19 octubre 2001

Premio Planeta 2001 – Rosa Regàs con «La Canción de Dorotea»

Hechos

Fue noticia el 19 de octubre de 2001.

19 Octubre 1991

La Gran Noche del Planeta

LA RAZÓN (Director: José Antonio Vera)

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El mundo de las letras, de la cultura, con la presidencia de los Reyes y la asistencia de cualificados representantes de la política y la empresa, tuvo anoche una cita obligada en Barcelona, en la gala del Premio Planeta que cumple ahora medio siglo de éxito. LA RAZÓN ofrecía ayer a los lectores testimonios y datos que explican los motivos por lo que un premio creado en su día por una pequeña editorial ha llegado a ser emblemático de la novela en español y cómo una gala literaria es un acontecimiento que sobrepasa los límites de la escritura y es capaz de interrumpir los informativos de televisión para dar a conocer en directo el nombre del ganador y el título de su obra.

El Grupo Planeta, fundado por José Manuel Lara – justamente homenajeado ayer – y dirigido ahora por su hijo, José Manuel Lara Bosch, es hoy un formidable medio de difusión cultural en todo el mundo hispánico y un ejemplo de que mantener el prestigio no está reñido con la mejor eficacia empresarial. El Planeta ha tenido la virtud de mantenerse al margen del debate político y sensible al progreso de la sociedad. Buena parte de su secreto consiste en haber esgrimido su integridad e independencia, frente a otros galardones que optaron por ser breves supermovas al amparo del poder. Anoche, el Planeta premiaba la novela: «La canción de Dorotea», de Rosa Regàs: de nuevo una mujer, como en las tres ediciones anteriores, una creadora de escenarios intimistas. Pero los asistentes premiaban cincuenta años de triunfo de Planeta en la difusión de la cultura.

 

19 Octubre 2001

Una vocación largamente incubada

Agustí Fancelli

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Vocación primeriza, explosión tardía. Rosa Regàs (Barcelona, 1933) lleva toda una vida entre libros. Pero como autora debutó tarde, pasada ya la cincuentena. Que la literatura había de formar parte fundamental de su vida lo comprendió muy pronto, cuando a los 22 años, y ya con dos hijos, se matriculó furtivamente en Filosofía y Letras. Eso, en los ambientes de la burguesía católica en la que se movía por la época, no estaba bien visto. De ninguna manera. Pero con Rosa Regàs los convencionalismos se han estrellado sistemáticamente. En Sangre de mi sangre (Temas de Hoy, 1998), un apasionado alegato a favor de la maternidad, describió, con una fuerte carga irónica, el momento en que decidió torcer su destino de madre de familia al uso. Fue mientras paseaba a sus bebés por un parque de Barcelona. Mientras uno lloraba sin consuelo y el otro retozaba en el barro, ella se juró, como nueva Scarlett O’Hara, que nunca la familia constituiría su dedicación exclusiva.

Cinco años más tarde (1964), con tres hijos más y la licenciatura bajo el brazo, por sugerencia de Luis Goytisolo empezaba a trabajar en la editorial Seix y Barral. Allí encontraría al que en diversas ocasiones ha considerado como su auténtico maestro: Carlos Barral. Años felices: la gauche divine, integrada por jóvenes profesionales cosmopolitas aburridos de la grisura franquista, establecían sus cuarteles de invierno en la discoteca Boccaccio y los de verano en Cadaqués. En Azul, título con el que ganó el premio Nadal en 1994, ha recreado hasta cierto punto ese ambiente, aunque la mayor parte de la novela está ambientada en Grecia.

En 1970 abandonó Seix Barral y, tras un breve paso por Edhasa, fundó su propia editorial, La Gaya Ciencia. Desde ella lanzó la exitosa colección ¿Qué es…? de divulgación política, creó la serie de literatura juvenil Moby Dick y editó varias obras de Juan Benet. Fundó también la revista Arquitecturas bis (1974), en la que participaron profesionales de talla como Oriol Bohigas, Óscar Tusquets o Rafael Moneo.

En la década de los ochenta, con los cinco hijos ya crecidos, Rosa Regàs dio un nuevo giro a su vida al entrar como traductora en la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra. Precisamente la vida en esta ciudad propició su regreso a la literatura, ahora ya como autora: en 1987 publicó en Destino un divertido ensayo sobre la severa capital calvinista. Ésa fue la espoleta que hizo detonar su vocación de escritora largamente incubada. Cuatro años después aparecía su primera novela, Memoria de Almator. De ahí a la exitosa Luna lunera (Areté, 1999) y a la novela ganadora del Planeta 2001 el camino estaba expedito.

27 Octubre 2001

Cincuenta planetas a la deriva

Rafael Conte

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EL PREMIO PLANETA cumple medio siglo de existencia. No es el más antiguo de todos, pues el Nadal -que se fundó en 1944 y lo ganó por vez primera Carmen Laforet con Nada en la noche del día de Reyes del año siguiente- sigue todavía en la brecha, cosa rara entre los premios y concursos literarios, que, como los seres humanos, nacen, viven, crecen, se desarrollan, quizá se transforman y al final desaparecen, como todo en este mundo, aunque la pertinacia de algunos es notable. Pero, desde luego, el Planeta, con su actual longevidad y el peso de sus cien kilos de premio, se ha convertido hoy en el más grande y mayor de todos, en su paradigma, y su historia, plagada de luces y sombras, resume la de todos ellos durante la segunda mitad del siglo recién pasado.

Hoy está de moda decir lo obvio, que los premios no tienen nada que ver con la literatura, que no sirven para nada, y que en la actualidad sólo contribuyen a aumentar la confusión ya de por sí existente siempre en el mundillo literario. Pero en aquellos difíciles años de la primera posguerra resultaban ser algo bastante útil, en un país sumido en el dolor y la miseria, autárquico y aislado, sin apenas papel, con unas nuevas editoriales incipientes que empezaban a intentar renovar un mercado literario destruido por la guerra y con una buena mitad de sus escritores desaparecidos o en el exilio. Y fue entonces cuando un joven andaluz, José Manuel Lara Hernández, que había llegado a Barcelona como combatiente en el bando vencedor, tras intentar ser bailarín en la compañía de Celia Gámez, se había casado con una señora catalana -la compañera de su vida y su musa de siempre, María Teresa Bosch- y después de comprar una pequeña editorial, la transformó en la actual Planeta e irrumpió con fuerza en el negocio de la distribución y las ventas a plazos, con lo que creó las bases de su fortuna editorial. Al mismo tiempo, fascinado por el éxito del Premio Nadal (que había descubierto sucesivamente a Carmen Laforet, Miguel Delibes o José María Gironella, y hasta con cierta rentabilidad además) creó en 1952 el Premio Planeta, que se concedió por vez primera en Madrid, con una dotación de 40.000 pesetas, que ya por entonces era superior a las cantidades que se concedían en otros concursos similares.

Le costó imponerse algo más que a su rival, pues no alcanzó el verdadero reconocimiento literario hasta su tercera convocatoria en 1954, cuando resultó premiada Ana María Matute con Pequeño teatro y finalista Ignacio Aldecoa con su primera novela El fulgor y la sangre. Y a partir de entonces el Planeta descubrió a un joven Antonio Prieto con una novela de aventuras, Tres pisadas de hombre, recuperó a Mercedes Salisachs como finalista y luego galardonada, lo intentó con la estimable Carmen Kurtz antes de que se dedicara a la literatura juvenil, utilizó como narrador político a Emilio Romero, gran estrella del periodismo, al casi policiaco Tomás Salvador (policía de profesión y un incansable escritor y animador cultural), descubrió de rechazo al tangerino Ángel Vázquez (no pudo premiar aquel año a Concha Alós, aunque lo haría después) y osciló entre el correcto Andrés Bosch -líder de la novela intelectual, luego destinado a la traducción- y organizó el escándalo de no premiar a Torcuato Luca de Tena (lo haría después) enfrentado a Julio Manegat, en una tormentosa edición donde la lucha entre jurados madrileños y catalanes provocó que el galardón fuera a Bermúdez de Castro con Días sin huella, lo que no satisfizo a nadie.

El Premio Nadal se sumió en una supervivencia moderada, surgió el Biblioteca Breve que se llevó a los jóvenes de calle con Luis Goytisolo, García Hortelano, Vargas Llosa y Juan Marsé, por lo que el Planeta fue considerado entonces como un galardón más conservador, reaccionario o al menos el más ‘burgués’, por lo que se vio obligado a buscarse otras coartadas, premiando al realista Rodrigo Rubio, al republicano Ángel María de Lera, o al exiliado Ramón J. Sender, lo que ya parecía el colmo, un colmo que luego premiaría en la democracia a Jorge Semprún, Manuel Vázquez Montalbán o el mismísimo Juan Marsé por La muchacha de las bragas de oro. Fue entonces cuando, en mi crítica correspondiente, cometí un pecado de lesa majestad, al calificar al editor de ‘Rey Midas al revés, pues convertía en bisutería todo lo que tocaba’, dado que sin descubrir nada nuevo, cuando recuperaba autores más o menos ilustres, lo hacía con obras de menor envergadura, lo que no le sentó nada bien. En realidad, como buen profesional, el Premio Planeta no ha sido nunca ni de derechas ni de izquierdas, sino un concurso ‘profesionalizado’ (esto es, oportunista) y nada más, que al final, dentro de un nivel de calidad en apariencia digno, premia al libro (o al autor) que considera más comercial o ‘vendible’, sobre todo por su imagen ‘mediática’ (en la actualidad mujeres jóvenes y guapas) o por su penetración en los medios de comunicación como periodistas conocidos, sobre todo televisivos, como… bueno ustedes ya saben y Sánchez Dragó también. Hubo años en los que el buen libro era el finalista (Benet frente a Volaverunt) o estaba cantado, como Torrente Ballester, Vargas Llosa o Camilo José Cela, y sus resultados muchas veces eran acusados de plagio, pues ya se sabe que los escándalos venden, sean verdaderos o falsos. En resumidas cuentas, la editorial y el Premio Planeta han vencido, todos quieren ganar el premio o vencer en las listas de libros más vendidos. Como el propio Lara me dijo, cuando yo era periodista y viajaba a Barcelona para ‘cubrir’ la concesión del premio: ‘Saber de literatura es malo para un editor, yo soy capaz de convertir un libro con las páginas en blanco en un auténtico éxito de ventas’.

17 Noviembre 2001

Novela y literatura

Rafael Conte

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Bien, ya está aquí calentito el quincuagésimo Premio Planeta de nuestra historia, el primer cienmillonario de todos los de su galaxia, que, sin embargo, y pese al gigantesco incremento de su dotación -miserable, por otra parte, frente a los 15.000 millones desaparecidos en Gescartera- no ha dado lugar a un aumento paralelo del número de ejemplares editados en su primera edición, se conoce que la empresa patrocinadora va a medir si podrá hacerlo en el futuro. La supongo que feliz ganadora, nacida como novelista casi al filo de sus 60 años en 1991, con varias interesantes vidas entonces ya por detrás, iniciaba su nueva carrera con una rara e intensa narración, Memoria de Almator, que sorprendió por su densa complejidad y su poderío literario y que recuerdo con bastante cariño, pues, pese a no obtener demasiado eco, mostraba unas muy correctas maneras dignas de una juventud creadora que se imponía poderosamente a las modas de su tiempo, y que hasta ahora mismo, 10 años después, cuando Rosa Regàs regresa a aquel mismo ámbito con sus armas expresivas ya más afinadas, constituía a mis ojos la mejor de sus novelas. Es evidente que con La canción de Dorotea Rosa Regàs ha vuelto sus ojos a Almator y sus escenarios y a uno de sus temas principales -la dificultad del hombre (o la mujer) actual por integrarse en el mundo rural- para prefabricar una fábula ya más concreta y profunda y así explorar un tema bastante prodigioso -el de la fascinación por el mal- que, aunque quizá le desborde, supera con mucho las cotas alcanzadas entonces. Ni Azul (1994, quincuagésimo Premio Nadal), ni Luna lunera (1999, Premio Ciudad de Barcelona) superaron en su día el nivel artístico alcanzado por Memoria de Almator, cosa que sin embargo sí ha conseguido con La canción de Dorotea, que es por el momento, independientemente del explosivo premio conseguido -los premios nada tiene que ver con la literatura- su mejor novela, cuya lectura desde luego recomiendo, pues resulta bastante provechosa pese a las debilidades que encierra.

LA CANCIÓN DE DOROTEA

Rosa Regàs Planeta. Barcelona, 2001 302 páginas. 2.950 pesetas

No quisiera que estas líneas pusieran en tela de juicio la honradez o la justicia del galardón conseguido en este caso por Rosa Regàs, pues hace ya algún tiempo considero y vengo diciendo que el mundo de los premios -que cada vez me interesa menos- va por su lado y se rige por sus propios intereses, y la literatura por el suyo, y sólo quiero añadir que cien kilos para todo escritor mínimamente preocupado por los temas artísticos me parece en todo caso poco, pues resulta ser una coartada más bien barata para que la sociedad y el mundo editorial restañen sus heridas y calmen su mala conciencia mientras siguen haciendo negocio, por cierto, aunque algo arriesguen en ello, y espero que en este caso de La canción de Dorotea no les fallen los balances, pues resulta, al menos en sus buenas intenciones, bastante paradigmático para mí y voy a explicar ahora por qué:

Desde su primer libro, como

he dicho, y en mayor o menor medida en todos los que hasta hoy le han seguido, la ambición de Rosa Regàs ha sido la de devolver al arte de la novela la dignidad literaria que en estos difíciles tiempos parece estar perdiendo. Quizá esta sensación -que se observa en las distintas ofertas que se presentan en ‘las grandes superficies’ separando la sección ‘novela’ (o sus subgéneros como best seller, thrillers, históricas, de aventuras o libros de viajes) de la literatura propiamente dicha- es la que alimenta y renueva el viejo debate sobre ‘la muerte de la novela’, que tan nerviosos pone a muchos de nuestros mejores narradores, que no se resignan a perder el poderío social que antes aureolaba a la novela y a los novelistas, trasladado hoy a cineastas, músicos, comunicadores televisivos, artistas del corazón y el resto de esa poderosa gentecilla de nuestro submundo cultural. Lo ‘novelesco’ actual poco tiene que ver con el arte literario, lo que hace que muchos de nuestros novelistas compitan con sectores y figuras supuestamente ‘artísticos’, con todas las de perder, claro está, pues la novela, bien que cree belleza a través de las palabras -y dé por consiguiente placer- lo hace para hacernos conocer y conocernos más, sentir y vivir mejor en resumidas cuentas, que es mucho más de lo que se nos suele ofrecer hoy bajo ese apelativo que, literariamente hablando, es más una máscara tramposa (una coartada) que otra cosa.

Pues bien, Rosa Regàs, quizá por haberse ‘rozado’ durante tantos años con la literatura propiamente dicha y con algunos de sus mejores exponentes -Carlos Barral, Gil de Biedma, Juan Benet, Juan García Hortelano, Ángel González- haber sido ejecutiva editorial, editora y fundadora de revistas, y traductora después, se ha impregnado de lo específicamente literario, cosa que se trasluce con claridad en su tan tardíamente iniciada obra escrita, pues la literatura se contagia muy sencillamente entre los letraheridos, cuyos productos, por inesperados o tardíos que sean, rezuman en mayor o menor medida ese inigualable perfume de realidad estética que los libros de Rosa Regàs también exhalan y en cierta manera nos conceden. Si a ellos se añade el coraje, empuje y valentía de la escritora y el riesgo que siempre asume en sus compromisos éticos, no cabe duda que su envergadura supera con mucho sus posibles fragilidades artísticas, que sin duda también conllevan, aunque en este caso de La canción de Dorotea en bastante menor medida que en sus obras anteriores.

Esta historia del enfrentamiento entre dos personajes, Aurelia y Adelita -una madura profesora de universidad, viuda todavía de buen ver y sin hijos, y la ‘guardesa’ de su casa de campo, una madre de familia rural, fascinante aunque deforme-, que no es otra cosa que una nueva y original versión de la dialéctica hegeliana del siervo y el señor, se decanta en una lucha de clases, una intriga más kafkiana que policiaca, una fantasmagórica incursión en territorios de descenso a los infiernos, de fascinación por el mal, quizá más oníricos que reales, y que siempre bordean también más la abstracción de lo que sería deseable. No voy a hablar de sus defectos textuales, que su catalanidad justifica, como ese ‘loísmo’ tan molesto por su pertinacia, o su preferencia por la expresión ‘guarda’ en lugar de la menos ambigua de ‘guardesa’, reflejo quizá de su legítimo feminismo, aunque sí de la falta de ligazón entre lo real y lo imaginado, de la brusquedad de algunas de sus transiciones o de los desequilibrios entre sueños y realidades, la falta de ritmo entre diversas secuencias, o -finalmente- de la inverosimilitud de algunas de ellas, casi siempre sobre todo en las que se refieren a la zona que podríamos llamar ‘realista’.

Hay cierto desequilibrio en

tre la inverosimilitud de las zonas ‘realistas’ -tratadas a lo ‘Kafka’- y los desbordamientos expresivos de las oníricas y fantásticas, que no encajan, ni se integran del todo bien unas en otras, así como de un excesivo esquematismo en los personajes masculinos, frente a la complejidad de los femeninos de sus dos protagonistas. El argumento -desencadenado por el robo de una joya de familia- podría haber dado lugar a un melodrama o folletín sin más, pero la impregnación literaria lo enriquece para abordar un gran tema muy frecuente sobre todo entre las mujeres creadoras de nuestro tiempo, el de la fascinación por el mal, por la bajada a los infiernos (donde tantas veces se despeñan, sobre todo en la literatura erótica), por el mundo de la perversión, que Rosa Regàs controla mejor, con mayor elegancia y equilibrio a la vez, gracias a su lirismo onírico y a su temple literario. A costa, sin embargo, de un final tan abierto que desemboca en lo ideal, más que en otra cosa. Hay que notar también que la visión del mundo rural de su protagonista (ya presente en su primera novela) viene de la noción sadiana de la naturaleza, siempre cruel por indiferente, pues le fascina de lejos, pero que al final la expulsa de su seno: ‘Al paisaje todo le da igual’. Y así, sólo en el sueño -o las pesadillas- podrá permanecer en él, pues, como decía Gide, de lejos todos los paisajes son hermosos.