20 marzo 2011

La Duquesa de Alba protesta con una tribuna en prensa contra Manuel Vicent por su libro sobre Jesús Aguirre, el difunto Duque de Alba consorte

Hechos

El 20.03.2011 el periódico EL PAÍS publicó una carta de Dña. Cayetana Fitz-James Stuart a D. Manuel Vicent en formato de carta.

01 Febrero 2011

La memoria de Vicent

Fernando G. Delgado

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Esta tarde tendré el gusto de presentar en Valencia un libro con cuya lectura he disfrutado mucho: Aguirre, el magnífico (Alfaguara), la última obra de Manuel Vicent. Se trata de la insólita aventura de un hijo de madre soltera que refugia su ambición en un seminario de Comillas, primero, y en otro alemán, más tarde, hace compatible la sotana con su pedantería de intelectual redicho, se rodea con acierto de quienes pueden favorecer su ascensión social, ejerce de cura singular con fama de buen sermonero, puestas sus aptitudes al servicio de la contestación al franquismo, implicado en ella y, merodeando las cercanías del poder cultural y político, termina en Duque de Alba y por ende en miembro de las diversas academias reales con más prólogos que libros. Para mí es la historia de una burla, construida con un cinismo bien cultivado y una capacidad sobresaliente para la impostura, llena además de jugosas anécdotas que Vicent narra con la buena prosa que le es propia y con el humor que administra de modo tan ameno como sabio.

Bastaría lo que este libro tiene de biografía de Jesús Aguirre, personaje realmente ingenioso y a veces desvergonzado, con frecuencia desmesurado, disparatado también; lo suficiente como para que Vicent no tenga que añadir esperpento al esperpento. Pero este relato emplea su condición biográfica como hilo conductor de una obra más ambiciosa. Y lo es no solo porque la mera descripción de la aventura personal de Aguirre supone una indagación en la condición humana que va más allá del sabroso anecdotario, sino porque es un hermoso ejercicio literario de memoria de la España que va de 1971 al 2001 y un repaso excelente de la España de la transición desde los cenáculos madrileños de la cultura. Además de un ejercicio de la propia memoria de su autor. Por eso, la Valencia que siempre asoma en la obra de Vicent aparece aquí también de un modo episódico pero esencial. Y digo esencial porque al relatar las relaciones que por su conocimiento del alemán tuvo Aguirre con los participantes en el llamado contubernio de Múnich, evoca al periodista valenciano, Vicente Ventura, uno de aquellos represaliados, y confiesa entonces su manera de concebir la literatura en sus inicios de escritor, más cerca de la emoción de la naturaleza que del radical compromiso con la política que exigía, por ejemplo, Joan Fuster. Se desliza en esas páginas una desenfadada poética del autor, que si bien ha superado con creces la falta por entonces de argumentos cómicos o tenebrosos, dice él, poéticos o vulgares, de aventuras y personajes, ha logrado mantener siempre la prevalencia de la literatura y su estética sobre otros postulados. Dice que Ventura lo consideraba un frívolo porque solo le interesaba «la bajamar extasiada que hacía aflorar los erizos en los fondos de roca cerca de las calas, la luz inmóvil del mediodía que condensaba el aroma de brea en el muelle, donde los gatos dormían sobre las redes tendidas. Tal vez ser escritor -concluye Vicent- consistía en saber expresar con las palabras exactas la sensualidad de la bruma dorada que se levantaba y se abría hasta dejar un sol blanco suspendido en la mente». Y entrando en el detalle de su visión del mundo, con Dénia como escenario y con el recuerdo de paso de Raimon o de Andreu Alfaro, que allí acudían a veces, Vicent nos ofrece algunas de las más hermosas páginas de este libro por las que no aparece Aguirre, pero sí Franco en el yate Azor por las aguas de Dénia. Y la España de Aguirre que pasó por Valencia, aunque no pasara Aguirre. Todo lo que digo refuerza su idea de que este libro no es exactamente una biografía. Claro que no, exactamente no. Pero también es una biografía. No en vano, Aguirre, el día en que presentó al Rey a Vicent le dijo al monarca que este era su futuro biógrafo. Y no se equivocó. También el Rey le contestó a Aguirre: «Coño, Jesús, si lo cuenta todo, vas aviado». Y tampoco se equivocó: Vicent lo cuenta todo, hasta lo más íntimo que se conoce del homosexual que llegó a Duque de Alba. Pero, eso sí, lo cuenta con la elegancia con que el escritor valenciano emplea su narrativa para describir la vida.

Aguirre era mordaz, cínico, irónico, culto y lúcido. Si cautivó a la duquesa supongo que sería porque ella no era refractaria a esas condiciones. Pero ser así se paga. Algunos atribuyeron a los Alba la culpa de la depresión de los últimos años de Aguirre, aunque es más fácil pensar que fuera víctima del propio personaje que nunca encontró en vida a su verdadero autor. Vicent, el autor que sí encontró al personaje, describe en este libro la escalada a un sarcófago que se consumó al fin cuando el Duque de Alba fue enterrado en su aristocrático mausoleo de Loeche. Quizá empezó a morir antes, no sé si cuando empezó a tomarse en serio o cuando se cansó de reír. Tal vez llegara a aburrirse de ser Duque de Alba y Cayetana le impidió que nos lo contara a sus amigos.

06 Febrero 2011

Jesús Aguirre, el 'aristo-ácrata'

Ángel Sánchez Harguindey

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En estos días se pone a la venta Aguirre, el magnífico, de Manuel Vicent, una biografía libre y novelada de un personaje irrepetible: Jesús Aguirre, sacerdote, editor, director general de música y decimoctavo duque de Alba.

«El 23 de abril de 1985, en la Universidad de Alcalá, el novelista Torrente Ballester acababa de pronunciar en el paraninfo el discurso de aceptación del Premio Cervantes, y después de la ceremonia, con la imposición de la inevitable medalla, se celebraba un vino español en el severo claustro renacentista. Bandejas de canapés y chorizos de Cantimpalos, cuya grasa brillaba de forma obscena bajo un sol de primavera, pasaban a ras del pecho de un centenar de invitados, gente de la cultura, escritores, políticos, editores, poetas. Uno de ellos era Jesús Aguirre, duque de Alba. Lo descubrí en medio del sarao, transfigurado, redivivo, como recién descendido del monte Tabor. Me acerqué y le dije bromeando: «Jesús, ¿puedo tocarte para comprobar si eres mortal?». El duque me contestó: «Querido, a ti te dejo que me toques incluso las tetillas». Vista la proposición, expresada con una dosis exacta de ironía y malicia, le confesé que me proponía saludar al Rey, pero que en este caso prefería la compañía de un Alba a la de un Borbón. «¿No conoces a Su Majestad?». El duque tiró de mí para conducirme ante la presencia del monarca».

«Don Juan Carlos vestía chaqué, empuñaba una vara de mando, se adornaba con el toisón de oro, un collarón con 14 chapas doradas, instituido en 1430 por Felipe III de Borgoña en honor de sus 14 amantes. Nuestro Rey lucía esa orden y ahora estaba rodeado de tunos cuarentones que se daban con la pandereta en la cabeza, en el codo, en las nalgas, en los talones y le cantaban asómate al balcón carita de azucena y no sé qué más, como si fuera una señorita casadera. Jesús Aguirre se abrió paso en el enjambre de guitarras y plantado ante el Rey dijo muy entonado: «Majestad, le presento a mi futuro biógrafo». Y a continuación pronunció mi nombre y apellido, mascando con fruición las sílabas de cada palabra. El Rey echó el tronco atrás con una carcajada muy espontánea y exclamó: «Coño, Jesús, pues como lo cuente todo, vas aviado».

«Esta salida tan franca no logró que el duque agitara una sola pestaña, sino una sonrisa cínica, marca de la casa. En ese momento, entre el rey de España, el duque de Alba y este simple paisano apareció a media altura una bandeja de aluminio llena de chorizos de regular tamaño, cada uno traspasado por un mondadientes, como se ven en la barra de los bares de carretera a merced de los camioneros. Una señora vestida en traje regional, de alcarreña o algo así, ofreció el presente con estas palabras: «¿Un choricito, Majestad?». Y Su Majestad exclamó: «¡Hombre, un chorizo! ¡Venga, a por él!». Jesús Aguirre, obligado tal vez por el protocolo, alargó también la mano. Con un chorizo ibérico en el aire trincado con el mondadientes, Su Majestad me dijo: «Y tú qué, ¿no te animas?». Contesté algo confuso: «No puedo, señor, estoy cultivando una úlcera de duodeno con mucho cariño».

Así comienza Manuel Vicent su nuevo libro, Aguirre, el magnífico (Alfaguara), una biografía novelada de uno de los personajes más peculiares e interesantes del mundo de la religión, la cultura y la aristocracia del pasado siglo. De hecho, el nuevo título de Vicent -que lleva el subtítulo Retablo ibérico– trasciende lo meramente biográfico para pergeñar una visión colectiva de la España y las gentes de la cultura que cubren el abanico cronológico y vital de Jesús Aguirre, es decir, los dos últimos tercios del siglo XX. Todos los párrafos entrecomillados que se publican a continuación son extractos del mencionado libro.

«Puesto que me había nombrado su biógrafo oficial siendo testigo el rey de España, lamenté no tener el talento de Valle-Inclán, ya que Jesús Aguirre, como personaje, podía desafiar con ventaja a cualquier ejemplar de La corte de los milagros. Según Valle-Inclán, el esperpento consiste en reflejar la historia de España en los espejos deformantes del callejón del Gato. Si este hijo natural, clérigo volteriano, luego secularizado y transformado en duque de Alba, se hubiera expuesto ante esos espejos, probablemente los habría roto en pedazos sin tocarlos o tal vez en el fondo del vidrio polvoriento habría aparecido la figura del Capitán Araña».

«Primero Jesús Aguirre fue asesor de publicaciones religiosas. Después se hizo cargo de Cuadernos Taurus, pero al tomar por asalto el mando absoluto de la editorial quedó desbancado su predecesor García Pavón, el autor manchego del detective Plinio, y el espíritu de Tomelloso pasó a la estética de la Escuela de Fráncfort. Los partidarios de García Pavón, al verlo en la calle, contraatacaron y en las mesas del café Gijón aparecieron octavillas malévolas en las que se decía que, más que de Adorno y Walter Benjamin, el cura Aguirre entendía de jóvenes griegos y en ese asunto era todo un Platón. «¿Me puedes decir qué significa esto de Platón?» —se preguntaban los enemigos del cura en el café—. «¿Tenía Platón un dálmata?». Pero las calumnias cesaron y José Luis Aranguren, llamado por algunos Amarguren, ya había dejado de ser un moralista cenizo y después de fumarse unos porros con los estudiantes en el campus de La Jolla se había traído del exilio la felicidad californiana que impartía Marcuse para convertirse en el intelectual de guardia en Taurus a pleno rendimiento, y en el palacete de la plaza del Marqués de Salamanca comenzaron a entrar y salir Fernando Savater, Juan Benet, Javier Pradera, Juan García Hortelano, Jaime Salinas y los catalanes Gil de Biedma, Carlos Barral y José María Castellet. Nunca se había visto hasta entonces una editorial con perro de lujo incorporado».

Una de las etapas importantes en la vida de Jesús Aguirre fue la de sacerdote, y más concretamente, los años que ofició en la Iglesia de la Ciudad Universitaria. Esta es una más de las múltiples anécdotas que jalonan su excepcional vida: «Tiempo después, cuando esa misa era un suceso místico y social donde se daban cita seres muy evanescentes, sucedió un percance que alcanzó la cota máxima de la estética. Al parecer, uno de sus amigos predilectos, con quien el cura había establecido una relación particular, lo había abandonado. El neófito había perdido la fe, había dejado la práctica religiosa y había desaparecido de su vida. Hacía casi un año que no se veían y se condolía de su ausencia. Jesús Aguirre ignoraba su paradero, le dijeron que se había ido a París, pero un domingo de primavera en que el cura lo daba por perdido y rememoraba aquel platonismo griego como una amarga dulzura del corazón, el amigo tornó al redil y acudió a misa. Cuando Jesús Aguirre se volvió hacia los fieles para decir dominus vobiscum, de pronto, con los brazos abiertos, vio muy sorprendido a su amigo, que sonreía sentado en la cabecera del primer banco. El cura también le sonrió y, en lugar de decir dominus vobiscum, realizó un silencio muy medido, cinco segundos de eternidad, y después, con los ojos fijos en su amigo recuperado, exclamó: «Bonjour, tristesse». Quién era ese amigo no lo supe hasta unos años más tarde».

Pero sin duda el momento de mayor esplendor en la vida de Jesús Aguirre comienza el 16 de marzo de 1978, día en que se casa con Cayetana Fitz-James Stuart, duquesa de Alba, lo que le permitirá en convertirse en el decimoctavo duque de Alba hasta el momento de su muerte, en mayo de 2001.

«Los novios partieron de luna de miel a un castillo de Biarritz y los acompañó Pedrusco Díez, el amigo de Jesús desde los tiempos primeros de Taurus, al que no había renunciado. No se sabe si también fue con ellos el mastín blanco. Después de la ceremonia, Javier Pradera y Clemente Auger se encontraron con Felipe González en el restaurante El Chuletón. «Venimos de la boda de un ser permanente, tú eres provisional», comentaron, y pocos años después Pradera añadió a esta lección de ontología: «Existen dos cosas que nunca pude imaginar, que el cura Aguirre se convertiría en duque de Alba y que Solana llegaría a ser jefe de la OTAN». Pero el decimoctavo duque de Alba diría que lo que más le costó en el palacio de Liria había sido «encontrar los interruptores».

Tras la boda y el viaje de novios, Jesús Aguirre recibe en el palacio de Liria a algunos de sus amigos. Vicent relata en su texto una de las visitas que realizó al mencionado palacio: «Entre las docenas de títulos nobiliarios que ostenta la Casa de Alba, Cayetana le había ofrecido la oportunidad de que escogiera el que más le gustara. «Querido —me dijo—, imagino que no te sorprenderá que haya elegido el de conde de Aranda, un ilustrado, un afrancesado enciclopedista, que introdujo la modernidad en España. Pero este título solo lo uso cuando viajo de incógnito». Cuando Jesús Aguirre me preguntó si quería contemplar el famoso retrato de Cayetana de Alba, pintado por Goya, o leer la carta autógrafa de Cristóbal Colón y el testamento de Felipe II o tener en mis manos la primera edición del Quijote, que se conservaban en el archivo de la familia, le dije que prefería que me mostrara primero su fondo de armario».

«No lo dudó un segundo. Junto con el escritor Juan García Hortelano le seguí los pasos por varios salones en penumbra, que era como hacer espeleología en la gruta del gran dragón. En la intimidad de unas estancias privadas había un gran vestidor forrado de caoba. En una tabla al pie de las cajoneras se alineaban varias docenas de zapatos, podían ser 50 o 100, entre ellos algunos pares de terciopelo en forma de botines de media caña como los que calzaban los pajes de Lorenzo el Magnífico, en Florencia, según aparecen en el cuadro de Gozzoli El cortejo de los Reyes Magos».

«Eran los zapatos del padre de Cayetana, que fue embajador en Londres, al que Jesús llamaba su suegro con absoluto desparpajo. Abrió el primer armario y apareció un mono color azul mahón desgastado. «Jacobo, mi suegro, el embajador, era muy elegante. En Londres, durante la guerra, en la embajada cenaba siempre con esmoquin. Cuando empezaba el bombardeo, los famosos V-2, entraba el mayordomo, le ayudaba a quitarse el esmoquin y le ponía este mono de obrero por si se desplomaba el techo, le cubría la cabeza con un casco de acero y seguía cenando como si nada. A veces me visto con este mono para escribir los artículos de EL PAÍS. Un día voy a recibir con él a Javier Pradera y a Juan Benet. También uso los zapatos de mi suegro, aunque algunos me aprietan demasiado porque calzo un número más», dijo. A continuación abrió otra hoja de un armario y nos mostró un uniforme colgado en la primera palomilla. Era un uniforme de capitán general, de color azul oscuro, con los correspondientes entorchados, las estrellas de cuatro puntas y bastones de mando en las hombreras y en la gorra de plato. «A ver si sabéis a quién pertenecía», preguntó. García Hortelano comentó con ironía «que podía ser de Franco, aunque aquel tirano era más corto de talla».

«El uniforme pertenecía al rey don Juan Carlos. El duque contó que era tradición de la monarquía española regalar a la Casa de Alba el uniforme que ha llevado el rey en el acto de su coronación o del juramento de la Constitución. Yo lo recordaba perfectamente, puesto que había asistido a aquel acto desde la tribuna de prensa en el Congreso de los Diputados. «¿Lo usas alguna vez, Jesús, en tus delirios de grandeza?», bromeó Hortelano. «Delirios no, querido, lo mío son realidades de grandeza, aunque el Rey es mucho más alto que yo. Puesto a travestirme, elegiría el vestido que lució la reina María Luisa de Parma el día de su boda con Carlos IV», exclamó Jesús Aguirre sacando un vestido de novia de otro Armario».

Aguirre, el magnífico. Retablo ibérico concluye con la muerte del protagonista del mismo, y así lo narra su autor: «En una habitación de palacio rodeado de óleos de Tiziano y de bombonas de oxígeno, con un libro de Goethe entre frascos de medicinas en la mesilla de noche, bajo el denso perfume de láudano, su último incienso, expiró el decimoctavo duque de Alba, el 11 de mayo de 2001, a las cinco en punto de la tarde, cuando otros aristócratas y terratenientes amigos ocupaban la barrera de las ventas en la tercera corrida de abono de la feria de San Isidro. Cayetana se encontraba en Sevilla entregando un premio a Curro Romero. Murió solo y el llanto de la ambulancia, su única plañidera, fue lo último que oyó Aguirre, el magnífico, en este mundo».

«Después sonó Mozart para ilustrar la capilla ardiente, instalada en Liria, por donde desfilaron los amigos de su juventud, aquellos que compartieron con él los sueños del amor a la inteligencia, pero no llegaron todos. Unos habían muerto, otros se encontraban en paradero desconocido. Jesús Aguirre  fue enterrado al día siguiente en el panteón que la Casa de Alba posee en el convento de las madres dominicas en el pueblo de Loeches, a 28 kilómetros de Madrid. Allí consiguió escalar finalmente el héroe un gran sarcófago de mármol por cuya conquista luchó toda su vida».

20 Marzo 2011

Carta a Manuel Vicent

Cayetana de Alba (Duquesa de Alba)

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Señor Vicent:

Cuando tuve noticia de la aparición de su obra dedicada a mi difunto marido Jesús Aguirre, experimenté sensaciones encontradas y también una gran curiosidad al saber que 10 años después de su muerte todavía alguien consideraba de interés su persona. Aunque ya el título me hizo desconfiar de sus intenciones cuando decidió acometer lo que usted mismo define como «esperpento literario».

Parece mentira que usted haya tenido la osadía de ridiculizarle después de su muerte, y ya que no puede contestarle, lo hago yo. Lógicamente, a lo largo de la lectura del libro se confirmaron mis sospechas, ya que no cabe duda de que resulta más fácil y supongo que más vendible cargar las tintas en determinadas cuestiones y liquidar en apenas dos líneas unas trayectorias vital e intelectual nada desdeñables. Pese a que soy consciente de que esta carta puede proporcionarle una publicidad gratuita, que posiblemente le vendrá muy bien para el objetivo que perseguía cuando decidió escribir sobre mi marido, considero un deber hacia su memoria tratar de precisar aspectos que, en mi opinión, deja en su libro apenas esbozados y, en otras ocasiones, incluso ridiculizados.

Jesús Aguirre, mi marido, fue un magnífico estudiante y si en un momento de su vida decidió inclinarse con plena libertad por la vida sacerdotal, no habría que atribuirlo a oscuras motivaciones freudianas, sino por lo que entonces se llamaba vocación, la misma que le condujo cuando terminó su formación en España a completarla durante varios años en Alemania, donde hasta usted reconoce que conoció a algunos de los más importantes filósofos y teólogos europeos, que le proporcionaron un bagaje cultural y filosófico, evidentemente, muy superior al de la inmensa mayoría de los españoles.

También su época de sacerdocio y su «éxito» como cura de la iglesia de la Ciudad Universitaria parece trivializarlo de forma evidente, ironizando y casi despreciando a aquellas personas, no solo «señoras bien», sino profesores de la categoría de Ramón Carande, Gonzalo Anes, José María Maravall o Tierno Galván y políticos como los hermanos Solana, Miguel Boyer, Felipe González, Ramón Tamames, Fernando Morán, la familia Maravall o Peces Barba, que llenaban la iglesia y seguían sus homilías, porque escuchaban y se identificaban con un discurso pastoral muy alejado de lo que entonces era la práctica de los sacerdotes españoles.

Posteriormente, pese a que usted parezca rebajarla casi hasta el desprecio, su labor al frente de la editorial Taurus ha sido una de las más fecundas empresas culturales de este país, ya que en la década de los setenta, entre sus iniciativas más conocidas y celebradas, incorporó a la bibliografía española, como es bien sabido, a los protagonistas más destacados de la Escuela de Frankfurt, Adorno, Horkheimer y Walter Benjamin. Incluso tradujo y prologó Haschisch y los dos tomos de Iluminaciones de este último, al mismo tiempo que concedió su primera oportunidad a algunos de los más importantes pensadores españoles actuales como Fernando Savater, que años después y con motivo del fallecimiento de mi marido, recordaba con enorme cariño y agradecimiento.

Jesús Aguirre fue director general de Música por su gran cultura musical, no solo por ser amigo del entonces ministro de UCD Pío Cabanillas, y durante su mandato gestionó la creación de la Orquesta y Coros Nacionales de España, el Ballet Nacional Español y el Ballet Nacional Clásico y el Centro Nacional de Documentación Musical. También, aunque esa faceta la trate con evidente sarcasmo, fue conferenciante fecundo, pero las invitaciones que recibía para impartir conferencias no se debían solo al hecho de ser duque de Alba, sino, sobre todo, a su gran cultura, reconocida hasta por sus mayores críticos, cualidad que le permitía hablar y, además muy bien, sobre distintos ámbitos culturales. Y también fue escritor y columnista del diario EL PAÍS, académico de la Real Academia Española de Bellas Artes y de Santa Isabel de Hungría, Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, y comisario durante los trabajos de organización de la Exposición Universal de Sevilla, con otro partido político distinto del de su etapa en Cultura y, además, sin ningún apego al cargo, ya que cuando consideró que tenía que dimitir, lo hizo. Finalmente, para terminar esta faceta de su actividad, le informo de que le fue ofrecida la Embajada en Bonn, pero hubo de rechazarla por mis muchas obligaciones públicas y privadas.

Ignoro el grado de conocimiento o de amistad que pudo unirle a mi marido, pero resulta evidente que no fue lo suficientemente profundo, ya que el retrato que pinta en su libro es el de un personaje que me resulta desconocido, porque durante 20 años fui la mujer más feliz del mundo; nunca conocí un hombre tan apasionado e inteligente; fue un gran duque y gran hombre. A lo largo de ese tiempo de convivencia pude conocerlo íntimamente y, desde luego, tuve la oportunidad de valorar y de querer la gran riqueza de matices de su personalidad y sus grandes servicios a la Casa de Alba, que, en mi opinión, no ha sabido o no ha querido reflejar en su libro.

20 Diciembre 2011

Cayetana Alba y Andalucía

Cayetana de Alba

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No puedo hacerme responsable de las opiniones que viertan otros y solo puedo asumir la mía, que es la de una profunda admiración y respeto por el pueblo andaluz. Pueblo trabajador y generoso.

He conseguido con gran orgullo la mayor distinción para mí, Hija Predilecta de Andalucía, que me fue concedida por el Parlamento andaluz en reconocimiento de mi labor por Andalucía.

Soy presidenta de honor de Nuevo Futuro Sevilla, de la Asociación Española de Esclerosis Múltiple y he participado en diferentes obras benéficas, como en la construcción de la Iglesia de los Gitanos.

Me siento andaluza y he participado en su vida y en sus fiestas, en sus toros, en sus flamencos, en la Semana Santa y en la Feria, exponentes máximos del sentimiento popular andaluz.

Soy española y andaluza y no entiendo España sin Andalucía. Una andaluza de corazón.