20 julio 2017

La izquierda mediática y social le linchaba como si fuera un asesino mientras la derecha que en el pasado le enalteció había pasado a ignorarle

El ex presidente de Caja Madrid, Miguel Blesa, se suicida de un tiro sin tener una condena firme en ninguna de sus causas abiertas

Hechos

El 19.07.2017 se hizo pública la muerte de D. Miguel Blesa por un disparo de escopeta.

Lecturas

D. Miguel Blesa de la Parra, expresidente de Caja Madrid (1996-2010), cuando era la caja de ahorros con mayor capital de España, fue encontrado muerto en la finca «Puerto del Toro» en la localidad de Villanueva del Rey, Córdoba, el 19 de julio de 2017 con un disparo en el pecho.​ Aunque la hipótesis inicial fue que su muerte pudo ser causada por un accidente de caza, la autopsia confirmó que había sido un suicidio.

El Sr. Blesa de la Parra acababa de ser condenado por la Audiencia Nacional el pasado febrero a 6 años de cárcel por el caso de las lalmadas ‘tarjetas black’, un sistema de retribución adicional de los miembros del consejo y algunos miembros de la Asamblea de Caja Madrid que no pagaba las retenciones pertinentes. Si el Tribunal Supremo hubiera confirmado (el fallo esta previsto para este 2018) el Sr. Blesa de la Parra tendría que haber ingresado en prisión, donde ya estuvo en dos ocasiones durante la fase de instrucción, por lo que, su meurte impide que se ejecute esa sentencia, así como que el Sr. Blesa de la Parra tenga que responder sobre otros presuntos delitos que se le atribuyen.

D. Miguel Blesa de la Parra es considerado un amigo personal de D. José María Aznar López, expresidente del Gobierno (del PP), a quien se le señala como quien le propuso en 1995 para ser consejero de Caja Madrid en representación del PP y, a partir de 1996, presidente de la entidad. Por el contrario, mantuvo malas relaciones con Dña. Esperanza Aguirre Gil de Biedma (la presidenta de Madrid, también por el PP), que hizo gestiones para provocar su salida del cargo en el periodo 2009-2010, aunque no logró que fuera reemplazado por su candidato, D. Ignacio González González.

20 Julio 2017

Blesa, símbolo de la corrupción en las cajas

EL MUNDO (Director: Francisco Rosell)

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Miguel Blesa fue hallado ayer muerto en una finca de Córdoba con un disparo en el tórax efectuado con un rifle de caza. La Guardia Civil baraja como primera hipótesis la del suicidio, aunque la prudencia y el respeto a la persona fallecida exigen esperar a los resultados de la autopsia para certificar las causas del fallecimiento.

Pero, con independencia de las circunstancias que han rodeado su óbito, la figura del ex presidente de Caja Madrid cabe analizarla desde el desastroso y oneroso balance que merece su ejecutoria como banquero. Blesa, quien tuvo el dudoso honor de ser el primer presidente de una caja de ahorros que entró en prisión, se convirtió en un símbolo de la politización de las cajas, la mala gestión financiera y la corrupción. En marzo fue condenado por la Audiencia Nacional a seis años de cárcel por el uso de tarjetas black de Caja Madrid -entidad que presidió entre 1996 y 2010, aupado por José María Aznar-, al ser declarado culpable de gastar con los plásticos 436.688 euros. Y en 2013 ingresó en prisión tras ser condenado por la compra del National Bank of Florida, aunque pudo salir en 24 horas tras depositar una fianza de 2,5 millones.

Blesa aún tenía varios frentes judiciales sin resolver: la Audiencia Nacional le investigaba por un presunto delito fiscal a través de una sociedad radicada en Islas Vírgenes Británicas, estaba pendiente la apertura de juicio oral por el cobro de sobresueldos en Caja Madrid -Blesa y el resto de la cúpula habrían percibido entre 2008 y 2010 8,5 millones- y también iba a ser investigado por las preferentes.

Su muerte hace prescribir las responsabilidades penales en todas las causas que le afectaban. Lo que no debería hacer olvidar es la memoria de un directivo, epítome de una clase de banqueros que condujo al colapso a la mitad del sistema financiero español.

22 Julio 2017

Aquel mensaje de Blesa

Carlos Herrera

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Asisto a la muerte de Blesa con cierto pudor. Apenas le traté, más allá de un par de ocasiones en las que compartí velada en los años en los que reinaba en la Caja de los madrileños y de muchos más que no éramos madrileños. Sé que un día me dejó un mensaje de voz en el buzón de mi teléfono, ese que nunca consulto ni abro, y que en él me proponía una cita con el fin de aclararme algunos asuntos de los que se venía hablando. Aún no había ingresado en prisión. Al haber pasado algunos meses desde que lo hallara, entendí que ya estaba desfasado y no hice por responderle: ya estaba bajo custodia judicial y los contactos no servían. Durante mucho tiempo me pregunté si ese mensaje -que me consta había enviado a algunos colegas más- encerraba alguna clave privilegiada que me pudiera enseñar el discurrir de sus asuntos. Inútil pregunta: lo que podría haberme contado a mí, a buen seguro, se lo contó al juez. Su perspectiva judicial no era halagüeña pero tampoco tétrica, es decir, el Supremo podría suavizarle su condena por las Black y el resto de procesos le acumularían algunos años de encierro que, en el peor de los casos, saldaría con un tiempo en prisión no insuperable, por más que todos entendamos que entrar en la cárcel no es, siquiera, motivo de chanza. Hoy asisto a muchas relecturas de su proceder: no inventó las Blacks, pero las mantuvo -15 millones de euros sumidos en los cerca de cincuenta mil del desastre de las Cajas- ni creó Bankia, ni la sacó a Bolsa, ni fue el único que se benefició de los sobresueldos y tal y tal. Pero asistió impasible al acoso y agresión permanente de muchos de los que fueron estafados por asuntos relacionados con productos bancarios que se llevaron por delante los ahorros de gente humilde. Blesa podía no ser el Gran Culpable pero tampoco era inocente en un tiempo de desmadres financieros: cometió el grandioso error de aceptar un cargo para el que no estaba preparado. Eso está escrito y analizado estos días hasta el más mínimo detalle, con lo que poco puede aportar este columnista que ni siquiera sabe atender a su buzón de voz.

Vengo a reflexionar acerca de la decisión humana de acabar con la propia vida. ¿Cuándo y cómo se toma esa decisión? ¿De qué manera se planifica? Blesa estaba desayunando y se levantó de la mesa con la excusa de ir a mover su coche. ¿Por qué en ese instante y no al final del día, después de una jornada de caza? Ignoro si fue tomando el café cuando Blesa decidió que ese era el momento e ignoro si fue caminado hacia su patíbulo sabiendo que eran los últimos momentos de su vida. Blesa se sintió, tal vez, incapaz de enfrentarse a su complicado futuro penal y quiso librar a los suyos y a él mismo de ese calvario previsto. O tal vez se sintió incapaz de seguir viviendo encerrado y proscrito, no lo sé. Tras la detonación del disparo en su pecho ha brotado la consiguiente refriega de quienes ven llegado su momento de gloria para mostrar su perfil más negro, característico de esa España corroída en la que cualquier imbécil puede llegar a alcalde o a concejal, o en la que siempre hay lugar para elucubrar simplezas anónimas en cualquier tribuna. Eso a Blesa ya no le importa. Su responsabilidad penal se extingue ya que ningún Estado puede encarcelar a un cadáver. La responsabilidad civil será cuestión, si procede, de sus herederos y ellos sabrán lo que les conviene hacer. Hoy sólo sé que lamento muy mucho no haberme apercibido a tiempo de aquella llamada.

22 Julio 2017

Solución japonesa para Blesa

Graciano Palomo

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La noticia del suicidio de Miguel Blesa me pilló en la Ribera del Duero dirigiendo un curso de verano sobre Europa. Lo escribo por corto y por derecho: no me produjo sorpresa alguna.

En la existencia de cualquier ser humano hay cosas más importantes que la vida física: la propia autoestima y la estima de tus semejantes. La única ocasión que tuve de hablar con el que fuera compañero de piso en Logroño de José María Aznar (ambos eran entonces dos oscuros inspectores fiscales, ¡que ya es decir!) fue en uno de esos aquelarres que alguien organiza en el hotel Ritz. Sinceramente, me pareció un extraordinario caradura.

Se quedó sin dinero, sin amigos, sin referencias sociales, sin honra, sin chófer y sin salida alguna

He escrito al inicio que su suicidio no me produjo sorpresa. Lo reitero. Blesa se había convertido en un pijo indecente apoyado en el poder de un político; ambos durante más de diez años llegaron a creer que eran de verdad y que habían nacido para distinguirse del resto del respetable. Se creyeron inmunes. La vida es muy irónica en ocasiones y casi siempre cruel.

De repente, el andamiaje se derrumbó con estrépito hasta el punto que el detritus lo inundó todo, incluso las relaciones personales que parecían indestructibles cuando el político tenía mando en plaza y el falso banquero tenía la caja a tope.

Blesa ha preferido el segundo terrible de un disparo de rifle al acero afilado de una espada nipona que por lo general produce una muerte lenta

Miguel Blesa, un atildado andaluz con rifle y escopeta, no pudo aguantar su derrota total. Se quedó sin dinero, sin amigos, sin referencias sociales, sin honra, sin chófer y sin salida alguna. La idea de tener que volver a compartir barrotes durante muchas estaciones era superior a sus fuerzas. Siempre me pareció un hombre de cera, incluso cuando leí los ‘emails’ que se cruzaba con su jefe (Aznar) y el hijo de este.

Los japoneses se hacen el ‘harakiri’ cuando la vida sale al encuentro y les da calabazas en forma de derrota. Blesa ha preferido el segundo terrible de un disparo de rifle al acero afilado de una espada nipona que por lo general produce una muerte lenta. En este hombre, que podía haber tenido una vida placentera persiguiendo contribuyentes en lugar de masajear a presidentes de gobierno, se resume toda la caducidad de la existencia humana. Ignoro si ha dejado algo escrito dentro de la frialdad con la que planificó su propia muerte. Serían de interés general y público algunos de esos secretos con nombres y apellidos que ojalá no se haya llevado a la tumba de Linares.

23 Julio 2017

El suicidio de Miguel Blesa

Antón Losada

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Odia el delito y compadece al delincuente, prescribía con sabiduría la gran penalista gallega Concepción Arenal. Pero una cosa es compadecer y otra convertir al delincuente en víctima, o incluso en mártir a manos de sus propios damnificados. De los muertos no hay que hablar bien. A los muertos y a los vivos hay que hacerles justicia.

El suicidio de Miguel Blesa extingue su responsabilidad penal, pero no le libra del juicio de la historia, ni atenúa la responsabilidad por sus actos; mucho menos exime o limita la responsabilidad penal de quienes se asociaron con él para enriquecerse y beneficiarse de sus favores, o la responsabilidad política de quienes le colocaron en un puesto que, ni merecía, ni estaba capacitado para desempeñar, y le ampararon durante años.

A Miguel Blesa no le mató la presión social. Si acaso le ayudó a tomar la decisión el abandono y el rechazo de los suyos, no de sus victimas; el vacío y la indiferencia de quienes se declaraban sus más leales y fieles amigos durante los años del éxito y la riqueza. Resulta de un cinismo extremo pretender culpar ahora a las víctimas de su gestión dolosa, señalar con el dedo acusador a la indignación de los miles de clientes y trabajadores de Caja Madrid que vieron su vida desolada y arrasada, mientras gente como Blesa les hacía responsables de su desgracia y les daban lecciones de esfuerzo y sacrificio.

Los mismos medios sicarios que cobraban de financieros como el Expresidente de CajaMadrid por repetirnos que nos habíamos buscado el sufrimiento masivo viviendo por encima de nuestras posibilidades, no se atreven ahora a reivindicarle, pero sí a intentar arrojar su suicidio sobre las conciencias de sus víctimas, a quienes presentan como verdugos ignorantes y furiosos buscando desesperadamente alguien a quien culpar sus propias decisiones. Han encontrado la coartada que andaban buscando. El suicidio no sólo absuelve al suicida, también a todos cuantos aplaudían, encubrían o se enriquecían con sus favores.

Resulta notoria la profusa relación de empresarios, financieros y políticos beneficiados por el amiguismo de la gestión de Miguel Blesa difundida por los medios estos días, empezando por un José María Aznar que ya no quiere ni salir con él en el Telediario de TVE. Es el retrato de esa España donde las elites predican la cultura del esfuerzo pero se hacen ricos gracias al capitalismo de amiguetes. Llama la atención la cristiana indignación con que denuncian cómo no se le ponían al teléfono o no han acudido a su funeral, frente a la normalidad para asumir que hoy, diez años después, sigamos sabiendo prácticamente nada sobre esa maraña de favores, regalos, chanchullos y corruptelas del «capitalismo granuja» que representan y por el cual nadie ha asumido todavía la más mínima responsabilidad.

Resulta casi tan revelador como la cantidad de espacio mediático dedicado a reconstruir lo duro que debía resultarle que ya no le reservaran la mejor mesa en los restaurantes, o vivir con los 2000 euros que le autorizaba el juzgado. Si hubiéramos dedicado tanta atención y sensibilidad a contar las miles de vidas arrasadas por la avaricia y la incompetencia de, entre otros muchos, Miguel Blesa, a lo mejor no estábamos dónde estamos.

23 Julio 2017

No era amor, eran negocios

Manuel Jabois

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En una escena de American Psycho, Bret Easton Ellis describe a cuatro yuppies en una sobremesa enseñándose las tarjetas de visita. Todos sufren viendo la del otro, a todos se les abre el suelo cuando la del otro es mejor: detallan su minimalismo, su relieve, el tipo de letra, el color blanco hueso imbatible. Esa tarjeta tirada sobre el mantel los deposita jerárquicamente en la escala social. Los párrafos de la novela, que la directora Mary Harron trasladó a la película de forma brillante, resumen un mundo cerrado, formado por unos pocos amigos que lo son por las circunstancias y cuyo leitmotiv es la posición social, el éxito que se ha conseguido en la vida y la manera de conseguirlo; el capitalismo licuado hasta su pureza.

Blesa se suicidó en la finca que le sirvió para refugiarse de su ruina vital

Ellis concentra la reputación de sus yuppies de Wall Street a un trocito de cartón; en Madrid, un banquero puede estar jugándoselo todo al tratar de reservar a última hora en Horcher con la misma ansiedad con la que el protagonista de American Psycho trataba de hacerlo en Dorsia. Vanidad y dinero, sí. Pero, sobre todo, un asunto de poder. De quien tiene más y durante más tiempo.

Eso fue lo que se esfumó en los últimos tiempos de Miguel Blesa: el poder y la influencia, la capacidad de interferir en la vida de los demás para hacerla mejor o peor. Unido todo ello al rechazo social que se expresaba de forma desabrida en la calle, con varios incidentes públicos —tuvo que mudarse de su piso en Conde de Orgaz por malestar vecinal a causa de la presión de los preferentistas— y otros muchos, estos más sutiles y dolorosos, en privado. El teléfono dejó de sonar y cuando él llamaba no se ponía nadie. Tuvo que escuchar malas contestaciones, frases que jamás llegaban a las alturas de las Torres Kio, y algo aún peor: el silencio y la indiferencia de los que antes se peleaban por su compañía. Le ocurrió más de una vez llamar a un restaurante y encontrarse con que no había mesa para él: eso no significaba que el lugar estuviese lleno, simplemente que antes le hacían sitio en donde fuese. Los viejos amigos se evaporaron casi del mismo modo que TVE evaporó de su biografía a la persona más determinante de su vida, José María Aznar. Aznar lo conoció haciendo oposiciones y lo guió hacia su coronación económica como había guiado antes hacia la coronación empresarial a un compañero del colegio, Juan Villalonga. Una cosa nuestra.

El ruido que hizo la caída de Blesa en la calle (el hombre que veía la serie Aída porque era «un contrapunto perfecto» a su vida, su lenguaje y sus costumbres supo por fin lo que era enfadar a un vecino de Esperanza Sur) no fue nada comparado con el impacto que produjo su derrumbamiento social en el Club Puerta de Hierro de Madrid, en sus vacaciones en Sotogrande, en sus comidas en Zalacaín, en la urbanización de La Florida, en los cotos habituales de caza, en los veranos de Palma. El habitual circuito cerrado y estrecho de las élites españolas, destinadas a encontrarse continuamente en lugares de culto burgués que se amplían a San Sebastián, Santander o Guadalmina, infancias en el Pilar y estudios en ICADE; pasillos estrechos, de carril único, ocupados por quienes se lanzan año tras año las tarjetas de presentación entre sonrisas nerviosas para saber quién está al alza y quién a la baja. Un ruido que se puede resumir en la escena vivida por Emilio Ybarra en Tamarises, el cafecito de la playa de Neguri, la fortaleza de las grandes familias vascas, el día en que entró después de ceder el control del banco de los suyos a Francisco González y se encontró con susurros a su paso de «traidor, traidor». Con la diferencia de que la traición de Blesa fue delictiva, con pena de cárcel, y acarreaba un deshonor imposible de levantar. Su tarjeta de presentación, antaño la más lustrosa de la mesa, era ya un trozo de papel sin impacto, vulgar y maldita.

No se equivocaba Fermín Gallardo, administrador de la finca en la que el banquero se suicidó, una de las pocas personas que se mantuvo al lado de Blesa en su caída (de entierro tan literario que sólo cabe equipararlo al de Gatsby: el hombre adorado por multitudes acompañado en su funeral por tantas personas como dedos de la mano). Gallardo fue el primero que relacionó las muertes de Blesa y Rita Barberá y lo hizo a través de la presión social que habían sufrido ambos. Pero más que eso tenían en común haber sido abandonados por los suyos, el círculo íntimo que se dispersó al comprender que su compañía era un peso muerto. No era amistad, ni hombros en los que llorar, ni espaldas sobre las que apoyarse, ni amor exagerado como aquellos «te quiero» entre el Bigote y Camps. Era lo que había sido toda la vida, en esas mismas circunstancias y esos mismos lugares: negocios.

24 Julio 2017

El honor

Almudena Grandes

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En Japón, el fracaso a menudo desemboca en tragedia. En su cultura, el honor y la honorabilidad conservan un prestigio casi sagrado, que en Occidente perdieron hace mucho tiempo. Por eso, los suicidios son frecuentes. Quienes acaban con su propia vida suelen ser hombres, padres de familia arruinados, que pueden haber dilapidado un cuantioso patrimonio o haber sido incapaces de afrontar un simple despido. En cualquier caso, antes de suicidarse, ahorran el dinero que sus herederos tendrán que pagar por su entierro y, si van a optar por tirarse a un tren, también por la multa que generen los daños causados en la vía. Este procedimiento es tan habitual que los ferrocarriles japoneses cuentan con un baremo de indemnizaciones por suicidio. Una muerte provocada por un tren bala en una línea principal cuesta más dinero que una muerte causada por un tren más lento en un trayecto secundario. Por eso, al conocer la noticia, los deudos ya saben la cantidad que encontrarán en el sobre que el difunto ha dejado en lugar de una nota. La muerte de Miguel Blesa ha devuelto a mi memoria la cotidiana tragedia de los suicidas japoneses, que escogen la muerte a la vida sin honor y, al procurársela a sí mismos, se aseguran una memoria honorable. Es el mismo código que se aplicaban nuestros antepasados en los tiempos de los desafíos y los duelos a pistola, aunque el concepto español del honor ha cambiado tanto que nadie lo ha manejado siquiera como hipótesis en la interpretación de un suicidio como este. Sin embargo, quienes pretenden presentarlo como una víctima deberían apreciar esta posibilidad, porque si el suicidio de Blesa ha puesto algo de manifiesto, es que no tenía la menor confianza en probar su inocencia ante los tribunales.