1 diciembre 2000

ABC, LA RAZÓN y EL MUNDO acusan al Gobierno del PP de estar sometido en material cultural a los escritores que escriben en el periódico EL PAÍS

Guerra literaria: Juan Manuel de Prada y Sánchez Dragó denuncian que Cultura favorece a las autores de Alfaguara (PRISA) en los catálogos oficiales a raíz de la Feria de Guadalajara en México

Hechos

  • El 25 de noviembre de 2000 se inauguró la XIV edición de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara (México) cuyo tema era ‘España’. El 30 de noviembre de 2000 en una mesa redonda D. Juan Manuel de Prada Blanco criticó la relación de autores citada en el Catálogo del Ministerio de Cultura.

Lecturas

El 25 de noviembre de 2000 se inauguró la XIV edición de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara (México) cuyo tema era ‘España’. El 30 de noviembre de 2000 en una mesa redonda D. Juan Manuel de Prada Blanco criticó la relación de autores citada en el Catálogo del Ministerio de Cultura redactado por D. Fernando Valls bajo la responsabilidad de D. Fernando Lanzas, director general del Libro y responsable de la legación española en la Feria de Guadalajara, y, en última instancia, dependiente de la ministra de Cultura, Dña. Pilar del Castillo. Para el Sr. de Prada la selección parecía obedecer al ‘frentismo’ de empresas editoriales.

Aunque no citó empresa alguna, el Sr. De Prada parecía indicar que el ministerio de Cultura estaba favoreciendo a los escritores que colaboraban con medios del Grupo PRISA, principalmente el diario EL PAÍS, y también la SER.

Mientras que el diario EL PAÍS centró sus informaciones en ‘el éxito de la Feria de Guadalajara’, sus diarios competidores EL MUNDO, ABC y LA RAZÓN, dieron el máximo eco a las palabras del Sr. De Prada y dedicaron amplios artículos ha denunciar un supuesto sometimiento del Gobierno de derechas del PP al diario progresista EL PAÍS que atribuían a sus complejos. En esta dirección publicaron editoriales D. Luis María Anson (presidente de LA RAZÓN, que ya había denunciado ese sometimiento antes que el Sr. De Prada desde EL CULTURAL) y D. José Antonio Zarzalejos (director de ABC). También columnistas como D. Alfonso Ussía, D. Fernando Sánchez Dragó, D. Manuel Martín Ferrand o D. Jaime Campmany, todos ellos escritores enemigos de EL PAÍS.

25 Noviembre 2000

La narrativa española, de ayer y hoy

Fernando Valls

Ministerio de Cultura

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El artículo de Fernando Valls titulado La narrativa española, de ayer y hoy publicado dentro de un volumen editado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte con motivo de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) traza un panorama de la novela aparecida en España en el último medio siglo
Un total de 83 novelistas, que corresponden a generaciones, estilos y escuelas muy diferentes, aparecen citados en el mencionado artículo.

La prosa narrativa española ha vivido unas décadas de auge, empañada quizá por el algo menor nivel de calidad de los nuevos nombres, sin que falten algunas excepciones relevantes. Sus rasgos característicos, casi todos los que voy a apuntar se han aducido en una u otra ocasión, son: la libertad estética; la simultaneidad que no siempre la armoniosa convivencia de escritores de varias generaciones publicando obras de muy distinto alcance e interés; la madurez, el reconocimiento definitivo, de unos cuantos nombres que empezaron a publicar durante los últimos años de la dictadura franquista; la reciente aparición de una nueva hornada de autores que parecen -no todos, por fortuna- más interesados y formados en los medios audiovisuales que en la tradición literaria y cuya prosa se encuentra más emparentada con el esquematismo propio del guión cinematográfico que con la musculatura de la prosa narrativa; y el renacimiento, la consolidación o el surgimiento de géneros tratados a veces como menores, incluso por los propios escritores como el cuento y el microrrelato, el artículo literario, el diario, las memorias y los libros de viajes.Hasta no hace muchos años podíamos encarar las obras literarias inscritas en una tradición. Hoy, si queremos entender la narrativa actual, ya no basta con estar familiarizados con la historia literaria, sino que además es preciso conocer los mecanismos que utiliza el mercado, ese variopinto conglomerado en el que editores, agentes, medios de comunicación (crítica incluida) y público lector dictan unas leyes que cada vez tienen menos que ver con lo literario.

Todo ello ha hecho que la novela siga siendo el género por excelencia, el territorio de más prestigio, tanto para los escritores como para los lectores. Pero, en cambio, no siempre es ya el territorio de libertad que había sido. Y en este sentido, el cuento (pero también el artículo y el diario), menos condicionados por el mercado, se han convertido en el formato ideal para la experimentación, lo que quizás explique su auge.

Un día sí y otro también nos topamos con el lamento de que no se lee. Debe ser cierto, pero resulta paradójico que en un país en el que nadie parece tener ningún interés por la literatura haya tanta gente que desee ser novelista -no escribir, eso es otra cosa- y se publiquen tantos libros de ficción, hasta el punto de que algunos, incluso galardonados con premios suculentos, no pasarían del aprobado en el taller literario más benévolo.

Y aunque quizás en España no se lee lo que debiera, sin embargo existe -como nunca antes- un público lector de literatura española. No en balde, las tiradas y las ventas crecen y cada vez hay más escritores que pueden vivir de su obra. La conquista por los autores españoles de un público lector propio, que antes solía decantarse por la narrativa en otras lenguas o por la hispanoamericana, es una de las características más relevantes de este panorama.

En estos momentos de confusión, en los que todo parece valer lo mismo, en los que la literatura se mide más por la cuenta de resultados económicos que por su valor literario, la crítica está desaprovechando una oportunidad inmejorable para dignificarse y poner un cierto orden en tan turbio panorama, pero hoy no se dan en España las condiciones adecuadas, ni existen espacios de libertad suficiente para que el crítico pueda desempeñar con independencia su trabajo de análisis y valoración de las obras literarias.

Los cada vez más numerosos premios literarios, muchos de ellos generosamente dotados, han contribuido, y no poco, a este alboroto. Y no me refiero a los institucionales que desempeñan otra función. No existe ahora mismo, apenas, un premio que sea independiente y que, además, en los ultimos años haya servido como trampolín para descubrir a un autor o para consolidar una trayectoria iniciada. Así, los premios se han convertido en un elemento más de confusión, y su casi único objetivo consiste en llamar la atención, en conseguir que aumente el número de ejemplares vendidos.

Y aunque el sistema está perfectamente articulado, no por ello deja de generar los resquicios suficientes para que un autor pueda crear su obra al margen de sus condicionamientos más perversos.

La consolidación de la novela española contemporánea, tras la excelente década anterior, en la que se ponen unos sólidos cimientos, se produce en los primeros años setenta, con las obras de Juan Benet (Una meditación, 1970), Juan Goytisolo (Reivindicación del conde don Julián, 1970), Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J. B., 1972), Luis Goytisolo (Recuento, 1973), Juan Marsé (Si te dicen que caí, 1973), José Manuel Caballero Bonald (Ágata ojo de gato, 1974) y Miguel Espinosa (Escuela de mandarines, 1974).

El ejemplo de los maestros hispanoamericanos (Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, José Lezama Lima y Alejo Carpentier), pero también el de los autores más jóvenes (Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Guillermo Cabrera Infante), nos liberó del realismo más pobre y de un huero experimentalismo, aunque éste -su mejor fruto, aunque tardío, fue Larva (1983), de Julián Ríos- no fuera del todo inútil para el mejor desarrollo posterior del género. Todos ellos ensancharon el territorio de la prosa narrativa y mostraron, parece ser que era necesario, las posibilidades y los recursos latentes en nuestra lengua para novelar. Pero, además, sus obras eran una prueba fehaciente de que lo fantástico, en estilos tan distintos como los de Cortázar o García Márquez, era un procedimiento tan válido como cualquier otro para encarar la realidad de una manera crítica. Y, por último, el cultivo del cuento, la importancia que se le concedía al género, con una trayectoria guadianesca entre nosotros, fue capital para su renacer posterior en España. Un buen ejemplo es el de Julio Cortázar, pues pocas influencias tan constantes e intensas se han producido en España como las que generaron sus cuentos fantásticos. En los años posteriores quizá hayan sido Alfredo Bryce Echenique, Álvaro Mutis y, sobre todo, Augusto Monterroso los que más han calado por estos pagos.

Hoy, toda una serie de escritores, ya con una larga trayectoria, consagrados con su entrada en la Academia o con los premios más prestigiosos (Premio Cervantes, Príncipe de Asturias, Nacional de las Letras, Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica), pero -sobre todo- por el valor de unas obras singulares y ambiciosas, siguen publicando y obteniendo el favor del público y el aprecio de la crítica más rigurosa e independiente. Pienso, y para no hacer la lista interminable voy a ceñirme a textos de la década pasada, en autores como Miguel Delibes (El hereje, 1998), José Luis Sampedro (La vieja sirena, 1990), José Jiménez Lozano (El mudejarillo, 1992), Francisco Nieva (Granada de las mil noches, 1994), Ana María Matute (Olvidado rey Gudú, 1996), Carmen Martín Gaite (Nubosidad variable, 1992), José Manuel Caballero Bonald (Campo de Agramante, 1992); Juan Goytisolo (Carajicomedia, 2000), Luis Goytisolo (Estatua con palomas, 1992), Juan Marsé (El embrujo de Shanghai, 1993), el único autor español que ha obtenido el premio Juan Rulfo; Francisco Umbral (Leyenda del César Visionario, 1991), Manuel Vázquez Montalbán (Galíndez, 1990), José María Guelbenzu (La tierra prometida, 1991) e Isaac Montero (Ladrón de lunas, 1998).

Entre los autores consagrados, quizás el más controvertido haya sido Camilo José Cela, cuyas últimas obras han sido recibidas con división de opiniones, con escaso entusiasmo. En cambio, Juan Benet, fallecido en 1993, parece haberse consagrado definitivamente como la primera referencia de algunos de los más brillantes escritores actuales. Su lección, digámoslo así, ha sido la de la complejidad y la de la exigencia, la de la búsqueda de un estilo propio para plasmar a través de la ambigüedad y la abstracción su visión mítica de España. Otro autor que se ha ido convirtiendo en imprescindible, el valor de su obra no para de crecer, es Miguel Espinosa (1926-1982). Escuela de mandarines (1974) o Tríbada (1980-1984) ya tienen el alto reconocimiento que merecen.

No quiero olvidar a tres escritores cuya obra, escrita al margen de la ‘oportunidad’ que tanto valora el mercado, respeto y aprecio no menos que la de los citados. Me refiero a Cristóbal Serra, Antonio Rabinad y Luciano G. Egido. El primero (en Ars quimérica, 1997, se recoge toda su obra), escritor siempre a contracorriente, es autor de una obra experimental que tiende a la subjetividad a través de la quintaesencia y el fragmento. El segundo (Memento mori, 1981 y 1997) ha reconstruido en sus relatos el mundo de la Barcelona derrotada por la guerra y la posguerra, con no menos furor y tristeza que afán testimonial. Y Egido (El cuarzo rojo de Salamanca, 1993, y El corazón inmóvil, 1995) ha sustentado sus novelas en el lenguaje, en el estilo, y en unas historias perfectamente trabadas, en las que se muestra la ambigüedad y complejidad de las relaciones humanas, de las pasiones amorosas, a menudo llevadas a los límites.

Pero quisiera centrar mi comentario, sin obviar el valor de todos los autores citados, en aquellos otros que empezaron a publicar a lo largo de los setenta y que hoy están en plena madurez, con una obra ya consolidada. Si algo los caracteriza es, tras un cierto experimentalismo en boga -en el paso de los años sesenta a los setenta- su vuelta al cultivo de una narrativa más legible, producto quizá del respeto por un lector familiarizado con la ficción que desea disfrutar con lo que lee. Creo que es también en la obra de estos autores donde hallamos con mayor naturalidad la asimilación de las aportaciones técnicas y estilísticas de la novela estructural y del lenguaje poético. Pero también la asunción plena de la propia tradición narrativa, de los maestros de la literatura hispanoamericana a los españoles, Cervantes, Baroja, Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna. ¿La obsesión de algunos personajes de Luis Mateo Díez, Muñoz Molina o Luis Landero (Juegos de la edad tardía, 1985) por vivir la vida en la ficción, dado lo insatisfactorio de la realidad, no es un resabio cervantino? ¿Acaso no hay mucho de barojiano -Baroja es hoy un valor en alza- en las obras de Mendoza, Trapiello y Sánchez-Ostiz, autor de un libro reciente sobre el autor vasco? ¿No son Vila-Matas y Millás nuestros escritores más ramonianos? No en balde, Gómez de la Serna es otro de los prosistas contemporáneos más revalorizados. ¿Y no son quizá Muñoz Molina y Almudena Grandes los más galdosianos? ¿Puede entenderse la obra de Luis Mateo Díez sin la bien aprendida lección de Galdós y Valle-Inclán?

A los clásicos debates sobre lo rural o lo urbano, sobre la necesidad de tratar una realidad inmediata, se añade ahora la disputa entre un narrativa sobre la literatura, sobre la creación, o sobre la vida. Y aunque parece definitivamente decantado por la segunda opción, no por ello los narradores han dejado de tener una gran querencia por lo metaliterario, por lo que no es infrecuente la presencia de una cierta hibridez.

Los críticos, sobre todo los hispanistas, vienen llamando la atención sobre la influencia de los rasgos más característicos de la posmodernidad en la novela. Es muy posible que así sea, pero los escritores han permanecido mudos e indeferentes ante semejantes encasillamientos. En fin, de lo que no cabe duda es de que en numerosas novelas se han reutilizado ciertos procedimientos de la literatura de género. Los ejemplos más evidentes (el pionero debió ser el argentino Manuel Puig) son los de Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta, 1975) y Manuel Longares (La novela del corsé, 1979). Y quizás ello explique también un cierto auge de la narrativa de género (policiaca, erótica, histórica…), sobre todo durante los años de la transición democrática. En este territorio, un nombre imprescindible es el de Vázquez Montalbán (Los mares del sur, 1979) y su serie de narraciones protagonizadas por el detective Carvalho, aunque hay que recordar también las obras de Andreu Martín y Juan Madrid.

La normal incorporación de la mujer a la vida laboral y cultural en España, su importante presencia en la producción literaria, tenía que traer consigo una relectura de la tradición y el consiguiente debate, que ya se había producido en otros países, sobre la posible existencia de unos rasgos diferenciadores en la literatura escrita por mujeres. Y aunque éste no se ha producido con la complejidad y el rigor que era de esperar, pues la mayoría de las autoras se resisten a ser encasilladas, quisiera llamar la atención sobre dos últiles ensayos, uno histórico y el otro teórico, que pueden valer como punto de partida para la reflexión. Me refiero a los libros de Biruté Ciplijauskaité (La novela femenina contemporánea, 1970-1985. Hacía una tipología de la narrativa en primera persona, 1988) y Laura Freixas (Literatura y mujeres, 2000), en el que la narradora y editora defiende la existencia de una literatura femenina con una tradición específica.

En estas décadas que nos ocupan han surgido autoras tan singulares, y tan distintas en sus concepciones literarias, como Esther Tusquets (Para no volver, 1985), cuya primera novela, El mismo mar de todos los veranos (1978), puede considerarse pionera en una determinada manera de encarar la realidad, insólita entre nosotros; Ana María Moix (Vals negro, 1994), Rosa Montero (Temblor, 1990), Paloma Díaz-Mas (La tierra fértil, 1999), Mercedes Soriano (Historia de no, 1989), Almudena Grandes (Malena es un nombre de tango, 1994) o Clara Sánchez (Últimas noticias del paraíso, 2000). La calidad y el rigor de estas obras, en las que se cultiva el realismo y lo fantástico, la novela histórica y la futurista, entre el culturalismo y la visión crítica de la historia y del presente, han ensanchado el imaginario de los lectores.

El fin de la transición política, si es que se ha producido, lo que no acaba de poner de acuerdo a los historiadores, trajo también una importante cantidad de obras en las que la crítica generacional, las ilusiones perdidas de unos jóvenes que creyeron en la revolución, en un mundo más justo y mejor, y la crítica a la corrupción durante los años de gobierno socialista, desempeñaba un papel protagonista. En la obra de Millás, Merino y Rafael Chirbes contamos numerosos ejemplos. En Visión del ahogado, 1977), del primero; y en Imposibilidad de la memoria, o en El centro del aire (1991), un cuento y una novela, del segundo. Chirbes vienen narrando, como ningún otro autor, las peripecias vitales de una generación, la suya, que apoyó, junto a la necesidad de olvidar, una mal entendida modernización. Sus tres primeras obras (Mimoun, 1988, En la lucha final, 1991, y La buena letra, 1992) son -ha escrito- el «retrato de una generación» de impostores que «ha pasado de la rebeldía al poder y ha sido vampirizada por él, sin, en apariencia, darse cuenta». También se plantean estas cuestiones en algunos de los memorables artículos de A favor del placer (1993), de Manuel Vicent. Y entre los escritores más jóvenes, en la excelente novela de Belén Gopequi, La conquista del aire (1998). Lo curioso, al respecto, es que frente a la visión -en general- complaciente de los historiadores, los autores de ficción, con casi unanimidad absoluta, han dado una visión muy crítica de este periodo.

En fin, si alguien quiere saber que ha sido la nueva novela española en estos últimos años tiene un amplio número de títulos en los que detenerse, donde sorprenderá la variedad temática y estilística. Es imposible citar siquiera aquí todos esos títulos, pero sí me gustaría llamar la atención sobre unos autores y unas obras que considero imprescindibles. En esta necesariamente incompleta lista habría que incluir en primer lugar a Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta, 1975, y La ciudad de los prodigios, 1986), porque -aparte de su indiscutible valor literario- su primera novela ha sido considerada como el paradigma de un nuevo periodo literario. Juan José Millás (El jardín vacío, 1981, El desorden de tu nombre, 1988, y El orden alfabético, 1998) es un autor cuyo estilo ha ido transformándose, siempre en busca de nuevas vías de exploración de ese mundo fantástico que es la realidad. Javier Tomeo (El castillo de la carta cifrada, 1980, Amado monstruo, 1985) ha publicado una ya abundante y singularísima obra narrativa, en un estilo que se caracteriza por lo sintético, en la que el diálogo es siempre el motor de una delgada trama.

En las obras de Luis Mateo Díez (La fuente de la edad, 1986, Camino de perdición, 1995, y La ruina del cielo, 1999) adquiere relevante importancia la memoria, lugar de confluencia entre lo imaginario y lo real; el diálogo, pues sus personajes se muestran hablando; el humor como vía de distanciamiento y de lucidez, y esas atmósferas fantasmagóricas en las que casi siempre se desenvuelven sus protagonistas. José María Merino (La orilla oscura, 1985), autor también de importantes libros de literatura juvenil, ha narrado la búsqueda de la identidad de unos personajes que se debaten entre lo cotidiano y lo sorpresivo e inverosímil. Pero si hay un autor que haya transitado entre los géneros hasta dar con uno propio ése es Enrique Vila-Matas. Entre su plural producción ha cultivado con fortuna el cuento, la novela y el artículo, es necesario destacar la Historia abreviada de la literatura portátil (1985), El viaje vertical (1999) y Bartleby y compañía (2000).

Javier Marías (Corazón tan blanco, 1992, y Mañana en la batalla piensa en mí, 1994) es el autor que ha tenido un mayor reconocimiento internacional. Su obra surge como producto de la insatisfacción ante su propia tradición novelística, que no narrativa. Y se ha ido decantando hacia el tratamiento literario de toda una serie de asuntos de la vida cotidiana, de la vida real, trastocando los géneros tradicionales, y llamando la atención sobre la insuficiencia de los moldes narrativos clásicos para contar ciertos asuntos, así como sobre la dificultad que entraña compaginar con credibilidad biografía y ficción.

Cultiva Julio Llamazares (La lluvia amarilla, 1988, y Escenas de cine mudo, 1994) un estilo lírico, reflexivo, pero escueto, que se sustenta sobre todo en la precisión y cuyo principal objetivo consiste en indagar sobre el paso del tiempo y la naturaleza de la memoria. Las historias que relata Gustavo Martín Garzo (El lenguaje de las fuentes, 1993, y El pequeño heredero, 1997) provienen de un sentimiento de asombro ante la vida, pero también de los mitos, de las historias bíblicas, de las leyendas y de los cuentos populares. Toda su obra es una manera de mostrar lo universal e intemporal, la complejidad de sentimientos que se dan en esos pequeños mundos, pero sobre todo tratan de la imposibilidad de conseguir ese anhelo básico que es la felicidad.

La obra de Justo Navarro (Accidentes intímos, 1990, y La casa del padre, 1994) se construye como una indagación en el pasado como una manera de entender el presente, de que el lector ponga en cuestión sus certezas. En la obra de Eduardo Mendicutti (Una mala noche la tiene cualquiera, 1982, y El palomo cojo, 1991) conviven en perfecta armonía la trascendencia y el humor, en unas historias de apariencia banal en el tratamiento de la sexualidad, de la homosexualidad, pero con una hondura soterrada y una sorprendente creatividad verbal.

Antonio Muñoz Molina (Beatus ille, 1986, y El jinete polaco, 1991) empezó cultivando una literatura sustentada en la ficción, en la cultura, construyó después unas obras fundamentadas en lo autobiográfico hasta decantarse por un tratamiento moral de la realidad del presente, de algunas de sus mayores lacras, como la violencia. Álvaro Pombo (El metro de platino iridíado, 1990, y Donde las mujeres, 1996) es autor de una obra con muy distintos registros, en la que se compagina a la perfección el pensamiento, la ironía y el humor, el tratamiento realista y el simbólico.

La fórmula para triunfar de Arturo Pérez Reverte (La tabla de Flandes, 1990, y Territorio comanche, 1994) es bien sencilla: novelas dirigidas a un público amplio, bien escritas y mejor armadas, que se leen de un tirón por lo atractivo de sus temas y lo inteligente de sus planteamientos. Nada más y nada menos.

Pero quizás uno de los fenómenos más enriquecedores ha sido el cultivo y la dignificación de otros géneros narrativos, como el cuento, el microrrelato, el artículo literario, la literatura de viajes y los libros de memorias. Y todo ello creo que puede estar estrechamente unido a lo que podría llamarse la disolución de los géneros narrativos.

El cuento ha vivido en estas tres últimas décadas un periodo de esplendor, como en ningún otro momento de nuestra historia literia. A la reciente revalorización de autores como Medardo Fraile y Antonio Pereira, o al incuestionable magisterio de Juan Eduardo Zúñiga (Largo noviembre de Madríd, 1980, y Flores de plomo, 1999), se han unido las obras de autores como Álvaro Pombo (Relatos sobre la falta de sustancia, 1977), José María Merino (Cuentos del reino secreto, 1982, y Cuentos del Barrio del Refugio, 1994), Luis Mateo Díez (Brasas de agosto, 1989), Cristina Fernández Cubas (Mi hermana Elba, 1980, y Con Agatha en Estambul, 1994), Juan José Millás (Primavera de luto y otros cuentos, 1992), Enrique Vila-Matas (Suicidios ejemplares, 1991, e Hijos sin hijos, 1993) y Javier Marías (Mientras ellas duermen, 1990, y Cuando fui mortal, 1996).

Tampoco quiero olvidar el surgimiento de un fenómeno tan interesante como el del microrrelato que tanto y con tanta fortuna se ha cultivado en Hispanoamérica. Tras el libro pionero, y magnífico, de Max Aub, Crímenes ejemplares (1957), publicado en México, ha cuajado en otros tan atractivos como las Historias mínímas (1988), de Javier Tomeo; Misterios de las noches y los días (1992), de Zúñiga; La sombra del obelisco (1993) y El domador (1995), de Rafael Pérez Estrada; El cogedor de acianos (1993) y Un dedo en los labios (1996), de José Jiménez Lozano, o Los males menores (1993), de Luis Mateo Díez.

En el artículo literario, un género en el que el pensamiento se compagina con la voluntad de estilo, hay cuatro maestros indiscutibles: Rafael Sánchez Ferlosio, Manuel Alcántara, Francisco Umbral y Manuel Vicent (su A favor del placer, 1993, es un libro imprescindible para entender estos nuevos tiempos). A ellos habría que añadir los nombres de Félix de Azúa (quizá sea en el artículo breve donde su prosa sea más acerada), Javier Marías, Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina, Miguel Sánchez-Ostiz, Fernando Ortiz, Julio Llamazares, Gustavo Martín Garzo, Manuel Rivas y Enrique Vila-Matas. Pero querría llamar la atención sobre los articuentos de Millás (Algo que te concierne, 1995, y Cuerpo y prótesis, 2000), unos textos que -más allá de su propio valor- se han convertido en campo de experimentación estética de sus últimas novelas.

Un auge similar se ha producido en la literatura de viajes, los diarios y los libros de memorias. Buena prueba del primer género son los volúmenes de José María Merino y Juan Pedro Aparicio, Julio Llamazares o Javier Reverte. En el cultivo del diario han destacado José Jiménez Lozano, Andrés Trapiello y Miguel Sánchez-Ostiz. Y en la literatura memorialística, a los ya clásicos volúmenes de Carlos Barral, Francisco Ayala y Juan Goytisolo hay que añadir los de Caballero Bonald, Jesús Pardo, Antonio Martínez Sarrión, Carlos Castilla del Pino, Adolfo Marsillach, Antonio Rabinad y Arcadi Espada, seguramente uno de los periodistas (articulista, cronista, reportero, ensayista…) más independiente y brillante de estos últimos años.

Entre los escritores más jóvenes quiero destacar la obra de Belén Gopeguí, ya citada, que junto a Juan Miñana, Antonio Soler, Luis Magrinyá, Fernando Aramburu, Javier Cercas y Andrés Ibáñez, quizá sean los nombres nuevos más prometedores. Sus libros no son, sin embargo, ni los más vendidos, ni -en la lógica falaz del sistema- los más conocidos, aunque sí los más apreciados por los lectores exigentes y por la crítica más atenta. Ninguno cultiva esa narrativa de usar y tirar (kleenex, tetrabrick, se le ha llamado) tan en boga hoy. Ellos son, en cambio, algunos de los nombres de los que más se espera, de hecho ya son autores de novelas y cuentos de sumo interés.

Si algo, en fin, caracteriza a la mejor narrativa española hoy (siempre ha sido así, por otra parte) es la búsqueda incesante de nuevos caminos, de nuevos procedimientos para mostrar una realidad, la del momento, cada vez más compleja y fluctuante. Así, realismo crítico y fantasía, cosmopolitismo y enraizamiento, e hibridez genérica, son algunas de las peculiaridades más llamativas de la narrativa de estas dos últimas décadas. Algunas de sus virtudes, pero también varios de sus defectos, provienen de la asimilación de la narrativa inglesa, norteamericana y centroeuropea que tanta repercusión ha tenido en España.

Creo que no es pecar de optimista si afirmo que nunca, en la historia literaria española contemporánea, se había producido un tan alto nivel medio de calidad. Para el lector quizás el problema estribe en elegir entre tantas opciones, en no dejarse deslumbrar siempre por los escritores mediáticos, por aquellos que obtienen los premios comerciales. Por todo ello, la cuestión palpitante quizá estribe hoy en distinguir, entre tantas novedades, el grano de la paja, lo sustancial de lo perecedero.

30 Noviembre 2000

De la literatura a la inquisición

Fernando Sánchez Dragó

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La polémica ha estallado en el recinto de la Feria. Algunos escritores están dispuestos a destapar la caja de los truenos sobre la tiranía editorial, entre ellos Juan Manuel de Prada. La batalla queda abierta y no ha hecho más que empezar.

Hay muchas ferias en la de Guadalajara, y no todas son consanguíneas ni concéntricas.

Está, por una parte, que de las demás ya hablaré otro día, la de los editores (que se divide, a su vez en la de los peces gordos más o menos transnacionales y en la de las raspas de sardina más o menos independientes), la de los marchantes literarios que gesticulan como brokers provistos de dientes de tiburón, la de los mercaderes en el templo de las sagradas Musas, la de quienes sólo vienen y sólo quieren incrementar su cuenta de resultados…

Todos esos feriantes de talonario en bandolera celebran sus tenidas masónicas y urden sus tramas o trampas -suelen serlo para el escritor- entre las 9.00 y las 17.00 horas, que es cuando el zoco deja de ser territorio cherokee abierto sólo a los cazadores de cabelleras y a las tropas del general Custer, y descorre su telón para que salten al escenario los lectores, los compradores de a pie, los hinchas de los no muy abundantes pesos pesados -que por lo general, con escasas excepciones, lucen y sudan la camiseta del grupo PRISA- y los niños, viejecitas y militares sin graduación.

-Desengáñate -me decía anoche Juan Manuel de Prada ante un plato de pollo con mole-. Quienes no publicamos en Alfaguara, no existimos.

-¡Hombre! No seas tan pesimista -argumentaba yo mientras Gonzalo Santonja, desde el silencio y el conocimiento de causa, asentía y coincidía con mi interlocutor-. Eso sólo es completamente cierto fuera de España, Juan Manuel. Dentro de ella aún nos queda algún que otro asidero o respiradero.

Y pensaba para mis adentros, verbigracia, no sólo en Planeta, Plaza & Janés, Tusquets, Anagrama y tantos otros, sino también en ese proyecto editorial de EL MUNDO que encabeza Ymelda Navajo. No es adulación de pelota primero en la oficina siniestra de La Codorniz, sino esperanza de escritor a la intemperie.

Lo cierto, duélase quien se duela, que para eso -para recibir palmetazos- están las autoridades, es que el desembarco español en la Feria de Guadalajara parece organizado, capitaneado y capitalizado con pólvora ajena por las avispadísimas huestes del señor Polanco.

Ni siquiera lo digo, que conste, como una crítica al citado grupo editorial, que tiene derecho a jugar sus bazas como mejor le parezca y que, además, las juega -reconozcámoslo- mejor que nadie. Mis tiros van en otra dirección (nunca mejor dicho lo de dirección).

En fin… Doctores tiene la iglesia y yo voy a cumplir 65 años. Ahí me las den todas. Pero Juan Manuel de Prada no llega a los 30. Por eso dijo anoche lo que dijo y se declaró dispuesto a destapar la caja de los truenos en su primera intervención pública. Ya veremos lo que sucede. Véase, si no, y hágalo quien dude de la veracidad y ecuanimidad de lo que acabo de decir, el muy lujoso y jugoso volumen editado para la ocasión por quienes aquí parten el bacalao y reparten las patentes de corso necesarias para sortear las actuales sirtes del cada vez más encrespado y parcelado mundillo editorial. ¿Cuántos colaboradores de EL MUNDO o del Abc, pongamos por ejemplo, aparecen citados en la nomenklatura literaria propuesta por el libraco (o libelo) en cuestión? Eche cada quien cuentas, por favor, y establezca sus propias conclusiones. Yo no voy a hacerlo en público por más que, evidentemente, haya incurrido a solas en la susodicha tentación. Tampoco citaré nombres, porque soy amigo de casi todos: de los mencionados y de los ninguneados. Pero más amigo soy -sobra decirlo pese a lo sospechoso de mi conducta, habida cuenta de que yo he sido incluido por quien corresponda en el segundo grupo- de la verdad. Y la verdad es lo que estoy diciendo. Por eso, buscando estribo y trampolín en ella, me atrevo -me atrevo, sí, porque para publicar este artículo se necesita valor- a escribir lo que escribo. Hay, también, un segundo motivo para no citar casos y nombres concretos. Sería, por mi parte, una injusticia: la de implicar y meter en danza a quienes en modo alguno lo merecen, porque -quede claro- en el catalogucho de marras no están (ni mucho menos) todos los que son, pero sí son todos los que están.

Vale decir: el escándalo, porque escándalo es, no procede de las inclusiones, sino de las exclusiones.

Creíamos algunos que tales manejos habían pasado definitivamente a la historia al hacerlo el felipismo, pero a la vista está que no ha sido así. ¿De verdad, como dije antes, tiene doctores -doctores capaces de estar a la altura de las circunstancias- la nueva iglesia?

No sé, no sé… Al fin y al cabo, como expliqué en mi crónica anterior, a quien se ha recibido y tratado aquí el día de la inauguración de la Feria como se trata y se recibe a los jefes de Gobierno tiene nombre, y esta vez sí que voy a citarlo (o a volverlo a citar): se llama Felipe González.

No tengo espacio para más. Quizá debería haber dedicado mi crónica a contarles la presentación del primer libro del hasta ahora exclusivamente editor Jordi Herralde, la lectura de fragmentos de la obra de Juan Goytisolo llevada a cabo por él mismo o el debate organizado en torno a las figuras míticas de la historia de las letras ibéricas, pero quédese todo eso, y también lo demás, para mañana. Lo dicho, en definitiva, también es información. ¿O no?

Fernando Sánchez Dragó es escritor.

01 Diciembre 2000

Cosas que traerán cola

Fernando Sánchez Dragó

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Juan Manuel de Prada mantuvo lo prometido. Ojéese al respecto mi columna de ayer. Su testimonio de cargo llegó en el transcurso de una mesa redonda sobre las trayectorias de la narrativa española actual en la que también intervenían José María Merino (brevísimo), Manolo Vázquez Montalbán (inteligentísimo), Manuel Vicent (ingeniosísimo) y Enrique Vila-Matas (divertidísimo). Sólo este último se hizo eco, apoyándolo a su manera y con su peculiar estilo, de lo que el autor de Las esquinas del aire acababa de denunciar.

Prada dedicó el grueso de su ponencia a la descripción y condena del cainismo (sic) imperante, hoy como ayer y como antes de ayer, en el escenario de la literatura española, endémicamente dividida en dos bandos de muy desigual andadura y envergadura -el de quienes con desdén y arrogancia, cobijados en la frazada de un importantísimo gurpo editorial y encunados en la prédica del discurso de valores dominantes que dicho grupo propone e impone, excluyen a los autores disidentes e independientes, y el de los así ninguneados- y acusó a la Dirección General del Libro de prestarse a ese juego.

Punto focal de su doble andanada de babor y estribor -acuda al diccionario quien ignore lo que tales términos, en sentido metafórico e ideológico, significan- fue el volumen titulado Libros y letras de España y editado (y repartido) por la mencionada Dirección General al hilo y en el ámbito de la Feria a la que esta crónica se refiere. Andamos, ya, por su ecuador y el cotarro, como ven, empieza a animarse.

Prada, doliéndose en banderillas y respirando por su herida de novelista humillado y ofendido (aunque también, implícitamente y de rebote, saliese en defensa de los poetas y ensayistas sometidos al mismo trato), centró su intervención y dirigió su cañoneo hacia el panfleto, porque panfleto es, titulado La narrativa española, de ayer y hoy -la coma, incorrectísima, es de la cosecha del autor del trabajo: un tal Fernando Valls- e incluido en el volumen de marras.

Este, por otra parte, posee al menos una virtud: la de indignar, por su nesciencia y su sectarismo, a cuantos incurren en el explicable error de echarle un vistazo. Parece ser que Antonio Hernández, único poeta de la diferencia incluido -quizá para servir de coartada- en una mesa redonda en la que el resto de los ponentes milita, a su juicio, que yo ni entro ni salgo, en el bando de la llamada poesía de la experiencia, tirará esta tarde de la misma manta de la que ayer tiró Prada. Ya les contaré.

Y Andrés Trapiello -más de lo mismo- me ponía al tanto esta mañana, mientras desayunábamos, de la sorpresa y la santa ira que unas horas antes, a la del alba, y aún trastrabillando por las dentelladas del jet lag (llegó anoche para presentar en la Feria su última novela: Días y noches. No se la pierdan), le había producido la lectura insomne del libracho convertido en casus belli. De él, todo hay que decirlo, sólo salvaba el bellísimo texto dedicado por Carlos García Gual, comisario de las actividades españolas en la Feria, a los mitos de nuestra literatura y el redactado por José Luis Pardo a propósito del pensamiento.

¿Mi opinión al respecto de cuanto aquí llevo dicho? Muy dura (remito nuevamente al lector a lo que en estas páginas escribí ayer). Incalificable resulta, efectivamente, y con las excepciones de rigor, el libro -oficial, no lo olvidemos- al que no sin asco, y por ello a regañadientes, he tenido que dedicar la mayor parte de esta crónica. Pero lo grave, lo verdaderamante grave, no es el partidismo ni las inmensas lagunas que a título más o menos individual lo caracterizan, sino el hecho -flagrante, sangrante, insultante- de que la particularísima y discutibilísima versión e interpretación de lo que actualmente sucede intramuros de nuestra literatura según los autores del librejo haya sido oficialmente asumida -perdónenme el subrayado y la insistencia- por quienes a causa de la naturaleza de sus cargos deberían representarnos a todos situándose por encima de las partes.Lo contrario equivale a avalar de nuevo, tal como sucedió en los ominosos años del Antiguo Régimen (y conste que con la etiqueta no aludo, esta vez, al franquismo), la irresistible y dramática -si no trágica- ascensión del pensamiento único.

Resulta, además, chocante -como poco, y ya puestos a hilar fino- que el discurso moral y la retranca ideológica subyacentes en tan triste fenómeno se den de puñadas, contradiciéndola y desarticulándola, con la filosofía de defensa de la pluralidad, de la libertad y (al menos en este caso, porque los predios y los pagos de la literatura pertenecen a todos los que la trabajan) de la neutralidad implícita y explícitamente asumida, como es su deber, por el actual Gobierno.

Vale decir: España, mal que me pese, no va en lo relativo a la cultura, que es nuestro patrimonio más importante, tan bien como va, según nos dicen, y yo así lo creo, en lo concerniente a la política, la economía y la sociedad. Alguien -no sé quién… O sí lo sé, pero no lo digo- debería tomar cartas en este asunto.

Quede, sin embargo, meridianamente claro, y con ello termino (pero sólo por hoy), que no creo en la existencia de mala voluntad ni de intenciones equívocas por parte de nadie. Más bien, incluso, lo contrario. Bueno es negociar (sí, es una toma de postura respecto a otro debate que ninguna relación guarda con éste), tender la mano y ofrecer la mejilla a quien la abofetea, pero no al absurdo y costoso precio de la autoflagelación y la subsiguiente pérdida de autoestima. La caridad, que a nadie debe excluir, también empieza y termina por uno mismo. Malos tiempos son los que obligan a recordar lo obvio.

Permítaseme repetir lo que dijo el muy leal, valiente y noble aragonés Juan de Lanuza antes de subir al patíbulo: Traidor, no; mal aconsejado, sí.

Porque lo que ha sucedido -lo que está sucediendo- en Guadalajara es, sólo, fruto de la torpeza.

Perdonémosla, por supuesto, pero con una condición: la de que exista, de cara al futuro, propósito de la enmienda. Se acerca otra cita, especialmente difícil y conflictiva a la vez que significativa: la de la Feria del Libro de La Habana. Será en febrero. ¿Irán los que dice Castro? Eso dicen, eso parece. A ver qué pasa. Quedo a la espera.

02 Diciembre 2000

Cainismo Cultural

Juan Manuel de Prada

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Hace ya algo más de tres años tuve la oportunidad de presentar un libro burbujeante de humor, afiladísimo de inteligencia, que se titulaba ‘El descubrimiento de España’ (Ediciones Nobel, Oviedo, 1997). Su autor era Fernando Iwasaki, apóstol de la amistad, un peruano exiliado en Sevilla que ha sabido hacer de la vida una celebración de la generosidad y del a literatura, esas dos virtudes que pro desgracia casi nunca van unidas. En un capítulo de dicho libro, Iwasaki nos proponía esta reflexión, que ahora reproduzco literalmente porque creo que es el más lúcido y veraz diagnóstico que se puede hacer de ese ‘cainismo cultural’ que acabo de denunciar en la feria de Guadalajara: “A modo de advertencia, tengo que señalar que la mayoría de libros recomendados por los medios de prensa españoles no han colmado mis expectativas y al cabo de los años he detectado numerosos factores extraliterarios que condicionan el juicio de críticos y publicaciones especializadas. Para empezar, tenemos las operaciones comerciales que arropan el lanzamiento de ciertos títulos y autores, acaparando así grandes espacios de opinión que en realidad responden a la propia estrategia publicitaria. En segundo lugar, hay que considerar que algunas editoriales forman parte de complejos entramados empresariales que controlan prestigiosos medios de comunicación, y por lo tanto las novedades de sus catálogos son ruidosamente acogidas en las radios, periódicos y cadenas de televisión que pertenecen a su misma sociedad. Por otro lado – y como consecuencia de lo anterior – los piques y enconamientos corporativos impregnan la crítica literaria de los medios, bien haciendo trizas o simplemente ignorando a los autores promovidos por empresas rivales. Ello demuestra que Wenceslao Fernández Flórez todavía tendría razón cuando afirmó en ‘Impresiones de un hombre de buena fe’ que “en un periódico hay una norma inquebrantable, casi siempre impuesta por las convenciones y las ambiciones de una empresa, y a esa norma se acoplan desde el artículo de fondo hasta la última y más inocente de las noticias”.

A estos “complejos entramados empresariales” que convierten a críticos y reseñadores  en meros zascandiles propagandistas hice alusión durante mi intervención en Guadalajara. Creo que este fenómeno de suplantación de la valái artística por la mera propaganda mediática (y, desde luego, no todos los medios de comunicación poseen la misma capacidad propagandística) es la gran discusión pendiente de nuestra cultura; una discusión que hasta hoy ha sido escrupulosamente ensordecida o relegada a arrabales de marginalidad. Cada vez que un escritor alza la voz para pronunciar esta verdad palmaria, enseguida es acusado de respirar por la herida o de ser un mediocre resentido. En los últimos años hemos asistido a la implantación de una feroz tiranía cultural que ha impuesto un falso canon literario, más deudor de las conveniencias corporativas (ese abominable amasijo de circunstancias ideológicas y comerciales) que de la valía artística. Denuncié esta monstruosidad porque creo que mi desahogada trayectoria me exonera de sospechas de resentimiento o marginalidad ofendida. Y denuncié también la connivencia lacaya de un poder político incapaz de propiciar un entendimiento plural y aireado del actual panorama literario español. El papelón lastimoso desempeñado por la legación española en Guadalajara, encabezada por Fernando Lanzas, refrenda esta denuncia, para la que no busco adhesiones, porque uno siempre ha ido a pecho descubierto por la vida, conforme a una vocación de kamikace que me adjudico la fatalidad.

Lamentaría que esta denuncia de cainismo cultural se quedase reducida a la glosa más o menos gacetillera de mis palabras, o al escrutinio del calamitoso catálogo oficial editado por el Ministerio de Educación y Cultura con ocasión de esta feria de infeliz recuerdo. Aquí se dirime un asunto mucho más complejo: la falsificación premeditada de nuestra cultura, convertida ya en una olla podrida a la que nadie se atreve a hincar el diente.

Juan Manuel de Prada Blanco

03 Diciembre 2000

Papelón penoso de Fernando Lanzas como responsable de la legación de nuestro (EL) PAÍS en la Feria del Libro de Guadalajara

LA RAZÓN (Presidente: Luis María Anson)

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Fernando Lanzas, director general del Libro y responsable de la legación española en la Feria de Guadalajara, que se dedicó a dar coba a EL PAÍS y sus gentes, ha desempeñado un ‘papelón penoso’, según Juan Manuel de Prada. El papanatismo cultural del Ministerio que dirige Pilar del Castillo, que le ha llevado a incluir una guía oficial de los autores españoles (escrita por un crítico de EL PAÍS) en la que se prima descaradamente a los de la órbita del Grupo PRISA, ha demostrado los complejos del Gobierno en Cultura.

03 Diciembre 2000

El canon de Lanzas

ABC (Director: José Antonio Zarzalejos)

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El escándalo que remueve estos días el mundo de la cultura ha estallado enGuadalajara, durante la Feria del Libro, ya es lástima, cuando España era el país invitado. Juan Manuel de Prada fue quien abrió la caja de los truenos en la ciudad mexicana hizo un diagnóstico polémico de la salud de nuestra literatura. Tomó como referencia un opúsculo respaldado por el Ministerio de Educación, Cultura Deportes, un librito en el que dos críticos allanan de forma tan torpe sectaria el panorama de las Letras españolas que sus textos bien merecerían un destino similar al que Catulo otorgó los Anales de Volusio «cacatacarta» arder con madera maldita. Estrellas fulgurantes firmas fugaces, autores ninguneados, Nobeles maltratados, errores de bulto constelaciones de erratas, por no hablar de su falta de generosidad, son los ejes cardinales de nuestra «cacatacarta» oficial de presentación en México. Por su inoportunidad su torpeza, no ha contentado nadie, ni siquiera los que en el librillo salían bien parados. Pero no debe cegarnos esta anécdota. El libro parece una tormenta en un vaso de agua. Lo que ocurre es que, en cuanto lo re movemos, nos estalla un géiser, un debate cultural de fondo que ha sido incomprensible mente aplazado durante los últimos anos. Los escritores españoles, los que están los ,que son, merecían que el Departamento de Pilar del Castillo arbitrase un trato ecuánime sobre todo generoso el que merecen diario la hora de presentar representar oficialmente nuestra cultura. Por otra parte, nadie entiende que la inspiración liberal de la ministra de su antecesora, Esperanza Aguirre, no hayan alcanzado el mundo del Libro, ni que el director general del ramo, Fernando Lanzas, se haya permitido el intervencionismo inaudito que significa realizar un canon, una selección miserable incompleta que mutila todo empeño de los editores malogra la generosa invitación de los mexicanos. Por si fuera poco, el librillo no menciona autores de las literaturas en catalán, vasco gallego. La imagen oficial de España en la Feria ha sido en todo punto lamentable tardaremos largo tiempo en contrarrestar tal error. Las exposiciones no llegaron tiempo nuestro pabellón, para el que Lanzas había destinado sus buenos cientos de millones, no ha procurado gran escala el enriquecedor encuentro entre los autores de allá de acá. Los motivos de todo ello son antiguos profundos, tienen su cimiento en la lasitud cultural de los Gobiernos del PP. En muy poco cambiaron los populares el escenario cultural. Sabedores de que el mundo de la cultura rampante del felipismo les era más bien hostil, prefirieron dejar que siguiera creciendo con las podas los injertos heredados de la política socialista. El árbol estaba, desrial de gran potencia, que había gozado de los mayores apoyos durante la etapa anterior. El caso es que conciencia histórica no les faltaba los populares, pero no se han atrevido sacarle partido, ni en el rápido arreglo del desastre de la educación, tanto de las humanidades como de la enseñanza religiosa, ni la hora de dar proyección en términos de igual dad quienes sufrieron su particular persecución por el aparato cultural socialista. Antes que preguntarse qué cambiar, cómo superar flagrantes falsificaciones, han preferido dar pábulo la misma beatería. Por qué las altas instancias ministeriales asistieron el pasado verano al funeral de Carmen Martín Gaite no hicieron lo propio con el de José Ángel Valente? Ni siquiera la ampliación del Prado, el gran proyecto cultural consensuado en el Parlamento, ha estado ajena la polémica. Muy roma nos parece la noción de la cultura del Gobierno. no saben qué política cultural emprender, no se atreven emprender ninguna propia. Sólo han ahondado en ajenos errores, suscrito antiguos compadreos, abyectos sectarismos, la falta, en fin, de respeto por un ámbito de verdadera libertad… Hoy todo ello está cuajando si no hay reacción, valor para ponerse manos la obra, serán heredad de generaciones futuras. con Catulo diremos: «Lugete Veneres cupidinesque (Llorad Venus cupidos)».

04 Diciembre 2000

Malestar ante el desastre de la política cultural

LA RAZÓN (Presidente: Luis María Anson)

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El artículo de Luis María Anson La política cultural española: 25 años de desastre, publicado el pasado 28 de noviembre en EL CULTURAL que distribuye EL MUNDO, ha tenido enorme repercusión en muy varios sectores intelectuales. Juan Manuel de Prada se sumó a la tesis de Anson al reaccionar contra la sumisión del Ministerio de Cultura al «Grupo EL PAÍS» en la Feria de Guadalajara. El sábado, LA RAZÓN publicó la portada que reproducimos arriba, así como extensa información. Ayer fueron varios los periódicos que se sumaron a nuestra portada y a los argumentos expuestos en nuestro comentario editorial. Existe gran inquietud entre los responsables del Ministerio de Cultura por la preocupación que se advierte en Moncloa. El «Grupo EL PAÍS» cuenta con algunos intelectuales de relieve. Pero la cultura española no termina ahí. La mayoría de los nove listas de calidad, de los poetas, ensayistas, filósofos, dramaturgos, científicos, pintores, escultores, arquitectos, músicos, intérpretes, cantautores, creadores audiovisuales, no se encuentran en la órbita del «Grupo EL PAÍS». Los responsables del Ministerio de Cultura, que están ahí con los votos del centro derecha, deben prestar atención a todos los intelectuales, a izquierda y a derecha, no sólo a los que militan en el sectarismo de EL PAÍS.

05 Diciembre 2000

La Chapuza de Guadalajara

Juan Manuel de Prada

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¿Sera verdad que el PP, fuera del territorio autóctono, es algo así como un boxeador sonado del que todos hacen escarnio, aprovechando su flojera? Aquella especie difundida por la propaganda del PSOE, en los al bores de la dominación popular, según la cual Aznar y su cohorte de acólitos componían una diana de todas las rechiflas en cualquier foro internacional, siempre se me antojó una lujuria alevosa; después de haber presenciado con mis propios ojos el desbarajuste propiciado por las autoridades culturales españolas en la Feria del Libro de Guadalajara (México), he tenido que rectificar mi opinión, vencido por la evidencia. Como quizá mis lectores ya sepan, España ha sido el país invitado a esta Feria que, según el dictamen general, se ha convertido en la más importante de ámbito hispánico; a nadie se le escapa que, con esta elección, el objetivo primordial de los organizadores de la Feria consistía en conseguir un patrocinio suplementario, una aportación monetaria que las exangües arcas del erario mexicano no podían satisfacer. Entre nuestros primos trasatlánticos existe la convicción -un poco aprovechada, pero legítima, en cualquier caso- de que España debe purgar su mala conciencia colonialista sufragando este tipo de fastos culturales; el Gobierno del PP acató este designio y aceptó la designación, sin contar con la inepcia de sus funcionarios ni con la encerrona que los organizadores de la Feria mexicana le tenían reservada.
La encerrona se ha revestido de ribetes esperpénticos. ¿Saben a quién eligieron los organizadores de Guadalajara como inaugurador oficioso de la Feria? Nada más y nada menos que a Felipe González, quien, pese a su descrédito nacional, se pasea allende el océano como un paladín de la democracia o encarnación del perfecto estadista, elevado a los altares del santoral laico. La legación española, presidida por el di rector general del Libro, Fernando Lanzas, experto en tragar quina sin dimitir de su sonrisita lacaya, asistió a la apoteosis inaugural de González con esa impertérrita dignidad que tienen los testaferros, aun en medio del abucheo general; quizá para que a nadie le quedasen dudas sobre su capacidad para encajar gol pes (o quizá siguiendo aquel precepto evangélico que nos recomienda ofrecer la otra mejilla a nuestro agresor), tras la apoteosis de González, encajó también (la sonrisita la caya todavía en los labios) la beatificación de Juan Luis Cebrián, otra de las estrellas de la jomada inaugural, que pontificó risueñamente sobre la «democracia fundamentalis ta» que -según él- en la actualidad padece España.
El dontancredismo de Lanzas y su séquito fue celebrado, concarcaja das zahirientes, por tirios y troyanos, durante toda la Feria, pero sin duda no tanto como su inepcia, que propició algunos episodios descacharran tes. Muy menesteroso, o rematada mente pobretón, resultaba el aspecto del pabellón español en la Feria: las exposiciones que debían amueblarlo se habían perdido en el camino, o habían quedado requisadas en la aduana mexicana; especialmente tercermundista resultaba el quiosquillo del Instituto Cervantes, donde debía celebrarse no sé qué exhibición de tecnología virtual… para la que ni si quiera se contaba con un mísero ordenador. ¡Cuan enternecedor era contemplar a los miembros de la legación española, convertidos en zas candiles genuflexos, rogando a Rosa Mora, corresponsal del diario EL PAÍS, que no divulgara sus inepcias! Y un capítulo aparte requeriría la glosa del libro publicado por el Ministerio, titulado pomposamente «Libros y letras de España», que as pira a ofrecer un panorama «aireado y plural» de la literatura española contemporánea: su lectura no sé si resulta más repulsiva por la obscena exhibición de sectarismo que ofrecen sus páginas o por los cientos de erra tas que hacen casi imposible su desciframiento.
Definitivamente, la virtud más encomiable de estos chicos del PP es la ingenuidad; sólo así se explica que alcancen tales virtuosismos de incompetencia sin dimitir de su sonrisa lacaya.
Juan Manuel de Prada

05 Diciembre 2000

350.000 visitantes certifican el éxito de la Feria del Libro de Guadalajara

Varios escritores españoles critican su exclusión del folleto editado por el Ministerio de Cultura

Juan Jesús Aznarez

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Los organizadores de la 14ª Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el certamen de la industria editorial en español más importante del mundo, han considerado un éxito el desarrollo de su última edición, clausurada el domingo. Los responsables de la Feria, dedicada este año a España, han argumentado que las cifras alcanzadas son «contundentes». En total, 350.000 personas, un 15% más que en la anterior edición, visitaron los 24.000 metros cuadrados que ocupó el acontecimiento. Participaron un total de 1.135 editoriales de 32 países, al tiempo que hubo 36 actividades artísticas y acudieron 50 autores, nacionales o extranjeros, y 130 académicos.Brasil será el próximo país invitado de honor. Raúl Padilla, responsable máximo de la feria, calificó la reunión como «muy exitosa», a pesar de algunas críticas por los retrasos en las llegadas de las exposiciones, como la de los grabados de Miró, que se inauguró el 2 de diciembre en lugar del 25 de noviembre, como estaba previsto. La prensa mexicana señaló que las grandes ausencias españolas fueron el poeta José Hierro, convaleciente de un infarto, y Víctor de la Concha, presidente de la Real Academia Española.

El pabellón español exhibió 5.000 títulos de 300 editoriales. Un numeroso grupo de escritores estuvieron presentes, entre ellos Manuel Vicent, Arturo Pérez Reverte, Juan Manuel de Prada, Rosa Montero, Juan José Millás, Angel González, Enrique Vila-Matas y Juan Goytisolo.

Uno de ellos, Juan Manuel de Prada, ganador del Premio Planeta en 1997, criticó con dureza la selección de autores españoles reseñados en un artículo del profesor y crítico literario Fernando Valls sobre las últimas décadas de la narrativa española, incluido en el volumen Libros y letras de España, editado por el Ministerio de Cultura español con motivo de la Feria de Guadalajara. Además de Valls, también aportaron artículos para el citado volumen Luis García Jambrina, que escribió sobre la poesía española; José Luis Pardo (sobre el ensayo); Guillermo Heras (teatro); Carlos Heredero (cine) o Antonio María de Ávila (mercado editorial español), entre otros autores.

De Prada aprovechó una mesa redonda celebrada en la feria, a la que acudió invitado por el Ministerio de Cultura, para criticar la omisión de algunos autores en el artículo de Valls, como es el caso del dramaturgo Fernando Arrabal, o el escaso aprecio, según él, que merecieron otros, como el premio Nobel de Literatura Camilo José Cela. Otros escritores, como Fernando Sánchez Dragó, se han unido a las quejas de De Prada. Tanto De Prada como Dragó, que viajó a la feria de Guadalajara invitado por un organismo oficial (el Instituto de Cooperación Iberoamericana), colaboran asiduamente en varios medios de comunicación. Sánchez Dragó ha publicado sus crónicas de la feria y sobre la polémica en el periódico EL MUNDO. De Prada lo ha hecho en ABC.

La polémica, apenas reseñada por la prensa mexicana, ha obtenido gran eco en estos dos medios de comunicación, así como en LA RAZÓN, que preside Luis María Anson. Alguno de estos medios ha aprovechado la mayor presencia en la muestra de autores del grupo Santillana, en comparación con otras editoriales españolas, para acusar al ministerio de Cultura de haber cedido el protagonismo del evento a dicho grupo. Los gastos de cinco autores de Santillana presentes en la muestra (Clara Sánchez, Juan José Millás, Arturo Pérez- Reverte, Fernando Vallespín y Rosa Montero) corrieron por cuenta de la editorial. Otros autores, como Manuel Vázquez Montalbán y Manuel Vicent, fueron invitados por el Ministerio de Cultura para acudir a actos concretos, y el grupo Santillana financió la prolongación de su estancia. El profesor y crítico Carlos García Gual, comisario de la delegación española, calificó ayer de «artificial y fruto del montaje de un par de personas con mucha vanidad y méritos dudosos» la polémica suscitada por el artículo de Fernando Valls. García Gual explicó que él mismo había dado su aprobación a la lista de expertos que han colaborado en el libro oficial y que le habían sido propuestos por el Ministerio de Cultura y Deporte. El comisario definió como «indiscutible» la valía de los colaboradores. «En el prólogo de esta publicación oficial», añadió, «indico que los responsables de cada artículo son sus autores, que dan opiniones que pueden ser discutibles o no, pero que han sido manifestadas por expertos de primera fila. No pretenden en absoluto ser un cánon». García Gual añadió: «Que el escritor Juan Manuel de Prada atribuya a una conjura universal el hecho de que su nombre no figure en el artículo de Valls es realmente una cosa de locos». Este periódico intento ayer, sin éxito, recabar la opinión de De Prada.

El Ministerio de Cultura declinó ayer opinar sobre el tema. Un portavoz de la que es titular del Ministerio, Pilar del Castillo, manifestó ayer a este diario: «Esta es una guerra entre medios y grupos editoriales en la que no vamos a entrar. Todas las opiniones e intereses son muy respetables, pero desde el Ministerio no vamos a contribuir a ninguna polémica».

06 Diciembre 2000

Lanzas podría no comerse el turrón en su cargo

LA RAZÓN (Presidente: Luis María Anson)

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Fernando Lanzas, director general del Libro, cargo que ocupa sin otros méritos que su relación amistosa con Luis Alberto de Cuenca, hizo el ridículo, por inepcia e ignorancia, en la Feria de Guadalajara. En un excelente artículo de la revista TIEMPO que reproducimos en la página 30, Juan Manuel de Prada le desnuda ante la opinión pública. Es, según el novelista, ‘experto en tragar quina sin dimitir de su sonrisa la caya’. La preocupación que ha causado en Moncloa el desastre de Guadalajara podría derivar en la destitución del señor Lanzas, aunque algunos piensan que la mayoría absoluta es propensa al sostenella y no enmendalla. Con los votos del centro derecha el Ministerio de Cultura no hace otra cosa que bailarle el agua y hacerle el juego al Grupo EL PAÍS, con lo que la inmensa mayoría del mundo cultural español, a izquierda y a derecha, y sobre todo independiente, están reaccionando contra el Gobierno de Aznar.

07 Diciembre 2000

Puntualizaciones

Juan Manuel de Prada

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He lamentado muchísimo no poder atender a los requerimientos telefónicos de su periódico, por hallarme trabajando durante estos días en la Universidad de Berna. Me gustaría, sin embargo, rectificar en algunos extremos la información que su diario aporta, a propósito de una polémica desatada por mí en la Feria del Libro de Guadalajara:

1. No es cierto que yo enviara crónicas al diario ABC desde dicha ciudad sobre los avatares de la feria. El único artículo que publiqué durante mi estancia mexicana glosaba en un tono humorístico ciertas histerias desatadas por la enfermedad de las vacas locas.

2. Sí he escrito, a mi regreso, algunos artículos de opinión en los que reitero lo que intenté denunciar en dicha ciudad. En ‘Cainismo cultural’, publicado 2 de diciembre en ABC, resumo mi intervención guadalajareña (y, como comprenderá, yo sólo asumo mis palabras, no las interpretaciones que puedan suscitar), donde presenté como rasgo más característico e inveterado de la idiosincrasia española cierta tentación frentista, que en el ámbito literario se alía con frecuencia a intereses mediáticos. Esta propensión de nuestro mundo cultural a atrincherarse en polos de distinto signo ha quedado más que corroborada con las reacciones de la prensa española a mis palabras, que han sido tan desaforadas y cainitas que no hacen sino confirmar mi denuncia.

3. Como ejemplo de esta concepción cainita de la literatura, glosé durante mi intervención un par de frases del trabajo de Fernando Valls, incluido en el citado libro editado por el ministerio. Por la disposición de dichas frases, se apreciaba cómo el elogio dirigido a Juan Benet -merecedísimo, jamás dije yo que fuera excesivo, como alguna vez se me ha atribuido, maliciosamente- se robustecía con el desdén inmerecedísimo que previamente se dispensaba a Camilo José Cela. No hacen falta conocimientos hermenéuticos para detectar contraste tan subrayado. No entré a criticar -como ha hecho cierto periodismo gacetillero y bastante cutre- los pormenores de un texto que me parece insignificante y pésimamente escrito; sí lamenté, en cambio, que el ministerio acogiese bajo su égida un artículo que, amén de silenciar a escritores sin los cuales no puede entenderse la literatura española de nuestro tiempo (de Fernando Arrabal a Terenci Moix, por citar dos de mis preferencias más arraigadas), hacía apreciaciones tan beligerantes como la descrita.

4. La manipulación de mis palabras, desde entonces, ha adquirido rasgos caricaturescos. Ni yo arremetí contra el grupo editorial de EL PAÍS y Alfaguara (en todo caso, podría interpretarse que arremetí indiscriminadamente contra todos los que fomentan el frentismo cultural), ni demostré signo alguno de pataleta porque mi nombre «no figure en el artículo de Valls», como declara don Carlos García Gual, pues me considero un escritor suficientemente recompensado por el aprecio de mis lectores en todo el mundo. Yo, en efecto, no figuro en dicho artículo, donde tampoco comparece ningún escritor de mi edad; los menos talluditos creo que me aventajan en 10 años, o casi.

5. Por el tono del artículo de su periódico, parece insinuarse que mi intervención en Guadalajara obedeció a una estrategia coordinada por determinados medios de comunicación. Quiero especificar que los conciliábulos me repugnan; obré a título particular y a pecho descubierto, sin otro interés que pronunciar mi verdad (que seguramente no sea la Verdad).

Juan Manuel de Prada. Universidad de Berna. Berna, Suiza.

08 Diciembre 2000

Guadalajara

Juan José Millás

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Siempre ha habido escritores empeñados en ligar la suerte de su escritura a la coyuntura política. El problema es que una vez que logran situarse y viajar a cuenta del erario público se sienten vacíos y piden más. Quieren ser a la vez subvencionados e independientes, minoritarios y populares, malditos y consagrados, experimentales y decimonónicos. Algunos de esos escritores no comprenden por qué ellos no se benefician, como Norma Duval o Pedro Ruiz, de la mayoría absoluta de Aznar. Si el PP ha tenido diez millones de votos, cómo es posible que ellos no tengan diez millones de lectores. Sufren, pues, y se preguntan cómo será la vida cuando las cosas cambien, si ahora, que gobiernan los suyos, no logran ser minoritarios y populares, malditos y consagrados, experimentales y decimonónicos, independientes y subvencionados.Por eso eructan en las mesas redondas en las que muerden la mano de sus benefactores. Para ser subvencionado has de viajar a cuenta del ministerio, pero para ser maldito has de poner en la picota al director general que te facilitó el billete de ida y vuelta al centro de tu ego. Luego queda el problema de justificar tu irresistible mediocridad, tu caspa. Pero también para eso existen mecanismos psicológicos al alcance de las economías más débiles. Echemos, pues, la culpa a la editorial que no nos publica, al periódico en el que no escribimos o a Florenci Rey, al que adoran todas la mujeres de la casa. Cómo es posible, se pregunta el escritor maldito y consagrado, experimental y decimonónico, etcétera, que gobernando el PP por mayoría absoluta no sea yo el hombre del tiempo de Canal +, para coincidir con Marta Reyero en la sala de maquillaje.

La vida es dura. Detrás de una editorial de éxito suele haber años de trabajo silencioso y un equipo de gente que no mira el reloj. Cuando además de todo eso funciona el olfato, su catálogo triunfa con o sin ayuda oficial. Quede, en fin, constancia de que ni el Ministerio de Cultura, que no me invitó a Guadalajara; ni Planeta, editorial en la que no publico; ni Abc ni El Mundo, periódicos en los que no escribo, son responsables de que yo no haya logrado estar, como escritor, a la altura de las expectativas de mi madre.

18 Diciembre 2000

Y dale con Guadalajara (México)

Ramón Sánchez Lizarralde

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Las polémicas desatadas en torno a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, para mayor precisión a propósito de la participación de escritores y editores españoles en ella, y de la parte que tuvo en el evento el Ministerio de Cultura de España, han ocultado lamentablemente hasta ahora otros fenómenos y problemas de igual o superior fuste, según se mire, atendiendo al alcance cultural de los asuntos (que lo más probable es que no sea lo más importante).Aquello era una feria, y, por tanto, cuestión de comercio y de finanzas: el terreno de las empresas editoriales y su competencia. Las estrategias comerciales y políticas son cosa de ellos y de los Gobiernos. El ambiente se cargó de tensión con la llamativa participación de Felipe González a título de personaje español principal, pues eso no sentó nada bien en nuestros círculos gubernamentales. Aunque ellos sabrán por qué dejaron un hueco tan visible rebajando el rango de su presencia oficial. Vaya usted a saber. La verdad es que no me importa.

Los autores iban, pagara los gastos su editorial o el ministerio del ramo, a promocionar sus libros entre los posibles compradores mexicanos. Para algunos, no se trataba de otra cosa sino de satisfacer ese penoso y agotador trato de comparecer y demostrar sus atractivos intelectuales o festivos como medio de publicidad. Cumplir, y a otra cosa. Aunque, para bastantes otros (estamos en un país libre), la decisión editorial o ministerial de llevarles allá proporcionaba la oportunidad de entablar una relación directa con una porción de sus lectores (efectivos o hipotéticos) a la que sólo por casualidad tienen acceso directo. Escritor había, doy fe, que consideraba esto lo más importante. E incluso de, en el caso de los más inquietos y dispuestos, conversar con otros escritores de aquel lado del mar, probablemente tan interesantes como ellos mismos, y hasta, por qué no, con aquellos de sus compatriotas con los que compartían hotel, mesa redonda o copas nocturnas (antes de que prohibamos también las reuniones de escritores en los bares).

No es, por supuesto, que no me importen ni me sienta implicado en los debates políticos y literarios que la aludida controversia ha venido a destapar (en algún caso, sencillamente a desempolvar) por aquí (pues allí, a este propósito, no se enteraron de nada). Algunos, sobre todo a medida que se ha ido depurando la discusión y quedan arrumbados los elementos más miserables de la representación, nos devuelven a porfías tan seductoras como antiguas.

Pero, como decía, tal polémica casera (tan hogareña) ha desplazado de las páginas de los periódicos españoles otros argumentos de recomendable, a mi juicio, comentario.

Aun en mi condición de novato y, seguramente para algunos, irrelevante partícipe en la convocatoria, prefiero hurtarme a la avalancha de protestas domésticas y, sin que se me tome como gesto de arrogancia -faltaría más-, tratar de aportar al público poseído por el morbo (de murbus: enfermedad; y de ahí también muermo, aunque no sea lo mismo) de la diatriba y la inquina algunos otros detalles de la inefable reunión de Guadalajara…

Para empezar, cualquiera que no se encontrara excesivamente desazonado por su propia participación podía percibir en Guadalajara (México), al menos ése fue mi caso, una diferencia, un lujo casi, poco frecuente en convocatorias parecidas a este lado del mar en los últimos tiempos. Lo decían algunas crónicas antes de que la algarabía de la pelea intestina lo asfixiara: la numerosa, activa y apasionada participación del público lector mexicano, intervenciones incluidas, en los actos, mesas redondas y presentaciones protagonizados por autores españoles. Parecía una excelente, por mucho que excesivamente apretada, oportunidad para escuchar y entablar conocimientos. También para recapacitar acerca de los porqués de la escasa presencia de lectores en citas parecidas en nuestra propia casa (cualquier argumento debería ser digno de atención, sobre todo teniendo el cuenta los desalentadores «hábitos de lectura» de acá).

Por otra parte, a mí (y a otros tres traductores literarios) me llevó el Ministerio de Cultura español (la Dirección General del Libro, para mayor abundamiento), y hasta me propuso, calificándome de especialista en asuntos de traducción literaria, que escribiera un texto para el libro de marras (el de las erratas y la bronca) acerca del estado de tal actividad en España. Me encantó el viaje (por México, claro, no por las estrecheces de mi butaca de avión) y lo pasé bastante bien escribiendo mi ensayo, tomando parte en la mesa redonda correspondiente junto a mis compañeros, a la que asistieron personas vivas y entusiastas de la literatura de allá, y hasta paseando por los mercados y tabernas de Guadalajara en compañía de Vicente Soto, Sordera, y otros amigos.

Aunque sin duda más notable que mi propia participación o la de otros fue el hecho de que, por primera vez en muchos años y después de no poca insistencia y discusiones con los sucesivos responsables del ramo, un grupo de traductores literarios fuera incluido en la expedición de autores españoles enviada a un evento de esa trascendencia. Soy de los que piensan que la Administración, al tomar estas iniciativas, cuando las resuelve bien, no hace sino cumplir con su deber de servicio a los ciudadanos… Pero también me enseñaron que es cosa de bien nacidos agradecer el buen trato.

Los traductores como autores, titulaba al día siguiente su crónica un periódico de allá, y de eso se trataba, al menos para nosotros. Y de los contactos que hicimos con colegas y lectores. Y de sentirnos, infelices de nosotros, por una vez parte de la familia (tan malamente avenida, según se ve) de los escritores. Confío en que la novedad se convierta en costumbre para el futuro.

Por otra parte, tanto de mis propias conversaciones en Guadalajara (y en México DF después, donde pude pasar unos días a invitación de mi editora y amiga Enzia Verduchi, y conocer, por ejemplo, la Casa Refugio para escritores perseguidos donde continúa el poeta kosovar Xhevdet Bajraj) como de los debates en otras mesas redondas, me quedó intensamente grabada la impresión de que, pese a las cifras esgrimidas por los editores respecto a la pujanza de la venta de libros españoles en México, el intercambio literario e intelectual continúa siendo escaso, limitado, demasiado dependiente del rendimiento financiero o de la publicidad.

Y sobre todo que, si el tráfico es intenso de aquí para allá, en sentido inverso es ínfimo y determinado por criterios restrictivos. Que la relación resulta peligrosamente desproporcionada, en perjuicio de ellos, claro. A algunos, cuando se habla del español, se les llena la boca de «comunidad cultural», «idioma común» y todo eso. Pero es preciso dejar miserias aparte para lograr que, antes de «compenetrarnos», podamos conocernos un poco más.