6 mayo 2014

Muere Manuel Jiménez de Parga, ex ministro y ex Presidente del Tribunal Constitucional

Hechos

Fue noticia el 6 de mayo de 2014.

07 Mayo 2014

Manuel Jiménez de Parga, un jurista al servicio de la democracia

Francesc de Carreras

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La muerte, ayer en Madrid, del profesor Manuel Jiménez de Parga (Granada, 1929) ha sorprendido a muchos, tal era el entusiasmo, vigor y capacidad de trabajo demostrados a lo largo de sus 85 años de fructífera vida.

La vocación primera de Jiménez de Parga fue el estudio y la universidad, pero su vida profesional también se proyectó en otros ámbitos, como el periodismo de opinión, el servicio al Estado, la abogacía y la política, todos ellos difícilmente separables y que configuraron en conjunto su singular personalidad. Además, por encima de todo era una buena persona, alguien con quien se podía contar siempre para cualquier causa digna, sobre todo si se trataba de defender la justicia, la libertad y la igualdad.

Los que fuimos sus alumnos en la Universidad de Barcelona a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta no olvidaremos nunca sus clases y su ejemplo como demócrata en aquellos años difíciles. Años en los que muy pocos tenían valor suficiente para superar el miedo, la base que sostenía la dictadura franquista. Quizás su principal legado consista en que fue un intelectual que nunca tuvo miedo a expresar lo que pensaba, incomodara o no al poder, y fuera este poder de carácter político, económico o social. Lo que se debía hacer se hacía. Con buenas maneras, con elegancia y, sobre todo, con fundamento. Pero no se lo pensaba dos veces, al coste que fuera.

Dentro del aula, Jiménez de Parga explicaba —nada menos que Derecho Político— como si en el exterior hubiera libertad. Nos enseñaba con total naturalidad los principios del Estado de derecho, las ideas políticas a lo largo de la historia y los sistemas de gobierno de aquellos países que él denominaba “grandes democracias con tradición democrática”: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Todo ello para irnos acostumbrando a lo que tarde o temprano vendría. Sus frecuentes alusiones a la penosa situación política española arrancaban con frecuencia los aplausos de los alumnos.

Naturalmente, esta actitud desafiante, insólita en aquellos tiempos, inquietaba a las autoridades, que le perjudicaron tanto como pudieron pero sin lograr que se callara. Sería demasiado largo dar cuenta de lo vivido junto a él en aquellos años. Colaborador habitual de La Vanguardia, por orden de Manuel Fraga Iribarne, entonces titular de Información —para llamar a este ministerio de alguna manera— tuvo que renunciar a firmar con su nombre y adoptó el seudónimo de Secondat, en alusión a Montesquieu, que ha mantenido después en otras épocas. Precisamente la editorial Iustel le acaba de publicar en estos días el libro Los 500 brevetes de Secondat, en el que recoge sus colaboraciones en El Mundo durante los cuatro últimos años. Son reflexiones de madurez, un auténtico testamento, el destilado último de las ideas y actitudes de toda una vida.

En aquellos años de la Barcelona predemocrática, su seminario de Derecho Político fue un hervidero de agitación democrática. Escogió a sus colaboradores —entre los que cabe destacar a Jordi Solé Tura, José Antonio González Casanova e Isidre Molas, inicio de una larga y amplia escuela— sin mirar su color político, es más, sabiendo que este no era el que podía complacer ni a las autoridades ni a buena parte de sus clientes. Pero lo que se debía hacer se hacía, y punto. Su despacho de abogado también fue un centro en el que se tramaban las conspiraciones más diversas, un lugar de acogida y defensa de todos los antifranquistas, una especie de club al que acudían cuantos periodistas extranjeros buscaban informarse sobre España. Políticamente independiente, se relacionaba con todas las fuerzas políticas y en aquellos veinte años barceloneses fue, en sí mismo, una especie de grupo de presión democrático, que preparaba el terreno al futuro que se avecinaba.

Con la democracia vinieron los honores: diputado constituyente por UCD, ministro de Trabajo, embajador ante la OIT. Pero políticamente Jiménez de Parga no fue cómodo para nadie, era demasiado independiente y demasiado académico. Volvió a la cátedra, esta vez en la Universidad Complutense, al despacho de abogado y a las colaboraciones de prensa. Más tarde, su vocación de servicio público encontró acomodo durante unos años en el Consejo de Estado y después, por designación del último Gobierno de Felipe González, fue designado magistrado del Tribunal Constitucional, que llegó a presidir. En estos cometidos pudo volcar todos sus conocimientos, aprendidos en los libros y en la experiencia forense, y demostró ser un jurista de Estado, es decir, todo lo contrario de un leguleyo. Más que la letra de la ley, le importaba el buen sentido del derecho, de los valores profundos que encierra el ordenamiento jurídico.

Buena parte de su tiempo lo ocupó la vida pública y profesional. Pero también fue feliz en la privada. Hace casi dos años falleció su esposa, Elisa Maseda, que como escritora firmaba Elisa Lamas, un golpe moral que nunca consiguió superar, tan imprescindible fue en su vida. Tuvo siete hijos y veintiún nietos, su refugio en estos últimos dos años de soledad. Además, infinidad de amigos, en su ciudad natal, en Barcelona y en Madrid. Como en todo buen universitario, la curiosidad por el saber fue su gran impulso vital. Y entre todos los saberes, uno fue el dominante: el derecho junto a la política, lo que él seguía denominando derecho político. En definitiva, una vida larga y plena, una vida con sentido, siempre en el filo de la navaja. Vivir es arriesgarse, tituló sus memorias. En efecto, se arriesgó siempre y vivió con plenitud.

Francesc de Carreras

08 Mayo 2014

Constitucionalista en los periódicos

Justino SInova

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Hay un episodio mínimo que ilustra lo que fue la biografía política de Manuel Jiménez de Parga. En septiembre de 1995 el Ayuntamiento de L’Ametlla del Vallès le concedió alborozado el título de hijo adoptivo por los frecuentes trabajos y molestias que se había tomado en defensa de esa pequeña población en la que veraneaba, a 35 kilómetros de Barcelona. Antes de que pasaran ocho años, en enero de 2003 el mismo ayuntamiento le retiró enojado el galardón y borró su nombre del libro de Honores subrayando que lo hacía por «coherencia y decencia institucional».

¿Qué delito había cometido Jiménez de Parga? Uno gravísimo a criterio de sus tornadizos jueces, pues había sostenido que el término «comunidades históricas», ajeno a la Constitución, no puede motivar una diferencia entre las distintas autonomías, cada una de las cuales tiene su propia y sustancial historia. Pero resulta que esto es algo que, andando el tiempo, es compartido por muchos porque está en el concepto del federalismo, más igualitario que la España autonómica. Le pasó a Jiménez de Parga lo que tantas veces en su vida, cuando fue por delante diciendo o haciendo lo que otros no querían escuchar ni ver.

A ello contribuyó la deformación interesada de sus palabras, que en este caso permitió estruendos tan aparatosos como llamarle «neofranquista» (Gorka Knörr), «hooligan del nacionalismo español más rancio» (Iñaki Anasagasti) o «peligro para Cataluña» (Pasqual Maragall), a pesar de haber pasado gran parte de su vida en Barcelona, de cuya Universidad fue catedrático de Derecho Político desde sus 28 años, (1957 a 1979), donde fundó un despacho jurídico que se extendió luego a otras ciudades españolas y adonde regresó frecuentemente. Había nacido en Granada (1929), siempre conservó su acento andaluz y nunca ocultó su afecto por lo catalán.

Era un ejemplo del estilo de UCD, el partido que lideró la Transición en el que convivieron muchas ideologías moderadas. Crítico con el franquismo cuando era más difícil, o sea, cuando el franquismo estaba vivo, actuó de defensor de estudiantes, periodistas y sindicalistas ante el Tribunal de Orden Público, defendió, notoriamente, al periodista Néstor Luján de sus problemas judiciales y políticos como director del semanario Destino, editado en Barcelona, pero nunca fue de izquierdas, a pesar de lo que cierta derecha decía de él cuando se fotografió, siendo ministro de Trabajo de Adolfo Suárez (1977), con el líder sindical Marcelino Camacho, fundador de Comisiones Obreras.

Uno de los aspectos más notables de su trayectoria fue su colaboración con los medios informativos, en los que desarrollaba dos actividades muy queridas para él, la crítica desde el conocimiento del Derecho Político, hoy llamado Constitucional, en el que fue un maestro, y la gestión jurídica. Escribió en La Vanguardia, Destino, Diario de Barcelona, Cuadernos para el Diálogo, Diario 16 y EL MUNDO. En Diario 16 comenzó a cultivar el artículo breve, que titulaba Brevete y que firmaba como Secondat, en alusión a Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu, autor de la teoría de la división de poderes. Los Brevete pasó a publicarlos luego en EL MUNDO hasta las vísperas de su fallecimiento.

Sus artículos ofrecían el dictamen de un profesor constitucionalista, que culminó una carrera jurídica como magistrado del Tribunal Constitucional (desde 1995), del que fue presidente (entre 2001 y 2004). Esta alta institución del Estado se benefició del extenso y fundamentado conocimiento del catedrático, que había bebido de los grandes especialistas del Derecho. Uno de sus autores contemporáneos preferidos fue el francés Maurice Duverger, del que publicó numerosas obras en España desde el Seminario de Derecho Político de la Universidad de Barcelona. Desde luego, era un lujo contar en los medios con las aportaciones autorizadas de Jiménez de Parga, que demostraba además su habilidad para comunicar.

En 1982 participó en la fundación de Antena 3 y entró así en el campo de los medios audiovisuales. Antena 3 Radio se reveló como un extraordinario medio, que tuvo también en él una de sus voces autorizadas, y pronto emprendió la aventura de la televisión. Pero en ello chocó con la resistencia del Gobierno de Felipe González a autorizar la televisión privada, pese a ser amparada por la Constitución. Jiménez de Parga impulsó un recurso constitucional que dio lugar a una de las más discutidas sentencias del alto tribunal, que residenció en una decisión política el ejercicio del derecho a la información mediante la creación de televisiones privadas, y hubo que esperar unos años la llegada de la ley que instauró la libertad de creación de medios en el ámbito televisivo.

Jiménez de Parga fue también, en su intensa vida política y profesional, embajador ante la Organización Internacional del Trabajo (1978), consejero de Estado (1986), autor de numerosos trabajos académicos y libros entre el derecho y la política, por ejemplo La ilusión política. ¿Hay que reinventar la democracia en España? (1993), y distinguido como doctor Honoris Causa por varias universidades. Las polémicas esporádicas e interesadas no deben impedir que resalte la personalidad brillante de un especialista del constitucionalismo que tan buen rastro ha dejado de su inteligencia y de su dedicación.

Manuel Jiménez de Parga, presidente emérito del Tribunal Constitucional, nació en Granada el 9 de abril de 1929 y murió en Madrid el 6 de mayo de 2014.

08 Mayo 2014

El hombre que se arriesgó

Alberto Ruiz Gallardón

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Esta misma semana un trabajo demoscópico publicado en la prensa nacional nos mostraba un retrato de la juventud española en muchos aspectos revelador. En él se advertía que el espíritu crítico de los menores de 35 años es compatible con una valoración responsable, y quizá podríamos intuir que hasta nostálgica, de la generación que décadas atrás protagonizó la Transición, por más que su memoria de esa época sea necesariamente heredada. Además de en el indudable mérito colectivo de la sociedad española, y del éxito que pese a los problemas ha supuesto la democracia nacida de la Constitución de 1978, la explicación habría que buscarla en la solidez de ciertas figuras que acertaron a personificar ese esfuerzo compartido. Manuel Jiménez de Parga era una de ellas, y su sostenida vitalidad y capacidad de compromiso, su amor sincero por unas libertades que luchó por sacar adelante, eran la fuente natural de su autoridad.

Fue un hombre valiente en todos los terrenos en los que se desenvolvió. Ya fuera como jurista, universitario, político, escritor de periódicos o servidor de las instituciones, puso la sinceridad por delante. En un doble papel que no era infrecuente en la época –fui testigo de ello en mi casa– compaginó la toga con la pluma, defendiendo a estudiantes y trabajadores perseguidos por el Régimen con la publicación de unos artículos que se volvieron un quebradero de cabeza para éste. Cabeceras míticas como Destino o Cuadernos para el Diálogo se beneficiaron de su empuje, y su participación en esa aventura de libertad periodística que después supuso la fundación de Antena 3 demostró que su entrega no era circunstancial. El hecho de que durante tantos años haya empleado como pseudónimo el apellido real de quien la historia conoce como Montesquieu –es decir, Secondat– resulta significativo no sólo de su visión ilustrada y liberal del Estado, sino también de su facilidad para un análisis quirúrgico y certero.

En tanto que granadino bien arraigado en Barcelona, por donde fue diputado, y una referencia como abogado y profesor, le preocupaba la relación entre Cataluña y el resto de España, aunque ninguno de los problemas de nuestro país le era ajeno. Ayudó a normalizar nuestra situación en los foros internacionales como embajador ante la Organización Mundial del Trabajo, ocupó esa cartera en el primer Gobierno de la democracia y culminó esa tarea institucional como consejero de Estado, magistrado y presidente del Tribunal Constitucional, profundizando así en la interpretación doctrinal del gran contrato político y social de los españoles. Hace sólo unos meses tuve la satisfacción de imponerle, junto a otros presidentes eméritos del Alto Tribunal, la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort, y le encontré igual de vital y animado que siempre.

Vivir es arriesgarse, tituló sus memorias. Contemplando su trayectoria, tan plena y coherente, tan enriquecida por su faceta familiar, es fácil entender por qué. Como otros hombres y mujeres que brillaron en la Transición –esa generación que ningún intento ha conseguido desvalorizar–, Jiménez de Parga tuvo el coraje de arriesgarse. Y le salió bien.

Alberto Ruiz-Gallardón