14 octubre 2019

'Los Jordis' condenados a 9 años de cárcel, aunque todos los acusados podrán salir en prisión durante el próximo año

Sentencia al ‘procés’: El Tribunal Supremo condena a 13 años de cárcel a Junqueras por el intento de sedición de octubre de 2017

Hechos

El 14.10.2019 se hizo pública la sentencia por el referéndum ilegal convocado por la Generalitat de Catalunya el 1 de octubre de 2019.

Lecturas

El propio juez D. Manuel Marchena Gómez, presidente de la sala penal del Tribunal Supremo, ha sido el ponente de la sentencia por los hechos producidos el 1 de octubre de 2017, cuando la Generalitat trató de provocar la disolución del Estado Español proclamando la independencia de Catalunya tras convocar de manera unilateral un referéndum de independencia que se presentó con la apariencia de vinculante, aunque posteriormente se aseguró que era simbólico. La sentencia del Supremo considera que el procés’ no fue un intento real de independencia sino una ‘ensoñación’ para presionar al Gobierno de Madrid para que atendiera a sus reclamaciones. .

Condenados por sedición y malversación

  • D. Oriol Junqueras Vies (ERC) – 13 años de cárcel.
  • D. Raúl Romeva Rueda (ERC) – 12 años de cárcel.
  • D. Jordi Turull Negre (Junts) – 12 años de cárcel.
  • Dña. Dolors Bassa Coll (ERC) – 12 años de cárcel.

Condenados por sedición.

  • D. Josep Rull Andreu (Junts) – 10 años y 6 meses de cárcel.
  • Dña. Carme Forcadell Lluís (ERC) – 10 años y 6 meses de cárcel.
  • D. Joaquín Forn Chiariello (Junts) – 10 años y 6 meses de cárcel.
  • D. Jordi Sánchez Picanyol (ANC, afín a Junts) – 9 años de cárcel.
  • D. Jordi Cuixart Navarro (Òmnium Cultural, afín a ERC) – 9 años de cárcel.

Condenados por desobediencia:

  • D. Santi Vila Vicente (ex PDeCAT) – 1 año y 8 meses.
  • Dña. Meritxell Borràs Solé (PDeCAT) – 1 año y 8 meses.
  • D. Carles Mundó Blanch (ERC) – 1 año y u meses.

Permanecen fugados de España D. Carles Puigdemont (Junts), Dña. Carla Ponsatí Obiols (Junts), D. Antonio Comín Oliveres (‘Toni Comín’, de ERC, aunque más próximo a Junts), Dña. Meritxell Serret Aleu (ERC), D. Lluís Puig Gordi (Junts), Dña. Marta Rovira Vergés (ERC) y Dña. Anna Gabriel Sabaté (CUP)

La fiscalía fue ejercida por Dña. Consuelo Madrigal Martínez-Pereda y D. Javier Zaragoza Aguado. La acusación particular de Vox por parte de D. Javier Ortega Smith-Molina y D. Pedro Fernández Hernández.

Contada por TVE.
Contada por Atresmedia.

Protagonistas del Juicio:

Jueces del Tribunal Supremo:

 Los jueces del Tribunal Supremo de izquierda a derecha: D. Andrés Palomo, D. Luciano Varela, D. Andrés Martínez Arrieta, D. Manuel Marchena (presidente), D. Juan Ramon Berdugo y D. Antonio del Moral.

Las Acusaciones:

 La Fiscalía General del Estado estuvo representado por los fiscales D. Javier Zaragoza (Ex Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional, Dña. Consuelo Madrigal (Ex Fiscal General del Estado), D. Fidel Cadena y D. Jaime Moreno.

 La acusación popular del partido político Vox está representada por los dirigentes de este partido D. Javier Ortega Smith y D. Pedro Fernández.

 La abogacía del Estado estuvo representada por Dña. Rosa María Seoane en sustitución de D. Edmundo Bal, el abogado inicial de la causa, que fue relevado por discrepancias de la fiscalía (el Sr. Bal defendía mayor dureza).

Abogados Defensores

 D. Andreu van den Eynde (ERC), abogado defensor de D. Oriol Junqueras y D. Raúl Romeva, activista a favor de la independencia de Catalunya.

 D. Jordi Pina, abogado defensor de D. Jordi Turull, D. Josep Rull y D. Jordi Sánchez y activista a favor de la independencia de Catalunya.

 Dña. Marina Roig, abogada de D. Jordi Cuixart. Activista a favor de la independencia de Catalunya.

 D. Javier Melero, abogado de D. Joaquim Forn. Simpatizante de Ciudadanos y considerado contrario a la independencia.

 D. Pau Molins, abogado de D. Santi Vila. Miembro del bufette de abogados de D. Miquel Roca y famoso por defender a la Infanta en el caso Noos.

 El político independentista D. Francesc Homs, principal colaborador de D. Artur Mas, Homs participó en el juicio como abogado codefensor en apoyo de los exconsellers del PDeCAT D. Joaquim Forn, D. Josep Rull, D. Jordi Turull y Dña. Meritxell Borràs.

Acusados y sus condenas:

 D. Oriol Junqueras (Presidente de ERC) – Vicepresidente de la Generalitat y Consejero de Economía – 13 años de cárcel.

 D. Jordi Turull (PDCAT, ex Convergencia) – Consejero de Presidencia – 12 años de cárcel.

 D. Raúl Romeva (ERC, ex ICV) – Consejero de Exteriores – 12 años de cárcel.

 Dña. Dolors Bassa (ERC) – Consejera de Trabajo -12 años de cárcel.

 Dña. Carme Forcadell (ERC) – Ex presidenta del Parlament Catalán y fundadora de la ANC – 11 años de cárcel.

 D. Josep Rull (PDCAT, ex convergencia) – consejero de territorio. 10 años de prisión.

 D. Joaquim Forn (PDCAT, ex convergencia) – consejero de Interior – 10 años de cárcel.

 D. Jordi Sánchez (Junts x Catalunya) – Presidente de la ANC – 9 años de cárcel.

 D. Jordi Cuixart (ERC) – Presidente de Omnium Cultural – 9 años de cárcel.

 D. Santiago ‘Santi’ Vila (ex PDCAT, Convergencia) – Consejero de Empresa – 1 año de cárcel.

 D. Carles Mundó (ERC) – Consejero de Justicia – 1 año de cárcel.

Dña. Meritxel Borrás (Ex PDeCAT)- Consejero de Vivienda – 1 año de cárcel.

 

15 Octubre 2019

Cataluña ante sí misma

EL PAÍS (Directora: Soledad Gallego Díaz)

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La sentencia dictada resulta de la aplicación de las leyes en un Estado de derecho, no de un juicio parcial ni de una venganza

La sentencia dictada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra los dirigentes acusados de declarar la independencia de Cataluña, hecha pública este lunes, cierra el capítulo judicial de una de las crisis institucionales más graves a las que se ha enfrentado el sistema democrático instaurado por la Constitución de 1978. Los magistrados han apreciado por unanimidad que nueve de los encausados cometieron un delito de sedición y cuatro de ellos, además, otro de malversación de caudales públicos, estableciendo en las penas una gradación de entre 13 y nueve años, proporcional a las respectivas responsabilidades en los hechos probados. De acuerdo con este mismo criterio, tres de los dirigentes políticos procesados han sido condenados por un delito de desobediencia. El esfuerzo por acomodar las penas a las responsabilidades que ponen de manifiesto estas diferencias es una prueba de que la sentencia dictada resulta de la estricta aplicación de las leyes penales en un Estado de derecho, no de un juicio parcial ni de una venganza.
Tampoco es resultado de ninguna judicialización de la política la intervención del Tribunal Supremo en esta causa. Según considera probado la sentencia, los dirigentes secesionistas violaron la legalidad democrática con el propósito de que el Gobierno central aceptase convocar una consulta popular sobre la autodeterminación de Cataluña, amenazando, en caso contrario, con proceder a la declaración unilateral de independencia realizada, finalmente, el 27 de octubre de 2017. Es evidente que la aplicación del Código Penal por parte del Tribunal Supremo no resolverá la crisis institucional provocada por esta estrategia, que es, sin duda, política, aunque apoyada en la ilegalidad. Pero también que la semilla de la tiranía habría sido plantada si, para lograr una solución, se aceptara que las estrategias políticas no están obligadas a respetar los límites fijados por el Código Penal.

Según han venido a establecer los siete magistrados que han visto el caso, esos límites están claros y siguen vigentes, de modo que no pueden ampararse bajo la libertad de expresión las decisiones adoptadas por el Parlament de Cataluña los días 6 y 7 de septiembre de 2017, derogando la Constitución y el Estatut mediante una votación para la que previamente se habían modificado las reglas de la Cámara y privado de voz a la oposición. Tampoco el derecho de manifestación puede confundirse con la resistencia a la autoridad, según ocurrió ante la Consejería de Economía el día 20 del mismo mes. Ni nada tiene que ver con el ejercicio de las libertades y los derechos civiles convocar un referéndum de autodeterminación incompatible con la legalidad interna e internacional, cumpliendo acto seguido con la amenaza de declarar la independencia sobre sus supuestos resultados.

Tras la publicación de la sentencia, el independentismo se debate entre sucumbir a la tentación de vincular toda salida política a la situación de los condenados o asumir de una vez por todas la realidad de que su proyecto es inviable y sus fuerzas insuficientes. Sería un error que se inclinara por la primera alternativa, porque significaría conceder un margen de actuación incontrolable a las fuerzas más radicales que ha incubado en su seno. Pero, además, porque la sociedad catalana, al igual que la española, necesitan pasar página de unos acontecimientos que han provocado división, desaliento e incertidumbre. Y también, por descontado, sufrimiento a los dirigentes condenados a unas penas de prisión cuya gravedad es acorde a los delitos cometidos; sufrimiento que, por lo demás, es posible reconocer sin renunciar a la convicción de que el Tribunal Supremo ha hecho justicia y de que era imprescindible que la hiciera.

Para salir del estéril punto muerto en el que las instituciones catalanas llevan estancadas una década, y que algunos sectores del independentismo aspiran a prolongar con la excusa de la sentencia, es preciso comprender que el Tribunal Supremo no ha concedido la victoria a una posición política sobre otra, sino que ha ratificado una vez más la de un sistema democrático construido desde el final de la dictadura con determinación, generosidad y sacrificio por todos los ciudadanos, incluidos los de Cataluña, que estuvieron en primera línea de defensa de la Constitución de 1978. Los desafíos del encaje territorial al que el independentismo ha tratado de imponer una solución unilateral siguen siendo los mismos que cuando emprendió la deriva que lo ha traído hasta aquí, tras utilizar el fracaso del Estatut con el mismo propósito con que otras fuerzas más radicales pretenden hoy servirse de la sentencia, con cortes de vías y ocupaciones de espacios públicos. Como entonces, Cataluña necesita un Estatut, no para apaciguar a quienes defienden el programa de la independencia o tranquilizar a quienes lo rechazan, sino, sencillamente, para reponer la claridad legislativa y el rigor técnico que requiere una norma del bloque de constitucionalidad, que el vigente no cumple. De igual manera, es necesaria una nueva ley de financiación autonómica que haga justicia a Cataluña, pero también a cada una de las comunidades autónomas que, como Cataluña y con menos recursos que ella, han pagado el coste de una profunda recesión.

Sería ilusorio imaginar en unas jornadas cargadas de emoción que la sentencia facilitará el hallazgo de una solución. Nada impide, sin embargo, que si el independentismo resuelve con serenidad la encrucijada que tiene ante sí, como también los principales partidos constitucionales, la sentencia represente contra todo pronóstico el punto de inflexión necesario para el más urgente de los acuerdos posibles: fijar la agenda política en la que esa solución deberá ir a buscarse.

15 Octubre 2019

Entre el respeto y la decepción

ABC (Director: Bieito Rubido)

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La sentencia deja claro que el problema se sitúa en la insuficiencia de la norma penal: el orden constitucional está penalmente indefenso ante los ataques del separatismo

Es innegable que la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo sobre los acusados del «procés» ha decepcionado a amplios sectores de la opinión pública, que esperaban condenas por el delito de rebelión y largas penas de prisión para sus autores. La arrogancia e impunidad con las que Puigdemont, Junqueras y demás dirigentes del golpe separatista se condujeron en los meses de septiembre y octubre de 2017, unidas a la tardanza en la respuesta del Estado mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, crearon un estado en los ciudadanos de intolerancia a cualquier reacción que no fuera ejemplar. Pero cuando el Estado pone un conflicto en manos de los jueces es para que lo resuelvan conforme a la legalidad vigente. Quien quiere soluciones políticas debe confiar en las instituciones políticas y ponerlas en funcionamiento. La expectativa de una condena por rebelión se ha visto sustituida por una condena por sedición y malversación de caudales públicos, explicada en una sentencia extensa, motivada y creadora de una doctrina imprescindible para futuros acontecimientos.

Es una sentencia que requiere lectura y respeto. La clave de la decisión ha sido la valoración de la violencia que exige el delito de rebelión. Para los siete magistrados de la Sala Segunda hubo violencia en el asedio a la Consejería de Economía el día 20 de septiembre de 2017; y hubo violencia el 1 de octubre de 2017 con la fuerza empleada por grupos de ciudadanos para impedir a la Policía Nacional y la Guardia Civil el cierre de locales electorales. Sin embargo, tal violencia, a juicio del tribunal, no fue «instrumental, funcional y preordenada de forma directa» para el logro de la independencia. Esta valoración del tribunal se enmarca en su independencia de criterio como un poder no político. El problema se sitúa en la insuficiencia de la norma penal, hasta el extremo de que se puede afirmar que el orden constitucional está penalmente indefenso ante los ataques del separatismo. Ataques que no tienen forma de guerrilla en los caminos, ni de asaltos armados a los edificios públicos, sino de leyes aprobadas en el Parlamento, decretos emanados del Gobierno, subvenciones millonarias para políticas desleales y competencias autonómicas ejercidas traidoramente. No hay que engañarse. La impunidad de la rebelión contra el Estado y desde el Estado tiene causas concretas. Principalmente fue la aceptación de la enmienda nacionalista que, en 1995, introdujo la violencia en el delito de rebelión, para dejar a salvo a los nacionalismos que gobernaban el País Vasco y Cataluña, por si algún día se les ocurría declarar la independencia en sus Parlamentos. Como así hicieron, con distintas apariencias.

La opción de convertir a la Sala Segunda del TS en diana de acusaciones es lo que quiere el nacionalismo separatista. Y así desviar el foco de la realidad y dividir a la sociedad. Y la realidad es que quien era vicepresidente de la Generalitat en 2017 hoy está condenado a trece años de prisión y otros tantos de inhabilitación, por sedición y malversación. Y quien entonces era presidenta del Parlament está condenada a once años y seis meses de prisión y otros tantos de inhabilitación, por sedición. Y, en fin, quien era presidente de la Generalitat hoy está pendiente de una euroorden de detención y entrega más factible que la del año pasado. Muchos ciudadanos esperaban más años de cárcel, pero cuando empezó este proceso separatista se daba por hecho que les saldría gratis. También por esto es importante que las condenas no se vean burladas con la aplicación de permisos y grados penitenciarios precipitados. La Sala Segunda emplaza al fiscal a que controle e impugne las decisiones ilegales que adopten las autoridades penitenciarias catalanas con los presos condenados.

Las instituciones democráticas deben tomar nota de que el Estado tiene que mejorar su defensa legal. ETA empezó a escribir su epílogo con la ley de Partidos Políticos, que a tantos españoles sensibles pareció un despropósito inconstitucional y una fuente de conflictos. Si realmente el PSOE, tras lo dicho ayer por Sánchez, va a mantener un discurso constitucionalista, no debe dudar en sumar votos con el PP y Cs para, a partir del 11 de noviembre, con el nuevo Parlamento, reformar el Código Penal y excluir la violencia como requisito del delito de rebelión y tener preparado un nuevo paquete de medidas al amparo del artículo 155 de la Constitución, porque el separatismo insiste en que hará otra vez lo mismo. El Estado no tiene tiempo que perder, no hace falta «esperar y ver» qué hace el separatismo, porque ya se sabe lo que ha hecho y hay que estar preparado.

15 Octubre 2019

Un fallo unánime que no contenta a nadie

LA RAZÓN (Director: Francisco Marhuenda)

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El fallo dictado por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo no ha sido recibido, precisamente, con la unanimidad de criterio que buscaban los magistrados. Todo lo contrario, y descontando la prevista reacción de los nacionalistas catalanes, ha causado cierta perplejidad en amplios sectores del propio ámbito judicial y, por supuesto, entre una parte de la opinión pública incapaz de discernir conceptos tan abstractos como la funcionalidad de la violencia cuando la misma sentencia considera acreditado que esta se produjo y se desarrolló en numerosos episodios.

Es cierto que la reforma del Código Penal llevada a acabo por el Gobierno socialista de Felipe González fue objeto de una enmienda impulsada por la entonces senadora Pilar Rahola, que introdujo la exigencia del concurso de la violencia en la tipificación del delito de rebelión, equiparando la vieja rebelión institucional de nuestros códigos, la que se producía desde un sector del poder civil, con los clásicos pronunciamientos militares. Detrás de esta distorsión que, a la luz de la reciente experiencia, no es difícil de calificar, se encuentra el contrasentido ontológico de que una acción tendente a romper la unidad territorial de España, derogar la Constitución en Cataluña y hacer tabla rasa del ordenamiento jurídico, es decir, un golpe de estado en toda regla, pueda ser considerada por nuestros jueces como un delito de sedición, referido al orden público, aunque para ello haya que perderse en arabescos procesales y en interpretaciones al filo del juicio de intenciones. Interpretaciones que llegan hasta el punto de negar la voluntad expresada y reconocida por los propios procesados de obtener la secesión del Principado, tal y como había quedado expuesto en la «Declaración unilateral de Independencia» aprobada por el Parlamento autónomo de Cataluña a instancias de la Generalitat.

En este sentido, que el Jefe del Estado, Don Felipe VI, tuviera que comparecer ante el pueblo español para trasladarle la absoluta certeza de que las instituciones defenderían la democracia y la soberanía nacional, demuestra que, en aquellos momentos, en Cataluña se estaba produciendo algo más que un problema de orden público o, al menos, era percibido de manera muy distinta por la mayoría de los ciudadanos. Así, si podía ser loable la búsqueda de la unanimidad de los jueces actuantes ante un procedimiento de tanta trascendencia, en el que, además, convenía no dejar resquicios a ulteriores interpretaciones de la Justicia europea y que ha sentado jurisprudencia sobre el inexistente derecho a decidir, cabe preguntarse si el resultado está en consonancia con el esfuerzo.

Por supuesto, está lejos de nuestro ánimo desmerecer la labor de unos magistrados que, como no podía ser de otra forma en un Estado de Derecho como el nuestro, se han constituido la principal línea de defensa de la democracia española, pero sí entendemos legítimo llamar a la reflexión sobre si esas demandas de consenso –ya experimentadas por el Tribunal Constitucional y por el propio Gobierno de la Nación cuando solicitó al Senado la aplicación del artículo 155–, no han trabado en demasía las decisiones que era preciso tomar.

Hay, asimismo, en la unánime sentencia otros aspectos que provocan controversia general, cuando no evidente disgusto entre los miembros de una Fiscalía, que, dicho sea de paso, ha visto como el fallo admitía la existencia probada del componente de violencia, para, a continuación, ver como se desestimaba la condena por rebelión.

Nos referimos a la negativa del tribunal sentenciador a establecer medidas cautelares que aseguren, al menos, que la progresión de grado de los reos condenados se haga desde el cumplimiento cabal del Reglamento Penitenciario, acotando las previsibles maniobras de la Generalitat de Cataluña, que tiene transferidas las competencias de Prisiones, para favorecer las condiciones de encierro de los reclusos.

Como ya hemos mantenido desde estas mismas páginas, somos perfectamente conscientes de los padecimientos que supone el cumplimiento de una pena de prisión y de que, de acuerdo al principio constitucional, la misma debe orientarse a la educación y reinserción social del delincuente, pero, precisamente por ello, debemos insistir, frente a falsos humanitarismos, no sólo en la gravedad de los hechos juzgados, sino en la contumacia con que justifican sus actuaciones y la ausencia del menor arrepentimiento. Y, si bien la reacción de los principales líderes políticos españoles, comenzando por el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, ha sido la de acatamiento claro de la resolución judicial y el compromiso de que se cumplan las penas de prisión dictadas, no es posible obviar que en la pugna política y en la conformación de las mayorías parlamentarias pueden saltarse lo que hoy parecen determinaciones claras.

Si nunca deberían entrar en la negociación política cuestiones tan graves como la privación de libertad de cualquier persona, en este caso, con unos partidos nacionalistas empeñados en mantener la estrategia de la tensión y del enfrentamiento institucional, cualquier cesión significaría una derrota del Estado de derecho. Porque cuando desde diversos sectores sociales se afirma que la sentencia del Tribunal Supremo supone un cambio de ciclo político en Cataluña y en el resto de España, parece olvidarse que la realidad en el Principado es la de unas instituciones, la Generalitat y el Parlamento, en manos de quienes mantienen su discurso de desafío a la Constitución, por más que, como se demostró con las movilizaciones de protesta de ayer, alentadas por el mismo presidente del Gobierno autónomo, Joaquim Torra, pero apenas seguidas por unos millares de ciudadanos, una gran mayoría de los catalanes desee la normalización de su vida cotidiana y que sus gobernantes trabajen por el bienestar de todos.

15 Octubre 2019

La hora de la política

EL PERIÓDICO DE CATALUNYA (Directora: Anna Cristeto)

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Cabe exigir que en estos días de emociones a flor de piel no se dé ningún paso irreversible y que todas las partes entiendan que el conflicto corre el riesgo de cronificarse si no se actúa con altura de miras

Las condenas que ha impuesto el Tribunal Supremo (TS) a los líderes del ‘procés’ son duras. Ante la consternación de una parte significativa de la sociedad catalana, no solo la independentista, los jueces han decretado penas de 9 a 13 años por sedición y malversación. Con este fallo, termina una etapa del conflicto político en Catalunya marcada por un lado por la decisión del independentismo de apostar por la vía unilateral al margen del marco constitucional y estatutario y por el otro por la judicialización de un problema que es en esencia político.

Los dos dígitos de la condena marcan una frontera psicológica a la hora de interpretar el fallo en Catalunya. Si bien es cierto que los magistrados del TS no han condenado a los acusados por rebelión –que es un delito contra la Constitución que requiere el uso de la violencia–, sí han impuesto el grado más duro del delito de sedición, el más grave de los que implican alteraciones del orden público. Los jueces no comparten la tesis del golpe de Estado de la fiscalía –algunos líderes políticos tendrán que desterrar el vocablo ‘golpista’ de su discurso– y han desechado los cargos de rebelión, que hubiesen supuesto penas más duras. Aun así, el rechazo al fallo del ‘president’ de la Generalitat, Quim Torra, y de miles de personas en la calle, con protestas en el aeropuerto de El Prat y en localidades de toda Catalunya, constatan la difícil digestión de la sentencia.

Estos años de choque institucional dejan una onerosa factura. La primera preocupación del independentismo son los presos. En plena campaña electoral, Pedro Sánchez abogaba ayer por el cumplimiento de las condenas. Es muy prematuro hablar de indultos. En la sentencia, el TS deja la aplicación a los presos del tercer grado y otros beneficios en manos de las autoridades penitenciarias, bajo control judicial y con la participación de la fiscalía. Esta es una forma de paliar la dureza de la sentencia de la que hay precedentes (Iñaki Urdangarin) y que evita interferencias políticas. El fallo deja otros dos frentes legales, los previsibles recursos ante el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo y la reactivación, ya decretada por el juez Pablo Llarena, de la euroorden contra Carles Puigdemont y el resto de ‘exconsellers’ en el extranjero.

A pesar de que se mantienen varios frentes legales, puede afirmarse que el fallo cierra la fase de judicialización del conflicto catalán, que al principio fue una opción de Mariano Rajoy para acabar convirtiéndose en un hecho inevitable cuando el 6 y el 7 de septiembre del 2017 el Parlament aprobó las leyes del referéndum y de desconexión. El papel al que la justicia se vio abocada ha terminado tras dos largos años de proceso, y llega la hora de devolver el conflicto a la política. En este sentido, la sentencia debe ser un punto de partida.

El fallo no zanjará el conflicto político catalán. Los millones de catalanes partidarios de la independencia no cambiarán de idea, y los partidos políticos que, legítimamente, propugnan la separación de España no abandonarán su empeño. Mal harían las instituciones del Estado en pensar que la derrota de la vía unilateral y el duro castigo penal por los hechos de otoño del 2017 supone el fin del problema. Las protestas en la calle –legítimas mientras no pongan en riesgo el orden público– son el recordatorio inmediato de que los independentistas ven en las condenas otro ataque a las libertades e ideas que defienden.

Urge regresar a la vía política, en Madrid y en Barcelona. Hasta que no pasen las elecciones del 10-N, haya un nuevo Gobierno y posiblemente nuevos interlocutores en Catalunya (no hay que descartar un adelanto electoral), no habrá las condiciones necesarias para retomar una senda dialogada basada en el respeto a la ley y a todas las opciones políticas, que es la única salida posible. Mientras, cabe exigir que en estos días de emociones a flor de piel no se dé ningún paso irreversible y que todas las partes entiendan que el conflicto corre el riesgo de cronificarse si no se actúa con altura de miras. Tras la dura sentencia, es la hora de la política.

15 Octubre 2019

Más allá de la sentencia

LA VANGUARDIA (Director: Marius Carol)

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El fallo del Tribunal Supremo tras el juicio del 1-O propició ayer movilizaciones de protesta en Catalunya. Las penas recibidas por los condenados fueron elevadas, aunque pueden verse muy mitigadas. Tras siete años de procés se impone ahora mirar más allá de esta sentencia. Hay que tratar de sentar las bases para un nuevo futuro en el que políticos con auténtica voluntad de diálogo ocupen el lugar de los que quieren llevarnos contra las rocas. La sentencia marca un antes y un después, en el que debería ser posible hacer las cosas de otro modo y mejor.

El Tribunal Supremo dio a conocer ayer la sentencia del juicio del 1-O contra políticos independentistas catalanes, procesados por su contribución a proclamar la independencia de Catalunya, en el ejercicio de sus responsabilidades públicas y de modo ilegal. El Alto Tribunal ha descartado el delito de rebelión –dato relevante, debido a los castigos superiores que acarrea–, pero aun así estamos ante una sentencia dura, que no contribuye a calmar los ánimos en una sociedad polarizada. Oriol Junqueras fue condenado a trece años de cárcel, y Raül Romeva, Jordi Turull y Dolors Bassa recibieron condenas de doce años, todos ellos por sedición y malversación. A su vez, fueron condenados por sedición Carme Forcadell (once años y medio), Joaquim Forn y Josep Rull (diez años y medio) y Jordi Sànchez y Jordi Cuixart (nueve años). Los otros tres procesados, Santi Vila, Meritxell Borràs y Carles Mundó, fueron condenados por desobediencia a penas de inhabilitación y económicas, pero no de cárcel.

La circunstancia es muy penosa para los condenados, también para sus familiares y allegados, lo cual abona la empatía popular. He aquí algo comprensible. Al poco de trascender la sentencia, rubricada de forma unánime por los siete miembros del tribunal, se produjeron numerosas muestras de apoyo a los políticos independentistas en las calles, carreteras y nudos de comunicaciones de Catalunya, con especial afectación del aeropuerto de El Prat. Este tipo de protestas, que duraron todo el día, propiciaron incidentes, con cargas policiales y heridos. Las entidades independentistas planean otras protestas para días venideros. Como decíamos, son acciones comprensibles al calor de la sentencia, pero que no resolverán los problemas comunes.

Los radicales no pueden tomar al país como rehén de sus acciones.

Con la misma claridad que calificamos de duras las condenas, expresamos la convicción de que el Tribunal Supremo ha actuado con independencia y profesionalidad. España es un Estado de derecho. Era ilusorio esperar que la justicia asistiera impasible a los hechos del 2017. Hechos que, vulnerando la Constitución y el Estatut d’Autonomia, culminaron con la declaración unilateral de independencia en un Parlament ­dividido: la aprobaron 70 de los 135 diputados.

Había, pues, motivos sobrados para que la justicia interviniera. Y ha habido también motivos para que el Tribunal Supremo aplicara la ley con la mayor escrupulosidad: desde el celo profesional hasta la imperiosa necesidad de que sus decisiones no sean cuestionadas, en su día, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) con sede en Estrasburgo.

La promulgación de la sentencia del 1-O marca un antes y un después. Todas las opciones enfrentadas en la escena política catalana siguen siendo legítimas, siempre que se guarden el debido respeto mutuo –no siempre sucede– dentro del marco legal. Pero es evidente que el recorrido del procés , tal como lo hemos conocido en los últimos siete años, ha llegado a su final. La unilateralidad no lleva más lejos. Los líderes políticos que lo empujaron por encima de la ley acaban de recibir la contundente respuesta de la ley. Esa respuesta determinará su futuro inmediato y señala ya un límite a quienes quieren imponer su criterio sin disponer del necesario consenso.

La sentencia fija, en efecto, un antes y un después. Y este después ha de estar presidido, en todos los espacios ideológicos, por la convicción de que estamos ante un problema político, erróneamente trasladado en su día por el PP a instancias judiciales, y que sólo por la vía del diálogo político –y no por la de la agitación callejera– podrá resolverse. Es indispensable que las distintas partes en liza sean conscientes de ello y obren en consecuencia. Catalunya no debe permitirse otra cosa sin arriesgarse a ahondar en una crisis que ya la ha privado de muchos recursos. Hacer lo contrario sería suicida. Y no hay causa de parte que justifique un suicidio colectivo.

Las tareas que quedan por delante son muchas. La primera quizás sea atenuar en lo posible las condenas de los nueve acusados que, tras dos años en prisión preventiva –periodo a todas luces excesivo–, se enfrentan a penas elevadas. Los abogados de los reos intentarán primero plantear un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, por vulneración de derechos fundamentales. Después perseguirán la impugnación de la sentencia en la instancia europea del TEDH, donde, de hecho, se pronunciará la última, aunque no inminente, ­palabra sobre la suerte de los condenados.

En paralelo, hay mucho que hacer para tratar de que el régimen penitenciario aplicado a los condenados les sea llevadero. Es pertinente subrayar, al respecto, que el Supremo decidió no incluir en su sentencia el periodo de seguridad en el cumplimiento de la pena, que hubiera impedido acceder a un tercer grado penitenciario –régimen de semilibertad– hasta cumplida la mitad de la condena, según reclamaba la Fiscalía. Está en la mano de los Serveis Penitenciaris de la Generalitat (aunque la Fiscalía podría recurrirlo) establecer el régimen al que estarán sometidos los condenados. En función de cuál sea –cerrado, ordinario o abierto–, algunos podrían empezar a disfrutar de semilibertad en breve. Las condenas siguen siendo duras, pero pueden verse mitigadas. A un reo en régimen de tercer grado le basta con ir a dormir a la cárcel de lunes a jueves.

Es aconsejable valorar este elemento. La publicación de la sentencia desató ayer reacciones airadas. Pero es probable que sus efectos reales no respondan exactamente a su enunciado. Y –más importante que eso– es preciso que las partes perciban la oportunidad que nos brinda el término del juicio.

Es el momento adecuado para que unos y otros definan una nueva hoja de ruta, un proyecto de futuro viable en el que se busquen con más ahínco las coincidencias capaces de hacernos avanzar a todos que las diferencias que a todos nos debilitan. La tarea de los políticos ante un problema es dar con una solución, no llevarnos contra las rocas. Eso no se logrará con proclamas altisonantes –el president Torra volvió a equivocarse ayer, al tildar la sentencia de venganza–, ni con el lema “ho tornarem a fer” –que abona la sentencia del Supremo–, ni con algaradas callejeras, que serán de entrada molestas para todos y, luego, acaso contraproducentes para sus impulsores.

Las elecciones del 10 de noviembre están a cuatro semanas vista. Esa será una buena ocasión para perfilar la nueva etapa política. Para confiar la responsabilidad del gobierno a quienes apuesten por una solución dialogada del conflicto, atendiendo al deseo de la mayoría de los catalanes. Para que quienes dialoguen, capaces de pactar y ceder, representen todas las sensibilidades del país y coincidan en un afán de consolidación y desarrollo del autogobierno. El reproche y la descalificación sistemática del rival son estériles. Los beneficios de la unilateralidad han sido nulos. La ilusión que animó a muchos ciudadanos no fructificó en manos de unos políticos más dotados para la soflama y el simbolismo que para vencer al Estado. Catalunya no puede seguir así. Debe mirar más allá de la sentencia. Y debe mirar más allá con serenidad y con la certeza de que es posible hacer las cosas de otro modo y mejor.

14 Octubre 2019

Una sentència que posa en perill les llibertats

Esther Vera

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Hi ha sentència contra els líders socials i polítics de l’independentisme. És dura. És una vergonya per a la democràcia espanyola, que avui, paradoxalment, és més dèbil. Els càrrecs electes i els líders socials passaran molts anys a la presó, en conjunt gairebé cent anys, per haver permès un debat parlamentari, per haver canalitzat una demanda democràtica d’uns dos milions de persones, per haver posat urnes. Junqueras, Forcadell, Forn, Turull, Cuixart, Sànchez, Bassa, Romeva i Rull han estat condemnats a presó amb penes d’entre 13 i 9 anys. Ells han canalitzat una demanda social pacífica que va cristal·litzar en el referèndum de l’1 d’Octubre, quan es va produir l’única violència que hem viscut a Catalunya. La resta és una interpretació política utilitzant l’administració de justícia per intentar desmantellar un moviment pacífic i democràtic. Avui Espanya és més dèbil i els espanyols saben que aquest Estat continua imposant per la força una pertinença de la qual molts catalans cada dia estan més lluny. És avui quan la reacció a Catalunya ha de continuar sent exemplar malgrat els sentiments d’impotència, d’abús, d’injustícia. Aquesta sentència debilita la democràcia espanyola, on les llibertats ciutadanes cada dia estan més restringides. Realment l’Estat ha acceptat pagar el preu en termes de debilitat democràtica i no és conscient que serà altíssim. A Catalunya molts ciutadans cada dia estan més lluny d’Espanya.

15 Octubre 2019

Sabe que sabían que soñaban, chapuza

Arcadi Espada

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Marchena adjudica a los sediciosos la conciencia plena de su ensoñación. Los españoles merecían una sentencia que les hablara a ellos

Una esperanza de orden, claridad y resolución recorrió España entre el 12 de febrero y el 12 de junio, los cuatro meses que duró el juicio a los presos nacionalistas. Como algunos países próximos, España vivía un tiempo inestable y confuso, por el resquebrajamiento de las reglas que hasta entonces habían regido la conversación pública y el debate político. Para sintetizar en un hecho el demolido estado de las cosas bastará decir que unos pocos meses antes de la apertura del juicio, el socialista Pedro Sánchez había llegado al poder gracias, entre otros, al voto favorable de los partidos cuyos líderes afrontaban la máxima responsabilidad de los sucesos que habían culminado en la declaración de independencia de Cataluña. Y el principal, por no decir único, argumento de la moción de censura con la que descabalgó de la presidencia a Mariano Rajoy eran dos fake news: que el Partido Popular había sido condenado penalmente por corrupción en el caso Gürtel y que su líder estaba al corriente del funcionamiento de la caja B del partido.

Rápidamente, y de un modo inesperado, el juicio empezó a entrar en las casas y en la conversación subsiguiente. Sus protocolos, su minuciosidad y su elegancia retórica causaron una cierta y positiva impresión. Había un modo de conversar sobre los hechos que se proponía establecer la verdad, y no escamotearla, y que lo hacía mediante el respeto férreamente codificado a las personas que participaban en la conversación. El juez Manuel Marchena se erigió, en pocos días, en el símbolo de esa higiene. Firme, preciso, irónico, y dotado de un estimable carisma, se convirtió en el ejemplo clásico de un tipo en el que se podía confiar, como siempre sucede con aquellos que reúnen a un tiempo la autoridad y la verdad. Cuando sin mayor aspaviento mandó despejar definitivamente la Sala se extendió la convicción de que la sentencia que redactaría no desmentiría a Buffon: «El estilo es el hombre». Y por si fuera poco con lo visto y actuado, los especialistas señalaban que su prosa jurídica estaba entre las mejores de España.

Dados estos antecedentes es fácil comprender la honda impresión de desaliento que causa en cualquier espíritu objetivo la lectura de la sentencia que ayer se hizo pública. Y, en especial, las nucleares doce páginas (263-275) dedicadas a rechazar la rebelión, en que la expectativa de una prosa limpia, cortante y civil se diluye en un esfuerzo gelatinoso y rábula de acomodar los hechos a la cama de Procusto. En esas páginas, la sentencia establece que el Proceso fue una ficción, que nunca tomaron por nada más que un sueño sus propios promotores. El objetivo de los procesados no fue el ejercicio del derecho de autodeterminación sino el ejercicio «de un atípico derecho a presionar», como llega a escribirse textualmente en el insuperable y alucinógeno párrafo final de los hechos probados. Comparándolo con los hechos que realmente ocurrieron en aquel octubre, el grotesco carácter del razonamiento de los magistrados puede resumirse así: los procesados aprobaron unas leyes de desconexión constitucional, celebraron un referéndum de autodeterminación y proclamaron la independencia de la República catalana porque su intención era presionar al Gobierno Rajoy para negociar unas leyes de desconexión constitucional, celebrar un referéndum de autodeterminación y proclamar la independencia de la República catalana. De lo que lógicamente se deriva -y me asombra la falta de valor de Marchena al no escribirlo- que la aplicación del artículo 155, decidida por el Gobierno, estuvo solo encaminada a presionar a los sediciosos con la aplicación del artículo 155. En su leguleya melopea el redactor reconoce que en todo el proceso descrito hubo violencia, pero como solo cabe adherirla a la presión por la independencia, y no a la independencia en sí, se trató de una violencia flotante, desencarnada de la rebelión, y neutralizadora así de la rebelión misma que la requiere ineludiblemente para ser. El alcance del acojonante mecanismo razonador solo se aprecia, sin embargo, en el capítulo siguiente, cuando leído el estólido argumentario sobre la sedición, cualquiera se pregunta por qué el llamado derecho a presionar o el carácter ficcional de todo el Proceso, no basta para absolver también del delito sedicioso a los soñadores. El lirismo catalán lloriqueará en las calles: «¡Cómo se atreven a juzgar un sueño!». Y tendrá razón.

La Fiscalía pedía 25 años de cárcel para Junqueras, por los delitos de rebelión y malversación y la sentencia los ha reducido a la mitad. La Fiscalía pedía que los condenados no obtuvieran beneficios penitenciarios hasta haber cumplido la mitad de la condena y la sentencia permite que en pocas semanas los presos ya salgan a hacer servicios sociales, o sea, a seguir negociando la independencia a su ínclita manera. Pero lo desmoralizador no es la rebaja del castigo, sino el modo que ha elegido el Supremo para hacerla efectiva. El profundo desprecio por los hechos que exhibe la sentencia. En algunas fases puramente espiritistas de su prosa, Marchena adjudica a los sediciosos la conciencia plena de su ensoñación. Sabe que sabían que soñaban, por más que la urdimbre fáctica de su convicción acerca de tal sueño vívido sea desdichadamente frágil. Yo nunca he querido meterme en la piel de un hombre, ecs, y no lo discutiré. Sin embargo, sí habría agradecido que la sentencia se hubiese ocupado en algún momento de los devastadores efectos que ha causado la acción sonámbula de los ensoñados. Ellos y todos sus planes pudieron ser una ficción; pero no lo han sido las devastadoras consecuencias de su conducta, los niveles de ruina moral, económica y política que han proyectado sobre su comunidad.

Por esas consecuencias, precisamente, los españoles merecían una sentencia que les hablara a ellos, que confirmara por escrito y para la memoria del futuro aquella esperanza de orden, claridad y resolución que supuso el juicio. Un relato de fría transparencia, que uniera los puntos sin temor a la cara del monstruo resultante. Una sentencia que reservara la piedad para el castigo y no contaminara los hechos con ella. Una sentencia, ¡convengámoslo!, que facilitara la convivencia. Es decir, que en vez de mirar a cada párrafo de soslayo a «los ilusionados», que es como el paternalista Marchena llama al pobrecito pueblo que creyó en las consignas procesionarias -no ha acabado de comprender el augusto juez que los ilusionados fueron los líderes, y que fue el pueblo el que los traicionó, porque no se atrevió a darles la fuerza en la calle que sus líderes le reclamaban-, dispensara también su mirada y su interés moral sobre la otra mitad: los dos millones de intimidados y despreciados y vulnerados que han sido las principales víctimas del Proceso, por más que ningún policía les haya roto la nariz.

Basta la observación de un intestino humano para comprobar hasta qué punto la chapuza forma parte de la evolución. Escribía hace años el filósofo Jesús Mosterín: «La vida es el reino de la contingencia y la historicidad, ayuno de previsión y de propósito. Sólo a base de acumular trucos, chapuzas y chiripas logramos los organismos mantenernos provisionalmente a flote. No somos perfectos, pero hemos sobrevivido, aunque sea por los pelos». Sobreviviremos. Pero de la sentencia sobre la crisis política más importante de la democracia española no esperábamos la chapuza, sino el tajante punto y aparte de la mutación. Como decían los flamencos del otro Marchena, parecía que cantaba. Y solo era el mandibuleo del que va pasándose los tercios de un lado a otro de la boca, haciendo enjuagues.