25 noviembre 2016

Muere Fidel Castro, comandante de la revolución Cubana y cabeza visible de la ‘dictadura comunista’ a ojos de sus opositores

Hechos

El 25.11.2016 falleció en La Habana (Cuba) Fidel Castro Ruiz.

Lecturas

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27 Noviembre 2016

Un futuro para Cuba

EL PAÍS (Director: Antonio Caño)

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Conocida la muerte de Fidel Castro, y dadas la relevancia del personaje y la enorme huella que ha dejado, es inevitable abrir una conversación sobre el valor y significado de su figura. Nadie puede entender el siglo XX de forma adecuada sin hacer referencia a Sierra Maestra, la crisis de los misiles cubanos y la resistencia numantina ofrecida por la Cuba de Fidel Castro ante las presiones de EE UU.

Pero cuando el tiempo de la reflexión deje paso al de la acción, solo quedará una pregunta relevante en el aire: ¿Qué va a ser de Cuba? Desde 1959, Cuba ha representado una anomalía en la geografía política del continente americano. Mientras los vecinos latinoamericanos transitaban de forma turbulenta y zigzagueante entre la democracia liberal, el autoritarismo conservador, el populismo de izquierdas y de vuelta a la democracia, Cuba consolidó un modelo de partido único, economía colectivizada y alianzas internacionales tan inédito como irrepetible.

Desde entonces, los entusiastas del castrismo y la revolución cubana se han servido de esa anomalía para denunciar la falsedad de las promesas del orden liberal-democrático. Para los críticos, sin embargo, Cuba ha epitomizado todos los errores de los que ha sido capaz una ideología, el comunismo, que allá donde se ha impuesto ha convertido la utopía marxista de una sociedad igualitaria en una inmensa prisión a cielo abierto caracterizada por la represión de las libertades y una inmensa escasez material.

Pero más allá del juicio histórico y moral, que inevitablemente dibujará sus matices de acuerdo con la perspectiva y marco de referencia que se adopte, lo importante ahora es poner fin a una segunda anomalía, si cabe aún más excepcional: la que ha supuesto la prolongación del castrismo, un régimen establecido en el cruce entre la Guerra Fría y los movimientos de descolonización de la segunda mitad del siglo pasado, hasta bien entrado el siglo XXI. Porque la mayor crítica que se puede elevar al régimen castrista es la de haber hecho tanto por fosilizarse y tan poco por adelantarse a un futuro que, claramente, se sabía inevitable.

Como muestran los casos de China o Vietnam, una vez terminada la Guerra Fría, los regímenes comunistas han demostrado poder generar líderes capaces de leer las demandas de cambio provenientes de sus sociedades y combinarlas con las oportunidades ofrecidas por un entorno internacional cambiante. Cuba, sin embargo, ha decidido, también en este tema, constituirse en excepción, anteponiendo el régimen castrista sus prejuicios ideológicos a las necesidades de su población y mostrando, además del continuado rechazo a abrir espacios para el pluralismo político, una completa incapacidad de proveer siquiera unos mínimos de bienestar material.

Fidel Castro supo exprimir al máximo el conflicto con EE UU para garantizarse el apoyo diplomático y económico de los enemigos de Washington, pasando, sucesivamente, de los brazos de la URSS a los de China y, por último, a los de la Venezuela de Chávez. Pero en ese camino de dependencia, Cuba ha construido una economía inviable y un régimen tan galvanizado por el conflicto y cerrado al cambio que son dos obstáculos formidables para un cambio pacífico. Por eso, el juicio más severo que hay que hacer sobre Fidel Castro y su figura no debería centrarse tanto en su pasado como en su incapacidad de anticipar el futuro. Castro deja una sombra tan alargada que se teme que se pueda proyectar sobre el horizonte, bloqueando o trastocando las demandas de la población de un cambio pacífico y democrático.

La sociedad cubana anhela hoy un cambio, pero los mimbres con los que convertir esos anhelos en realidad son muy rudimentarios. Es cierto que desde que en 2006 Fidel Castro se apartara del poder y lo dejara en manos de su hermano Raúl, se han producido algunos avances importantes. Pero han sido y son muy lentos e insuficientes. La normalización de las relaciones con EE UU y el cambio en la política económica y migratoria son sin duda un buen punto de partida, que esperemos que Trump sepa respetar. Como lo es la decisión de la Unión Europea de poner fin a la política de sanciones y promover un acercamiento crítico sobre la base de un nuevo acuerdo de cooperación económica y comercial.

La muerte de Fidel Castro debería ofrecer una oportunidad para un nuevo comienzo en Cuba, la posibilidad de poner el reloj en hora con el siglo XXI y permitir que los cubanos puedan transitar de forma rápida y pacífica hacia una democracia representativa y una economía abierta. Y España, que por el empecinamiento del Gobierno de José María Aznar en congraciarse con EE UU a costa de una política de innecesaria dureza con Cuba, ha quedado descolocada y sin capacidad de influencia, siendo adelantado por otros socios europeos, tiene ahora una oportunidad de acompañar y apoyar un proceso de apertura que, además de inevitable, debe ser pactado e incluyente.

27 Noviembre 2016

El revolucionario que perpetuó la tiranía más icónica del siglo XX

EL MUNDO (Director: Pedro G. Cuartango)

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Con la muerte de Fidel Castro se entierra definitivamente el siglo XX. El dictador cubano ha sido una de las figuras políticas más destacadas de esa centuria, sin la que no se puede explicar la Historia mundial reciente. Aunque llevaba alejado de los focos más de una década, como consecuencia de su avanzada edad y no porque quisiera dejar el poder, su sombra era extraordinariamente alargada. Fidel seguía mandando en la isla a través de su hermano, Raúl Castro, quien asumió la Presidencia en 2008. Pero, sobre todo, mantenía el influjo convertido en todo un símbolo, para lo bueno y para lo malo, que no es poco.

Ese icono que aún hoy despierta cierta fascinación en parte de la izquierda internacional, y desde luego en la de Latinoamérica, había devenido en caricatura con el transcurrir del tiempo. Y provocaba lógico rechazo entre los defensores de la democracia y de los derechos humanos por haber perpetuado en Cuba la última dictadura del continente. Porque, por mucho que en torno a Fidel se haya mantenido cierto halo mitificado que le valió ayer panegíricos de algunos mandatarios calificándole de «líder de la dignidad y la justicia social», el dictador cubano hoy merece ser recordado como un autócrata totalitario que, en realidad, traicionó a la Revolución.

Cuando los guerrilleros triunfantes comandados por él entraron en La Habana en enero de 1959, una oleada de entusiasmo se instaló en la isla. No era para menos. Cuba apenas había echado a andar como nación unas décadas antes. Y, en realidad, del dominio español había pasado al neocolonialismo de EEUU sin solución de continuidad. El imperio yanqui controlaba el 60% de la producción azucarera y tenía el monopolio de casi todos los sectores productivos y de los transportes. La dictadura de Batista fue la gota que colmó el vaso. Así, la Revolución desbordó ilusión y enseguida se contagió al resto de América -y del mundo- inspirando a un sinfín de movimientos guerrilleros que de pronto sintieron que era posible plantar cara a Washington y derrocar a los tiranos, aunque paradójicamente Fidel se acabara convirtiendo en uno de ellos. Desde entonces y hasta hoy Cuba ha sido un factor de perpetua discordia en las siempre complicadas relaciones multilaterales en América.

Pero Castro prometió democracia. Repetía sin cesar que el poder era algo instrumental y que lo dejaría en cuanto el pueblo quisiera. Y en sus primeros discursos garantizó libertad sin límites de expresión, de reunión, de prensa…; y prosperidad económica. La realidad fue bien distinta. El castrismo mudó pronto en una dictadura comunista en la que las libertades han sido pisoteadas, ejemplo a la vez de absoluto fracaso económico.

Hoy los cubanos se encuentran entre los ciudadanos más míseros del globo. Y sin derecho siquiera a ser pobres, como se suelen lamentar, ya que en un sistema con una economía hiperplanificada y de precios fijados por el Estado, éste se vanagloria de cubrir las necesidades básicas de la población, por más que su situación sea de miseria en términos de comparación internacionales.

Es innegable que Cuba goza en algunos terrenos sociales, como la sanidad o la educación, de una protección y universalización muy superiores a las del resto de América. Son indicadores de bienestar que en el futuro deben preservarse y en todo caso mejorarse, esperemos que ya en un marco democrático. Pero, junto a ello, el sueldo medio de los cubanos es de 22 dólares al mes y, por poner un ejemplo, un televisor cuesta 16 mensualidades de salario.

El castrismo ha agitado durante décadas la coartada del embargo impuesto por EEUU para justificar el desastre financiero. Aun siendo de justicia con el pueblo cubano que ese embargo se hubiera levantado hace ya mucho tiempo, la realidad es que el sistema socialista de la isla era inviable, como no tardó en demostrarse. La ayuda recibida a lo largo de toda la Guerra Fría por su gran aliado, la URSS, con la que Fidel mantuvo siempre complicadas relaciones, fue la bombona de oxígeno. Más recientemente, el régimen bolivariano venezolano, primero con Chávez y después con Maduro, sustituyó a Moscú en el difícil papel de no dejar que la economía cubana se derrumbara del todo. Pero la caída del precio del crudo en los últimos años, y el colapso venezolano, han tenido su correlato en La Habana. Ante lo insostenible de la situación, el castrismo se ha terminado abriendo a un tímido capitalismo que imita los modelos chino o vietnamita, para atraer inversiones extranjeras a la desesperada, pero sin abrir nada la mano en lo que respecta a democracia y a libertades.

El futuro de la isla

Pero esta reinvención del castrismo no es sino una huida hacia adelante. El inmovilismo político cada vez provoca mayores tensiones internas por más que estemos ante un régimen totalitario en el que el Estado controla todos los resortes de poder y se mantenga el fuerte culto al líder. Y es de esperar que la muerte de Fidel desencadene efectos que acelerarán la inevitable transición en la isla, aunque aún resulte incierto hacia dónde.

Hemos asistido en los últimos meses a episodios históricos que apuntan ya hacia el futuro de la isla. El deshielo diplomático entre Cuba y EEUU es un hecho esperanzador, aunque la normalización de relaciones bilaterales todavía esté lejos. El giro copernicano marcado por Obama ha permitido iniciar una nueva era que, sin embargo, ahora podría frustrarse o al menos ralentizarse con la inminente llegada de Donald Trump. Como ocurre con casi todo, nada se sabe realmente acerca de qué hará el republicano en política exterior.

El importante lobby anticastrista de Miami, exultante ayer, cree que con Trump se volverá a endurecer el tono hacia la isla. Y la mayoría republicana en el Congreso de EEUU no es la más favorable para profundizar en el acercamiento. Pero la inercia histórica empuja hacia la normalización. Y, en este punto, toda la comunidad internacional debe actuar para facilitar una rápida y ordenada transición prodemocrática en la isla.

España tiene que desempeñar un papel mucho más activo del que ha jugado los últimos años, por motivos históricos lógicos. La relación de Fidel con los sucesivos Gobiernos españoles pasó por todas las fases, viviendo su mayor tensión con Aznar en La Moncloa. Rajoy se ciñó ayer a la prudencia y el protocolo obligados al expresar sus condolencias, en claro contraste con las alabanzas que desde IU o Podemos se dirigieron a Fidel. Se puede reconocer la dimensión histórica del personaje sin necesidad de blanquear su dictadura, algo que, sencillamente, produce bochorno.

No hay que olvidar que Fidel ha muerto pero que el castrismo aún permanece. La represión hacia la disidencia ha aumentado en los últimos meses y se calcula que aún hay un centenar de presos políticos. Nadie puede taparse los ojos ante la violación sistemática de los derechos humanos en la isla y, en un día como hoy, cabe recordar el sufrimiento de tantos damnificados por el castrismo durante casi seis décadas. El pueblo cubano, fuertemente polarizado, tiene el mismo derecho que cualquier otro a decidir su futuro, democráticamente. Esperemos que sea más fácil con la nueva página de la Historia que se abre ahora.

27 Noviembre 2016

La revolución fracasada

LA RAZÓN (Director: Francisco Marhuenda)

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Sabemos por experiencia que la muerte de un dictador resuelve una parte importante del problema, pero no todo el problema. La desaparición, a los 90 años de edad, de Fidel Castro era una condición necesaria para que Cuba conquistase un futuro democrático y plenamente libre, pero las dictaduras se sostienen sobre una casta burocrática y estamental, incapaz de reformarse. El «hecho biológico» ha tenido lugar en el momento en el que el régimen castrista daba sus últimas bocanadas, exhausto tras el fracaso de una revolución que ha condenado a los cubanos a la pobreza y que, al final, ha tenido que buscar el acuerdo en el denostado mundo capitalista para subsistir. Castro representaba los restos de las aventuras totalitarias del siglo XX, de un comunismo que ha evidenciado su incapacidad para crear sociedades prósperas, abiertas y libres, pues los hechos han demostrado que sólo la democracia puede traer el bienestar. Tras el desmoronamiento de la Rusia soviética, Cuba quedó como una anomalía histórica que buscaba perpetuarse a toda costa pidiendo un sacrificio más a su pueblo en aras de un comunismo que lo redimiría de la penuria.

Esperar que la Historia juzgue a Castro es concederle una prerrogativa especial: las dictaduras son siempre un retroceso. Él formará parte por derecho propio de la lista de tiranos que han marcado el siglo pasado, su nombre será sin duda recordado en las heroicas crónicas del comunismo y en los anales de Cuba, un país al que ha marcado y que se merece un futuro mejor; pero no estará entre los líderes que han luchado por un mundo libre y mejor. Castro ha sido un liberticida que consideró que la libertad se podía sacrificar en nombre de una sociedad «justa», pero el tiempo ha pasado y los dramas épicos construidos en nombre del marxismo-leninismo, del fascismo o de la más quimérica de las ideologías son solo dramas humanos. Ninguna causa política merece el sufrimiento y la muerte de un sólo inocente. Castro administró hasta sus últimos días en el poder absoluto la represión de sus opositores con el barroquismo de los caudillos latinoamericanos al grito de «¡patria o muerte!» y gracias también a esa complicidad que tan generosamente encontró en una izquierda acomodada y biempensante. En los orígenes de la Revolución está la semilla de un régimen totalitario que pronto renunció a los principios democráticos y a la restauración de la Constitución de 1940, que abolió el dictador Fulgencio Batista –muy inspirada, por cierto, en la española de 1931– y optó por el partido único, siguiendo el modelo comunista más ortodoxo. Como tantas veces han recordado los viejos y generosos revolucionarios cubanos –y luego defenestrados–, Castró liquidó aquellos principios y se puso al servicio de la URSS como un peón más dentro de la Guerra Fría. Para entonces, la Revolución cubana no tenía más objetivo que mantener el hiperliderazgo de Castro, basado en la idea de que el comunismo obligaba al hundimiento económico de Cuba, un país totalmente dependiente de los soviéticos y convertido en un «parque temático» para el ocio revolucionario internacional. De los 47 años que estuvo al mando de Cuba, desde el 1 de enero de 1959 hasta el 31 de julio de 2006, cuando cedió el poder a su hermano Raúl, no ha habido ni un solo cambio en su posición política: ni el bloqueo ni las severas restricciones en los productos de alimentación básicos ni la humillante ola de ciudadanos que se vieron obligados a abandonar la isla en balsas en busca de un futuro mejor le obligaron a rectificar.

La muerte de Fidel Castro despeja definitivamente el futuro, que no puede ser otro que la restitución plena de las libertades democráticas. La agenda del cambio político está marcada por la normalización de las relaciones comerciales entre Estados Unidos y Cuba, según el acuerdo en el que se empeñó Barack Obama. La Unión Europea debe tener un papel activo y cerrar el tratado de cooperación con la isla que tiene en cartera, algo por lo que España, dado nuestro vínculo histórico, debe velar. Es la hora de la oposición democrática cubana, de forjar su unidad y saber estar a la altura de las circunstancias y encontrar su lugar con el objetivo de fraguar una verdadera reconciliación entre los cubanos. Sabemos también por experiencia que la transición hacia la democracia sólo puede asegurar su éxito si el objetivo final son las libertades públicas.

27 Noviembre 2016

La historia no lo absolverá

Bieito Rubido

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Fidel Castro ha muerto, y el mundo sigue siendo igual. Nada trascendente ha ocurrido. Cuba está todavía peor, en manos de una dictadura familiar y militar, a la que el comunismo le sirve de disculpa. Que descanse en paz y que la tierra le sea leve. La historia no lo será con él, ni mucho menos lo absolverá. Desde hace más de sesenta años, los Castro, cual estirpe de sátrapas de la peor especie, mantienen en un régimen dictatorial a más de doce millones de personas que ansían huir de su país. Tanta propaganda de una medicina admirable o de una educación para todos no resiste el más mínimo contraste. Quienes hemos tenido la oportunidad de pisar aquella querida isla, hemos podido comprobar la calamitosa existencia que padecen los cubanos. Frente a tanta miseria, un reducido grupo de oligarcas comunistas, casi todos vinculados familiarmente con los Castro, maneja a su antojo el territorio. La muerte nos iguala a todos. Será la historia quien ponga a Fidel en su justo lugar, y no creo que resulte demasiado lustroso. Los cubanos se merecen, tras seis décadas sin salida, conocer la vida en libertad.

27 Noviembre 2016

Yo soy la revolución

Antonio Elorza

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Los frutos del castrismo fueron la ineficacia económica y la autocracia del caudillismo

Fidel gobierna Cuba como si fuera una hacienda de su propiedad”, afirmaba hace años uno de sus adversarios políticos encarcelado, confirmando la idea de Carlos Franqui, que fuera inicialmente su colaborador político como director de Revolución. El sentido autocrático que caracterizó a su forma de ejercicio del poder encuentra un claro antecedente en la figura de su padre, soldado español que regresa a la Isla y que rige con mano de hierro su hacienda en Birán, al este de Cuba, con 10.000 hectáreas, siendo señor de vidas y bienes de sus trabajadores haitianos. También su padre le inspira un rasgo propio del campesino gallego: su desprecio al bienestar material y al comercio, y posiblemente también la estimación de la profesión médica.

Es un sentido del poder que cobra contenido político, y dimensión violenta, en sus años de estudiante universitario, una vez que sus formas de actuación, con una excelente retórica parlamentaria y los usuales valores del orden y la disciplina, han sido moldeados durante sus años entre los jesuitas del elitista Colegio de Belén en La Habana. Fue desde el principio un líder, apasionado por la política y la historia. Alejandro Magno, en correspondencia con su segundo nombre, fue principal, referente: el gran conquistador, al cual se unirán como fruto de sus lecturas en la cárcel Marx y Lenin, de quienes admirará “lo bien que aplastaban a sus enemigos”. De paso hay que advertir su total distanciamiento de la economía, sin cobrar a sus clientes populares y dispuesto siempre a aprovechar la generosidad de sus amigos, según me contaba su entonces amiga Martha Frayde, su habitual cocinera vespertina, a quien condenó más tarde a varios años de cárcel. De hecho Fidel nunca tuvo verdaderos amigos, con la excepción de Celia Sánchez, desde los días de la sierra a la muerte de ella en 1980.

La vida política en La Habana de 1950 no favorecía la admiración por la democracia representativa. Por eso el mismo Fidel que evoca la libertad democrática anterior al golpe de Batista en La historia me absolverá,ataca allí mismo “la politiquería”. Su extraordinaria habilidad para la maniobra le permitirá jugar una baza, la democrática, escondiendo la otra, la dictatorial. Se lo explica a Melba Hernández desde la cárcel batistiana para regular los tratos con otros opositores: hay que llevarse bien con ellos, “para luego aplastarlos como cucarachas”. El juego del gobierno burgués en el triunfo de la revolución, a efectos de reconocimiento internacional, para un mes más tarde forzar su dimisión y ejercer directamente el mando fue una primera obra maestra, precedida unos días por un hito siempre olvidado, el decreto de 7 de febrero de 1959, que sorprende hasta a los comunistas, y sustituye la Constitución de 1940 por las bases de su régimen.

Poco después, para librarse del presidente liberal Urrutia, el juez que votó a favor suyo tras el asalto al cuartel de Moncada en 1952, Fidel inventa el golpe de Estado por televisión, refrendado por movilizaciones de masas que obligan a Urrutia a dimitir y a huir. El pretexto había sido una dimisión suya como primer ministro, no como jefe del Ejército, anunciada en Revolución por orden suya y que incluso Raúl desconocía. La política era para él un juego con un solo jugador. Y jugador implacable, como constatarán todos sus adversarios, incluido un Partido Comunista, el PSP, que utiliza como único instrumento disponible en 1959 si desea evitar el pluralismo del Movimiento 26 de Julio, y para propiciar la ayuda soviética, pero al que descabeza para evitar la consolidación de una alternativa regida desde Moscú. El libro Un asunto sensible, de M. Barroso, lo cuenta muy bien.

Al modo de una versión cubana del maoísmo, Fidel busca el fundamento de su poder en las masas, ese pueblo cubano que agita con sus interminables discursos en una “democracia de la plaza pública”, y al que de paso controla con una permanente represión, apoyado en los Comités de Defensa de la Revolución, un invento de inspiración peronista, y con una estructura política y parapolicial omnipresente. Es un esquema totalista, donde resulta preciso que “el poder popular” quiera lo que quiere Fidel.

Todo ello en nombre de un gran propósito: cumplir la tarea de revolución nacional auspiciada por José Martí. Solo que Martí consideraba esa misión como esencialmente democrática, y para Fidel la democracia carecerá de sentido. Con su poder personal, bastaba en todos los planos. De ahí que sus frutos fuesen la ineficacia económica y la autocracia propia de un caudillismo.

27 Noviembre 2016

Fidel Castro, ascendido a los cielos

Raúl Rivero

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La muerte biológica de Fidel Castro el pasado viernes, a los 90 años, no lo borrará del escenario político de su país, como no lo pudo borrar su muerte política cuando en 2006 se retiró de todos sus cargos obligado por una grave enfermedad. La verdad es que ahora su fallecimiento lo acaba de ascender al rango definitivo de diosecillo del proletariado y continuará, desde los altares que le preparan, como fundador y garante de la ideología de la dictadura. Ya no tendrá que volver a aparecer con su traje deportivo de Adidas como el honorable anciano guerrillero que se apoderó de un país y lo convirtió en su finca privada, dedicado a recibir a sus visitantes extranjeros, a escribir unas notas que nadie más entendía y a promover unas yerbas que aliviarían el hambre que él mismo provocó entre sus compatriotas.

Desde el momento en que los expertos de los laboratorios del Partido Comunista organicen su santuario y sus lugares de culto, Fidel Castro asumirá con todas las de la ley su papel de guía y mentor intelectual de la doctrina política que conduce el país en la que Marx y Lenin murieron hace tiempo y José Martí ha sido, como se dice en el béisbol, un bate de emergente.

Sí, a los cubanos les espera de inmediato la sacralización del Comandante Fidel Castro y sus discursos, entrevistas y todo lo que dicho o ha escrito en 60 años, serán materia de estudio a la que habrá que llegar con fervor revolucionario para conocer, en teoría, en qué país se vive y hacia dónde queda el porvenir.

En este nuevo cargo que le otorga la muerte y refrendan sus amigos, Fidel Castro comienza a liberarse del desastre real que deja en su país.

Empieza el periodo de evocarlo por sus peroratas agotadoras para no tener que recordarlo como el promotor principal de la ruina económica de la isla, la prohibición de los partidos políticos, la muerte del periodismo, la represión brutal a los opositores, los miles de presos políticos, los cubanos fusilados, la división de la familia y la obsesión de los jóvenes por irse de la tierra donde nacieron.

A la hora de mencionar su gestión al frente del Gobierno, ya se sabe que los laboratorios de propaganda oficial hablarán de los éxitos de su trabajo en la educación y la salud pública. Y, otra vez, nada más se lo van a creer los extranjeros que no tienen que padecer el adoctrinamiento de sus hijos ni unos servicios médicos de buenos profesionales en medio de una infraestructura africana. Además, suele decir el humor cubano, uno no quiere pasarse la vida enfermo o estudiando.

Fidel Castro se muere en un país incierto y pobre que él diseñó con saña. No se trata de un país socialista porque ese sistema no funciona. Se ha muerto en una nación reprimida y sin libertad que no le puede garantizar ni un vaso leche diario a los ciudadanos, sobrevive con una libreta de racionamiento desde el año 1963 y ha tenido que ponerse unos remiendos de capitalismo barato para que la nomenclatura pueda continuar con su vida de ricos y los grandes sectores sueñen que las cosas van a cambiar.

Creo que la noticia se recibe dentro de la isla con más indiferencia que júbilo o pesar. Ya Fidel Castro estaba fuera del juego para la mayoría. De todas formas habrá de todo, desde grandes celebraciones disimuladas hasta lágrimas entre los nostálgicos de las viejas generaciones porque los dictadores tienen seguidores fieles en todos los países.

Los más alegres, aunque se presenten compungidos y de luto, son sus compañeros de viaje y de poder que controlan el país. Ellos se libran para siempre de su presencia y de sus eventuales regaños desde el retiro y lo asumen como un santón callado que les ayuda a justificar la prolongación de la dictadura.

En el exilio la fiesta es abierta y múltiple. Centenares de cubanos esperaron el amanecer del sábado en distintos escenarios de la Pequeña Habana y, en especial, en las cercanías de los restaurantes Versailles y La Carreta en la céntrica calle Ocho.

Llevaban tambores y cacerolas y arrollaron toda la madrugada, mientras se producían desfiles de automóviles con las banderas cubanas.

Entre los letreros escritos con urgencia que llevaban los exiliados en sus manifestaciones en Miami, me gusta destacar este porque es una sabia combinación de alegría y reflexión: «Raúl tirano, vete con tu hermano».

27 Noviembre 2016

Fidel olía fatal

Antonio Burgos

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Desde que estuve, niña, en La Habana, comprendí la hermosura que sería aquella tierra linda en libertad. Y desde que conocí en Sevilla a José Miguel Rodríguez, un pintor cubano exiliado desde los primeros tiempos de la Revolución, que había colaborado, como tantos intelectuales de la burguesía habanera, con los barbudos de Sierra Maestra, comprendí la cantidad de cadáveres que el tirano Castro dejó en su camino. Aparte de los fusilados en el paredón de La Cabaña, de los expropiados y despojados de sus negocios, de los obligados a dejar su tierra amada y marchar a Miami, el Comandante en Jefe dejó tras de sí algo peor: a los desilusionados. A todos nos desilusionó Castro. A toda una generación de españoles que padecíamos aquí una dictadura y que vimos la llegada de los del uniforme verde oliva a La Habana como una victoria de las libertades, tomando a Batista como un espejo de Franco. Ilusión que allí, desde aquella Nochevieja como con orquesta del Titanic, toda una época de alegre cubanidad de Bola de Nieve, guaracha y son que se hundía, pronto dejaron de tener. Castro nos embaucó a muchos jóvenes estudiantes. Como deslumbró al genial José Miguel Rodríguez, el pintor habanero que tanto colaboró con la Revolución que hasta diseñó el uniforme de los pioneritos y el montaje casi teatral de la entrada de Castro en La Habana.

José Miguel Rodríguez, ay, no ha podido llegar a ver a su Cuba Libre de la dictadura del que fue su amigo y compañero en los Jesuitas. José Miguel Rodríguez, de ascendencia asturiana como media Cuba, se vino a Madrid a encontrar la libertad que había buscado en su lucha contra Batista y que no halló más que en el vuelo libre de sus pinturas, a las que ponía unos títulos absolutamente geniales: «Pá qué quiero mi alegría si se ha muerto Joselito». A José Miguel Rodríguez se le había muerto el Joselito de su ilusionada juventud, entregada a un ideal de libertades que cifró en aquel compañero de colegio que tanto le defraudó. Como Ortega con la II República, el ingeniosísimo José Miguel Rodríguez dijo también su «no es esto, no es esto» a la Revolución que había ayudado a traer y en la que ocupó importantes cargos de Bellas Artes. Como hablaba francés, hasta quisieron hacer embajador en París a aquel chico de familia bien habanera con casa en Miramar. Desilusionado con cuanto había ayudado a crear, hizo como que preparaba una exposición de pintura cubana en Praga y que llegaría antes, solo, para organizarlo todo. Al hacer escala en Madrid el vuelo de la Cubana de Aviación, se quedó en España. En Cuba, como otros la vida, dejó el pintor su amor, su gente, su alegría disfrutona. Su mar. Me confesó una tarde, con su exuberante expresión, tan colorista como su pintura, que por escrito hasta le echaba la pata a Carpentier:

-Mira, chico, en La Habana nada más que ha quedado chusma, chusma, chusma…

Y me explicó las claves de por qué había ayudado a los que luego tanto daño le hicieron a su familia: «La Policía de Batista era un horror. La gente estaba harta de ese mulato-chino que ya antes fue dictador. Todos los gobiernos en Cuba eran un desastre. Pero Fidel también lo fue. En su primer discurso en La Habana, a Fidel se le posó una paloma blanca encima. Cristianos y gente de la santería creyeron ver en ello un signo prodigioso. Pero era un disparate. Aquellas palomas tenían la barriga llena de perdigones para que apenas volaran y en las hombreras de su uniforme Castro llevaba liria para que se les pegaran las patas. Yo estaba muy metido en el Gobierno y sabía esos chismes. Allí mismo empezó el caos y la desilusión. Fidel estaba interno en mi mismo colegio. Era mayor que yo. Olía fatal. No se bañaba, cosa rara en un cubano». Fidel siguió oliendo fatal, José Miguel. A tiranía y a muerte. Tanto, que a ti, ay, te llegó el final en tu Madrid de la calle Olmo antes que la libertad a la Cuba de tu lejano mar habanero, tan presente siempre en tu alma, y que allí le llaman El Malecón.

27 Noviembre 2016

La victoria de la impunidad

Ramón Pérez Maura

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Los que esta semana han dicho tantas infamias de Rita Barberá y sus 1.000 euros guardaban ayer un cauto silencio ante el cadáver del sátrapa que se adueñó de Cuba

El dictador murió en la cama. Y está siendo elogiado en medio mundo. Los que esta semana han dicho tantas infamias de Rita Barberá y sus 1.000 euros guardaban ayer un cauto silencio ante el cadáver del sátrapa que se adueñó de Cuba y arruinó la isla que incluso bajo la dictadura de Batista fue un lugar razonablemente próspero y no el ejemplo de indignidad prostibularia que es hogaño. Castro marcó la Historia del hemisferio americano. Cómo negarlo. Pero la marcó para mal e incluso para peor. Creó miseria allá dónde propagó sus ideas. Deja la isla en la ruina más absoluta. Pero todo ello no ha sido suficiente para impedir su victoria. Porque venció a la democracia más fuerte del mundo. Logró ver cómo el presidente de los Estados Unidos se rendía ante Cuba. Porque Fidel Castro ha muerto habiendo visto a Barack Obama pasearse por La Habana con sus hijas sin que su régimen haya hecho ni la más mínima concesión. Estados Unidos ha rendido su política de medio siglo sin que el comunismo de los hermanos Castro cediera un centímetro. ¿O acaso alguien se atreve a sostener que la situación política en la isla ha cambiado siquiera un ápice en el último año?

La muerte de Fidel en su cama es el ejemplo máximo de la impunidad de la que ha gozado la tiranía de los Castro. Impunidad sólo matizada por el hecho de que no se atrevía a salir de su país. Aunque podía estar tranquilo porque los Baltasar Garzón del mundo entero nunca perseguirían a un tirano como Fidel Castro. Para ellos la sangre que corrió por sus manos era una sangre justificada. Ya sabemos que hay muchas varas de medir. Los miles de adversarios a los que fusiló no merecen justicia. Los presos políticos tampoco. Los homosexuales cubanos son de peor categoría que los del resto del mundo porque la represión a la que les sometió Fidel nunca fue denunciada por la izquierda europea.

Su falta de ética le llevó a aliarse hasta con la teocracia iraní de los ayatolas. Eso después de haber defendido la invasión soviética que acabó con la Primavera de Praga y antes de ser el último amigo de la satrapía norcoreana. ¡Qué remedio! Después de dedicar los mejores años de su vida a promover revoluciones por el mundo, ha muerto conformándose con la manutención -por la mínima y no por mucho tiempo- de la dictadura chavista en Venezuela. Pero ha muerto impune por sus muchos crímenes y dejando un país mucho peor que el que le recibió aclamándolo como libertador. Su impunidad física ya no tiene marcha atrás. Esperemos que su impunidad política no sea eterna.

26 Noviembre 2016

El mundo cambió antes que su muerte

Joaquín Morales Solá

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Fidel Castro murió en La Habana cuando el castrismo latinoamericano ya había desaparecido, salvo en la nostalgia de personas mayores que habían vivido, medio siglo antes, la ilusión fracasada de una revolución que se convirtió en involución. Producto cabal de la Guerra Fría de mediados del siglo XX, Castro fue una pieza de museo en los últimos 27 años, desde la caída del Mmuro de Berlín en 1989. Hace pocos días cayó el último vestigio de su larga influencia en la región.

Ocurrió cuando el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos firmó por segunda vez un acuerdo de paz con el comandante «Timochenko», jefe de las FARC, la guerrilla más antigua de América latina. Aunque La Habana fue el escenario de las negociaciones de paz, lo cierto es que el castrismo sólo se resignó a lo inevitable.

América latina cambió en el último año como para amargarle la vida a Fidel, que siempre creyó que el viento de la historia soplaría, tarde o temprano, en la dirección correcta diseñada por él. Venezuela, su último protectorado ideológico, se hunde en la ruina. Mauricio Macri reemplazó en Buenos Aires a su amiga Cristina Kirchner. Michel Temer ocupa en Brasilia el lugar de Lula y Dilma, viejos conocidos del líder muerto. El liberal Kuczynski gobierna Perú y hasta Daniel Ortega se hizo capitalista para seguir mandando como un dictador en la pobre Nicaragua. El magnate Sebastián Piñera podría volver en 2018 al gobierno chileno.

Hace poco le preguntaron a Macri si la relación de Washington con América latina se tensaría en el caso de que Donald Trump desconociera los acuerdos de Obama con los Castro. Contestó que no. «La nueva corriente de líderes latinoamericanos no está pendiente de Cuba», respondió. Con una frase, Macri explicó el contexto en el que Fidel murió. O prefirió morir antes de comprobar que la historia siempre tiene su propia dinámica.

Sin embargo, nunca la política es un paraíso. La nueva ola de líderes latinoamericanos tiene sus problemas. En la Argentina, en apenas una semana, el peronismo en sus infinitas versiones logró cambiarle tres veces la agenda a Macri. También le confeccionó una nueva. La de estos días podría ser una foto anticipada de cómo será el peronismo en el año electoral que viene. O podría ser algo más: el anticipo, quizá en sus trazos más amables, de la futura convivencia con el peronismo si un revés electoral se abatiera sobre el Presidente en las próximas elecciones legislativas.

El problema de Macri dejó de ser político hace mucho tiempo; su principal conflicto es el económico. Tal vez, los acuerdos con el peronismo (gobernadores y sindicatos) para pacificar la política complicaron la economía, pero la culpa no es sólo de esos acuerdos. La recesión es profunda. La esperanza de recuperación se pasó de principios del segundo semestre al último trimestre. La economía sigue igual. Los datos oficiales de la recesión coinciden con la percepción de los empresarios y el mal humor de muchos sectores sociales.

¿Dónde está la culpa? ¿Cómo saberlo cuando ni siquiera está establecida la responsabilidad, cuando hay muchos ministros de Economía y ningún ministro? Nadie lo sabe. Pero es inútil reflexionar sobre si el actual sistema de conducción económica es bueno o malo. El Presidente está seguro de que la mejor solución es que no haya un superministro. Ni un Cavallo, ni un Lavagna ni un Sourrouille de la segunda década del siglo XXI. No quiere ni la sombra de esos ministros con más poder que sus presidentes. Lo cierto es que la campaña electoral, cuyo inicio de hecho Macri esperaba para diciembre, se adelantó. La campaña ya empezó.

Frigerio y Prat-Gay lo advirtieron cuando fueron a Diputados por el impuesto a las ganancias. Los esperaba toda la oposición junta, por primera vez en casi un año. Peronistas massistas, ortodoxos y kirchneristas; socialistas y otros diputados de izquierda. Nunca habían visto ese espectáculo. «Se terminaron los buenos tiempos; empezó la campaña», le susurró Frigerio a Prat-Gay. Antes, el Senado había sancionado, con el voto de todos los peronistas, un proyecto de emergencia social que creaba un millón de puestos de trabajo. El Gobierno lo repudió, pero terminó negociando un nuevo proyecto, más realista, menos imperativo.

No importa. El peronismo se pavonea en el teatro político remarcando lo que es obvio: la iniciativa está en sus manos. Algunas organizaciones sociales acompañaron esas propuestas (tanto las del peronismo como las del Gobierno), pero es un espacio que merece otro análisis. Si hay unánime coincidencia en que el país está en medio de una pertinaz recesión, debe concluirse que la crisis golpea a todos, pero sobre todo a los sectores más vulnerables de la sociedad. La pregunta es por qué no funcionaron los sensores políticos de la administración. ¿Por qué los funcionarios no ofrecieron a esas organizaciones sociales el acuerdo que después suscribieron? Podría haber sido peor, y no lo fue porque el Gobierno tiene algunos funcionarios como Carolina Stanley, ministra de Desarrollo Social, capaces de hablar con los jefes piqueteros como si hubieran nacido en el mismo barrio.

Sucedió algo parecido con el aumento del mínimo no imponible del impuestos a las ganancias. Su eliminación fue una promesa de campaña de Macri, que no la pudo cumplir cuando se encontró con el Estado fundido que dejó Cristina Kirchner. Tuvo tiempo, con todo, para modificar la alícuota mucho antes. Sergio Massa anunció un proyecto propio un día antes de que el Gobierno hiciera público el suyo. En rigor, hasta ese momento Massa no había entregado nada nuevo en la mesa de entradas de Diputados. Eran sólo palabras. Le sacó a Macri la ventaja de un día y, encima, anunció una sesión especial, que tendría quórum para deliberar, pero no para tratar ningún proyecto. Nada por aquí. Nada por allá. Genio y figura de Massa.

No obstante, ¿quién puede negarle la habilidad para mostrarse dueño de la iniciativa? El Gobierno ya sabe que su ley de modificación de ganancias saldrá del Congreso con muchos cambios. Es la promesa que hizo para evitar un debate inútil, pero con alto contenido político, para llamarlo de algún modo.

El impuesto a las ganancias afecta seriamente a los asalariados con ingresos más altos. Nadie habla de los aportes patronales, que son una enorme traba para la creación de nuevos puestos de trabajo. Ni del IVA, que lo pagan ricos y pobres y que es uno de los más altos del mundo. El impuesto a las ganancias es emblemático desde 1999.

Todas la concesiones del Gobierno de la última semana significarán más dinero para un Estado cuyo déficit aumentó en octubre por la caída de la recaudación (típico de la recesión) y por la reanudación de la obra pública. Tiene todavía un margen de $ 100.000 millones para no pasarse del déficit previsto del 4,8%. Cree que logrará no superarlo. El Gobierno aceptará aplicar impuestos al juego, que es de las provincias, pues no administra bingo ni casinos. Y a la renta financiera, que ya tiene algunos gravámenes. Podría reponer las retenciones a la minería, porque la quita que aplicó Macri fue un pedido de tres provincias peronistas: San Juan, La Rioja y Catamarca. Nunca nadie lo contó, mientras el Presidente pasó un año con el estigma de que benefició a las mineras por decisión propia. ¿Por qué nadie dijo de quién fue la idea?

La reforma electoral cuenta con el apoyo de una clara mayoría social. El kirchnerismo más cerril en acuerdo con el PJ feudal -cuándo no- decidió que el proyecto no llegue al recinto del Senado. Vicarios de Cristina lo atornillaron en las comisiones del cuerpo. ¿Por qué el Gobierno no anunció en su momento la convocatoria a un plebiscito no vinculante sobre esa reforma? ¿Se hubiera prestado el peronismo a la posibilidad de una segunda derrota consecutiva? No, seguramente. El Gobierno se priva de jugar con lo mejor que tiene, que es todavía una mayoría social. La necesita para enfrentar al PJ, que cree que Macri es un usurpador, un paréntesis incómodo de la historia que existirá mientras los peronistas se cambian de ropa y de piel. Ellos, como Fidel, creen en una dirección única e inmodificable de la historia, que siempre los protegerá.

27 Noviembre 2016

O fim do passado

O GLOBO (Dueño: Roberto Irineo Marinho)

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La izquierda debe reflejar si es que vale la pena el sacrificio de las libertades en nombre de una supuesta justicia social (...) La muerte del dictador y la inestabilidad que lanza Cuba también debe tener la izquierda para reflexionar sobre el saldo final de un régimen que mató a las libertades y otros derechos humanos en nombre de una supuesta justicia social. Es evidente que no vale la pena, y no vale la pena

Anunciada pelo irmão Raúl na TV estatal, a morte de Fidel Castro, aos 90 anos, ocorrida na madrugada de ontem, é o ponto final na biografia de um dos mais longevos ditadores, e que já havia entrado para a História faz tempo. Afinal, ficou no poder por mais de 50 anos, transformando Cuba num parque temático a céu aberto de um tipo de regime anacrônico que desaparecera do mapa no final do século passado com o fim da União Soviética, a reunificação da Alemanha, a debacle dos regimes comunistas na Europa Oriental e a adoção de uma espécie de socialismo de mercado na China.

O tempo que passou para todos parecia não passar para Fidel. Verdade que sua capacidade de manter o regime comunista intacto foi ajudada por outro fator: o embargo econômico aplicado pelos Estados Unidos. O isolamento deu ao ditador a oportunidade histórica de aparecer aos olhos da esquerda como um titã capaz de resistir à superpotência, conservando-o — ao lado do lendário companheiro Ernesto Che Guevara — como um ícone mundial.

Altares de radicais no Brasil também os veneram. Embora de forma tardia, os Estados Unidos, por meio de Obama, deram o passo certo da reaproximação com Havana, cidade a que o presidente visitou em março, sendo recepcionado por Raúl, a quem Fidel passou parte do poder, em 2006, devido a problemas de saúde. Mas ficou como eminência parda. A alma autoritária dos ditadores é mais forte que tudo.

Roga-se que o novo presidente americano, Donald Trump, não ajude os comunistas reacionários que ainda resistem em Cuba, voltando atrás no que fez Obama. Ao contrário, siga em frente e estimule o novo Congresso, sob controle republicano, a suspender o embargo comercial, o tiro de misericórdia neste stalinismo tropical. Como ponta de lança da União Soviética no quintal dos Estados Unidos, o regime castrista recebeu bastante do ‘‘ouro de Moscou’’ para conseguir avanços em setores como assistência social, medicina e educação.

Também a exemplo dos países comunistas europeus, o esporte teve forte apoio de Havana e se destacou no cenário latinoamericano, como vitrine de uma sociedade supostamente superior. Porém, como era característico nos regimes comunistas, o sistema cubano pode ter acabado com a miséria, mas apenas distribuiu por igual a pobreza, preservando, é claro, uma casta de burocratas e militares bem de vida.

O fim da URSS selou o declínio da ‘‘Revolução Cubana’’, à frente de um país que quase só tinha como produtos de exportação o açúcar — cuja importação era regiamente paga na época soviética —, os famosos charutos e o rum. A ascensão do caudilho Hugo Chávez garantiu a sobrevida do castrismo. A Venezuela passou a fornecer petróleo a preços subsidiados, pagos por Havana com a cessão de médicos, dentistas, assistentes sociais e outros profissionais sem trabalho em Cuba, para atuarem nas missões de cunho assistencialista de Chá-ez. Também vieram para o Brasil lulopetista.

Mas o regime chavista, já sem o seu líder, mergulhou em parafuso, como previsto. Filho de família abastada, Fidel adotou o marxismo-leninismo na juventude e, aos 32 anos, comandou a vitoriosa revolução que apeou do poder, em 1959, Fulgencio Batista, presidente eleito de 1940 a 1944 e ditador, apoiado pelos EUA, de 1952 a 1959. Em seguida, alinhou firmemente Cuba à órbita da União Soviética, e, com isso, levou o país a se tornar campo de batalha da Guerra Fria.

Em abril de 1961, os Estados Unidos buscaram derrubá-lo e falharam. Um exército recrutado entre exilados cubanos e treinado pela CIA tentou invadir a ilha pela Praia de Girón, na Baía dos Porcos, mas foi repelido pelas forças cubanas. Um dia antes, com a invasão iminente, Fidel anunciara, pela primeira vez, o caráter socialista da revolução. Um ano depois, Fidel aceitou que a URSS instalasse em Cuba, a 100 quilômetros dos EUA, mísseis capazes de transportar ogivas atômicas.

A Crise dos Mísseis pôs o mundo à beira da guerra nuclear, só evitada devido a uma certeira cartada diplomática do presidente John F. Kennedy, com reciprocidade do líder soviético Nikita Khrushchev, derrotado no confronto. A Cuba de Fidel Castro teve papel destacado em tentativas de exportar a revolução, inclusive para o Brasil. Che Guevara, que conhecera Fidel e o irmão Raúl no México, foi quem liderou essas iniciativas.

Ele deixou Cuba em 1965 com destino ao CongoKinshasa, onde não teve sucesso. Mais tarde se dirigiu à Bolívia com o mesmo objetivo, mas acabou capturado por forças bolivianas, assistidas pela CIA, e terminou sumariamente executado. Tropas cubanas atuaram na guerra civil de Angola, uma das mais longas (1975-2002) e cruéis da Guerra Fria, com cerca de meio milhão de mortos. Lutaram ao lado do Movimento Popular de Libertação de Angola (MPLA), apoiado por Moscou e que saiu vencedor.

Entre os adversários estava a Unita (União Nacional pela Independência Total de Angola), amparada pelos EUA e pelo regime do apartheid da África do Sul. O colapso soviético, avalista do regime de Fidel, lançou a ilha numa severa crise que obrigou o ditador a admitir coisas até então impensáveis, como a liberalização do uso de dólares e uma acanhada abertura da economia.

Só o carisma de Fidel, aliado a uma severa repressão interna e com a ajuda do embargo americano, permitiu-lhe manter os cubanos sob controle, apesar de todos os rigores a que foram submetidos durante a década de 90, chamada eufemisticamente de ‘‘Período Especial’’. A saída de cena de Fidel abre para Cuba uma chance óbvia de acelerar o processo de reformas na economia iniciadas de maneira tímida por Raúl, e lançar um projeto de transição rumo à democracia.

Morto Fidel, a jornalista cubana Yoani Sánchez, dissidente, registrou no seu blog a existência de uma atmosfera de medo na ilha. “Dias complicados virão’’. Há sempre o risco, nesses momentos, em ditaduras, de tentativas de golpe por grupos que usufruem do poder. Aqui entra o papel crucial da diplomacia americana e latinoamericana, com o Brasil em posição de liderança (ainda bem que já sem simpatizantes do castrismo no Planalto e no Itamaraty).

Washington, por exemplo, não pode deixar que os radicais de Miami — exilados cubanos visceralmente anticastristas — pautem suas ações e intenções. A comunidade latino-americana responsável e a diplomacia multilateral devem atuar como moderadoras entre forças tão díspares quanto os herdeiros de Fidel, os reformistas e os dissidentes do regime, assim como os exilados cubanos.

A morte do ditador e a instabilidade em que se lança Cuba devem, ainda, levar as esquerdas a refletir sobre o saldo final de um regime que imolou as liberdades e outros direitos humanos em nome de uma pretensa justiça social. Está claro que não valeu, e não vale, a pena.

27 Noviembre 2016

Hasta siempre, Fidel

LA RAZÓN (Directora: Claudia Benavente)

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Ha muerto el viernes por la noche, en Cuba, el expresidente y líder de la revolución socialista de ese país Fidel Castro Ruz (1926-2016). Pocos en la historia contemporánea tienen o merecen una importancia similar a la del hijo de padre español y madre cubana que en 1959 derrocó a Fulgencio Batista y se hizo del poder en la pequeña isla caribeña que es un icono mundial.

La revolución cubana, encabezada por Fidel Castro junto con otros nombres legendarios en la historia de Cuba, como Camilo Cienfuegos, Raúl Castro y, sobre todo, Ernesto Che Guevara, supuso, tal vez, el más importante parteaguas en la historia de América del siglo XX. Cuba, bajo el liderazgo de Fidel Castro, no solo echó a un dictador, Fulgencio Batista, sino con él a todo un sistema económico y social, para inaugurar el camino hacia el socialismo.

Muchas virtudes tanto como defectos se le pueden atribuir al hombre que gobernó la República de Cuba durante 49 años, pero ante todo debe reconocérsele la claridad y visión para afrontar el enorme reto que se impuso cuando decidió combatir al capitalismo y conducir a su patria hacia el comunismo a través de la vía socialista. Castro llevó a Cuba por un derrotero que pudo haber sido mucho más de lo que llegó a ser de no haber mediado el atroz embargo económico impuesto unilateralmente por EEUU contra la isla en 1960.

Cupo a Castro lidiar con una asfixia económica, y en no pocas ocasiones política, que motivó mucho más que la transformación de las relaciones en los mercados interno y externo: obligó a transformar la cultura y el habitus ciudadano, reforzados por un eficiente sistema que garantizó la adhesión ideológica de al menos dos generaciones de cubanos a la revolución y sus postulados. En el camino, la educación y la salud alcanzaron unas cotas de calidad que son paradigmáticas hasta hoy, incluso con las falencias que acusa el sistema de salud para muchos habitantes de la isla.

El desarrollo científico, particularmente en los campos de la salud y de la producción de alimentos, logró algo de lo que pocos países pueden preciarse: tener una población esencialmente sana y productiva. Pero, por otro lado, la eficiente administración de la pobreza en la isla produjo una generación, los jóvenes de hoy, que solo conocen el subsidio estatal.

Sin embargo es imposible no observar el hecho de que se sostuvo al mando del país durante casi medio siglo gracias a su mano de hierro y al feroz silenciamiento de la disidencia, lo cual lleva a preguntarse por qué en las encuestas continentales es mayoritaria la tendencia a aceptar menos democracia a cambio de mayor estabilidad.

Ha muerto un hombre grande de verdad. Uno que fue capaz de encarnar la filosofía que promulgaba y de inspirar a todo un pueblo la dignidad. Es probable que a partir de ahora más de uno intente asociar la muerte de Fidel con la transformación que le aguarda a Cuba.

27 Noviembre 2016

Los huérfanos de Fidel

Miguel Henrique Otero

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Cuando los teléfonos repican con insistencia en horas de la madrugada en el hogar de un periodista no es para alarmarse, pero sí es una señal clara de que ese día empieza mal, que el sueño será corto y la jornada interminable. Como si no hubiera llenado de sobresaltos nuestras vidas, a Fidel Castro se le ocurrió morir en horas de la noche y el sábado se convirtió en una pesadilla.

Que haya muerto en su cama no fue una sorpresa porque desde hace años se notaba que su salud se deterioraba, y que pese a los sofisticados tratamientos que se le aplicaban no volvería a ser el Fidel que lo abarcaba y determinaba todo. Empezó a dar pena en la misma medida en que sus gestos, sus palabras y sus tropiezos al caminar denunciaban su deterioro físico y mental. Aún así se negaba a entregarse sin dar sus pequeñas últimas batallas.

En Cuba, a temprana hora de su vida, tuvo su público estudiantil que aplaudía su arrojo, su audacia y sus infinitas e inocultables ansias de sobresalir, incluso a costa de traicionar a sus amigos más leales. De allí su rosario de enfrentamientos, victorias y derrotas que no hacían presentir el destino que luego le tocó en la historia de América Latina.

Estas violentas acciones nacidas al calor de la política universitaria no lo llevaron a formarse ideológica y orgánicamente como un jefe político. Al contrario, lo llevaron al oficio de pistolero que mostraba sus ideas por el cañón de su arma. Hoy no queda duda que cuando años después intenta el asalto al cuartel Moncada privaba en él ese espíritu de resolver sus dilemas políticos mediante la fuerza, la violencia y las armas.

El asalto al Moncada fue un acto disparatado, escasamente planeado y sin un trabajo de inteligencia sólido que permitiera desplegar las fuerzas para el ataque por los flancos más débiles del enemigo. Funcionó más como una operación de propaganda que como un ataque militar con posibilidades reales de éxito.

La experiencia no le privó de cometer el mismo error aventurero al desembarcar en el oriente de Cuba, pero esta vez la suerte le sonrió. La guerra en las montañas fue de un pragmatismo puro, con algunos aportes de otros jefes mejor entrenados para la guerra. Su programa político, además de querer derrocar al gobierno de Batista, apenas rozaba el problema de la tierra en Cuba y anunciaba una reforma agraria llena de buenas intenciones y de muchas lagunas en cuanto a la implementación de ese deseo. Luego de tomar el poder el sueño campesino se convirtió en pesadilla: Cuba comenzó a padecer hambre y ruina en el campo.

El hombre que iba a liberar a Cuba del imperialismo comenzó por imponer la obediencia de su pueblo a otros imperios como la Unión Soviética, siendo el único mandatario cubano que aceptó dos bases extranjeras en Cuba: Guantánamo y la base de cohetes rusos que instaló Nikita Kruschev.

Su influencia en el mundo tuvo un momento rotundo con el nacimiento de los movimientos guerrilleros que surgieron en varios países, todos derrotados y rendidos al capitalismo. Con la muerte del Che Guevara y el golpe militar en Chile, a Fidel no le quedó otro recurso que su imparable verbo, que siempre anidó entre nosotros por desgracia, y en otros líderes ingenuos. Adiós y no vuelvas.

27 Noviembre 2016

Hora final de Fidel Castro

EL MERCURIO (Dueño: Agustín Edwards Eastman)

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Con la muerte de Fidel Castro se va una figura representativa de los conflictos que marcaron la segunda mitad del siglo XX. El mito del revolucionario salvador de su país solo sobrevivirá entre quienes han sido sus incondicionales hasta su último respiro, pero no entre quienes padecieron las arbitrariedades de su férrea dictadura que, aun después de dejar el poder en 2006 a su hermano Raúl, perdura en Cuba.

Fidel Castro llegó al poder en 1959, tras la huida del dictador Fulgencio Batista, manteniendo oculta su verdadera idelogía que no desveló hasta 1961 cuando reconoció su afinidad con el marxismo leninismo, justo antes de la fracasada invasión a Bahía Cochinos. Después de purgar a los sectores democráticos que habían contribuido a la lucha contra el régimen caído, Castro manejó con mano de hierro la isla, e intentó instaurar una economía socialista que ha demostrado a través de más de cinco décadas su total fracaso, incapaz de dar bienestar a la población que ha huido por miles cada año fuera de la isla, en especial a Estados Unidos que, paradójicamente, fue para Fidel el país señaldo como la causa de todos los males cubanos.

Cuando Castro se apodera de Cuba, esta tenía una economía floreciente, una clase media desarrollada, pero estaba gobernada por un régimen extraordinariamente corrupto. Las altas expectativas que surgieron al comienzo de la revolución no se cumplieron debido a sus erráticas prácticas económicas, su fracasada industrialización, una lamentable reforma agraria y la estatización de decenas de miles de pequeños y medianos negocios e industrias. Los únicos logros reconocibles han sido erradicar el analfabetismo y una cobertura de salud gratuita de buena calidad, conseguidos a costa de penurias alimentarias y pérdida total de las libertades democráticas. La mayoría de los países de la región, sin embargo, han logrado niveles satisfactorios en esos ámbitos sin necesidad de encarcelar a la población ni forzar al exilio a los disidentes. Y si la corrupción en la era de Batista era devastadora, en un régimen totalitario como el de los Castro ha sido mayor, donde solo quienes están en su entorno han tenido oportunidad de enriquecerse y tener una vida holgada.

Con el colapso de la Unión Soviética, la economía de Cuba entró en un periodo especial en tiempos de paz, al perder los miles de millones de dólares en subsidios que le enviaba Moscú, lo que obligó a una nueva era de racionamiento. Viviendo en un estado de necesidad permanente, el régimen de Castro consiguió aferrarse al ideologismo de Hugo Chávez – que gobernaba una Venezuela riquísima en petrodólares – para solventar las cuentas que ya Rusia no pagaba. Petróleo a cambio de servicios médicos y educacionales ha sido la tónica de los últimos años.

Con su gran carisma y retórica triunfalista, Castro pudo por años exportar una imagen exitosa de su revolución. Fue el inspirador de más de una generación de jóvenes idealistas, que en los años sesenta y setenta siguieron su ejemplo – y financiados desde La Habana – empuñaron las armas para luchar contra ‘el imperialismo yanqui’ y derribar gobiernos ‘burgueses’, en una lucha desigual que muchas veces terminó en la instauración de régimenes militares anticomunistas.

Chile fue uno de los campos de batalla de la lucha ideológica impulsada por Fidel. Su visita a Chile en 1971, apenas asumido Salvador Allende, es vista como uno de los momentos emblemáticos de su influencia ideológica en el continente. En casi un mes de giras por el país, alentó la radicalización del ‘proceso revolucionario’ y recomendó a Allende confiar en la formidable fuerza de la clase obrera para defender la revolución en peligro, paralizar a los golpistas… y decidir el destino de Chile”.

Fidel pudo contar por décadas con la protección y la impunidad que le dio el blindaje de la izquierda intelectual de América Latina y del mundo. En parte por los recursos que La Habana destinaba a muchos de ellos, en parte porque era de buen tono estar con la revolución cubana, la mayoría de los escritores procuraron defender a Fidel, incluso en sus acciones más abyectas. Algunos de ellos, como Jorge Edwards o Mario Vargas Llosa, tuvieron el coraje de romper con Castro, lo que les valió el desaire de sus pares.

Qué será del futuro de Cuba ahora que no está Fidel, es una de las preguntas que cabe hacerse en estos momentos, cuando Raúl – quien mantiene firme control político y de las FF. AA., que a su vez controlan la economía – ha estado embarcado en tibias reformas y cuando Estados Unidos parecía dispuesto a tenderle una mano. Con las declaraciones de Donald Trump, esa política de acercamiento parece en peligro y la incertidumbre se cierne sobre el futuro del régimen.

La muerte de este mítico revolucionario cierra un capítulo de la historia latinoamericana y, quizás, del mundo. Para algunos es un alivio, para otros (como los exiliados en Miami) es un motivo de celebración, y para otros, un duelo. En Chile también hay divisiones al respecto. Los militantes socialistas hace tiempo que se alejaron de él (discurso de Tencha Bussi con ocasión de la Cumbre Iberoamericana de 1996); en cambio, en el Partido Comunista lloran a un líder que los apoyó en su lucha revolucionaria.

La Presidenta Bachelet expresó sus ‘condolencias al Presidente Raúl Castro por la muerte de Fidel, un líder por la dignidad y la justicia social en Cuba y América Latina”, trasuntado su empatía con su figura. La Mandataria tiene todo el derecho a una opinión propia y a una visión histórica de Fidel Castro, pero sería incomprensible que – invocando la representación de los chilenos – omitiera el drama de los derechos humanos que han padecido los cubanos por más de medio siglo.