10 abril 1992

Derrota total para el líder del Partido Laboralista Neil Kinnock

Elecciones Reino Unido 1992 – El Partido Conservador británico liderado John Major logra, por sorpresa, una nueva mayoría absoluta

Hechos

El 9 de abril de 1992 se celebraron elecciones al parlamento británico donde por cuarta vez consecutiva logró la mayoría absoluta el Partido Conservador.

Lecturas

Resultados

Partido Conservador – 336 diputados

Partido Laboralista – 271 diputados

Las elecciones británicas de 1992 supusieron una derrota para el líder del Partido Laboralista, Neil Kinnock, que aspiró con que podría gobernar si el Partido Conservador perdía la mayoría absoluta y él llegaba un pacto con el Partido Liberal Demócrata. La inesperada mayoría absoluta de John Major frustró esa esperanza.

EL PERIÓDICO BRITÁNICO THE SUN SE ATRIBUYE EL TRIUNFO DE MAJOR.

El director de THE SUN, Kelvin MacKenzie, que apoya editorialmente al Partido Conservador, no dudó una vez se conoció que el Partido Conservador había logrado ratificar su mayoría absoluta en publicar una portada en la que aseguraba que ‘era EL SOL’ quien había ganado aquellas elecciones en el sentido de que la reelección de Major se debía al periódico, propiedad de Rupert Murdoch.

PIFIA DEL DIARIO ESPAÑOL EL PAÍS QUE ASEGURÓ EN PORTADA QUE LOS CONSEVADORES PERDÍAN LA MAYORÍA ABSOLUTA:

major_abril_1994 El diario EL PAÍS anunció que el Partido Conservador perdía la mayoría absoluta, lo que significaba que el Partido Laborista de Neil Kinnock podría gobernar en coalición con los Liberal-Demócratas. El corresponsal de EL PAÍS en Londres en esos comicios, D. Juan Cruz, reconoció haber sido el causante del error.

10 Abril 1992

Triunfo conservador

ABC (Director: Luis María Anson)

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El partido conservador de John Major ha obtenido en las elecciones británicas, y repite por cuarta vez consecutiva la victoria de sus colores en el Parlamento. El triunfo es una auténtica sorpresa, porque, de manera constante, los boletines de las hasta ahora prestigiosas y hoy claramente equivocadas agencias de opinión británicas daban un descenso de los originalmente mayoritarios conservadores, que progresivamente perdían su apoyo popular en beneficio de un partido laborista empujado por la habilidad de Neil Kinnock una audiencia creciente, cuyo reflejo ejemplar fue el artículo editorial del Financial Times, donde se aconsejaba el voto laborista en un grave error del acreditado diario.

El cambio espectacular de los electores antes y después de la consulta deberá incorporarse al archivo de las noticias inesperadas y demuestra, una vez más, que el corazón de los ciudadanos se aparta a veces de las encuestas de opinión en una divergencia que puede considerarse como muy importante.

Es cierto que la campaña electoral de John Major no fue afortunada y que el peso de la herencia thatcheriana pesaba como un lastre en la campaña del partido conservador, pero por encima de evidentes errores de tacto político y de buena selección de argumentos electorales, también quedaba claro que John Major ofrece una imagen infinitamente más competente y sólida ante el pueblo británico que un Neil Kinnock recién convertido al lenguaje liberal, después de una larga trayectoria de confusiones socialistas. La encuesta realizada por el propio ‘Financial Times’ entre los empresarios británicos demostraba la desconfianza de los patronos ingleses frente a la posibilidad de un Gobierno laborista, y este buen sentido ha podido influir a última hora en el súbito cambio del ciudadano ante las urnas electorales, en clara contradicción con las previsiones de vísperas.

La confirmación de estos resultados puede asegurar otro quinquenio conservador, a pesar de las dificultades económicos por las que atraviesa la nación británica, y rompe la propuesta alternativa de un socialismo renegado de todas sus doctrinas colectivistas con la esperanza de alcanzar el poder perdido hace trece años, pero, en cualquier caso, la victoria conservadora, obtenida con márgenes electoras muy inferiores a los de la jubilosa etapa de la señora Thatcher, debe hacer pensar a sus dirigentes que el pueblo británico reclama de ellos soluciones concretas a sus graves problemas económicos y sociales, que, con toda evidencia, han recibido trato claramente equivocado por parte del Gobierno Major. Victoria electoral inesperada, pero indiscutible, y advertencia también, del malestar popular, que los vencedores en la elección deben entender en todas sus dimensiones. El gran fracaso, sin duda alguna, corresponde a los laboristas, que los politólogos profesionales daban como indiscutibles vencendores. Esta es la última lección de una consulta donde los sondeos de opinión se han equivocado, para ofrecer la victoria a un partido conservador cuyos méritos han sido en fin de cuentas muy superiores a sus faltas, que acreditan la estabilidad de la opinión británica en medio de los terremotos políticos.

11 Abril 1992

Como un transatlántico

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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Después de reconocer la victoria conservadora en las elecciones generales celebradas en el Reino Unido, un político laborista afirmó ayer que Ios británicos son como un gran transatlántico: tardan un tiempo increíblemente largo en cambiar de rumbo». Hoy no puede siquiera sugerirse que quisieran empezar a darle la vuelta al barco. Tras unos resultados tan favorables para el partido del primer ministro John Major que ni los más optimistas se habían atrevido a vaticinarlos, los conservadores se han asegurado de que en 1996 habrán estado ininterrumpidamente en el poder durante 17 años. Una plusmarca a la que sólo se acercará el Partido Republicano en Estados Unidos si el presidente Bush consigue la reelección en noviembre.Lo primero que suscita el resultado de anteanoche es una seria duda sobre la fiabilidad de los muestreos preelectorales. Como en 1970, cuando Edward Heath ganó contra todo pronóstico en los comicios generales que le oponían a los laboristas, durante la presente campaña electoral se había vaticinado una victoria laborista. Sólo en los últimos días se comenzó a sugerir que las intenciones de voto estaban demasiado igualadas como para aventurar un resultado claro y que, ganara quien ganara, no se produciría mayoría absoluta; por ende, resultaría indispensable contar con los liberal-demócratas para formar Gobierno.

Ni siquiera tan prudentes formulaciones se han aproximado a lo sucedido realmente. Los conservadores han renovado su mayoría absoluta; los laboristas han quedado lejos como segundo partido; los liberal-demócratas han sido desplazados como fuerza política con la que contar, y los nacionalistas escoceses (de quienes se esperaba el gran empujón que confirmaría la opción independentista de futuro) casi han desaparecido de la escena.

El triunfo del Partido Conservador es significativo por tres razones. En primer lugar, ha consagrado a John Major como el líder de la derecha británica, barriendo al fantasma de Margaret Thatcher, sin cuyo firme liderazgo parecía que los tories se desintegrarían. Major ha ganado proyectando una imagen amable de sí mismo y de su política. Y los mismos electores -muchos de ellos, antiguos laboristas ya votantes de una Thatcher que había hecho posible su prosperidad en los ochenta- han renovado su confianza en un Major del que esperan que será ahora capaz de sacarles de la recesión económica que padece el Reino Unido. La campaña del primer ministro, basada en su visión de una sociedad sin clases en la que la norma sea la igualdad de oportunidades y el disfrute de los réditos del propio trabajo sin que el fisco los esquilme, ha convencido a sus compatriotas.

En segundo lugar, la victoria conservadora es significativa no sólo porque ha sido elegido un hombre de la calle, sino porque ha sido la opción de la gente corriente que se ha identificado con él. Es evidente que el presupuesto presentado en la Cámara de los Comunes pocos días antes de la convocatoria de elecciones (y que los laboristas tildaron de «soborno al electorado»), con nuevos beneficios fiscales y relajación de la presión impositiva, ha producido los resultados apetecidos. Los británicos han rechazado instintivamente la eminentemente honrada oferta laborista de mantener los impuestos para poder dar mejores servicios públicos de educación y sanidad y enderezar la economía. Han votado, sencillamente, por quienes les parecía que iban a mejorar las cosas al menor coste posible y por quienes intuían que representarían mejor sus intereses frente a Europa. La City se ha apresurado a reconocerlo con una espectacular subida de las cotizaciones en Bolsa.

Finalmente, los resultados van a producir una cadena de consecuencias de singular trascendencia para la vida política del país. Por una parte, el futuro del líder de la oposición, Neil Kinnock -que ha perdido unas elecciones generales por segunda vez consecutiva-, parece acabarse. No es menos sombrío el porvenir de la opción liberal-demócrata de Paddy Ashdown: con muy pocos parlamentarios elegidos y sin capacidad de ser el partido bisagra, sus esperanzas de ver que se cambia la legislación electoral a un sistema proporcional con el que se reconozca la fuerza real de sus sufragios parecen definitivamente arrumbadas. Lo mismo puede decirse del independentismo escocés, malparado en las urnas y enfrentado a un Partido Conservador que será implacable con sus aspiraciones. Y por fin, deberá verse la consecuencia de la pérdida de escaño por el portavoz tradicional del Sinn Fein (el brazo político del IRA) a manos de un independentista católico mucho más moderado.

11 Abril 1992

John Major logra un sorprendente cuarto mandato conservador con mayoría absoluta en el Reino Unido

Enric González

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John Major venció a los laboristas, las encuestas y el pesimismo de su propio partido. Su éxito electoral no tiene precedentes en este siglo. El hombre sin carisma, la gran esperanza gris, se hizo con una mayoría absoluta de 10 escaños que concede a los conservadores su cuarto mandato consecutivo. Major, un hombre poco dado a las grandes frases, no se dejó llevar por el entusiasmo: «Es bonito volver a casa. Estoy muy complacido con el resultado», dijo a sus extasiados seguidores. La cruz de la noche estaba hincada en las filas laboristas. Neil Kinnock, el gran derrotado, empezaba a pensar en su retirada.

John Major, con 51 años, representa ahora el futuro de la política británica. Neil Kinnock, con sólo uno más, 52, se ha convertido en un fantasma del pasado. Kinnock inició su largo adiós ya el viernes de madrugada. «Me siento orgulloso de ser británico», exclamó con voz quebrada, «y de servir a mi país». Ante el umbral de su casa, Kinnock dio las gracias a sus votantes -el 34,8% del electorado, que le dio 271 escaños, 42 más que en 1983- y pidió que el partido se mantuviera unido. Con el aspecto de un hombre hundido, cerró la puerta. No volvió a ser visto en público. A primera hora de la tarde, el Partido Laborista emitió un comunicado de su líder. Kinnock decía estar «reflexionando tras la derrota» y anunciaba que el lunes haría saber sus decisiones. La palabra dimisión flotaba entre cada frase. Los ánimos laboristas estaban hundidos ante la perspectiva de cinco años más en la oposición, que elevarán la suma total a 18.

En Smith Square, sede de los conservadores, nadie conseguía borrarse la sonrisa de la cara. Los 336 escaños (40 menos que en 1987) daban una mayoría de 10 parlamentarios, es la menor registrada desde 1954, pero sabía a gloria por las condiciones en que se había producido.

Las abiertas críticas al liderazgo de John Major, proferidas cuando las encuestas pronosticaban un desastre, se convirtieron en panegíricos tras el veredicto de las urnas: el 42,4% de los votos.

La impresión reinante entre los analistas era que en el milagro del 9 de abril tenía mucho que ver la política fiscal de ambos partidos. Al entrar en la cabina, los votantes se palparon la cartera y pensaron en la subida de impuestos que proponían los laboristas. El Partido Conservador, en cambio, quería rebajarlos. Casi un 10% de los votantes cambiaron de intención en las últimas 24 horas. Major-Clark Kent, el de la campaña electoral sin atractivo, se convirtió en Major-Superman, el poderoso sucesor del fenómeno Thatcher.

Para Paddy Ashdown, de 52 años, líder de los liberaldemócratas, la mágica noche del 9 de abril transcurrió en sentido contrario: al abrirse las urnas era el árbitro de la política británica, el hombre más influyente de un Parlamento minoritario; cuando los votos estuvieron contados, volvió a ser el tercero en discordia, el diputado que habla a los escaños vacíos, el político honrado pero insignificante.

Los otros vencidos eran los técnicos en sondeos de opinión. Nunca las encuestas se habían equivocado tanto tantas veces. Ninguna de las 50 de nivel nacional efectuadas durante la campaña fue capaz de atisbar, ni siquiera un poco, las auténticas intenciones del electorado.

11 Abril 1992

Una revolución a medias

Federico Jiménez Losantos

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El triunfo de los conservadores de Gran Bretaña tiene el mérito de no ser un triunfo previsto, pero, sin embargo, es un triunfo tan apocadamente conservador que resulta lógico pensar que con él la Pérfida Albión da por finiquitada la revolución liberal de Margaret Thatcher y se dispone tan sólo a administrar sus rentas, Major parece en efecto el sobrino contable de la intratable señora que hasta ayer gobernó la finca. Y quizá su mérito es el de haber impedido la revancha de los braceros y administradores, que podía haber terminado en el incendio de la mansión o en la conversión de todo el castillo en caballerizas.

Es una de sus magníficas crónicas londinenses, Valentí Puig nos contaba ayer que el objetivo de John Major era convencer a ‘ese nuevo ciudadano que ha comprado su vivienda a la Administración y que adquirió acciones de empresas privatizadas’. Indudablemente, eso es lo que le ha dado el triunfo a Major sobre todas las encuestas: la posibilidad de encontrar un sustrato sociológico a la opción política que presentan los sucesores de Margaret Thatcher. Y ese sustrato en el fruto del ‘capitalismo popular’, la más importante tarea privatización emprendida por Gobierno occidental alguno desde la Segunda Guerra Mundial.

El carácter autoritario, a veces despótico, de Margaret Thatcher es motivo suficiente para haberla echado del Gobierno, aunque no por la puerta falsa de la conjura palaciega entre tories. Sin embargo, quizá el viejo partido acertó en el cálculo de que con los réditos del thatcherismo cualquier podría ganar las próximas elecciones, anulando el efecto de la politax, una fórmula genuinamente liberal que se encontró con una oposición popular insospechada. Hoy serán muchos los viejos enredadores del Partido Conservador que digan que echando a la Thacher han conservado el poder. Major, por su lado, dirá que el poder lo ha conservado él. Sin embargo, lo más importante que los conservadores han podido esgrimir frente a los laboristas es que ellos el partido de Margaret Thatcher, la primera ministra que acabó con el cáncer sindical, que consiguió enderezar la maltrecha nave británica y que recreó a su imagen y semejanza una nueva clase media, de propietarios, de modestos capitalistas, mediante el reparto de los despojos, del Estado de Bienestar. Sobre esa roca, Thatcher edificó su iglesia y Major puede, de momento, seguir replicando.

Pero, como recordaba Valentí Puig, mientras Thatcher buscaba hacerse respetar, a Major le gusta que lo quieran. Malísima señal. La revolución thatcheriana pudo llevarse a cabo gracias a la decisión de doña Margarita de afrontar la impopularidad de las cuestiones fundamentales; así, la huelga de los mineros o la de los presos de IRA. Cierto que también aprovechó los momentos de popularidad para afianzarse, pero ¿se habría atrevido otro primer ministro a hacer la guerra en las Malvinas? Lo dudo. Ni siquiera la Thatcher de los últimos tiempos se hubiera atrevido a hacer lo que hizo la Thatcher de los primeros años de gobierno. Esa revolución liberal quedó a medias. Y ahora queda en la medianía, en el disfrute de lo que no se ha perdido, en vez de intentar ganar más, mucho más.

Desde España, observar esa revolución a medias resulta dos veces más deprimente. Aquí tanto el Gobierno como la oposición no compiten en ver quién se parece más a Thatcher, sino a Major. Así nos van las cosas: más o menos, como a los británicos. El gran programa político es que podrían ir a peor. Y con eso se ganan las elecciones. Vaya consuelo.

Federico Jiménez Losantos

17 Abril 1992

Prensa y sondeos, (casi) tan derrotados como Kinnock

Víctor de la Serna Arenillas

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NO sólo fueron culpables los institutos de sondeos de opinión; lo fue una Prensa que, esencialmente, se fió de los vaticinios de esos institutos y hasta muy entrada la noche del 10 de abril no empezó a convencerse de la inconcebible realidad: que los tories de John Major habían alcanzado una mayoría absoluta, y bastante cómoda, en la Cámara de los Comunes. Cuando se empezaron a cambiar informaciones y titulares, hacia las cuatro de la madrugada, ya estaba hecha la mayor parte de la tirada de los periódicos españoles, y por eso lo que a las nueve de la mañana se encontraban los lectores en el kiosco eran cosas como «Los conservadores se imponen a los laboristas, pero no logran la mayoría» (EL MUNDO): todo por el estilo. Si no fuese porque en Gran Bretaña la Prensa matutina cierra aún antes que aquí sus ediciones y no intentó vaticinar los resultados de las elecciones generales, Major podría haber coleccionado titulares tan espectaculares como aquel inolvidable que Harry Truman enarbolaba en 1948: «Dewey gana»…

.- Los vaticinios se habían estrellado contra la realidad y los que -como esta columna hacía la semana pasada- habían construido cuidadosas teorías sobre la rebelión de los votantes europeos se encontraban con dos palmos de narices. O, al menos, obligados a repetir el lugar común de que Gran Bretaña sigue fuera de Europa… En cualquier caso, ahora hay que explicar lo que no se supo predecir. El sensacional fracaso de los pollsters sirve al menos para recordar que en democracia lo que cuenta son los votos, y que no se debe ceder a la tentación que algunos sienten , de sustituirlos por las encuestas. El caso es que la Prensa se ha fijado mucho estos días en, los atribulados institutos y en sus aseveraciones de que en los tres últimos días de la campaña cambió de opinión un número suficiente de votantes como para que los conservadores ganasen 65 escaños más que los laboristas. Quizá, ¿quién sabe? Con el sistema electoral mayoritario, unos cuantos votos rompen los esquemas… ¿Por qué, en plena recesión económica, «la peor desde la gran depresión» según The Guardian, los electores siguen confiando en los hoy desorientados hijos de Margaret Thatcher? El miedo a los impuestos laboristas, dice el análisis superficial de muchos (incluido Neil Kinnock, que ha acusado ferozmente a la «Prensa amarilla» conservadora por sus «mentiras», a lo que Roy Greenslade, del Guardian, responde que «los periódicos desempeñaron un papel, pero ésa no es toda la historia»); algo profundo y duradero, responden otros. Mino Vignolo, en el Corriere della Sera, . defiende con cierta convicción, aunque se le nota que está extrapolando a Londres lo que sueña para Italia, la primera tesis: «Al final ha ganado el miedo. El viento de protesta que sopla, impetuoso, contra las fuerzas en el poder en toda Europa, ha demostrado ser una brisa incapaz de abatir al Partido Conservador, dominante desde hace trece años. El miedo a un Gobierno laborista ha prevalecido sobre el deseo de cambio, que sigue siendo fuerte en un país convencido de las virtudes de la alternancia en el poder». En EL MUNDO, Jesús Pardo ve una imagen más amplia: «El inglés siempre receló de las ideologías, prefiriendo instintivamente el pragmatismo. De aquí que las victorias laboristas sean siempre resultado de una crisis nacional o de un profundo desgaste político del partido conservador, cosas ambas por ahora lejanas, aunque la segunda depende de la personalidad, todavía incierta, de John Major. Los conservadores no tienen ideología: su sistema es la iniciativa privada. El laborismo no es socialismo; es, y siempre fue, filantropía dogmática». (Pero, ¿no será esa definición extensible a toda la socialdemocracia?). La tesis de Pardo encuentra confirmación en un editorial de The Guardian (siempre próximo a los laboristas, pero que esta vez había pedido el voto para los liberaldemócratas, de los que se esperaba que arañasen votos a los tories, i0pero que acabaron perdiéndolos frente a los laboristas). Decía nuestro colega londinense: «Hay que empezar por el’ propio resultado, por el cuarto mandato y por la porción conservadora de los votos. El miedo y la timidez y las lamentaciones sobre la Prensa amarilla no resuelven la explicación de todo ello; y los propios impuestos sólo son, probablemente, importantes como símbolo de lo que no va bien, y no una explicación. Sencillamente, hay muchas cosas que han cambiado en Gran Bretaña en trece años. Los ritmos y pautas de la sociedad se han adaptado al conservadurismo, aun a través de períodos lamentables de fracaso económico». Pese a las quejas de Kinnock, lo que dentro de las posturas editoriales de la Prensa más ha llamado la atención ha sido que, el mismo día 9, el Financial Times, el famoso «rosa», pedía -matizadamente y con la boca chiquita, sin duda, el voto para unos laboristas «reformados» frente a unos conservadores «débiles e inciertos». El Guardian celebra esta muestra de independencia editorial, pero el Corriere della Sera opinaba que esa petición de voto «estaba más influida por los sondeos que por el impacto de la política laborista en los ciudadanos». ¿Perdonará la City?

.- La rocambolesca historia de Cambio 16 sobre el uso de EL MUNDO como «correo» por ETA quedó desmontada en un instante: era pura invención. Pero el grupo editor, a través de Diario 16, insistió en ignorar el patinazo y en mantener su historia. En periodismo también, la paranoia puede nacer en una sola mente y trasladarse a toda una organización…