7 octubre 2002

San José María Escrivá de Balaguer: El Papa Juan Pablo II canoniza al fundador del Opus Dei ante 300.000 fieles

Hechos

El 6 de octubre de 2002 se oficializó la canonización de D. José María Escrivá de Balaguer.

06 Octubre 2002

La obra de Escrivá de Balaguer

ABC (Director: José Antonio Zarzalejos)

Leer

Josemaría Escrivá de Balaguer será canonizado hoy por el Papa en el Vaticano y el Opus Dei alcanzará así su plena dimensión espiritual y eclesial y lo asumirá, según su prelado, monseñor Javier Echevarría, no como un momento para el «triunfo» sino para la «humildad» como ayer proclamó en la entrevista que publicó ABC. El nuevo santo español, como todos los grandes personajes, no ha escapado a la polémica ni la opinión sobre su proyección ha sido unánime. Sin embargo, ahí está su legado permanente, insertado en la Iglesia Católica como una Prelatura personal, secundada por cientos de sacerdotes y decenas de miles de laicos que constituyen una energía extraordinaria al servicio del catolicismo en el mundo al que aportan una espiritualidad renovada.

Quien pretenda sustraer relevancia, hondura y sentido de la trascendencia a lo que el Opus Dei es y representa deberá valorar las dimensiones del acto de hoy en el Vaticano y las profundas convicciones que transmite. La Obra de Escrivá de Balaguer ha permanecido y se ha incrementado porque, lejos de lo que muchos de sus críticos suponen, es un proyecto espiritual, de vivencias religiosas, que pretende dar un sentido profundo a la presencia de Dios en la vida diaria. Si así no hubiese sido, el Opus Dei -al que no falta quien atribuya objetivos y propósitos contingentes- no habría sobrevivido a su fundador, ni extendido su radio de acción en el campo social, educativo, universitario y estrictamente eclesial.

Sólo desde esta consideración espiritual y trascendente que el Opus Dei merece resultan inteligibles y coherentes el debate, la discusión e, incluso, la discrepancia, acerca de algunas proposiciones de la Obra en aspectos no esenciales que conforman sus signos de identidad. Considerar al Opus Dei como lo que no es, tratar de alterar el sentido de su fundación y objetivos, confundir personas concretas y comportamientos expresos con el alma de esta institución, establece -y así ocurre en muchos casos- un clima dialéctico imposible e injusto en el que la demagogia y los apriorismos anegan el sentido auténtico de un gran proyecto espiritual que hoy recibe, con la santificación de su fundador, el reconocimiento universal de la Iglesia.

Tras la elevación a los altares de Josemaría Escrivá de Balaguer las hechuras de su Obra, su vocación de permanencia, su importancia en la Iglesia Católica, el valor referencial, su concurso a la construcción histórica de la espiritualidad cristiana, son perfiles que quedan incorporados de manera definitiva y sólida al patrimonio común de los católicos y a la vertebración del universo de valores éticos de las sociedades en las que la Prelatura está presente. Con un sentido de «humildad» como ha pedido monseñor Javier Echevarría.

07 Octubre 2002

San Josemaría

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

Leer

Frente a la parquedad y la prudencia de sus antecesores en una cuestión tan compleja, Juan Pablo II está batiendo todas las marcas en cuanto al número de procesos de beatificación y canonización resueltos bajo su pontificado, más de cuatrocientos cincuenta. En el caso de monseñor Escrivá de Balaguer, Roma lo convirtió ayer en santo sin atender los recelos hacia su actuación en vida, expresados tanto dentro como fuera de la Iglesia. Es lógico pensar que sin el peso e influencia que su organización ha llegado a tener en el seno de la Iglesia católica, especialmente en las esferas del Vaticano, esa rapidez con que el fundador del Opus Dei -fallecido hace 27 años- ha recorrido el camino oficial hacia la santidad, y que ha merecido no pocas críticas, no habría sido tan acusada.

La Santa Sede ha adoptado una decisión arriesgada con esta canonización, puesto que siguen siendo muchas las personas que conocieron al fundador del Opus Dei y que, por tanto, fueron testigos directos de que su vida se compuso con los mismos materiales no siempre nobles con los que se construye cualquiera otra. Pero la Iglesia está en su derecho al correr cuantos riesgos desee para exaltar entre sus fieles, que abarrotaban ayer la plaza de San Pedro y sus aledaños, la figura de monseñor Escrivá.

No así el Gobierno de España, obligado a velar por la aconfesionalidad del Estado consagrada en la Constitución. La más que nutrida delegación oficial enviada en peregrinación a Roma -contenida, al parecer, en el último momento desde el Ejecutivo-, además de la relevante cobertura proporcionada por los medios de comunicación públicos, inducen a pensar que el Gobierno no ha pretendido lo que parece razonable en nuestro sistema político: buscar un equilibrio entre el respeto debido a una ceremonia de la Iglesia de la que es protagonista un español, las exigencias constitucionales y el sentimiento de muchos ciudadanos que, católicos o no, discrepan de las opiniones del autor de Camino.

Precisamente porque es pública y notoria la presencia de devotos del flamante santo en altas instancias del Estado, incluyendo ministros en los Gabinetes de Aznar, existía el riesgo de que esa influencia se hiciera notar más de lo deseable en el acto de ayer. Pero en lugar de la contención que parecía obligada, se ha conducido el asunto como si, al igual que en el pasado, se volviese a reclamar para España la condición de hija predilecta de la Iglesia de Roma.

06 Octubre 2002

El camino hacia la santidad

José Manuel Vidal

Leer

En buena teoría teológica, cualquier persona puede convertirse en santo, y Dios es el único con capacidad para «hacerlos». Es decir, la santidad es una prerrogativa de Dios, pero todas sus criaturas están llamadas a ella.

Como decía San Agustín, «si quieres llegar a lo que aún no eres, no te conformes con lo que eres». Es la llamada universal a la santidad. Pero la Iglesia católica, con el Papa a la cabeza, tiene el privilegio de contar con el mecanismo para identificar a los elegidos de Dios.

Después de una serie de trámites y de un largo proceso. Y es que ser santo no es nada fácil en la Iglesia. Hace falta mucho dinero (se calcula que un proceso puede costar entre dos y tres millones de euros, aunque en el Opus se asegura que ellos sólo han gastado 240.000 euros. La ‘Obra’ no ha contabilizado los gastos en personal y en ceremonias -las dos partidas más importantes-, un equipo de investigadores, canonistas y postuladores bien engrasado, influencias en la Curia y, sobre todo, una persona con una vida ejemplar y uno o dos milagros.

Originariamente, los santos eran designados por aclamación popular.Para evitar abusos, los obispos tomaron las riendas del asunto.

La causa se inicia a instancias de una persona física o de una institución eclesiástica y se convierte en oficial cuando un obispo diocesano pone en marcha la investigación.

Este informe preliminar es enviado a Roma. En la Congregación de la Causa de los Santos, el ministerio de la santidad, el postulador redacta un documento llamado positio, que tras ser examinado, se declara venerable, reconociendo que una persona vivió virtudes en grado heroico y, por lo tanto, se le declara siervo de Dios.

La beatificación es el segundo paso, para ello hay que probar que el venerable ha hecho un milagro después de muerto, excepto en los procesos por martirio.

El milagro debe ser probado a través de una instrucción especial que incluye el dictamen de tres comités: el de médicos, el de teólogos y el de cardenales. Si se aprueba, el venerable es beatificado y se permite tributarle culto público únicamente en su nación de origen y en su congregación.

La culminación es la canonización o «acto solemne de la Iglesia por el cual el Papa declara que una persona ya fallecida ha sido admitida en la lista de los santos y puede ser venerada universalmente».

Para eso, se necesita probar un nuevo milagro ocurrido después de la beatificación. Además, la canonización es un acto dogmático, que implica la infalibilidad del Papa.

La causa de Escrivá, incluyendo la beatificación, ha durado 21 años. Fue iniciada en 1981, a los seis años de su muerte. Su primer milagro fue la inexplicable curación de la religiosa Concepción Boullón. Para la canonización se aprobó la curación inexplicable del cáncer que sufría el médico Manuel Nevado.

07 Octubre 2002

La irresistible ascensión de Escrivá de Balaguer

Juan José Tamayo Acosta

Leer

Con la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer culmina un proceso que se inició hace algo más de cuatro lustros y ha trascendido el estrecho marco del santoral para convertirse en un fenómeno de impacto mundial. El proceso ha provocado reacciones encontradas: entusiasmo en el Opus Dei, que se siente legitimado en su ideario fundacional y reforzado en su protagonismo eclesial; perplejidad en ambientes sociales y culturales alejados del mundo religioso, que observan en la Obra síntomas preocupantes de integrismo; malestar en amplios sectores católicos, que no acaban de ver en el nuevo santo las virtudes a imitar que aparecen en el acta de canonización. El principal mérito de Escrivá de Balaguer en vida fue, sin duda, el haber creado una organización hoy extendida por todo el mundo, poderosa en medios económicos, influyente en el mundo de las finanzas y omnipresente en el tejido social y político. Tras su muerte, el fundador de Opus ha seguido ganando importantes batallas, como don Rodrigo Díaz de Vivar: una, el hecho mismo de su propia canonización; otra, haber mantenido cohesionada su Obra sin disidencias internas y en constante expansión; la tercera, que ésta se haya encaramado en la cúpula del Vaticano, cosa que él no pudo conseguir en vida por la falta de sintonía con Juan XXIII y Pablo VI.

¿A qué puede deberse el interés primero por la beatificación y ahora por la canonización cuando actos de este tipo suelen pasar inadvertidos para el gran público? ¿Cuál es el verdadero alcance de la irresistible ascensión del nuevo santo a los altares? ¿Por qué tanta celeridad en la canonización, cuando los procesos de otros candidatos a la santidad duran incluso siglos?

Parece claro que no se trata de una canonización más entre las muchas realizadas por Juan Pablo II. Con ella se quiere legitimar al Opus Dei como la organización que constituye el quicio de la estrategia neoconservadora del actual y, quizás también, del futuro pontificado. Lo que se canoniza es un determinado modelo de cristianismo, que voy a intentar analizar recurriendo a los propios textos del nuevo santo.

La canonización apunta a un cristianismo elitista y uniformado, en el que el caudillismo se convierte en imperativo categórico: ‘¿Adocenarte? ¿¡Tú del montón!? Si has nacido para caudillo’ (Camino, n. 15). Pero no un caudillismo cualquiera, sino con aires imperiales, al que no le falta más que el sonido de las botas: ‘No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas…, fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!…, que obligues, que arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio’ (n. 19). Un caudillismo ambicioso en todos los campos, aunque revestido de espiritualismo; que exige firmeza y no admite momentos de duda o vacilación. Es precisamente en la firmeza, y no en la racionalidad de las órdenes, donde Escrivá de Balaguer basa la virtud de la obediencia: ‘Si te ven flaquear… y eres jefe, no es extraño que se quebrante la obediencia’ (n. 383).

Este cristianismo exige costosas renuncias, incluso a algo tan legítimo como el matrimonio, que es, según Escrivá de Balaguer, ‘para la gente de tropa y no para el estado mayor de Cristo. Así, mientras comer es una exigencia para cada individuo, engendrar es exigencia sólo para la especie, pudiendo desentenderse las personas singulares’ (n. 28). Todo lo relacionado con la carne se considera egoísmo y debe ser sacrificado, como sublimado debe ser el deseo de tener hijos: ‘¿Ansia de hijos?… Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne’ (n. 289). Se trata de un cristianismo represivo de los instintos y negador de la vida, al que Nietzsche dirigía sus más severas y certeras críticas.

Esto nos remite derechamente al rigorismo, corregido y aumentado, de santos padres tan influyentes en la historia del cristianismo como san Jerónimo, Gregorio de Nisa, Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona, etc. San Jerónimo comparaba el matrimonio con un espino enmarañado, que sólo había de servir para producir ‘rosas’, es decir, vírgenes entregadas a Dios desde la más tierna infancia. Gregorio de Nisa consideraba la sexualidad como la añadidura ‘animal’ a la naturaleza pura y original del ser humano. Ambrosio de Milán veía en la sensualidad el motivo de la expulsión de Adán y Eva del paraíso. San Agustín creía que el efecto inmediato y más visible de la caída de Adán fue la pérdida del control sexual, hasta entonces asegurado.

La canonización del fundador del Opus Dei viene a apoyar un cristianismo de combate, al que no le faltan más que los guantes de boxeo. Combate contra el mundo general, considerado malo por los cuatro costados. Escrivá pide a la juventud que deje ‘esas cosas mundanas que achican el corazón y… muchas veces le envilecen’ y vaya ‘tras el Amor’ (n. 780). Combate contra el cuerpo, a quien el santo de Barbastro considera enemigo de Dios y del ser humano: ‘Si sabes que tu cuerpo es tu enemigo y enemigo de la gloria de Dios, al serlo de tu santificación, ¿por qué le tratas con tanta blandura?’ ¿Cómo va a ser el cuerpo nuestro enemigo -me permito contrapreguntar a Escrivá-, si somos cuerpo, si el cuerpo define nuestra identidad como personas? El cuerpo será siempre nuestro aliado, nunca nuestro enemigo. Como afirma Laín Entralgo en Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano, no debe hablarse de mi cuerpo y yo, sino de ‘mi cuerpo: yo’.

En una ‘lectura materialista del santoral’, el teólogo José María Castillo analizaba, hace veinte años, el perfil socioeconómico de los santos y las santas y llamaba la atención sobre la interferencia, en los procesos de canonización, de intereses políticos y económicos ajenos del todo a la santidad. De su análisis extraía dos consecuencias: la abrumadora presencia de gente poderosa y la ausencia casi total de gente humilde en el santoral. Y lo demostraba con datos tomados de un estudio de K. Y Ch. George, de 1966, que arrojaba estos resultados: de 1.938 casos analizados, el 78% de los santos y beatos había pertenecido a la clase alta; el 17%,

a la clase media, y sólo el 5%, a la clase baja). El caso de Escrivá viene a confirmar la regla general. ¿Dónde queda entonces la opción por los pobres del Sermón de la Montaña, que viene a ser la carta fundacional del cristianismo y que ejercía en Gandhi, según confesión propia, casi la misma fascinación que la Bhagavad Gita?

A propósito de la irresistible ascensión de Escrivá a los altares, he oído comentar a un grupo de canonistas que si se aplicaran a Jesús de Nazaret los procedimientos actuales de canonización, difícilmente los superaría. Y no les faltaba razón, porque el Jesús histórico fue condenado por el poder romano con el apoyo de la ortodoxia religiosa judía, que no difiere mucho de la actual ortodoxia católica, mientras que el nuevo santo de Barbastro sube a los altares con todas las bendiciones eclesiásticas y todos los honores políticos.

Muchos de los santos y de las santas del calendario cristiano no pasaron por los tribunales de canonización. El reconocimiento espontáneo de sus virtudes por parte del pueblo era decisivo para elevar a una persona a los altares. La canonización fue, durante siglos, una iniciativa que surgía de abajo, ratificada después por las instancias jerárquicas. En el caso de Escrivá de Balaguer parece haberse invertido el orden de factores, y eso sí que ha alterado el producto. Tenemos así una canonización desde arriba, de la que ha estado ausente el pueblo cristiano y en cuyo proceso no se ha permitido la declaración de muchos testigos que conocieron a fondo al santo y podían haber testimoniado sobre sus pecados y virtudes, quizá por miedo a que resaltaran los primeros y no fueran tan generosos en el reconocimiento de las segundas. Es más, durante el proceso de beatificación, vino a Madrid ‘el abogado del diablo’ a recabar testimonios y lo hizo en una casa del Opus Dei, lo que lleva a pensar en una merma de la libertad por parte de los testigos.

En la nómina de santos y beatos predominan los clérigos y las personas ‘consagradas’. La canonización de Escrivá viene a confirmarlo. La Iglesia católica sigue siendo una organización clerical. Cuando los seglares reclaman su derecho a participar activamente en la marcha de la Iglesia, recae sobre ellos todo tipo de descalificaciones. Es lo que ha sucedido recientemente con la corriente Somos Iglesia, a la que, por defender el acceso de las mujeres al sacerdocio, el celibato opcional de los sacerdotes y la desclericalización de la comunidad cristiana, la Conferencia Episcopal Española ha acusado de no ser un grupo eclesial, de mantener actitudes opuestas al magisterio y a la disciplina eclesiástica y de hacer reivindicaciones alejadas de las enseñanzas católicas.

La ascensión de Escrivá a los altares se ha producido conforme a los cánones de lo eclesiásticamente correcto. Lo que yo me pregunto es si el camino de santidad trazado por él hace más de sesenta años y el modelo de cristianismo que encarna hoy su Obra son acordes con el evangelio y con los signos de los tiempos. Creo que no. Por eso, a la hora de elegir entre la ortodoxia de san Escrivá de Balaguer y la heterodoxia del condenado Jesús de Nazaret, yo opto por la segunda. Pienso con Ernst Bloch que ‘lo mejor de la religión es que crea heterodoxos’.

07 Octubre 2002

Lula, Chávez,Josemaría

Eduardo Haro Tecglen

Leer

Me gusta Lula por ese nombre de mulatita oscilante de Río; por el recuerdo de Lula de Lara, jefa en la Sección Femenina, junto a Pilar Primo de Rivera: una buena amiga falangista. Se tiene amigos aparte de su afiliación, incluso de su acción. Ahora que santifican a ese hombre recuerdo que uno de los suyos me ofreció un cargo, y yo le dije: ‘Sabes de sobra que no tengo nada que ver con vosotros’. ‘Eso no nos importa’. ‘Más claro: que soy un ateo tranquilo’. ‘Eso crees: tal como eres, tienes todas las virtudes de un creyente’. Me lo han dicho otras veces y siempre me he enorgullecido por lo que era su elogio. (Quitemos los antifaces: él era Enrique Giménez Arnau y el cargo era la dirección de Informaciones, que era un periódico importante).

Tengo ahora amigos entre los que fueron a Roma a la santificación y los quiero: yo sé que sus virtudes podrían ser las de un ateo, si tuvieran un poco de fe en la nada. Con estos rasgos autobiográficos se entenderá mejor que me guste Lula porque me sugiere una danzarina de carnaval y una falangista de acción; se añade que le han izado los pobres, y ser pobre en Brasil es gravísimo. Pero entre mi retratillo a lápiz está una socarronería de aldeano, de mis antepasados de Tierra de Campos, de un pueblo al que aún llaman ‘el de los judíos’ (aquí dejo el antifaz), que me hace pensar que si realmente fuese a hacer una república de pobres no habría llegado a ser candidato. Y, presidente, no habría podido hacer sus mejoras, como no puede hacerlas Chávez, continuamente asediado, insultado en los periódicos del mundo. Un candidato popular nunca sale de las urnas, a no ser por equívocos gigantes. La democracia es así: se engaña a los votantes antes de que lleguen a las urnas. No se hace la trampa con la papeleta, sino con la persona. Y los candidatos entre los que se puede elegir tienen una unión hipostática, de Santísima Dualidad, por medio de pactos y palabras sacras. Esto, claro, requiere un grado de civilización política; en países más inteligentes, como Marruecos, aún se manipulan las papeletas y se encuentra el resultado querido. El islamismo real es como el catolicismo aznarista (retuerzo esta columna como si fuera salomónica): es como el Opus gubernamental: ‘Se rumorea’ que los altos cargos del Gobierno o emparentados han recibido instrucciones de no estar juntos en las ceremonias, ni siquiera por las calles de Roma, sino como individuos aislados. ¡Es tan del Opus ese disimulo! Qué ingenuidad.

06 Octubre 2002

Los caminos que llevan a Roma

Carmen Rigalt

Leer

Muchos españoles están ahora que gozan. Otros muchos, que trinan. Semejante arrebato les alcanza a unos por exceso y a otros, por defecto. Escribo desde la tranquilidad porque aquellos que gozan se han ido a Roma y con un poco de suerte no leerán esta página. Eso que se ahorrarán ellos y eso que ganaré yo. Cuando hablo del Opus siempre hay alguien que me reprende en tono paternalista, como si fuera una incauta a la que hay que perdonar «porque no sabe lo que hace».

Respecto a los que trinan, lo diré: se amargan la vida innecesariamente.Pongamos que hablo de Escrivá de Balaguer. Ahora mismo lo estoy haciendo. El verdadero agnóstico no debe encabritarse por un asunto que incumbe sólo a los creyentes. Cierto es que el actual pontífice pasará a la Historia por haber devaluado la corte celestial (Juan Pablo II ha canonizado más santos que todos sus antecesores juntos), pero eso no grava nuestros impuestos ni compromete nuestras libertades. Allá él. Además, Josemaría Escrivá de Balaguer es a la vida laica lo que un bombero a una urbanización de iglús.

Me fastidian los ateos porque siempre hablan de Dios, decía Heinrich Böll. Pues eso. Si ya es pesado aguantar a Dios, imaginen lo pesado que puede ser aguantar a Dios y a sus acólitos. Pero no quiero convertirme en el doctor Mengele del santoral, así que extiendo ahora mismo mi felicitación a los devotos de Escrivá de Balaguer por su glorioso ascenso a la división de honor. Hoy, la plaza de San Pedro estará a rebosar y muchos fieles sólo lograrán hacerse sitio gracias a su facilidad para levitar. No es una gracieta. Vi a monseñor en vida y la reacción desbordada del público me hizo pensar en una sofronización colectiva. Claro que también he visto delirar a muchas mujeres en los conciertos de Luis Miguel y no por ello he creído que se tratara de un milagro.

La ocasión a la que me refiero fue hace muchos años, en Pamplona.Monseñor (el monse, decíamos entonces algunos descarados) hablaba a una multitud compuesta por universitarios, catedráticos, familias cristianas y curas de a pie. Se dirigía a ellos con preguntas infantiles que todos respondían al unísono. Era un diálogo similar al que entablaban en el circo de la tele Gaby, Fofó y Miliki con los chiquillos: «¿Cómo están ustedesss? ¡Bieeen!». En ese plan. La actuación del padre no me impresionó. Mi perplejidad estaba centrada en la respuesta del auditorio, donde había hombres y mujeres a los que yo suponía en el reino de las luces. Creo que de entonces procede ese aire de pasmo que llevo enganchado a la pupila de los ojos.

El beato Escrivá de Balaguer va a convertirse en santo. También en el cielo hay graduaciones y jerarquías. Entre un beato y un santo existe la misma diferencia que entre un comandante y un general. La España de Frascuelo y de María (cielos, he escrito la palabra España: ¿estaré perdiendo mis complejos?) cambia sus referentes.

San Francisco de Asís pierde protagonismo frente a monseñor, y Camino gana ediciones frente a la Rerum Novarum. El Opus Dei (a pesar de todo, prefiero ese título al de Los legionarios de Cristo, que parece sacado de los tebeos de Hazañas bélicas) sigue rodeándose de un desagradable misterio.

Todo el mundo especula sobre la relación que mantienen algunos miembros del Partido Popular con el Opus, pero casi nadie sabe (excepción hecha de Luis Gordon, jefe de prensa de la Obra, que es el encargado de puntualizarme) si el grado de relación va más allá de la simpatía. Hoy, en Roma, el Gobierno estará representado por Ana Palacio, ministra de Exteriores, y por José María Michavila, ministro de Justicia, pero es posible que entre la marabunta de fieles se encuentren Trillo, Cardenal, Isabel Tocino, Jorge Fernández (de vocación inesperada), Juan Cotino y otros muchos nombres próximos al Partido Popular, algunos de ellos con mando en plaza. De ser cierto el rumor, el presidente Aznar les habría pedido a todos que se dispersaran astutamente por la plaza de San Pedro y no comprometieran sus cargos.

07 Octubre 2002

San Josemaría Escrivá

Jorge Trías Sagnier

Leer

La canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, ayer en el Vaticano, es un acontecimiento que debería hacernos reflexionar, sobre todo por los comentarios que hemos podido leer en estos últimos días, alguno de ellos luminoso como el del historiador Luis Suárez Fernández escrito anteayer en estas mismas páginas. Pero lo cierto es que el nuevo Santo de la Iglesia levanta infinidad de comentarios, la mayoría de ellos poco pacíficos, bien por mucho o bien por su escasez o ñoña hipercrítica. Desde luego, Josemaría Escrivá de Balaguer no es un hombre, hoy Santo, que suscite indiferencia: sus detractores le achacan casi siempre defectos demasiado humanos (¡como si el ser demasiado humano, con todo lo que ello conlleva, fuese un defecto!) y sus apologetas presentan una imagen de su persona a veces muy poco real, bordeando casi lo ridículo (¡como si el nuevo Santo no se mereciese más!). Por ello me ha gustado tanto la entrevista que Juan Vicente Boo, nuestro corresponsal en Roma, le hizo el sábado pasado al prelado monseñor Javier Echevarría, que tan bien le conoció: presentaba una imagen de la vida del nuevo Santo tan real como la vida misma. Lo que es seguro es que para la inmensa cantidad de gente que se congregó en la plaza de San Pedro del Vaticano, llegada de todas partes del mundo, el Opus Dei es el medio que la Iglesia católica ha puesto en su camino para hacerlo más transitable mediante la santificación de sus vidas, especialmente a través de la familia y el trabajo.

¿Cuál fue la grandeza del fundador de este movimiento religioso y ecuménico, hoy llamado prelatura, asequible y accesible a todo el mundo? Escrivá de Balaguer-como en su día Ignacio de Loyola o ya hace muchos siglos Bernardo de Claraval- no fue, sin duda, un hombre corriente; y como todo ser excepcional sus defectos -que tanto crispan a sus detractores- también debieron de ser grandes, humanas miserias que quedaron sepultadas por la enormidad -y santidad para los creyentes- de su Obra, verdadera guía para muchísimos católicos pertenecientes a ella y para otros que -como es mi caso- nada tenemos que ver con el Opus Dei. En tiempos de zozobra es cuando más se necesita claridad en las ideas de quienes pretenden orientar o dirigir nuestras conciencias. Lo más desalentador, pues, es escuchar a teólogos que no creen en Dios o tratar con sacerdotes que más parecen funcionarios de la carrera eclesiástica que otra cosa. De ahí el éxito del hombre que hoy ha sido elevado por Juan Pablo II a los altares y de sus seguidores: como los apóstoles hace dos mil años, ellos sí creyeron lo que decían y decían sólo -y nada menos- lo que creyeron.

07 Octubre 2002

El realismo humano de la santidad

Joaquín Navarro-Valls

Leer

El término santidad resulta hoy enigmático: en parte, por la crisis de modelos que caracteriza nuestra cultura. Sólo se reconoce validez al héroe en la literatura, y al santo, en la penumbra inofensiva del templo. En la vida, es decir, en nuestra realidad inmediata, ambos viven como sombras irreales, como arquetipos más cercanos al mito que a un modelo para aprender o imitar.

Probablemente la noción de santidad, en su sentido usual, nos llegó primero a través de las artes plásticas: la iconografía religiosa; luego, también a través de escritos de género hagiográfico y apologético. En realidad, ninguna de estas artes, a mi juicio, hace honor a la realidad de la vida de los santos.

El santo o la santa que aparecen en la mayor parte de la iconografía católica responden sobre todo -parece lógico- a criterios de simbolismo plástico, que trata de representar al personaje en un momento paradigmático de su existencia. El arte, especialmente el barroco, hace abstracción de lo habitual, de lo cotidiano y, sin embargo, es lo que ocupa la mayor parte del tiempo y de las energías espirituales de una persona; se concentra, en cambio, sobre lo episódico y grandioso, aunque sólo sea porque en el arte lo excepcional parece ofrecer más posibilidades expresivas que lo cotidiano.

Por lo demás, que ser santo sea una meta para todos los cristianos no ha sido concepto común en los textos de los autores espirituales, al menos en los últimos diez o doce siglos. Aún menos común en ellos es la idea de que las realidades que hoy llamamos civiles, y que en los escritos espirituales se catalogan como mundo -en otras palabras, todo lo que constituye la profesión, la familia, las relaciones sociales, etc.-, no sólo pueden ser escenario de la santidad, sino que son, de hecho, el medio, el instrumento y la materia de la santidad. Se solía afirmar que el ideal cristiano era posible, a pesar de estas circunstancias humanas; pero que fuesen precisamente el lugar y la ocasión del encuentro con Dios no era tomado en consideración, ni de lejos. En el siglo XX hemos asistido a la clarificación del papel del cristiano común en la Iglesia.

Un elemento fundamental de este perfil es la conciencia de la llamada a la plenitud de la vida cristiana en y a través de las circunstancias de la vida, en el contexto de las actividades normales. Recogen este desarrollo de la teología del laicado algunos documentos decisivos del Concilio Vaticano II, que se clausuró en 1965. La contribución de Josemaría Escrivá a la formulación del nuevo planteamiento fue inmensa, desde que en 1928 fundó el Opus Dei.

La imagen plástica de la santidad, como se presentaba frecuentemente a lo largo de tantos siglos, puede hacer pensar que sólo algunas circunstancias excepcionales son aptas para enmarcar la vida de un santo. Sin embargo, cuando conocemos de veras a uno, cuando nuestra vida se cruza con la suya, modificamos esa idea de la santidad.

No tenemos más remedio que cambiarla porque, probablemente, le faltaba realismo, consistencia: no era apropiada. Al contemplar aquellas imágenes, quizá buscábamos los signos de lo extraordinario y, una vez encontrados, quizá teníamos la impresión de que la santidad consistía fundamentalmente en aquello, completamente distinto del orden natural. Como la santidad se refiere a Dios, acabábamos concluyendo, en síntesis, que no tiene nada que ver con la realidad material ni con el ámbito de lo humano.

Josemaría Escrivá, al contrario, nos hace ver que el santo no se mueve en un mundo de sombras o apariencias, sino en este mundo nuestro de realidades humanas y concretas en el cual hay algo divino, que está ya allí, esperando que el hombre sepa encontrarlo.Es precisamente este mundo real la materia que se ofrece al cristiano para llegar a ser santo. La misma materia que cada uno de nosotros maneja a diario en la propia vida, puede estar llena, en todos sus instantes, de trascendencia divina.

.

Joaquín Navarro-Valls es el portavoz oficial del Vaticano.