14 mayo 2004

Era el máximo acusado en el 'caso de las camisetas' (por prevaricación), 'caso Atlético' (por apropiación indebida) y 'caso Saqueo'

Muere Jesús Gil, propietario del Atlético de Madrid y ex alcalde de Marbella, al no superar un infarto cerebral masivo

Hechos

D. Jesús Gil y Gil, propietario del Atlético de Madrid y ex alcalde de Marbella falleció el 14.05.2004.

Lecturas

enrique_cerezo D. Enrique Cerezo seguirá siendo el presidente del Atlético de Madrid apoyado en el capital de las acciones del club de fútbol, que seguían en manos de la Familia Gil.

15 Mayo 2005

Cuando un amigo se va

Alfredo Relaño

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Cuando un amigo se va

Cuando cierre los ojos y piense en Jesús Gil siempre le recordaré por su pasión y su vitalidad. Sé que su paso por la vida y por el fútbol ha sido muy polémico, que mucha gente ha tenido cosas que reprocharle, que hizo cosas que no debió hacer. Pero yo encontré siempre en él enseñanzas positivas, por esa forma optimista y volcánica de encarar los problemas. La vida nos colocó cerca y puedo atestiguar que fue un hombre con el que uno podía entenderse, incluso en las discrepancias más agudas. Y que, familia aparte, su gran pasión fue el Atlético de Madrid.

Quizá habían nacido el uno para el otro. El Atlético de Madrid, quién sabe por qué, tiene en su esencia algo transgresor, un gusto por la aventura, por lo imprevisible. Gil apareció en la presidencia como un huracán, con el galáctico del momento en la mano, Futre, Menotti en el banquillo y una buena lista de grandes jugadores. La impaciencia le devoraba y eso impedía que sus proyectos fructificasen. Fundía entrenadores a toda velocidad, desoyendo los consejos de calma de su hijo Miguel Ángel: «Lo hemos probado todo menos la paciencia», dijo un día. Me llamó la atención.

Gil no quiso probar la paciencia. Era incapaz. Pero sí tuvo la generosidad de irse retirando poco a poco, en favor de su hijo, que supo llevar las cosas con más calma. Le costó, pero lo hizo, en un proceso de renuncia que hay que valorar en un personaje tan apasionado. Ahora que se va nos deja el recuerdo de un periodo turbulento, que incluye un doblete y un descenso. Un periodo de intensa vida en el Atlético, que nunca perdió su protagonismo social, su respaldo multitudinario, su condición de grande. Con aciertos y desaciertos, se volcó en el club con una devoción sin límites. Y es de justicia reconocérselo.

A Gil se le quería mucho

La despedida a Gil confirma que hay algunas condiciones del ser humano que siempre resultan admirables: el optimismo, la sinceridad, la pasión por la vida, la simpatía, el trato noble con los amigos. A quien goza de esas condiciones se le quiere, por encima de sus errores, por patentes que estos sean. Por eso a Gil se le quería mucho, como pudo apreciarse ayer en su despedida. Millares de aficionados hicieron cola para darle su último adiós en la capilla ardiente. Y la representación institucional en el funeral de cuerpo presente y en el entierro fue igualmente destacadísima.

Su huella queda, no hay duda. El Atlético ha vivido con él una peripecia particularmente exagerada, incluso para un club de trayectoria trufada de forma casi natural de acontecimientos extraordinarios. Ayer mismo, día de San Isidro, patrón de esta Villa y Corte, se cumplían treinta años de aquel empate inaudito ante el Bayern de Munich, por gol de Schwarzenbeck en el último instante de la prórroga. Las cosas del Atlético siempre han tenido una desmesura propia casi de la ópera, como si estuviera en manos de un destino exageradamente caprichoso.

Gil sólo era posible en este club, del que no sólo ha sido el propietario, sino su representación misma, su encarnación reconocible en esa constancia para luchar contra el azar adverso, en esa renovación continua del optimismo. Por eso toda la ciudad y todo el fútbol español se han entristecido con su adiós. Pero con él no se va el Atlético. El Atlético sigue. Sus acciones quedan en manos de su hijo Miguel Ángel, que en los últimos años se las ha ido apañando para sortear dificultades. Su afición sigue, siempre fiel. Y su plantilla, que hoy se batirá por la UEFA. Para dedicársela a Gil.

25 Mayo 2004

Vida y muerte

Rosa Montero

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Una antigua máxima sostiene que los novios son siempre criticados y los difuntos siempre ensalzados, y tengo la sensación de que en España esta tendencia se exagera hasta la pantomima, quizá porque somos un pueblo especialmente envidioso y fastidioso que sólo perdona y permite el protagonismo del prójimo cuando está fiambre. No voy a extenderme respecto a la boda real, porque ya estoy atragantada de palabras pomposas. Lo mejor de esta historia es que al fin ha terminado (¡hurra!) y que ya no tendremos que casar a ningún heredero en muchísimo tiempo. Sea como fuere, y aparte de las babosadas cortesanas, el refrán se ha cumplido y ahora el pueblo se solaza en la patria actividad del despelleje. O sea, lo normal.

Mucho más inquietante es el paroxismo ensalzador que experimenta este país ante los muertos. Hace apenas una semana hemos vivido una de estas apoteosis de hipocresía funeraria a raíz del fallecimiento de Jesús Gil y Gil. En otras sociedades, los artículos necrológicos suelen ser un razonado y equilibrado repaso a la biografía del personaje desaparecido; entre nosotros, en cambio, da igual lo que hayas hecho en vida, las barbaridades, tropelías o necedades que puedas haber cometido, porque a tu muerte lo más seguro es que te pongan por las nubes y lamenten la irreparable pérdida de tan gran prohombre o promujer. Me pregunto por qué padecemos este exceso de untuoso servilismo mortuorio; podría pensarse que los españoles somos tan bondadosos que soltamos todo este abarrote de lindezas para no herir la pena verdadera y natural de los deudos del muerto, de sus familiares y sus amigos. Pero esto no casa con el temperamento cainita de un pueblo que, en vida, no ahorra ni una sola mala baba al que destaca. Camilo José Cela, que nunca fue santo de mi devoción, decía una frase muy acertada: que para triunfar en España sólo era necesario resistir, esto es, llegar a ser lo suficientemente viejo como para no suponer ya ninguna competencia para los demás. Y mucho mejor morirse, claro está, momento en que todo el mundo puede permitirse compensar, con dulzarronas mentiras, toda la iniquidad que reservamos a los vivos. Pura miseria.