30 noviembre 2003

Los cadáveres de los españoles (agentes del servicio secreto CNI) fueron pisoteados por iraquíes

Siete soldados españoles mueren en Irak al ser víctimas de una emboscada por parte de partidarios de Sadam Hussein

Hechos

El 30.11.2003 la prensa española informó de la muerte de siete españoles en Irak.

Lecturas

Los españoles asesinados, que estaban adscritos al CNI, fueron víctimas de una emboscada al sur de Bagdag y sus cadáveres fueron pisoteados mientras los agresores daban vítores al dictador Sadam Hussein.

30 Noviembre 2003

España paga un alto precio

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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En la trampa mortal en que se ha ido convirtiendo Irak, donde los ataques selectivos contra las fuerzas de ocupación se multiplican en número y eficacia, resultaba inevitable que en un momento u otro les llegara el turno a las fuerzas españolas allí destacadas. La información proporcionada anoche por el ministro de Defensa daba cuenta de la muerte al sur de Bagdad de siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia, de los ocho que viajaban en dos vehículos civiles alcanzados por disparos de lanzagranadas.

La matanza convierte a Irak -un país en el que España ha entrado por la puerta falsa, implicándose contra natura en un allanamiento cuyos elementos argumentales fueron manipulados por EE UU- en la misión más trágica de las que han llevado a cabo las Fuerzas Armadas españolas en el exterior. Militares o funcionarios españoles han fallecido en otros lugares donde han participado en despliegues internacionales, pero su muerte se ha producido básicamente en accidentes individuales o siniestros colectivos -baste recordar el del avión Yak-42-, no cazados mientras efectuaban un desplazamiento rutinario. Este precio elevadísimo se produce precisamente en el despliegue menos apoyado por la ciudadanía. Si los españoles están divididos respecto a la presencia de sus soldados en el país árabe, un reciente sondeo del Instituto Elcano concluía que el 85% de ellos -la tasa más alta de la UE- considera que la guerra de Irak no valió la pena. Desde ayer hay más motivos para certificarlo.

Que las fuerzas ocupantes aliadas de EE UU, todas y en cualquiera de sus manifestaciones, se habían convertido en blanco de los grupos armados iraquíes se hizo patente para nosotros con el asesinato en Bagdad del sargento Bernal, también agente secreto. El brutal atentado suicida contra la sede de los Carabineros italianos dejó claro después que en el país árabe podía ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. En ese trágico azar estaban incluidas las fuerzas de la Brigada Plus Ultra, porque en Irak crece exponencialmente el resentimiento contra los invasores y las tácticas para combatirlos se hacen más mortíferas y elaboradas, pese a que el general Ricardo Sánchez, máximo jefe estadounidense sobre el terreno, declarara precisamente ayer que disminuyen los atentados contra los aliados.

Sólo recientemente Aznar, desechada al parecer la impresentable teoría de que nuestros soldados no son combatientes, ha reconocido a regañadientes que se han podido cometer errores en la conducción de la posguerra, si es que así puede llamarse a lo que ocurre hoy en Irak. Y la ministra Ana Palacio admitía hace unos días que en el Bagdad del déspota Sadam la vida era más llevadera que en la actualidad. La obviedad de que nuestro personal diplomático en Bagdad estaba vendido en materia de seguridad llevó a comienzos de mes a retirar a todo el que no fuera imprescindible, aunque una vez más el Gobierno lo disfrazara vergonzantemente como una llamada a consultas.

Lo ocurrido ayer al sur de Bagdad pone de relieve que, por muchas medidas que se adopten, el contingente español no es inmune a la represalia calculada de quienes conocen a la perfección el terreno y disponen de información precisa y las complicidades y las armas necesarias para matar a distancia. EE UU, con todos los medios imaginables para disuadir a sus atacantes, encabeza la nómina de víctimas de una ocupación que todavía en tiempos cercanos se suponía un paseo militar. Pero a medida que sus tropas despliegan sin limitaciones su poderío artillero, blindado y aéreo -y estos días ven el renacer de operaciones contra la resistencia que tienen el alcance de una auténtica guerra-, los grupos armados iraquíes se vuelven hacia objetivos más vulnerables. Los agentes españoles eran ayer uno de ellos. El corolario inmediato es que nuestras tropas, con recursos muy limitados y que ya dedicaban una parte sustancial de sus medios a la autoprotección, elevarán más estas medidas. Lo que en última instancia puede acabar haciéndolas poco eficaces para desempeñar la misión que tienen asignada.

La monumental cadena de errores cometida en el país árabe está pasando una penosa factura a sus ocupantes, factura que presumiblemente seguirá creciendo a medida que Irak se libaniza y se hace más evidente la falta de control. Pero si en el caso de Washington o Londres un evidente designio político-económico puede hacer de sus soldados muertos un precio inevitable a pagar, no es así en el español, que nunca debió dejarse arrastrar a Irak y donde nuestras fuerzas cumplen un papel de reparto. Eso hace doblemente trágico su sacrificio.

30 Noviembre 2003

La tragedia presentida

José Antonio Zarzalejos

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Se ha escrito que «las verdades que hacen a los hombres libres son para la mayor parte aquellas que no quieren escuchar». Sobre los peligros que acechan al mundo, el terrorismo con sus métodos más sofisticados es el más destructor, no sólo por la materialidad de sus crímenes y destrozos, sino también por el derrumbe moral que provoca socialmente. Los ciudadanos tendemos a suponer que el terror siempre está en otro sitio, lejos de nuestro entorno y que, en ocasiones, se convierte en la coartada de políticos agresivos. Pero el terrorismo es una verdad trágica que hay que enfrentar para combatirlo y, así, ganarnos la libertad.
Los escándalos intelectuales sobre la tesis que propugna anticipar la acción proporcional y legal a los planes terroristas es una muestra inequívoca de la debilidad en la creencia de la superioridad de nuestra propia forma de vida, de nuestro modo de civilización, de nuestra concepción general de los valores individuales y colectivos. Es un error verdaderamente terrible cuartear con esteticismos argumentales los factores -ideológicos y materiales- que defienden y amparan nuestro progreso moral y cívico. Y, hoy por hoy, en este nuevo ciclo histórico que comenzó el 11 de septiembre de 2001, el terrorismo como nueva e inédita forma de guerra contra Occidente se constituye como la gran amenaza. Se trata de un terrorismo tecnológico que se activa mediante mecanismos poco conocidos para los Servicios de Inteligencia, que golpea estratégicamente, que se financia por procedimientos novedosos y opacos, que parasita regímenes antidemocráticos y que se nutre de la dinámica fanática, distorsionada y totalitaria que le proporciona el fundamentalismo religioso, el odio acendrado al diferente, el entendimiento pétreo y hermético de un sistema de funcionamiento social determinado y la visión medieval que enhebra la dominación civil con la añagaza de verdades trascendentes.
Irak y otros países de la zona han alimentado este monstruo. Posiblemente lo han financiado o alentado -al menos, contemplado con indiferencia- quienes ahora lo padecen, como los sauditas, o los ciudadanos de Marruecos, Turquía, Siria o Irán. La acción bélica contra el régimen de Sadam Husein fue, entre otras cosas, una decisión de desafío a un terrorismo agazapado en la soberanía de un Estado sin más ley que la del dictador y su familia. Ganada la guerra, el terrorismo pretende vencer en la postguerra. En su intento no ha reparado en provocar tantas cuantas masacres le han convenido: en Casablanca, en Riad, en Estambul y, por supuesto, en Irak. Han caído, víctimas de una extrema y gratuita crueldad, decenas, cientos de árabes, de norteamericanos, de británicos, de italianos.
Y ayer, también, españoles. Siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia, todos ellos españoles, han sido asesinados a treinta kilómetros de Bagdad. La tragedia que anegó Italia hace apenas diez días nos toca ahora a nosotros. No es el momento de exaltaciones, pero sí para el dolor y la determinación. España quiso contribuir, como una gran Nación occidental, en la histórica y decisiva lucha contra el terrorismo internacional. Se sabía y se presentía que esta aportación tendría el coste de la venganza de los terroristas; se sabía y se presentía que los riesgos eran inmensos; se sabía y se presentía que si la tragedia se había cernido sobre nuestros vecinos, terminaría por alcanzarnos de manera brutal y colectiva. Así ha sido. Tampoco es la primera vez que ocurre. Si el terrorismo etarra -más de treinta años azotando las espaldas de este país- no ha quebrado la perseverancia social y del Estado, no habrá de ser la siniestra tarde de ayer en la capital iraquí la que deba hacernos prestar oídos al desistimiento. Porque, aun en el supuesto de que se abdicara del protagonismo actual pretendiendo una retirada que amansase a la fiera, el peligro no se diluiría y se haría realidad antes o después, en etapas calculadas y letales que alcanzarán sin duda a los que ahora, desde el borde del conflicto, creen que su alejamiento táctico les privará de sufrimientos. No será así, y por eso, estar en la vanguardia de los padecimientos es estarlo en la de la libertad. Es encarar la «verdad que hace a los hombres libres» aunque la mayor parte de ellos «no la quiera escuchar». Una verdad que ya atruena aunque no pueda sofocar el sollozo, íntimo y desgarrado, por los compatriotas que, en el servicio a la libertad, quedaron ayer tendidos, yertos, en una cuneta al sur de Bagdad.