3 mayo 1972

Muere J. Edgar Hoover, Director del FBI durante casi 50 años y uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos

Hechos

El 2 de mayo de 1972 falleció John Edgar Hoover.

Lecturas


07 Mayo 1972

JOHN EDGAR HOOVER, O LA PASIÓN POR LA LEY Y EL ORDEN

Manuel Aznar

48 AÑOS AL FRENTE DEL FBI

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A los 77 años de edad ha muerto en Washington D. C., J. Edgar Hoover, jefe de la Oficina o Buró de Investigación Federal (la FBI famosa). Le vi, y hablé largamente con él, en dos o tres ocasiones, hace muchos años. En aquellos momentos – al término de la segunda guerra mundial – mostró vivo interés por conocer puntualmente ciertos extremos de la situación de España. A pocos extranjeros les he escuchado reflexiones tan razonables y tan lúcidas acerca del alcance y sentido de nuestra guerra civil.

Era Hoover washingtoniano de nacimiento, y lo fue, también, durante toda su vida, de afición y de amor. ¡Extraño personaje! Se aseguraba de él – solterón empedernido – que su única vertiente hacia la sensualidad era la gastronómica. Quizá es mucho decir que fuera la única, pero no creo exagerado considerarla como su gusto principal; y su mayor deleite.

Achaparrado y recio, ancho de espaldas, acompasado en el andar, parecía a veces un campesino. Hasta en la penetrante mirada de unos ojos muy vivos y encendidos recordaba el mirar y el contemplar, mitad desafío, mitad recelo, de un hombre del campo. Estoy convencido de que no se fiaba de nadie. Vivía en constante alerta. En su casa, de puertas adentro, prevalecía una voluntaria soledad, la soledad de un ser de hábitos muy sencillos. Le bastaba con la compañía de algún servidor silencioso y leal, y las caricias y arrumacos de un gato de Angora y de uno o dos canes fieles, casi sentimentales, pero fieros, como buenos perros pastores alemanes. Ha sido, durante cuarenta y ocho años, la encarnación de un inmenso poder policiaco. A él no le gustaba que le tuvieran por policía; porque, a su juicio, las responsabilidades de la investigación son distintas de las que asume un Cuerpo directamente represivo, encargado de entendérselas con los delincuentes a los efectos de imponerles el merecido castigo y la sanción ejemplificadora. Hizo esta distinción durante los primeros tiempos de celo investigador, pero andando los años, nadie podía tomarla en serio, pues la FBI se fue convirtiendo en la organización típicamente policiaca que más temor suscitaba en el complejísimo mundo norteamericano del delito.

John Edgar Hoover inició su vida pública como funcionario de la Oficina de Investigación que en el año 1908 se creó como una Sección o como una Dirección dentro del Ministerio de Justicia. Su tarea se reducía a suministrar informes confidenciales al ministro o secretario del ramo. Nadie tomaba demasiado en serio aquel núcleo inicial de agentes demasiado en serio aquel núcleo inicial de agentes investigadores. La primera gran misión, realmente delicada, que les salió al paso, tuvo que ver con las actividades del espionaje alemán durante la primera guerra mundial. El jefe supremo de los espías y saboteadores era el embajador de Guillermo II en Washington, Von Bernstoff. Sobrevinieron voladuras de fábricas, gravísimos atentados en los puertos, incendios de almacenes que guardaban importantes cargamentos destinados a Francia y a la Gran Bretaña. La Oficina del Ministerio de Justicia fracasó de lleno. Hasta después de la declaración de guerra de los Estados Unidos contra Alemania, los agentes de Von Bernstoff camparon por sus respetos. Y nada digamos de los éxitos que el espionaje teutón alcanzó en Méjico, donde organizó una gran base de acción que se proyectaba sobre zonas muy amplias del territorio norteamericano.

“Eran los años (finales de la década 1910-1920) – según nos refiere Don Whitehead – en que la corrupción se extendió por el país y penetró en el ámbito del propio Gobierno de Whasington. Llegó un momento en que la Oficina de Investigación se vio amenazada de muerte a consecuencia de la indignada reacción pública contra la deshonestidad”.

El año 1924, preocupados algunos jefes políticos inequívocas los funcionarios o investigadores resolvieron aplicar el remedio necesario. El gran catoniano Herbert Hoover, cabeza visible del Partido Republicano, aconsejó al secretario de Justicia o fiscal general, mister Harlam Fiske Stone, que encomendara la reforma, reorganización y reorientación de la Oficina a un funcionario del Ministerio, un joven licenciado en Derecho llamado John Edgar Hoover. Entre los dos Hoover, el recomendante y el recomendado, no existe ninguna relación de parentesco. El licenciado en cuestión tenía 29 años. Se había hecho notar por su sagacidad, su vocación y su don de mando. La primera medida de Edgar Hoover consistió en exigir a todos sus ayudantes una conducta irreprochable, una gran moral de servicio y una fuerte preparación técnica. Dio de baja a todos aquellos que habían ingresado a punta de influencias políticas, los sustituyó con jóvenes de excelente formación universitaria y declaró, de una vez para siempre, que había terminado la intervención de los favoritismos políticamente y que, en adelante, sólo habría un mando: el suyo; sólo una voz: la suya; sólo unas consignas: las que él comunicara.

Ocupaba la Casa Blanca el republicano Calvin Coolidge, como sucesor del presidente Harding, muerto repentinamente el año 1923. Los amigos que John Edgar Hoover tenía en las filas republicanas le apoyaron desde el primer día con entusiasmo. La jurisdicción del Buró investigador se fue ampliando notablemente; secuestros, raptos, asaltos, empleo del ‘chantaje’ como medio de obtener dinero, espionaje, violación de las leyes federales, todo un repertorio criminal, muy vasto, fue objeto de las actividades de aquella nueva legión mandaba por Hoover.

En plena Adminisración Roosevelt, la carrera del B. I. cobró una importancia extraordinaria. Al nombre primitivo se le añadió la F de Federal, con lo que pasó a llamarse Federal Bureau of Investigation y desde entonces se le conoció por la sigla FBI. El propio Edgar Hoover fue, muy pronto, míster FBI. En 1955 tenía a sus órdenes 14.000 agentes, entre hombres y mujeres. Probablemente, esa cifra habrá aumentado en las dos últimas décadas, porque la extensión e importancia de los conflictos raciales, de la droga invasora, de la subversión sistemática, de las perversiones relacionadas con la sexualidad, de la delincuencia juvenil, de los comandos urbanos, de las amenazas revolucionarias, exigen movilizaciones muy consideradas por parte de la autoridad, constantemente desconocida, frecuentemente burlada y asaltada entre injurias.

Antes de que Edgar Hoover asumiera el mando en jefe habían regido la investigación Stanley Finch, A. Bruce Biclaski, William J. Flynn y William J. Burns. La brillante personalidad del joven abogado ha oscurecido y casi borrado el recuerdo de sus predecesores. Ha permanecido al frente del FBI cuarenta y ocho años: y ha trabajado con ocho presidentes de los Estados Unidos: Calvin Coolidge, republicano, Herbert Hoover, también republicano; Franklin Delano Roosevelt, demócrata, jefe del Estado norteamericano desde 1933 hasta 1945; Harry S. Truman, demócrata, Dwight Eisenhower, republicano, John Fitzgerald Kennedy, demócrata; Lyndon B. Johnson, demócrata, y Richard Nixon, republicano. La jefatura de Edgar Hoover al frente del FBI ha corrido temporales muy violentos. En algunas ocasiones, su salvación pareció cosa de milagro. Fueron duras las embestidas del oleaje en tiempos del presidente Roosevelt, porque en el equipo roosveltiano había personas importantes que tenían al Gran Investigador por un inquisidor medieval, y por el más abominable de los reaccionarios. Quizá las horas de mayores dificultades fueron para Hoover las del predominio de los Kennedy. Recuérdese que Robert Kennedy, asesinado en el Hotel Ambassador de Los Ángeles, se encargó del Ministerio de Justicia cuando su hermano John ascendió a la Presidencia. Recuérdese, igualmente, que el joven ‘Attorney General’ era hombre de carácter difícil, de reacciones no siempre agadables para sus subordinador y de posiciones impenetrables en materia política. Hoover no le inspiraba simpatía. Probablemente, el investigador le pagaba con la misma moneda. El caso es que los rumores de dimisión de este último, frecuentes a veces insistentes, cobraron en aquellos instantes mayor fuerza que nunca. Tengo el convencimiento de que Robert Kennedy llegó a tener designado, ‘in pectore’, un sucesor más grato a su ánimo. Pero, como a fin de cuentas, el ministro o secretario no creía en cábalas, ni le gustaba aventurarse en riesgos inútiles, debió de pensar que la experiencia, la honestidad, los dones de autoridad y la celebrada jefatura de Hoover eran difícilmente reemplazables y que valía la pena de atenerse a su colaboración. La convivencia del ministro y el director del FBI fue orba del realismo de los dos personajes, que acabaron entendiéndose bastante bien.

El lema de un posible escudo de Edgar Hoover podría ser este: “Primero la ley y el orden”. Toda violación de la ley le exasperaba: la subversión contra el poder democráticamente elegido le sacaba de sus casillas. Su gran pesadilla, su enemigo sin posible reconciliación, era el comunismo. Por ello, todo cuanto, a su juicio, pudiera favorecer directa o indirectamente, las infiltraciones comunistas en los Estados Unidos – pornografía, sensualidad pervertida o mundo hippy en sus diversas manifestaciones o versiones, fomento calculado de la tensión racial y no digamos espionaje, sabotaje, complot clandestino – le encontraba dispuesto a librar la más cerrada e implacable de las batallas. Dicen amigos suyos que este hombre que ha muerto durante el sueño en un piso washingtoniano de soltero recalcitrante era, pese a los condicionamientos policiacos, un liberal. Él lo aseguraba. He aquí una palabra, ‘liberal’, que conviene manejar siempre con mucho cuidado, porque su empleo ligero y superficial da lugar a grandes sorpresas y a no pocas injusticias, por carta de más o por carta de menos. Evidentemente, Hoover era un riguroso conservador que a los extremistas de la izquierda les parecería un reaccionario abominable. Pero ¿no es, acaso perfectamente conservador todo gran jefe de Policía, todo jerarca de las Grandes inquisiciones? ¿No fue cruelmente conservador Derszynki; no lo fue Beria, o Heydrich con Hitler? ¿No lo es todo el equipo vindicador que obedece a Fidel Castro? Para eso se les situó al frente de los servicios policiacos; para que guardaran a toda costa, un régimen, un sistema. Pero debo decir que en diversos documentos redactados por Hoover para enseñanza y guía de sus agentes – entre los que figuraban no pocos abogados, ingenieros, técnicos de diferentes especializaciones, universitarios de esta o aquella Facultad, etc – se declara y reitera la orden de llevar una vida de segura honestidad, sobria, ordenada; y de evitar todo aquello que pueda ocasionar desdoro del prestigio de la Institución a que pertenecen. Entre las consignas que recuerdo no falta una, muy concreta, encaminada a lograr que toda investigación tenga en cuenta el respeto que toda investigación tenga en cuenta el respeto debido a las personas y a los derechos de los ciudadanos.

Uno de los históricos jefes de la Información Militar en el Ejército alemán del Kaiser Guillermo II escribió:

“El Servicio de Información es tarea de caballeros”. El almirante Canaris, en plena Wehrmacht, hizo suya tan exigente declaración.

No me sorprendería que, desde otro ángulo, Edgar Hoover pensara lo mismo; aunque a veces fueran desconcertantes los signos exteriores.

Manuel Aznar