17 abril 1996

Eduardo Haro Tecglen publica el libro ‘El Niño Republicano’ editado por Alfaguara (editorial del Grupo PRISA) para reivindicar su militancia antifranquista desde niño

Hechos

En abril de 1996 se produzco la promoción de ‘El Niño Republicano’, libro de D. Eduardo Haro Tecglen editado por Alfaguara.

14 Abril 1996

Jueves 11

Francisco Umbral

De focas, celulitis, republicanos y Fauziya

Leer

ESTE eterno maestro, Eduardo Haro Tecglen, saca en Alfaguara lo que es sin duda su mejor libro, el más personal, totalizador y confesional. El niño republicano son unas memorias que él prefiere llamar «narración». Eduardo ha hecho el libro que todos quisiéramos hacer. Opina, como uno mismo, que estamos llenos de multitudes interiores y, así, en un deslumbrante alarde de libertad, este libro nutridísimo lo han escrito el periodista, el historiador, el crítico, el editorialista y mayormente el escritor. Este escritor singular que es Haro Tecglen y que ya en la madurez ha encontrado un estilo nuevo, lejos del lúcido analista de Triunfo. Ahora la lucidez nos la da en relámpagos, mediante esa prosa urgente, cortada, nerviosa, buida, agudísima, de sus columnas. Pero la columna es eso, un relámpago, y Haro ha reunido aquí cerca de 350 págs., manteniendo con ímpetu joven el ritmo, la velocidad, el juego de ideas e incluso ese «latiguillo» (dicho sea sin asomo peyorativo) de la frase inesperada y final, propio de un escritor tan hondamente abocado al teatro. La construcción de este libro/memorias no es lineal, sino que, como algunas obras de Cortázar, admite múltiples lecturas y ordenamientos, como un quilt o tapiz de cosas variadas, porque todo acaba ajustando con precisión y poesía en una obra nueva. Quiero decir que Haro se mueve con deslumbrante libertad arriba y abajo de este siglo, llegando hasta el presente o remontándose a Alfonso XIII, siempre a la luz inspirada, sepia y doliente del niño republicano, que es el que va y viene por la Historia. Con ideas y ocurrencias, pero también con imágenes, con larga inteligencia y la necesaria imaginería verbal, no más, EHT ha montado un sistema de capítulos breves y capitulillos que nos libran del ritual de unas memorias cronológicas. Libro de flashes políticos, cinematográficos, autobiográficos, periodísticos, intelectuales, se le revuelve y siempre cae de pie, armónico como los gatos. Haro se ha inventado una radical renovación en el género memorias. El estilo tan propio y la noble tristeza irónica del Eduardo actual, hacen de El niño republicano una creación impar.

17 Abril 1996

Una niñez republicana

Antonio Muñoz Molina

Leer

En vísperas del 14 de abril estuve leyendo La calle de Valverde, que sin duda es la mejor de las novelas de Max Aub, la más poblada de vitalidad y alegría, de palabras, de gente, de gente real y personajes inventados, y justo cuando termino el libro, con una poderosa sensación de gratitud y nostalgia, el azar me depara otra lectura que parece corresponderse exactamente con la de Max Aub y prolongarla de algún modo. No es una novela esta vez, sino un libro de memorias, Eniño republicano, de Eduardo Haro TecgIen, que es uno de esos escritores a los que sin darse uno mucha cuenta lleva toda la vida leyendo, desde los tiempos de Triunfo, donde Haro escribía y nos ilustraba con no sé cuántos seudónimos, hasta ahora mismo, cuando cada mañana, en este periódico, en su página menos alentadora, la de televisión, uno se irrita o se reconcilia con él, se encrespa con sus arbitrariedades, agradece sus chispazos lacónicos de claridad, en los que ahora que lo pienso hay algo del estilo entrecortado y afilado de Aub.En La calle de Valverde se cuenta el Madrid de la segunda mitad de los años veinte, el de la juventud de Max Aub, un Madrid de tertulias vanguardistas y atrabiliarias conspiraciones republicanas contra el dictador Primo de Rivera, de sindicalistas íntegros y austeros como monjes laicos y jóvenes de provincia dispuestos a conquistar la capital ganando unas oposiciones o colocado algunos versos ultramodernos en la Revista de Occidente. Por las- rápidas páginas de la novela los personajes de ficción se cruzan con los que existieron de verdad y conversan con ellos, en un tumulto de cafés y de cervecerías, y entre el ruido de las palabras y los vasos de pronto se alza la voz aguda y ceceante de don Ramón María del Valle-Inclán, o se ve al fondo, en un diván, tras la niebla de los cigarrillos y los espejos empañados, la figura búdica y tranquila de un gordo que resulta ser Indalecio Prieto. Por el Madrid de La calle de Valverde, donde ya hay bares modernos y accidentes de tráfico y resplandece en lo más alto de la Giran Vía el edificio recién terminado, de la Telefónica, la dictadura de Primo de Rivera es sobre todo una función de esperpento que muy pronto arrastrará consigo en su caída la farsa y licencia de la monarquía chulesca de Alfonso XIII, y la República es un sueño y una posibilidad intacta y trémula que se confunde en los corazones de la gente con la pura disposición de entusiasmo de la juventud: muchachas de clase trabajadora que se cortan el pelo y estudian para mecanógrafas, científicos de veintitantos años que ambicionan viajar a los laboratorios de las universidades alemanas, estudiantes de literatura que descubren al mismo tiempo la prosa de Marcel Proust y la energía sincopada del cine y del jazz…

Lo que cuenta Max Aub en La calle de Valverde son exactamente las vísperas de los recuerdos de infancia de Eduardo Haro TecgIen. Los dos escriben desde la distancia y la melancolía del tiempo: Aub en México, hacia 1960, veinte años después de haber sido empujado a la diáspora por la derrota militar de la República; Haro TecgIen en la España de ahora, en el Madrid amnésico, irreconocible, devastado por décadas de especulación y por el brutalismo del tráfico, que convierte a cualquiera que vaya a pie en una víctima posible, y a cualquier conductor en un antropoide que amenaza con rugidos de claxon. Y a pesar de la amargura de la derrota y el desarraigo, Aub y Haro Tecglen comparten un tono como de ilusión invulnerable, una nostalgia tan libre de misantropía y de resentimiento que no nos parece que estuviéramos leyendo los testimonios de dos perdedores de la guerra.

La República que rememora Haro TecgIen y la que imaginan los, personajes de Max Aub es algo más que un episodio histórico desfigurado o embellecido por la lejanía, del mismo modo que una infancia verdaderamente preservada de las corrupciones de la vida adulta es algo más que un refugio para la añoranz a. La II República, en la memoria de Haro TecgIen, se superpone a los mejores años de felicidad de la niñez, a la dulzura de saberse cálidamente protegido y cuidado y a la vez libre para descubrir el mundo. Yo no creo que nadie que no haya sentido esa delicada mezcla de certidumbre y libertad pueda alcanzar de adulto una vida serena: las sombras de nuestros padres jóvenes nos siguen protegiendo cuando nos hacemos mayores, y por eso el hombre que se interna en la vejez puede acordarse de la voz de su padre en un teléfono hace sesenta años como si ahora mismo acabara de colgar. En uno de los momentos más estremecedores del libro, Haro TecgIen cuenta que su padre, cuando le llamaba a Valencia desde el Madrid invernal y hambriento y cercado por las tropas de Franco, le dejaba oír en el auricular el ruido de las explosiones, el rumor lejano de la guerra, que en su oído infantil sonaría como ese ruido de las caracolas del que a los niños les dicen que es el ruido del mar.

Para lo que le sirven a uno los yacimientos de dicha de su infancia es para mantenerse firme y saludable en el presente. La memoria de la República, en las páginas del libro de Eduardo Haro TecgIen, es una tersa vindicación de lo mejor que hemos tenido y de lo que más falta nos hace ahora, un misterioso equilibrio republicano entre la responsabilidad y la libertad, entre las exigencias más inflexibles del conocimiento y de la moral política y el franco deleite en el desahogo popular. En La calle de Valverde la presencia de Valle-Inclán o de Azaña no es más imponente que la del cantaor flamenco Antonio Chacón; en Eniño republicano, Haro TecgIen nos recuerda que los años de La Barraca, de Unamuno y de Ortega, fueron también los de Angelillo y Miguel de Molina. Al cabo de tanto tiempo y tantos desengaños, leo ahora a Max Aub y a Eduardo Haro TecgIen y me parece que nada de aquello se perdió. El niño republicano es cada uno de nosotros: no conocimos aquella España ilusionada y trágica, pero nos conmueve con la misma fuerza que los mejores recuerdos de la infancia.

22 Abril 1996

Niños de la República

Miguel García Posada

Leer

Este 14 de abril ha venido más cargado de ecos de la República que años anteriores. Y ha venido además con un libro de la mano: El niño republicano, de Eduardo Haro Tecglen. Libro vívido, emocionante y memorioso. Para no olvidar la patria perdida. Para ir soñando despacio, sin prisas, con el exquisito cuidado con que se labran los mejores sueños, otro horizonte distinto para nuestra historia, otra voluntad democrática de igualdad, laicismo y fraternidad.Eduardo Haro fue un niño de la República que sigue siendo leal, sin confusiones ni delirios, a aquella bandera que su madre había cosido y sacó el 14 de abril de debajo del colchón para ondearla a los claros aires de aquella clara mañana, de aquel claro día, el más claro de la historia de España porque ha sido el más compartido, el más de todos, cuando la Puerta del Sol se hizo un haz de fervores colectivos que proclamaban la voluntad del pueblo soberano. Sin policía, sin guardias, sin vigilantes de ninguna clase, Madrid fue entonces también capital de la gloria porque lo era de la libertad, una libertad de calles transparentes que los grupos de manifestantes recorrían enarbolando la bandera con el morado de los comuneros y cantando y bailando y abrazándose alegres, completos, felices. Entre ellos estaban aquellos muchachos, algunos aún adolescentes -tenían entre 16 y 20 años-, que habían impedido la noche antes, formando un frágil pero efectivo cordón de seguridad, el acceso al Palacio Real con la sola fuerza de un brazalete tricolor para defender la paz de la reina Victoria Eugenia y sus hijos.

Eduardo Haro, británico de Madrid, es alto, irónico y sabio. Escribe una prosa sincopada, firme, a veces cáustica, siempre intencionada. Es uno de los grandes periodistas españoles de este siglo. Sigue siendo (somos nuestra infancia) un niño de la República, un niño republicano. No es el único niño así que he conocido. En la primavera del año pasado mona en Nerja Francisco Giner de los Ríos, poeta hondo y una de las mejores personas con que me he topado en esta vida. Francisco Giner, hijo de Bemardo Giner, que fue ministro con el Frente Popular, hizo en el destierro todas la Américas hasta que recaló en Madrid con unos álbumes formidables, llenos de manuscritos poéticos y recortes de prensa que versaban sobre los grandes poetas del siglo, y con una memoria ejemplar, habitada por tercas fidelidades (Juan Ramón Jiménez, García Lorca) y altas lealtales (su padre, Azaña, la bandera con el morado de los comuneros). Francisco Giner encarnaba en su persona aquella España que pudo ser, hecho como estaba de dignidad y elegancia, de sobriedad, tolerancia y comprensión.

Hay otro niño -otra niña- republicana que he tenido la fortuna de conocer. Se casó con Ignacio Aldecoa y ha adoptado el apellido de su marido. Josefina Aldecoa dirige en Madrid un ejemplar colegio laico y privado y ha escrito dos novelas, Historia de una maestra y Mujeres de negro, que recogen, con ternura, con fervor, con transpariencia, las esperanzas pero también el naufragio de aquella aventura española. Josefina Aldecoa es una gran dama elegante y de izquierda. Tenía cinco años el 14 de abril. Ha sido, y sigue siendo fiel a lo que significó aquel día. Gabriela, la maestra republicana y protagonista de la primera novela, da a luz a su hija precisamente el 14 de abril. Desde el destierro al que irán las dos mujeres -el marido y padre fue fusilado el 18 de julio-, la hija, que es la narradora de la segunda obra, volverá a España para estudiar en la Universidad, y después se exiliará de nuevo aunque pensando, sí, en regresar. Ella, Josefina, no se fue. Acompañó a Ignacio Aldecoa en una de las aventuras estéticas más altas de la posguerra, ha administrado con prudencia una hermosa herencia literaria, dirige su colegio con exquisito laicismo y desde hace algunos años se ha dedicado a escribir novelas -novelas de la memoría- con rigor y pulcritud.

Algunos quisieron borrar la historia, pero la historia no se borra a golpes de persecución y de decreto. Niños de la República, salud.

26 Abril 1996

Un niño republicano

Francisco Ayala

Leer

Apenas se anunció el recién publicado libro de Eduardo Haro Tecglen, El niño republicano, sentí una impaciente expectativa, y desde luego me ha apresurado a leerlo. Era natural. Su autor es un hombre cuya personalidad respeto y a quién complazco en tener por amigo; y en cuanto al tema que epígrafe tan conmoverdor promete, es algo que a mí también me toca muy de cerca: la esperiencia de la II República, vivida en su caso por una criatura tierna que abre los ojos a un mundo ilusionado, apasionado y cruel en grado sumo. Yo hube de vivir por mi parte esa experiencia misma cuando ya mi inocencia estaba perdida, aunque, a decir verdad, deba confesar que un tal estado de gracia debió de haber sin demasiado efimero en mí.Cuando, el 14 de abril de 1931, se procalmó en España la República, eduardo era un niño de siete años; yo acababa de cumplir los 25: el lapso de una generación nos separaba, y la mía había sido ya testigo de otros tiempos. Nací y crecí, en efecto, dentro del antiguo regimen de la monarquía constitucional; había asistido al deterioro de aquel sisitema que el regeneracionismo de Costa carcterizaba como oligarquía y caciquismo, régimen razonablemente liberal en la práctica, pero que ya para entonces se la había quedado demasiado estrecho a una sociedad española que pujaba ahora energicamente hacia más amplia democracia. Nunca olvidaré recien llegado a Madrid desde mi provincia, el multitudinario mitin del teatro Novedades donde un elenco de hombres eminentes exigía, desde la extrema izquierda hasta la menos extrema derecha, responsabilidades por el desastre africano de Annual. Es historia conocida: mediante el golpe de Estado de Primo de Rivera, impidió el rey que aquel Parlamento las discutiera y pudiese exigirlas; y así, la formación intelectual de mi grupo de edad debió avanzar bajo una dictadura no demasiado opresiva, que solíamos considerar una especie de inevitable lapso de espera hacia una salida de buena esperanza. Cuando, agotado el recurso dictatorial, cayó por fin aquella monarquía, y por fin la República advino, apenas regresab yo de Alemania, donde me había tocado presenciar el surgimiento del nazismo. Con la República venía a instaurarse sobre nuestro suelo nacional una democracia completa, en cuyo Parlamento tendrían representación desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha; y esto, justo a la sazón -o, mejor dicho, fuera de sazón-, a la hora, digo, en que tal sistema sufría ya general descrédito en una Europa donde los totalitarismos de signo opuesto se disputaban las mentes y rivali

zaban en el terreno de la práctica política. Una vez más, este

país nuestro, marginado, aislado, ensimismado, recibía con

ilusión, pero muy a destiempo, la promesa tan ansiada de una

vida colectiva en libertad…

Pues, bien: en la ebullición de un desbordante entusiasmo popular, que compartí también yo con aprensiva cautela críticapero sin reservas ni duda, hubo de abrirse al mundo la intelígencia, la sensibilidad y la conciencia moral de aquel niño republicano que este escritor maduro, Eduardo Haro, encuentra todavía hoy instalado en el fondo de sí mismo al trazar, con páginas a veces de excepcional calidad literaria y siempre de una sinceridad patética, el cuadro abigarrado de los hechos, figuras, sucesos, situaciones y conductas de aquel periodo en cuyo encendido y confuso fragor se forjarla para siempre su temple de hombre cabal. Leyendo el fascinante relato de sus recuerdos, que en conjunto coinciden con los míos, no dejo de maravillarme al notar cómo una misma realidad, los mismos acontecimientos, pueden reflejarse con tonalidades tan diversas en la conciencia de cada observador individual; y esto ha de ser así -pienso-, no sólopor virtud de la irreductible identidad de los respectivos temperamentos, sino también en razón de la incidencia tem-poral con que cada vida viene a insertarse en el decurso del acontecer histórico: una determinada situación, los mismos sucesos, han de afectar de manera muy diferente a quienes los viven en la responsable plenitud de su edad madura, a un anciano ya retirado del mundo, o al muchachito que a través de ellos se incorpora al mundo, y mediante ellos ha de configurar su imagen de la realidad.. Si el conflicto civil que devastó a España en la cuarta década de este siglo tuvo efectos traumáticos para cuantos lo padecimos y, de un modo u otro, marcó la biografia de todos y cada uno de nosotros, creo que la suerte recaída sobre los «niños de la guerra» fue en conjunto, y dentro de la diversidad de casos y particulares circunstancias, una suerte especialmente adversa: esa generación debió asomarse e incorporarse a un mundo que no podía ofrecerle ni una mínima seguridad, que no presentaba perspectivas claras, que no le procuraba criterios firmes, pues todos los valores tradicionales se encontraban en entredicho, suspensión o quiebra. Y todavía me atrevería a aventurar yo que, dentro de tan general miseria, quizá resultase a la postre menos ocasionada a desconcierto la situación de desorden moral deparada a los «niños republicanos» que la reservada a los vástagos del bando triunfador. En la población vencida, sometida, vilipendiada, y así privada de la condición civil, el sentimiento de padecer tan atroz injusticia podía consentir una afirmación de autoestima, una pretensión de superioridad ética, alimentada con la esperanza más o menos firme de un futuro reparador.

Todavía está por hacer, y quizá no se haga nunca , el análisis en profundidad de las reacciones políticas- en el fondo reacciones morales – de los «niños de la guerra» en etapas sucesivas a lo largo del mucho tiempo que duró el regimen franquista. Si, pasados los años, llegó un momento en que algunos hijos de notorios triunfadores salieron a dar la cara como oposición al regimen establecido por sus padres, asumiendo tal vez para ello una ideología de extrema izquierda, aquellos otros niños, los «niños republicanos» cuya fibra de carácter les hubiera permitido crecer y hacerse hombres sin caer en la desmoralización, conservaron durante su edad adulta una actitud de cerrada lealtad a la causa perdida ( actitud que en los hijos del exilio pudo haber sido exenta, libre de todo compromiso efectivo), a al espera de la debida restitución y reparación integral de un pasado que, sin embargo, tenía que ser como todo pasado irrecuperable. El fenómeno típico del desencanto -varias veces, de varios modos y en diversa medidas manifestado a partir de establecimiento de un regimen verdaderamente democrático en España – no es sino sultado de hallarse e a una realidad in-

Pasa a la página siguiente

Viene de la página anterior

esperada: la de una sociedad abierta y muy evolucionada, donde, sin embargo, apenas cuentan ya para nada los planteamientos ideológicos del pasado.

Ha corrido el tiempo, ha arrastrado consigo muchas cosas, y ha traído otra! nuevas, que, para bien y para mal, transforman muy radicalmente las condiciones indispensables para la organización política en esta nueva sociedad de una convivencia medianamente aceptable; y es el caso que los viejos esquemas mentales no se ajustan bien a sus condiciones, ni las instituciones adecuadas para el siglo venidero parecen coincidir con los postulados de aquel futuro imaginario tan soñado. Siendo así, muchas legítimas, nobles, generosas y muy queridas expectativas han debido quedar penosamente defraudadas… ¡Qué estafa!, clamará una vez y otra, dolorido, este hombre excelente, este niño republicano que fue y es Eduardo Haro Tecglen… Pero si es cierto que para la realidad actual ya apenas resultan eficaces unas admirables instituciones e ideas que el cambio social ha dejado inservibles, en cambio tendrá siempre un valor perenne, esencial y absoluto aquello que en último extremo más importa, lo irrenunciable: el temple moral, el sentimiento de la propia dignidad del individuo, la superior calidad humana de que él mismo, el autor de El niño republicano, ofrece en su persona tan señalado ejemplo.

27 Abril 1996

La ira de Haro

Juan Carlos Laviana

Leer

Antonio Gala y Eduardo Haro Tecglen comparten las entrevistas de los semanarios. Gala habla, sobre todo, de sexo y de su libro. Haro aprovecha para despacharse a gusto a diestro y siniestro.

El autor de La regla de tres defiende en sus declaraciones (Tiempo y Tribuna) los tríos. Asegura que las parejas de tres son ideales. «El tercero siempre aporta oxígeno y pimienta cuando dos se aburren».

Gala especifica que «lo que sería más difícil es un trío de un hombre y dos mujeres, al estilo árabe, que de una mujer y dos hombres. Dos mujeres con personalidad pueden deshacer el triángulo muy pronto».

Eduardo Haro, autor de El niño republicano, arremete (Tribuna) con ira y palabras muy fuertes contra el propio Antonio Gala y contra Antonio Buero Vallejo. «Me parece que son muy malos», proclama. «Gala es cursi y Buero es un hombre dudoso, mentiroso que se hace pasar por buena persona y luego va a visitar a Aznar y al ABC. Son gentes de poco fiar. Gala finge que es de izquierdas en «La Tronera»…».

¡Cómo chirrían los insultos entre escritores! Resultan de mal gusto. Claro que Haro no sólo se limita a sus compañeros de profesión. Y si no, ahí están sus piropos (Cambio 16) al presidente en funciones: «González me engañó a mí. Usurpó la palabra «socialismo»; no es que sea socialista, pero era un mal menor dentro del mundo del capitalismo; y resultó que era otro hombre del capitalismo».

Otros, afortunadamente, son más sencillos, como Augusto Monterroso (Cambio 16): «A mí lo que más me inquieta es lo inmediato, es decir, sobrevivir a lo cotidiano. Poder salir de situaciones tan simples como acabar una rueda de prensa, una conferencia…». ¡Qué plácida debe de ser la vida sin ira.