19 febrero 2004

Polémica entre Fernando Savater y el escritor ‘zapaterista’ Suso de Toro sobre sus distintas visiones de España

Hechos

La polémica se produjo en febrero de 2004.

12 Febrero 2004

El ritual descuartizador

Fernando Savater

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Escuché en la radio al buen escritor gallego Suso de Toro reprocharle a Aznar su idea esencialista de España, pues razonablemente se negaba a creer que hubiera otra España que la de los ciudadanos. Acto seguido, aclaró que para él había tantas Españas como ciudadanos mismos, es decir, unos cuarenta millones.

En su muy interesante libro de entrevistas con François Azouvi y Sylvain Piron (La condition historique, ed.Stock), el filósofo de la política Marcel Gauchet avisa del desarrollo de una nueva patología ideológica en Europa, quizá la primera documentada en el siglo XXI aunque sin duda se haya venido gestando en las dos últimas décadas. Según él se trata del morbo pendularmente opuesto al de la época totalitaria, el cual consistía como recordamos en negar al individuo en nombre de la colectividad que supuestamente le definía, fuese la clase, la nación o la raza. Lo que ahora emerge es la figura de un individuo puro, sin más ancestros que los que elige tener y sin otra reivindicación que lo que considera su identidad, en cuya singularidad estriba su proyecto político. El hiperliberalismo ya no sirve de refuerzo a la democracia, sino que cuestiona cualquier planteamiento de orden colectivo: «Ya no estamos amenazados por el Estado total, sino por la derrota del Estado ante el individuo total». Para contrarrestar esta peligrosa deriva, Gauchet considera llegado el momento de reevaluar el potencial político de las naciones europeas, «que no sólo comportan la rivalidad y el enfrentamiento; implican también la posibilidad de un universalismo no imperial, fundado sobre el descentramiento y el sentido de la diversidad de las encarnaciones de lo universal».

El diagnóstico es sugestivo y probablemente acertado en muchos aspectos. Pero me parece que debe ser complementado con una observación que ya hizo hace mucho Louis Dumont en sus estudios pioneros sobre el individualismo moderno: a saber, que dada la inevitable condición social de cualquier identidad humana, incluso los sujetos del radicalismo individualista tienden a ser grupos y no personas aisladas. Es el grupo identitario el que adquiere un perfil egotista, autorreferencial, excluyente de cualquier heterogeneidad que relativice los rasgos propios arbitrariamente elegidos como irreductibles y de consideraciones públicas que lo vinculen a pautas generales o garantías igualitarias. Lo que bloquea el Estado no es el derecho a la diferencia, sino la diferencia de derechos, incompatibles con la extensión equitativa de una ciudadanía basada no en la disparidad de orígenes, sino en la comunidad de metas a través de prestaciones colectivas. De lo cual se benefician precisamente los entes multinacionales partidarios de una globalización sin otra regla que la maximización de beneficios a costa de la fragmentación de los poderes locales. Esos individuos totales corporativos -ya estén basados en etnias, en dogmas religiosos o en puros intereses económicos- ritualizan la ingobernabilidad de las naciones efectivamente existentes. «¿Para qué quieres despedazar el Estado de Derecho vigente? Para globalizarte peor…».

El mecanismo apunta aquí y allá, por todas partes, al socaire de medidas políticas descentralizadoras bienintencionadamente liberales. Y ya se van escuchando las primeras voces de alarma, aunque no resulten precisamente populares: nada peor visto que reivindicar algún tipo de igualitarismo homogéneo en la era sacrosanta del pluralismo diferencialista a ultranza… En el pasado diciembre oímos el mesurado caveat de Johannes Rau respecto al funcionamiento actual del federalismo alemán. Y en enero Andrea Manzella publicó un enérgico artículo de fondo en La Repubblica («La Devolution e la Repubblica spezzatino», 17-I-04), sobre la reforma del Senado en Italia (en el 2001), destinada a convertirlo en una cámara de representación regional. Comenzaba así: «Era difícil imaginar que el Senado de las regiones, precisamente la Cámara que todos queríamos, pudiese convertirse en un proyecto de ruptura. El actual Gobierno, bajo la pulsión secesionista de la Liga y la embarazosa sumisión de los otros coaligados, lo ha conseguido». En nombre del avance hacia un auténtico Senado federal, se han facilitado entre los diversos grupos regionales «asambleas de coordinación de las autonomías», por medio de las cuales «los egoísmos territoriales pueden encontrar sujetos constitucionales que los coagulan y expresan. Y cada sujeto multiplicará su peso específico en fatal antagonismo respecto a los otros». De modo que la creación pluralista de la República «una e indivisible» se ve amenazada y con ella no el centralismo -aclara Manzella- sino el mantenimiento de la escuela, la sanidad o la policía en términos de la razonabilidad del sistema. De modo que, concluye, el nuevo modelo de Senado -¡tan anhelado, ay!- «más que garantizar los intereses nacionales se convierte en el incentivo legal y el escaparate de la disgregación nacional». Leído este artículo desde España, le vienen a uno ganas de poner las propias barbas en remojo al ver cómo le va a las del vecino…

En Italia no puede decirse que el derechista Berlusconi peque de desaforado centralismo y con ello provoque a los separatistas que encuentran «antipática» la unidad del país: más bien es culpable de la complicidad contraria. Por supuesto, en España los ímpetus separatistas están protagonizados por sujetos tan reaccionarios como los italianos, aunque aquí sean antigubernamentales. Y a pesar de las críticas que habitualmente suelen hacérsele, puede que el verdadero reproche contra el Gobierno de Aznar debiera ser también el de haber acelerado el debilitamiento neoliberal progresivo de las funciones públicas del Estado (en muchos casos, privatizar es el primer paso para disgregar y fomenta el separatismo), pese a las tardías proclamas unitarias que últimamente venimos escuchando. Sin embargo, el mal ya está hecho y ahora el antiaznarismo compulsivo se ha convertido en coartada de peligrosos o a veces divertidos dislates despedazadores. El otro día, por ejemplo, escuché en la radio al buen escritor gallego Suso de Toro reprocharle a Aznar su idea esencialista de España, pues razonablemente se negaba a creer que hubiera otra España que la de los ciudadanos. Acto seguido, aclaró que para él había tantas Españas como ciudadanos mismos, es decir, unos cuarenta millones. Me parecen demasiadas. Yo no creo que exista una Universidad Complutense platónica más allá de los alumnos, profesores y personal no docente que trabajamos en ella, pero dudo mucho que cada uno de nosotros sea una Universidad distinta y separada… No lo consentiría el señor rector.

Entre los más anticuados sectarios que montan guardia junto al PSOE, es común la opinión de que el partido no debe enfrentar a los nacionalismos disgregadores, acogiéndose a un internacionalismo venerable y abstracto. Otros socialistas, dolidos por las insinuaciones del PP que les convierten poco menos que en traidores, reivindican que ellos también aspiran a la unidad de España y así entran a competir en retórica plural-unitarista con sus principales adversarios. Pero algunos echamos de menos que se especifiquen las medidas de reforzamiento del espacio público común que proponen, destinadas a bloquear y reorientar la deriva disgregadora, no sólo en las instituciones, sino también en la formación ideológica de los ciudadanos. Porque la deriva existe y se acentuará en cuanto pasen las cautelas del periodo electoral. No sería malo que en España, como en otros países europeos, empezásemos a prevenir sus efectos indeseables.

18 Febrero 2004

Construir puentes, unir pedazos

Suso de Toro

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La verdad es que me incomoda que me pasen la mano por la cabeza; mucho más que me estiren las orejas, no son pequeñas. Y Fernando Savater tiene la querencia de hacerme las dos cosas. Con todo, le agradezco la atención y la intención.

Hace unos años respondía a un artículo mío, La España de Paco Ibáñez, en este mismo espacio, con otro suyo, La izquierda cuca; despachaba mi argumentación con una mezcla de paternalismo y jovialidad; ahora, con El ritual descuartizador, el pasado día 12, responde nuevamente en tono semejante a unas declaraciones en radio sobre la idea de España del señor Aznar y la mía. A cierta altura de la vida es refrescante ese tratamiento paternal, pero me parece también evidente que la idea de España que vengo manteniendo desde hace años inquieta a Savater. Seguramente porque cree que la suya es más válida, o verdadera.

No creo que Savater padezca de «aznarismo compulsivo», aunque no lo veo discrepar de la idea de España de este Gobierno, pero mis ideas en general y mi idea de España en particular tampoco se resumen en ese «antiaznarismo compulsivo» que él ha detectado por ahí. Tampoco soy de una izquierda «cuca»; no sé si soy de izquierdas, pero sé que no soy avieso y aprovechado; mi intención va con franqueza y como una propuesta. Y tampoco pretendo descuartizar a nadie ni nada; muy al contrario, es la idea nacional española que encarna el señor Aznar la que ha creado una fractura interna, y que por ese camino no tiene solución. Por el contrario, mi intención es ofrecer otro modo de entender la nación y otra idea de España que creo que es posible y necesaria, una idea basada en el reconocimiento del otro, de los otros, en los puentes y el diálogo.

Sobre que sean «dislates» diré que puede ser, nunca se sabe, pero en principio mantengo que este presidente de Gobierno se ha comportado en estos últimos años no sólo como si él fuese un jefe de Estado, sino también como si él fuese la encarnación de España, y eso es lo que niego. Y reafirmo mi dislate: tan legítima es la idea de España que mantiene ese señor como la que mantengo yo o cualquier otra persona; la nación son todos y cada ciudadano, ciudadana. La nación no es un «destino en lo universal» ni un ente platónico que preexiste en el espacio o en el tiempo, como nos enseñaron en la escuela franquista. Cosa que nos sigue ilustrando ahora la TVE en su Historia de España, dirigida por el señor García de Cortázar, cuando nos enseña que España comienza en el Big-Bang, los dinosaurios, los neandertales y el Homo sapiens de Burgos (ese discurso mítico nacional es precisamente lo que se le recrimina, y con razón, a un cierto discurso nacional vasco). Eso no es historia, es propaganda integrista. Y eso no es una nación, es un cuento chino.

España somos los ciudadanos que hoy la formamos y la pagamos, y nadie tiene derecho a arrogarse la autoridad o la propiedad de tal ente; somos ciudadanos distintos, incluso con distintas lenguas y culturas, distintos puntos de vista, pero, siendo diversos, somos los que somos y lo que somos. Y la única nación democrática española es la que se conforma por agregación de estos ciudadanos libremente. Y también por la agregación de comunidades de ciudadanos, pues si España existe como ente colectivo, pongo por caso que también Cataluña existirá; digo yo. La nación democrática se basa en el pacto perpetuo. Otra cosa es que todo ser vivo tiene un argumento, un discurso, un nacionalismo que lo expresa políticamente, pero ese discurso nacional, para ser democrático, tiene que expresar a los ciudadanos que existen realmente y su realidad. Si las ideas previas pretenden sustituir a la realidad, aviados vamos todos. No sé citar a tanta gente como Fernando, pero, por si acaso, cito a Tocqueville y a Pi i Margall, y con eso y con leer la prensa de tres ciudades distintas se puede uno ir arreglando para no hacer ideología del propio ombligo.

Me parece evidente que debemos aprender de Alemania, de EE UU, del Reino Unido, de Suiza y de quien haga falta para reconocer que los ciudadanos conformamos espacios nacionales diversos, o como lo queramos llamar. Y propongo aceptar la evidencia de que nuestra nación, en el sentido decimonónico de Estado-nación con fronteras, aduanas y moneda, es Europa, y que el debate sobre la nación lo debemos realizar forzosamente dentro de nuestra realidad histórica; no por nueva menos real. Así pues, defiendo un necesario nacionalismo europeo, y también reconozco la existencia de los nacionalismos vasco, catalán, gallego y los que existan o vayan a existir, faltaría más. Y también, claro que sí, la necesidad de un nacionalismo español. Pero ese argumento colectivo español tiene que ser distinto a éste, ese cuento de la España del Cid e Isabel la Católica, tiene que ser un nacionalismo de ciudadanos y que reconozca las diversidades nacionales internas. Mientras sigamos negando esto con café para todos sólo por incordiar y con loapas, sólo crearemos problemas en vez de aprovechar las posibilidades de lo que somos.

El problema de la política española no es político, es ideológico. O peor aún, es de mala fe. El mismo sistema político jurídico existente, sin sacralizarlo, adaptándolo constantemente a la vida, valdría para solucionar las diferencias; lo que sobra es mala fe. E ideas nacionales obsoletas e ideologías reaccionarias. Y ya puestos, digámoslo, sensatez e incluso equilibrio. Estos años hemos tenido de presidente del Gobierno a un hombre que ha protagonizado la inenarrable actuación ante el Prestige, con un precio ecológico y económico que nos ocultan; que nos ha metido él solito en una guerra injusta, y que vamos a pagar muy cara en sangre y dinero; que nos ha usado como caballo de Troya contra Europa; que ha hecho de la mentira una forma de gobierno; que se ha negado a recibir al lehendakari… Cuando la mayoría de los ciudadanos creemos vivir en un tiempo histórico en que formamos parte inextricable de la Unión Europea, con Estados como Alemania y Francia que pagan buena parte de nuestros gastos y despilfarros, hemos tenido mientras tanto de presidente de Gobierno a un señor que vive en otra época, un tiempo mítico en que él, ¡al fin!, le ha sacudido a España ¡el yugo de Francia! Eso me lo contaron hace años en la escuela, pero entonces Europa empezaba en los Pirineos; ahora, para algunas cabezas enfebrecidas aún sigue empezando allí. A mí ésos sí me parecen «dislates». Y no sé si hay descuartizamiento, pero muchos sentimos una soga al cuello, ahogamiento.

Quizá no exista «aznarismo» como fenómeno nuevo; a mí me parece que simplemente vuelven los de siempre a lo de siempre, pero sí creo que en esta legislatura no se hizo política, sino ideología, y muy mesiánica. Y me interrogo por la causa de la hegemonía ideológica de este nacionalismo integrista tan rancio pero actualizado, pues veo a personas que se tenían por progresistas y que, unos desconcertados y otros entusiasmados, se han ido pasando al campo político del integrismo casticista. Quizá la razón sea que el debate político no se da de un modo tan determinante en el terreno de la lucha sindical, como creyó la izquierda española, sino principalmente en la lucha por el modelo nacional. Y eso es justo lo que no se ha hecho en estos años desde la transición, y muchos debemos ser autocríticos.

Aznar sí ha sabido que quería hacer una nueva transición; es decir, corregir hacia el pasado una cierta apertura habida aquellos años en la idea de España. Pero desde posiciones democráticas no se ha repensado España, se ha dado por buena la idea nacional que nos llegó. Y no, no bastaba con legalizar los partidos y asociaciones y cambiar el sistema de representación, había que revisar sobre todo el pasado autocríticamente. Y enunciar una idea de España distinta de la que nos habían enseñado, no basada en una historia mítica castellanista, donde Castilla es una mera excusa para un Estado de un nacionalismo étnico, militarista y confesional, sino una explicación histórica para comprender y aceptar nuestra diversidad nacional y una cultura nacional que nos reconozca como ciudadanos con derechos y deberes; no como plebe a quien se puede abandonar ante un desastre o se puede enviar caprichosamente a una guerra.

Al no haber creado una nueva cultura nacional, hemos visto cómo mucha gente se ha mantenido ideológicamente en nuestro pasado reciente, en la vieja idea de España, la única que sabían, la que habían aprendido en la enciclopedia escolar. Y por ello, comprensiblemente, sienten la angustia del descuartizamiento, el miedo a la amputación; es bien humano. Pero si conociesen otra idea de España, a lo mejor podían conciliar sus angustias de identidad y su necesidad de pertenencia con una realidad social y cultural diversa, como es la España real. Y esas personas, especialmente los intelectuales, cuando un insidioso gobernante ha utilizado el terrorismo para polarizar la vida política, han quedado atados a su caudillaje centralista, que tiene unas cualidades que nos son familiares a los que tenemos memoria: el militarismo, la vetusta añoranza imperial, el antieuropeísmo, la xenofobia hacia las otras culturas nacionales, la zorrería, el silencio autoritario y el espíritu vengativo y guerracivilista. Un caudillaje que no repara en azuzar el miedo que hemos interiorizado en años de adoctrinamiento franquista al desmembramiento de España: el separatismo y los antiespañoles. Y también en animar la envidia de personas y comunidades atrasadas hacia las ricas; lo cual no ayuda a prosperar, pero degrada aún más al que padece atraso y fortalece a quien manipula el odio.

Fernando Savater es una inteligencia muy viva, pero ello no basta; la inteligencia personal tiene sus límites en la realidad social. Cuando escribe sobre literatura y sobre ética suele acertar, y a veces con gran brillantez, lo que celebramos y mucho, pero cuando escribe sobre política o cuando actúa políticamente, se equivoca siempre. Siempre, se equivocó en los años ochenta y ahora también se equivoca.

El intelectual debe pensar en libertad, de lo que piensa debe publicar aquello que cree que debe ser dicho y defender su opinión asumiendo los costes. Pero también debe temer a su propia «hybris», pues su pensamiento, que en principio es un bien social, puede pasar a ser un perjuicio. Así pues, creo que deben ser comprometidos con su pensar, pero también prudentes en sus conclusiones. Y me parece que debieran atender a las razones de los otros y no tener a menos ser un poco autocríticos. Incluso autoirónicos. Esto es lo que me parece a mí.

19 Febrero 2004

Lo que vale Suso

Fernando Savater

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Espero no incurrir nuevamente en paternalismo con Suso de Toro si acepto sin rechistar su dictamen de que desde hace años me inquieta la imagen que tiene de España. En efecto, me tiene sumamente inquieto: estoy en un sin vivir. También ahora me abruma la explicación detallada que ofrece de esa imagen como contrapuesta a la de Aznar, alcanzando gran vuelo teórico en su reciente artículo. Y por supuesto me maravilla que haya acertado siempre en política, en los años ochenta y hoy, aunque yo -que me he equivocado siempre- también tengo cierto mérito (la tenacidad, por ejemplo). Pero, hombre, lo que más le envidio es precisamente esa capacidad autoirónica que Dios le ha dado. ¡Ojalá fuese yo capaz de no tomarme en serio y de no ir por ahí dándome truculentos aires de importancia, como consigue él! Pero nada, resignación…