5 enero 2010

La oposición de Rodríguez a la ‘propiedad intelectual’ «es un robo», causando las réplicas de Muñoz Molina y Almudena Grandes

Hechos

El 5.01.2010 D. Juan Carlos Rodríguez Ibara publicó el artículo ‘Fregonas y maletas de ruedas’.

05 Enero 2010

Fregonas y maletas de ruedas

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

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Hubo alguien que inventó la fregona para, en el tiempo del machismo recalcitrante, poner a la mujer de pie en lugar de rodillas a la hora de fregar el suelo, y también existió alguien que inventó la maleta de dos ruedas que hoy usa casi todo aquel que se decide a emprender un viaje para evitar un sobreesfuerzo en su traslado. Ambos inventos vinieron precedidos de otras cuatro genialidades: algunos inventaron el palo, otros el trapo, otros la rueda y otros la maleta. La ocurrencia del de la fregona y del de la maleta de ruedas consistió en unir en un mismo artefacto el palo y el trapo por una parte, y las ruedas y la maleta por otra. Ante esto cabe preguntarse razonablemente: ¿le corresponde algún tipo de propiedad intelectual al inventor de la fregona y al inventor de la maleta de ruedas? Sus creaciones no surgieron de la nada, puesto que unieron dos cosas que ya existían y que, antes que ellos, alguien inventó. Y siguiendo el razonamiento, seguro que antes del de la rueda o del de la maleta, del trapo o del palo, ya hubo alguien que inventó algo que sirvió para que esos artilugios pudieran mezclarse.

Eso que acabo de describir y que permite discutir, cuando no negar, la propiedad intelectual, no ocurre sólo con esos inventos, sino que es la forma que tiene la humanidad de acercarse al proceso de creación. Por eso, resulta chirriante escuchar a algunos creadores musicales y cinematográficos españoles cuando hablan, hasta la náusea, de sus creaciones y de su propiedad intelectual, dañada, según ellos y la SGAE, por la piratería informática. ¿Acaso cuando alguien compone una balada, de cuya autoría reclama la propiedad intelectual, no está creando algo sobre creaciones anteriores o contemporáneas a él? ¿No hubo antes que él alguien que escribió la primera balada de la historia? Es imposible imaginar que una creación de ese tipo se sostiene sobre la nada o sobre el vacío. Cuando alguien compone una melodía del tipo que sea, ¿no está influido por todo lo que ha escuchado, leído y visto a lo largo de su vida? ¿Es que la creación cultural no es acaso la forma recurrente que tenemos de hacer las cosas? ¿Alguien puede decir que lo que ha creado no es el producto de sus influencias? Una película de cine, ¿no es la consecuencia de las miles de películas de cine que se han creado a lo largo de la historia? ¿De qué propiedad intelectual nos están hablando los que hablan de esa forma? Lo que yo estoy escribiendo en este momento, ¿no es la consecuencia de lo que hablan y razonan millones de personas? ¿Cuáles son los derechos que me corresponden como autor de un escrito que es la consecuencia de la influencia de miles de escritos y reflexiones? ¿Entrecuántos tendría que repartir mis derechos de autor?

Lo que escribo en este instante lo estoy haciendo en un banco de un parque que ha sido diseñado por un arquitecto. Quienes se dedican al ejercicio de la arquitectura también tienen reconocida la propiedad intelectual. Enfrente de donde estoy sentado, miro y observo una escultura, propiedad intelectual de un escultor que se la vendió al Ayuntamiento de la ciudad en la que vivo. Escribiendo en el parque y mirando la escultura me he acordado de las cosas que dijeron algunos creadores, hace unas semanas, a las puertas del Ministerio del Cultura del Gobierno de España y he pensado que, siguiendo sus razonamientos sobre los derechos de autor y la propiedad intelectual, alguien debería venir a cobrarme unos euros por estar disfrutando del espacio que un arquitecto creó y por mirar la escultura que un escultor ideó y modeló. No diré cuántas veces he mirado la escultura, no vaya a ser que la SGAE me denuncie por haber mirado más veces de las que podría ser entendido e interpretado como un acto de piratería visual. ¿Por qué los arquitectos y los escultores no cobran sus derechos de autor cuando usamos o miramos los espacios y las esculturas por ellos creados y sí hay que pagar por usar o mirar las canciones o las películas realizadas por otro tipo de creadores?

He dejado este escrito para mañana y me he pasado por una frutería a comprar dos kilos de naranjas; el frutero sólo me ha cobrado por lo que he pedido y no ha tenido la ocurrencia de pretender venderme dos kilos de melones, un kilo de limones y tres kilos de manzanas, aunque yo sé que el frutero tiene un huerto en el que cultiva todos esos productos. Me ha servido lo que le he pedido y he pagado religiosamente. A continuación, he pasado por una tienda de discos y he pedido que me vendieran la canción de Joaquín Sabina, Tiramisú de limón, pero, a diferencia del frutero, el dependiente ha pretendido que le comprara 13 canciones más que, por lo visto, es toda la producción del huerto musical de Sabina en la temporada del año 2009. Y no sólo lo pretendía, sino que además quería cobrarme algo más de veinte euros por un estuche de plástico con un disco dentro. Me he negado a llevarme toda la producción del maestro, porque a mí sólo me gusta Tiramisú de limón. El dependiente no entendía lo que yo le decía y yo no entendía lo que me decía él; debe de ser que yo emigré a la sociedad virtual, que no necesita formato para disfrutar de un hecho cultural, y él sigue en territorio analógico, donde la realidad es sólo física. ¡Vamos, que si le digo que le voy a enviar un correo, seguirá pensando que en una semana recibirá una carta mía envuelta en un sobre de papel, con un sello postal y un matasellos!

Si la propiedad intelectual es discutible e incluso se puede negar desde una concepción de izquierdas, no niego que, por juntar palabras que no son nuestras o por unir imágenes que tampoco lo son, se tenga derecho a recibir algún tipo de remuneración en forma de lo que se conoce como derecho de autor, y para ello mi propuesta es la siguiente: 1. Tomar como punto de referencia el importe de ingresos por compensación por copia privada que se ha recaudado con la legislación vigente en los últimos tres años. 2. Que esa cantidad, con las sucesivas actualizaciones, sea garantizada por el Estado para la industria cultural nacional. 3. Que esa cantidad sea repartida entre los creadores de forma transparente, es decir, que se haga en función de los ingresos declarados por venta de sus obras en las respectivas declaraciones de la renta. 4. Que en la declaración de la renta de todos los ciudadanos figure una casilla para destinar una parte de los impuestos a compensar la copia privada.

Los creadores de la SGAE no deben tener miedo a que en cuatro o cinco años se acabe la creación artística. Nunca ha habido una época en la historia de la humanidad donde la creación haya sido tan prolija como en la actualidad. Lo que ocurre es que, en la actualidad, la realidad es física y virtual; cuanto antes se entienda, mejor. En una sociedad en la que un chico de quince años es capaz de introducirse en los archivos del Pentágono norteamericano con su ordenador, ¿cuánto tiempo calcula la Ministra de Cultura que iban a tardar en aparecer mil páginas en Internet por cada una que cerrara una comisión ministerial o un juez?

Juan Carlos Rodríguez Ibarra

07 Enero 2010

Parábola de Rodríguez Ibarra y las naranjas

Antonio Muñoz Molina

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El señor Rodríguez Ibarra, presidente jubilado de la Junta de Extremadura, dedica una parte de su ocio a informarnos sobre el funcionamiento del mundo moderno desde la irrupción de Internet. El señor Rodríguez Ibarra, para que podamos comprender sus enseñanzas, nos las presenta en forma de parábolas, un poco a la manera del mensaje evangélico, o como los maestros antiguos nos explicaban la aritmética, con ejemplos claros y simples, peras o manzanas, fregonas o maletas. El señor Rodríguez Ibarra nos comunica así su más reciente descubrimiento (EL PAÍS, 5-1-2010): la originalidad creativa no existe, porque toda invención se apoya en otras anteriores, de modo que reclamar propiedad intelectual o querer cobrar por un trabajo relacionado con ella es un fraude. También ha descubierto, y así nos lo informa, que cuando va a la frutería y quiere comprar dos kilos de naranjas, le parece ilícito que el frutero quiera cobrarle además unos melones y no sé qué más fruta. El señor Rodríguez Ibarra ha salido a pasear y se ha comprado dos kilos de naranjas y sólo quiere pagar esa fruta, tan rica en vitaminas.

Aplicando su parábola sobre la originalidad, quizás deduzca también que el frutero no es el único causante de la existencia de la fruta, ya que ésta ha llegado a la frutería traída por un transportista, y antes de eso fue cultivada por un agricultor.

El señor Rodríguez Ibarra probablemente no discutirá el derecho de ninguno de estos ciudadanos a recibir una remuneración a cambio del trabajo en el que cada uno ha contribuido para que los dos kilos de naranjas lleguen a su bolsa. Claro que, igual que no quiere pagar melones o berenjenas, a no ser que haya decidido soberanamente comprarlos, también discutirá la conveniencia de abonar la parte del precio que no corresponde a las naranjas en sí, sino, digamos, a la gasolina que el transportista gastó para llevarla, o a la electricidad gracias a la cual el frutero ilumina tan atractivamente su puesto.

El señor Rodríguez Ibarra sólo quiere, en principio, pagar por sus naranjas. Nada más humano. También quiere pagar sólo una canción del último disco del maestro Sabina, según él mismo dice, concretamente la titulada Tiramisú de limón. Las otras parece que no le gustan, o no tanto como para pagar por ellas. ¿Eliminará también la parte correspondiente al trabajo de los músicos, o de los técnicos de sonido? Al señor Rodríguez Ibarra sólo le parece bien pagar por aquello que efectivamente se lleva. Quizás el frutero debería descontarle de las naranjas el peso de las cáscaras, o de las semillas, porque éstas no suelen ser comidas. Como el señor Rodríguez Ibarra fue durante tantosaños presidente de la Junta de Extremadur, podría uno preguntarse si no se le habría debido descontar de su sueldo, que imagino generoso, la parte de su vida no exactamente dedicada al bien de los ciudadanos. Sus horas de sueño, o de asueto, o aquellas que dedicó a comidas oficiales de grato recuerdo, pero tal vez de insuficiente resultado práctico.

Todo esto sin mencionar que el señor Rodríguez Ibarra ahora se encuentra jubilado y con tiempo suficiente para comprar fruta y dar largos paseos y mirar estatuas en las plazas e iluminarnos sobre la sociedad de la información y, sin embargo, sigue cobrando una paga que imagino digna, a pesar de que ya no dedica sus desvelos al bien de su comunidad y, por extensión, de todos nosotros.

A mí, por ejemplo, me gustaría ser tan selectivo en mis gastos ciudadanos como el señor Rodríguez Ibarra lo quiere ser en sus compras de fruta o de canciones. Me gustaría no pagar con mis impuestos, indiscriminadamente, a toda la innumerable casta de los políticos españoles, retirados y en activo, sino tan sólo a aquellos que me parecen honrados, o que no practican la más barata demagogia. Modestamente, sin que nadie me haya pedido permiso, contribuyo a la pensión del señor Rodríguez Ibarra, y hasta habrá una parte ínfima de mis ingresos que haya derivado hacia esas ya célebres naranjas, o hacia la adquisición de ese disco del maestro Sabina que el señor Rodríguez Ibarra no quiere comprar completo.

Incluso pagar por Tiramisú de limón, gustándole tanto, le parece injusto al señor Rodríguez Ibarra. Una canción, nos explica, proviene de otras muchas canciones. Gran hallazgo. En algunos el parecido está tipificado como delito. Se llama plagio. Una naranja no ha crecido en la frutería. Pero si el señor Rodríguez Ibarra se marcha sin pagar sus dos kilos descubrirá que el frutero irá tras él llamándole ladrón. Una canción viene de otras canciones y también de mucha gente que ha trabajado para que llegue a su estado final: casi tanta como la que se necesita para que las naranjas aparezcan en la frutería del señor Rodríguez Ibarra.

El señor Rodríguez Ibarra, como tranquilo jubilado, nos informa de que, aparte de comprar naranjas, también va a un parque y se sienta en un banco y mira a una estatua. Al señor Rodríguez Ibarra le parece incongruente que alguien quiera cobrarle por mirar la estatua. Al señor Rodríguez Ibarra que le quisieran cobrar por mirar la estatua le irritaría tanto como que hubiera que pagar para sentarse en el banco. Hay que pagar, no obstante. Impuestos. Por sentarse en el banco, porque haya una estatua hacia la que mirar y por tener un pavimento adecuado para que puedan caminar por él sin peligro las personas jubiladas o no, y para que exista una policía que, en caso de que un escéptico sobre los derechos de propiedad quisiera robarle con malos modos al señor Rodríguez Ibarra sus dos kilos de naranjas, persiga al delincuente.

Los bancos, las estatuas, los parques, la seguridad, no son bienes gratuitos. Son tan caros de mantener como todo lo que damos por supuesto sin reflexionar sobre su valor, como la sanidad pública o la educación pública; y como la clase política a la que pertenece el señor Rodríguez Ibarra. Y si esos bienes existen es gracias a algo de lo que dicho señor ya está disculpado, el trabajo. El trabajo de quien compone una canción o el de quien barre una calle o imprime un libro o el que instala un banco o el del kiosquero que se levanta antes del amanecer para vender el periódico en el que se publica este artículo y los del señor Rodríguez Ibarra, o el del fabricante o el transportista o el ingeniero o el programador que han hecho posible que nuestros artículos puedan ser leídos gratis en un ordenador; la suma de inteligencia, perseverancia y variadas destrezas que se confabulan en cualquier empeño memorable, el que hay detrás de una orquesta o de una película, de una función teatral o una escuela o un hospital.

No hay nada valioso que no sea fruto del trabajo de alguien. El señor Rodríguez Ibarra duda de que el derecho a la propiedad intelectual sea de izquierdas. Cabría preguntarle si, como socialista, considera que el trabajo merece o no ser remunerado con justicia.

Antonio Muñoz Molina

11 Enero 2010

Revolución

Almudena Grandes

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«La propiedad es un robo». ¿Quién me iba a decir a mí, señor Ibarra, que a estas alturas iba a encontrarme con usted enarbolando esa emocionante consigna de mi juventud? De lo de mi primo, no le digo nada, aunque me sorprende que, siendo usted más virtual que su frutero, ignore que en Internet existen procedimientos para comprar una sola canción. Al hacerlo, eso sí, un porcentaje del precio de la descarga irá destinado al creador del programa. Lo mismo pasa con el precio de las fregonas y de las maletas con ruedas, sujetas a patentes industriales, los derechos de autor de los inventores, una reglamentación tan antigua que arquitectos como Gaudí, o Le Corbusier, diseñaron ya objetos, aparte de edificios, y cobraron por ellos.

Pero olvidemos estas menudencias y, como decían los libertarios en 1936, con resultados por otra parte bien conocidos: «No hagamos la guerra; hagamos la revolución, que es más bonita». Y tan bonita, porque con sus argumentos, el techo es el infinito. Si las palabras que yo escribo no me pertenecen, porque provienen de muchas otras escritas antes… ¿Qué decir de las grandes fortunas, del capital de los banqueros, del mismísimo Patrimonio Nacional? A usted, que es socialista, no le voy a explicar yo lo que es la plusvalía pero, resumiendo, si existen los billetes de 500 euros, ¿por qué limitar la revolución a las palabras?

Por si no es partidario de llegar tan lejos, le recuerdo que, antes de que existieran los derechos de autor, tan reaccionarios en su opinión, los creadores eran los bufones de los poderosos, que compraban su obra por una miseria. ¿Recuerda usted la dedicatoria de El Quijote? Cervantes no tenía más remedio, pero su actitud evoca humillaciones más recientes, fruto de la política de subvenciones de algunos Gobiernos contemporáneos. A ver si va a ser eso lo que echa usted de menos.