7 julio 1983

Rafael Escobedo condenado a 53 años por el asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo

Hechos

  • La Sección Tercera de la Audiencia Provincial de Madrid condenó el 7.07.1983 a Rafael Escobedo a dos penas de 26 años, ocho meses y un día como autor de dos delitos de asesinato en las personas de sus suegros, los marqueses de Urquijo, el 1 de agosto de 1980.

Lecturas


EL FISCAL ZARZALEJOS

urquijo_zarzalejos D. José Antonio Zarzalejos fue el fiscal del ‘caso Urquijo’.

LA FUGA DE JAVIER ANATASIO

urquijo_anastasio El otro principal imputado por el ‘caso Urquijo’, Javier Anastasio – acusado por el fiscal Zarzalejos de ser ‘co-autor’ del crimen –  logró fugarse de España hasta que el delito prescribió.



22 Junio 1983

Expectación y bochorno ante un juicio

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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EL SEÑALAMIENTO casi simultáneo de la vista oral sobre el atraco al Banco Central de Barcelona, el asesinato de los marqueses de Urquijo y el salvaje atentado contra el bar madrileño San Bao (que originó un muerto y varios heridos) van a centrar el interés de aquellos sectores de la opinión pública que siguen con atención las actuaciones de los tribunales de justicia. El diverso contenido de los sumarios y las diferencias sustanciales respecto a las autorías reconocidas o los hechos probados impiden, en realidad, cualquier homologación que no se refiera a la expectación suscitada.La ocasión, sin embargo, resulta oportuna para recordar que la negligencia de las Cortes Generales a la hora de desarrollar el mandato incluido en el artículo 125 de la Constitución -según el cual, «los ciudadanos podrán participar en la administración de justicia mediante la institución del jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos que la ley determine»- mantendrá a la sociedad en el pasivo papel de espectadora de las decisiones de los expertos. La participación ciudadana en el jurado permitía vincular más estrechamente al poder judicial, contemplado muchas veces desde la lejanía, desde la desconfianza o desde el temor, con ese pueblo del que la justicia, según el artículo 117 de nuestra norma fundamental, emana. Posiblemente las 12 mujeres acusadas de prácticas abortivas que comparecieron ante la Audiencia de Valladolid preferirían ser juzgadas por hombres y mujeres de su misma condición, más capacitados para comprender las motivaciones y las circunstancias de la dolorosa decisión de interrumpir voluntariamente un embarazo. La ley del Jurado, prometida por el PSOE durante su campaña electoral, debería ser discutida y aprobada durante la actual legislatura.

El juicio sobre el asesinato de los marques de Urquijo, de cuya perpetración es acusado Rafael Escobedo, yerno de las víctimas, se presenta, por lo demás, rodeado del aura novelesca de aquellos sensacionales crímenes de sangre que eran prolijamente narrados antaño por las coplas de ciegos. La pertenencia de los asesinados a la alta sociedad, los vínculos de parentesco del presunto criminal con sus víctimas, las conjeturas en tomo a sus motivaciones, las historias sentimentales conexas y las sospechas de complicidades y protecciones de terceros parecen temas extraídos de un folletín por entregas. La sorprendente desaparición de los casquillos, prueba decisiva del proceso, en vísperas del juicio oral, aporta un nuevo elemento de misterio a la trama. Ahora bien, la morbosa atracción por las circunstancias colaterales del caso, que pueden influir deformadoramente sobre las opiniones a favor o en contra de la cupabilidad del procesado, no debería hacer olvidar que el fondo del asunto es un delito monstruoso que ha privado de la vida a dos indefensos seres humanos. La independencia de la acción de la justicia y la autoridad del tribunal para dictar sentencia tienen que ser defendidas, así, frente a los eventuales efectos inducidos por la expectación popular suscitada por el juicio.

La declaración de culpabilidad del procesado ante el juez de instrucción creó, en un primer momento, la sensación de que el enigma había quedado resuelto. Sin embargo, el artículo 406 de la ley de Enjuiciamiento Criminal, una norma de 1882 cuya depurada técnica jurídica, excelente castellano e inspiración humanitaria deberían servir de ejemplo a nuestros actuales legisladores, establece que «la confesión del procesado no dispensará al juez de instrucción de practicar todas las diligencias necesarias a fin de adquirir el convencimiento de la verdad de la confesión y de la existencia del delito». En cualquier caso, la labor investigadora de la policía y un informe pericial del Gabinete de Identificación aportaron al sumario una prueba de enorme importancia. Tras un cuidadoso rastreo practicado en una finca propiedad de los marqueses de Urquijo, donde se realizaban habitualmente prácticas de tiro, se descubrió un casquillo gemelo a los encontrados en el lugar del crimen, disparados todos ellos por la misma arma.

Sin embargo, la pistola con que se dio muerte a los marqueses de Urquijo nunca fue hallada. Posteriormente, el procesado rectificaría su declaración de culpabilidad y proclamaría su inocencia. Ahora, la desaparición de los casquillos, que no podrán ser aportados -salvo sorpresas de última hora- a la vista oral, escamotea el sustrato material de una prueba decisiva. Es de suponer que, ante este imprevisto hecho, los acusadores mantendrán la suficiencia de la prueba pericial recogida en el sumario, mientras que los defensores alegarán que la desaparición de los casquillos inculpatorios exige la sus pensión de la vista.

Rafael Escobedo esgrimirá en su favor el principio constitucional de la presunción de inocencia, contra el cual, como han señalado ya el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, no existe más contradicción que las pruebas. Una histórica resolución del Tribunal Constitucional estableció que el artículo 741 de la ley de Enjuiciamiento Criminal -según el cual, el tribunal dictará sentencia «apreciando según su conciencia las pruebas practicadas en el juicio»- da por sentado que la apreciación en conciencia de los jueces tiene que referirse a pruebas realmente existentes y no puede ser interpretado como un cheque en blanco para avalar suposiciones desprovistas del respaldo de los hechos. Es indiscutible que la retractación del procesado, al negar en el juicio oral cualquier responsabilidad en el doble crimen, privaría de toda eficacia probatoria a su inicial declaración autoinculpatoria en el sumario. Así pues, la sentencia final dependerá en decisivo grado de la aceptación como prueba del testimonio pericial sobre los casquillos desaparecidos practicado por el Gabinete de Identificación y recogido en el sumario.

Por lo demás, la volatilización de los casquillos constituye, a la vez, un monumental escándalo, cuyo esclarecimiento es inexcusable y debe dar lugar a la exigencia de responsabilidades, y un síntoma de las deficientes condiciones en las que trabaja la Administración de la justicia. Varias son las hipótesis que pueden manejarse para explicar la desaparición de esa prueba del delito, desde su sustracción (y en tal caso, ¿por quién y para qué propósito?) hasta su extravío en las oficinas judiciales, pasando por su pérdida en dependencias gubernativas. Pero la conclusión sólo puede ser una: la bochornosa comprobación de que los servicios administrativos y los medios materiales y organizativos con que cuenta el poder judicial se hallan situados en España en un nivel tercermundista.

28 Junio 1983

Mentir

Vicente Verdú

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El sexo, el dinero, la violencia. Nada, sin embargo, más atractivo en el juicio contra Rafael Escobedo que la mentira.Nada hay más sugestivo e identificado con nuestra capacidad de vivir que nuestra capacidad de mentir. La verdad es una oblea que nos deja exhaustos de resplandor. Nos hace obvios, es decir, cadáveres. Mientras la mentira circula y parpadea, emboza o cubre a medias, levanta la tapa de las sepulturas cuando morimos o nos esconde en ellas con la mera y ácida simulación de estar dormidos.

La mentira es la otra vida. La que permite el verdadero encuentro, que es siempre el furtivo, o la que impulsa a la perdición. La que propicia la duplicidad de la memoria y de la biografía. El tesoro del sofisma y del secreto.

Mentir. iQué privilegio de los hombres! Nunca somos lo que parecemos ser, incluso para el dorado espejo de la consola o para la abuela que solemne y con los ojos ciegos nos habla poco a poco. Imposible aprehendernos. La mentira es la libertad y su instinto, frente a la verdad que es como la cárcel de máxima seguridad de Herrera de la Mancha. Todo el proceso que genera el asesinato de los marqueses de Urquijo se orienta en esta dirección: descubrir la verdad, desnudar la realidad hasta sus huesos mondos y convertir este objeto veraz en objeto de presidio. Cierto que también la Justicia, en su otro brazo, proclama al inocente. Pero ¿qué es, tras su proclama oficial, el inocente?: Un ser ahíto de verdad y privado de misterio. Una entidad desértica que el inocente debe afanarse en corregir con premura. Nada más inhumano que la inocencia.

La justicia busca culpables, hace publicidad del mentiroso. Si su principal misión consistiera en alumbrar inocentes quedaría arruinada de inmediato. Para sobrevivir, para ser aceptada por los hombres, la Justicia parte siempre de esta proclama fundamental: todos somos presuntamente inocentes. Presunción mendaz que sustantivamente nos concede la facultad de ser libres. O, lo que es lo mismo, de mentir, de parecer lo que no somos o, en el secreto, de ser otra cosa distinta a lo que parecemos.

La verdad os hará libres. Eso es mentira. La mentira os hará libres. Esto es verdad. Es decir, mentira.

01 Julio 1983

Miriam

Francisco Umbral

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Si el señorito aquí no nos mandase titular corto, yo le llamaría a esto: «Miriam: anatomía de una niña de Serrano». Empezando por aclarar que las niñas de Serrano, famosas antañazo, hoy están todas casadas, y ninguna vive ni vivió nunca en Serrano. Asimismo, paso de caso/ Urquijo, anotando tan sólo la entrañabilidad personal/paisanal que me une a José María Stampa. Mi anatomía de Miriam maneja exclusivamente, sociológicamente, con perdón, el perfecto retrato periodístico que de ella ha hecho Ismael Fuente en este periódico. La hija mayor de los marqueses de Urquijo (asesinados), Miriam de la Sierra, tiene 27 años. No es universitaria. Movió su primera juventud entre la decoración y el piano. Como todas, como tantas. Uno parece como que hasta la conoce. El hombre -la mujer- es un ser serial. El hacerse llamar Miriam responde ya a un rechazo subconsciente, colectivo, de lo nacional, que se da incluso (y sobre todo) en estas familias tan nacionalistas. Aquí la influencia de Hollywood, George Cukor, los teléfonos blancos y el mundo bien (dígase bian) de las comedias cinematográficas. Miriam habla inglés, francés y alemán. En castellano sabe decir correctamente «Te estás ganando una hostia». O sea, que es políglota como Cisneros. La adopción de tres lenguas extranjeras corrobora el rechazo de lo español -¿hortera?-, que ya se manifiesta en la elección del nombre: uno se hace un nombre como se hace una cabeza, que decían los románticos. Cukor, hoy en pantalla, ha hecho mucho daño. La circunstancia del juicio, que no me apasiona (siempre me ha aburrido lo policiaco: perdón, querido Vázquez Montalbán, mejor entre los mejores), arroja una imagen de mujer que sí puede apasionarme.Miriam, con tan fuerte tirón extranjerizante y con un acompañante yanqui, hoy es una declassé, pese a tener tanta clase. Asegura haber sido educada en la necesidad de valerse por sí misma, y no por el dinero fácil y heredado. Es -fue el momento en que la mala conciencia de los padres, el gap generacional y la pregnación secreta del socialismo -mística del siglo- abolía la famosa frase: «Unas manos como éstas requieren varias generaciones de ocio». Las niñas bien, las chicas de Serrano de toda España decidían ponerse a trabajar por eterno mimetismo de arriba abajo, por hartura de la ecología familiar y por intuición de una liberté que ni siquiera era libertad. «Desde los 14 años he ganado dinero para mis gastos de bolsillo y mis caprichos». Se ha autosubvencionado lo vano, lo banal. Ha ocurrido a las necesidades de lo innecesario. Pero ganarse el lujo no es ganarse la vida. Niega lo de hostia. «Soy una mujer con unos principios morales muy rígidos, aunque no lo parezca». Sabe que no lo parece. Todas las chicas-de-Serrano decían hostia en el bar y decían ora pro nobis en la sopa de casa. La doble moral -siquiera, el doble lenguaje- es la bisagra que permite funcionar a una clase que ha transvalorado negatívamente todos los valores, que los ha invertido como decía Marx que se invierte la imagen en la cámara oscura. «Los medios de comunicación están presentando de mí una imagen de frívola que no corresponde a la realidad». En esta frase, desprecio por la información, por la cultura al día, y rechazo del periódico como rechazo del espejo por la madrastra de Blancanieves. Decide no volver al Palacio de Justicia. No por la causa, en la que ni ella ni yo entramos, sino por su «imagen». Su romance con el yanqui Denis, a los pocos meses de casada, romance entreverado de negocios -como siempre en la jet, que padece una notable confusión sexo/dinero-, su casa de La Moraleja -«una oportunidad», claro-, sus cuatro perros, porche y jardín, los vestidos de mamá, que ella va a utilizar indefinidamente (adhesión a la imagen respetable de la madre, como coartada para la liberty/Cukor). Adorable e inocente por las fotos. Metáfora de una clase cuyo partisano es hoy Fraga.

08 Julio 1983

¿Para qué sirven los jueces?

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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LA AUDIENCIA Provincial de Madrid ha condenado a Rafael Escobedo a 53 años de cárcel por considerarle autor del asesinato de sus suegros, los marqueses de Urquijo. Dada la alta probabilidad de que ese fallo sea recurrido ante el Tribunal Supremo, el caso, sin embargo, no ha quedado cerrado. Mientras no exista sentencia firme, el proceso seguirá abierto, y tanto la acusación como la defensa podrán argumentar en favor de sus tesis y aportar, en caso de prosperar los recursos, nuevos testigos y pruebas acusatorios o exculpatorios.La enorme expectación popular despertada por el juicio de los marqueses de Urquijo ha creado una demanda informativa cuya insaciabilidad puede dar lugar a formas degeneradas de oferta periodística. Ahora bien, tan rechazable sería transformar conjeturas en afirmaciones, convicciones morales en hechos ciertos o intuiciones en dogmas como ocultar pruebas, que deberían ser entregadas a los tribunales, a fin de utilizarlas en una especie de juicio paralelo para dejar en ridículo a los jueces. Cualquiera de los dos supuestos sería inadmisible, sin que la libertad de expresión pueda ser esgrimida como coartada de la flagrante violación de otros bienes igualmente amparados por la Constitución. Tal ha ocurrido, sin embargo, con el reportaje publicado por un semanario de gran difusión, que ha sentado en el banquillo y condenado por su cuenta, como autores, cómplices o encubridores del asesinato de los marqueses de Urquijo, no sólo a Rafael Escobedo, sino también a otras cinco personas que ni siquiera han sido procesadas. Para mayor perplejidad, los supuestos hechos son oficiosamente atribuidos a un funcionario del Cuerpo Superior de Policía que investigó el caso. Y para mayor audacia, el reportaje fue publicado en vísperas de que la Audiencia Provincial dictase sentencia.

Una de dos: o bien el reportaje descansa sobre pruebas ciertas, en cuyo caso sus autores deberían haberlas entregado a la justicia en lugar de secuestrarlas hasta que la vista oral concluyera, o bien esa reconstrucción hipotética de los hechos no tiene otro soporte que la imaginación fabuladora y una azarosa lógica, en cuyo caso carece de todo valor procesal y entraría de lleno en el campo de la calumnia. No se puede defender, en cualquier caso, que la información aparecida en ese semanario ayude en lo mas mínimo a que la justicia resplandezca, las instituciones del Estado sean respetadas, la Prensa gane en credibilidad y la sociedad española progrese por el difícil camino del aprendizaje de los valores democráticos. Frecuentemente se pasa en este país de una ciega adoración por las instituciones, rémora de un pasado en el que aparecían como becerros de oro, a estos desafueros particulares que, pretendiendo operar como supuestas instancias paralelas, desprecian con bochornosa arrogancia los elementos constitutivos de un Estado.

Desconocemos cuál pueda ser la cobertura probatoria de esas afirmaciones que implican en el doble crimen no sólo al condenado, sino también a su padre, al hijo de las víctimas y a otras tres personas. Pero parece evidente que, de existir tales evidencias acusatorias, deberían haber sido aportadas al sumario y no utilizadas al margen y como ingredientes para nutrir un sensacionalismo periodístico que con su misma alharaca parece querer atribuirse la voz más rotunda y justiciera en este pleito. Porque, efectivamente, si esa historia truculenta fuera sólo fruto de la mente de un lector de novelas policiacas o de un policía deseoso de ser leído como protagonista de una novela, el perjuicio causado al prestigio del poder judicial con la difusión de esa explicación alternativa sería tan difícil de reparar como el daño inferido a las cinco personas mencionadas en el reportaje. Lo que finalmente ha quedado demostrado en el juicio de Escobedo es la falta de profesionalidad de unos policías acostumbrados a trabajar a base de hábiles interrogatorios e incapaces las más de las veces de presentar pruebas. Pruebas, y no conjeturas, es lo que los jueces de un Estado de Derecho necesitan para condenar a los culpables. Pero habrá que volver sobre un caso como este, que ha puesto en evidencia, todo a un tiempo, la endeblez de una gran cantidad de instituciones: policía, judicatura y Prensa, entre ellas.