo. Juan de Mairena proponía, frente a una posible Escuela Superior de Sabiduría Popular, una Escuela Popular de Sabiduría Superior. Pero los actuales gestores culturales han leído poco a Machado.