25 junio 2017

Campaña contra el columnista Javier Marías, de EL PAÍS, por criticar en un artículo a Gloria Fuertes: Desde Pablo Iglesias a Joaquín Reyes

Hechos

El 25 de junio de 2017 D. Javier Marías publicó el artículo ‘Más daño que beneficio’ en EL PAÍS Semanal.

Lecturas

El 25 de junio de 2017 D. Javier Marías Franco publica en El País Semanal un artículo en el que cuestiona la valía como poetisa de Dña. Gloria Fuertes García. Ese mismo 25 de junio de 2017 desde la red social Twitter el secretario general de Podemos, D. Pablo Iglesias Turrión, se burla del artículo diciendo que lo contrario a ‘millennial’ es ‘pollavieja’. El 1 de julio de 2017 es el cómico D. Joaquín Reyes Cano, quien replica con burlas a D. Javier Marías Franco desde El País con el artículo “Javier Marías: ¿Necesitas un abrazo?”.


El 16 de julio de 2017 D. Javier Marías Franco responde desde El País Semanal tanto a D. Pablo Iglesias Turrión como a D. Joaquín Reyes Cano.


El cómico D. Joaquín Reyes Cano volverá a publicar otros dos artículos en El País contra D. Javier Marías: “Mis disculpas, Javier Marías” (22 de julio de 2017) y “He tocado techo como columnista” (29 de julio de 2017).

El Secretario General de Podemos, D. Pablo Iglesias aludió despectivamente al artículo de D. Javier Marías deslizando el término ‘pollavieja’.

25 Junio 2017

Más daño que beneficio

Javier Marías

Leer

SI MUCHA gente desconfía del cine español no es por la persecución que el PP y sus Gobiernos desataron contra él en venganza por las críticas y protestas de la mayoría de los miembros del gremio ante la indecente Guerra de Irak apoyada por Aznar, Rajoy y sus huestes en 2003. Los políticos, y en particular los de ese partido, carecen de crédito respecto a sus juicios artísticos. Por desgracia influyen en demasiadas cosas, pero no, por suerte, en lo que sus compatriotas leen o van a ver. La razón principal para esa desconfianza es que durante muchos años los críticos cinematográficos y la prensa decidieron que había que promover el cine nacional, hasta el punto de que casi todas las películas españolas que se estrenaban eran invariablemente “obras maestras”, “necesarias” (el adjetivo más ridículo imaginable) o (cómo detesto ese tipo de expresiones) “puñetazos en el estómago del espectador”. Hay muchas personas ingenuas y de buena fe. Acudían obedientemente a ver los “portentos” y cómo “se incendiaba la pantalla”, al decir de esos críticos paternalistas, y frecuentemente —no siempre, claro está— se encontraban con bodrios y mediocridades y pantallas llenas de pavesas. Ningún puñetazo, sino más bien tedio o irritación.

A veces no hay nada tan dañino para una profesión, un colectivo o un sexo entero que sus defensores a ultranza, y me temo que un daño parecido al que se infligió hace décadas al cine español está a punto de infligírsele al arte hecho por mujeres. En la actualidad hay una corriente feminista que ha optado por decir que cuanto las mujeres hacen o hicieron es extraordinario, por decreto. Y claro, no siempre es así, porque no lo puede ser. Como no puede serlo cuanto hagan los catalanes, vascos o extremeños, o los zurdos o los gordos o los discapacitados. O los negros estadounidenses, ni aún menos los blancos, que son más. Todos sabemos de las injusticias históricas cometidas contra las mujeres. Hoy lamentamos que durante siglos no se las dejara ni siquiera estudiar, ni ejercer más oficios que los manuales. Que se las confinara al hogar y a la maternidad, sometidas a la voluntad de padres y maridos. Es sin duda el principal motivo por el que a lo largo de esos siglos ha habido pocas pintoras, compositoras, arquitectas, científicas, cineastas y escritoras (más de estas últimas, a menudo camufladas bajo pseudónimos masculinos). Las que hubo tienen enorme mérito, por luchar contra las circunstancias y las convenciones de sus épocas. Gran mérito, sí, pero eso no las convierte a todas en artistas de primera fila, que es lo que esa corriente actual pretende que sean. Es más, sostiene esa corriente que todas esas artistas geniales fueron deliberadamente silenciadas por la “conspiración patriarcal”. No se les reconoció el talento por pura misoginia. Se quejan, por ejemplo, de que a Monteverdi se lo tenga por un genio y en cambio no a Francesca Caccini. No sé, yo soy aficionadísimo a la música, pero el único Caccini que me suena es Guido, un pigmeo al lado de Monteverdi. Así, cada vez que se descubre o redescubre a alguna pionera de algún arte, pasa a ser al instante una estrella del firmamento, a la altura de los mejores, sólo que eclipsada tozudamente por los opresores del otro sexo.

En contra de esa supuesta y maligna “conspiración”, tenemos el pleno reconocimiento (desde hace ya mucho) de las artistas en verdad valiosas: por ceñirnos a las letras, Jane Austen, Emily y Charlotte Brontë, George Eliot, Gaskell, Staël, Sévigné, Dickinson, Dinesen, Rebecca West, Vernon Lee, Jean Rhys, Flannery O’Connor, Janet Lewis, Ajmátova, Arendt, Penelope Fitzgerald, Anne Sexton, Elizabeth Bishop, en el plano del entretenimiento Agatha Christie y la Baronesa Orczy, Crompton y Blyton y centenares más; en España Pardo Bazán, Rosalía, Chacel, Laforet, Fortún, Rodoreda y tantas más. En realidad son legión las mujeres llenas de inteligencia y talento, a las cuales ninguna “conspiración” de varones ha estado interesada en ningunear. ¿Por qué, si nos proporcionan tanto saber y placer como los mejores hombres? Lo que no es cierto, lo siento, es que cualquier mujer oscura o recóndita sea por fuerza genial, como se pretende ahora. Las decepciones pueden ser y son mayúsculas, tanto como las de los espectadores al asomarse a la enésima “obra maestra” del cine patrio. También la gente bienintencionada se cansa de que le tomen el pelo, y acaba por desertar y recelar. Hoy, con ocasión de su centenario, sufrimos una campaña orquestada según la cual Gloria Fuertes era una grandísima poeta a la que debemos tomar muy en serio. Quizá yo sea el equivocado (a lo largo de mi ya larga vida), pero francamente, me resulta imposible suscribir tal mandato. Es más, es la clase de mandato que indefectiblemente me lleva a desconfiar de las reivindicaciones y redescubrimientos feministas de hoy, que acabarán por hacerle más daño que beneficio al arte hecho por mujeres. Lean, por caridad, a las que he enumerado antes: con ellas, yo creo, no hay temor a la decepción.

30 Junio 2017

Javier Marías: ¿Necesitas un abrazo?

Joaquín Reyes

Leer
Puede que haya llegado el momento de descansar, no de tu labor como intelectual y escritor, sino como cascarrabias

No estás bien, querido Javier Marías (no es una percepción solo mía, lo he hablado con más gente). Son muchas cosas las que te hacen sufrir: las calles cortadas los fines de semana —y que te impiden ir a almorzar—, la mujer que manda cortarlas, los populismos, los dueños de las mascotas y las propias mascotas —que las hay muy cabronas—, los libros digitales, las personas que valoran a las poetisas que no lo merecen… En fin… No deseo quitar hierro, son movidas muy tochas, eso está claro. Y quiero que sepas también que te entendemos, que cualquiera en tu posición estaría mil veces peor. Demasiado aguantas; eres un santo varón.

Pero también puede que haya llegado el momento de descansar, no de tu labor como intelectual y escritor —no quiero que pienses que estamos intentando moverte la silla—, sino como cascarrabias. De verdad que en ese sentido ya has hecho mucho, te has convertido en una especie de orfebre del despotrique, en un Grinch erudito (el Grinch es un personaje del Dr. Seuss…, igual no te suena, es literatura menor).

Yo si quieres estoy dispuesto a personarme en tu casa y ofrecerte un abrazo, uno largo (¿podrías aguantar cinco segundos? Bueno, lo vemos sobre la marcha) y que descanses tu gran cabeza —en el sentido metafórico— en mi hombro. Yo te diría: “Ya está Javier, ya está. La gente te idolatra. Ningún escritor joven está pensando en sustituirte, porque eres insustituible, puedes estar tranquilo. Eres, como te decía, un autor admirado y querido. La gente compra tus libros, incluso los lee. Ahora dedícate solo a crear mundos maravillosos y a disfrutar de los atardeceres. Ya verás como volverá a reinar la primavera en tu corazón… ¿has visto cómo andan los jilgueros? Andan al bies, ese es su natural andar. Disfruta de las pequeñas cosas de la vida”.

Si finalmente voy, ¿podríamos hacer merienda cena?

16 Julio 2017

Sospechosas unanimidades

Javier Marías

Leer

O, CASI NADA es nuevo. Hace treinta años, en noviembre de 1987, publiqué en DIARIO16 un artículo (“Monoteísmo literario”, recogido en mi libro Literatura y fantasma) en el que me atrevía a cuestionar que Cela fuera el mejor escritor español vivo y el único merecedor del Nobel. Era una pieza educada, y lo más “ofensivo” que decía en ella era que hacía décadas que Cela no entregaba una “obra maestra”, por mucho que cada novela suya fuera saludada por la prensa y la crítica, obligadamente, como tal. Por entonces nadie osaba ponerle el menor pero a Cela, y aunque no existían las redes, un buen puñado de escritores y estudiosos afines (espontáneamente o instigados por él) me dedicaron respuestas airadas en la prensa, cuando no insultantes. (Ahora algunos me tienen por un cascarrabias, pero me temo que siempre fui un impertinente y un aguafiestas.) Ese artículo me ganó enemistades que aún perduran, vetos en suplementos y en programas de TVE, antipatías inamovibles. Pero bueno. De haber existido en 1987 la Guardia Revolucionaria de las Buenas Costumbres y los Dogmas Correctos que hoy patrulla las redes incansablemente, no sé qué habría sido de mí.

En 1989, cuando por fin le otorgaron el Nobel a Cela (tras haber hecho lo indecible para conseguirlo, según ha contado con honrada candidez su hijo), fui más faltón, y declaré que era la peor noticia posible para la literatura española, al entronizar el folklórico “tremendismo” contra el que veníamos luchando las generaciones posteriores. También se animaron a ponerle reparos al Escritor Único otros novelistas como Llamazares, Azúa y Muñoz Molina. Ante tanta insubordinación, Cela se guardó de mencionar nuestros nombres, pero lanzó y orquestó ataques contra los “jóvenes novelistas subvencionados”. Nunca entendí a qué se refería con esto último, pero en todo caso era de gran cinismo que lanzara esa acusación quien: a) se había ofrecido como delator, en plena Guerra, a la policía franquista; b) había ejercido como censor; c) había hecho giras propagandísticas del régimen por Latinoamérica; d) había procurado y logrado el encargo de escribir una novela excelentemente pagada por el golpista y dictador venezolano Pérez Jiménez; e) había sido sufragado por empresarios de la construcción; f) más adelante pidió y obtuvo dinero público para su Casa-Museo o como se llame eso que se cae a pedazos en su villa natal; g) aceptó el estatal Premio Cervantes tras haberlo tildado de “lleno de mierda” cuando aún no se le concedía a él.

En España siempre comete sacrilegio quien disiente de la Guardia de las Esencias y los Lugares Comunes de cada época; quien lleva la contraria, quien expresa una opinión disonante del absolutismo biempensante. Hoy cualquiera puede decir lo que le parezca de Cela sin que pase nada; pero, si se cuestionan otras personalidades, “valores”, costumbres, tótems, creencias, o se defiende lo anatematizado por la Guardia actual (qué sé yo, los toros o el tabaco o la circulación de coches), se levantan pelotones de fusilamiento verbal, por lo general en forma de tuits. De la degradación intelectual de nuestro tiempo da cuenta que, si en 1987 me enfilaban críticos y escritores, hoy mi más obsesivo detractor sea el nuevo Paco Martínez Soria (tan gracioso como el genuino, y de su escuela), y que el más voluntariosamente ofensivo sea el líder de Podemos, quien al parecer me llamó “pollavieja” en un meditado y estiloso tuit, emulando con éxito a Trump. (Imagínenlo llamando “coñoviejo” a una columnista.)

A la gente más o menos segura de sí misma y de sus opiniones no le molesta en absoluto ser cuestionada. Es más, prefiere serlo, porque nada más alarmante que gustar o caer bien a todo el mundo. Siempre pensé que la reacción agraviada de Cela y de sus acólitos denotaba un fondo de terrible inseguridad más allá de sus méritos, incluso de conciencia de su exageración. Sólo el exagerado teme la disidencia, como si una sola pusiera en tela de juicio y pinchara el enorme globo inflado artificialmente a lo largo de décadas. “Si alguien señala que no todo cuanto escribo son obras maestras”, debe de decirse, “quién sabe en qué pararemos”. El que tiene cierta seguridad en lo que hace puede equivocarse, sin duda, pero no se solivianta porque lo pongan a caldo, ni uno ni muchos (sabe que eso va en el oficio). No se le resquebraja el edificio entero porque no haya unanimidad en la admiración y el aprecio. Me temo que Cela la necesitaba; es más, a menudo su actitud transmitía una exigencia de pleitesía, como si advirtiera a cualquier recién llegado: “Primero reconozca que soy el mejor escritor español vivo; luego veremos”. Cada vez que hoy se arma un gran y efímero revuelo por una tontería, me acuerdo de aquello y lo achaco a la inseguridad y fragilidad últimas de las posturas y opiniones aceptadas como intocables e indiscutibles. Si en verdad estuvieran arraigadas, si quienes las sostienen estuvieran seguros de llevar razón, no se descompondrían ni vociferarían tanto ante la más mínima objeción.

22 Julio 2017

Mis disculpas, Javier Marías

Joaquín Reyes

Leer
Te llamé cascarrabias. ¿Cómo pude dejarme llevar por las hordas revolucionarias de las buenas costumbres y creer que hacías de tus manías el centro de tu discurso con suficiencia y altivez?

Querido Javier Marías, después de leer —como en mí es prescriptivo— tu último artículo Sospechosas unanimidades, he decidido contestar, más que nada porque es verano y si en invierno no tengo nada que hacer imagínate en la canícula (seguro que sospechabas que los “comicuchos” no damos un palo al agua, que nuestra vida es un JI JI y un JO JO).

Quiero, primero de todo, retractarme: te llamé cascarrabias. ¿Cómo pude dejarme llevar por las hordas revolucionarias de las buenas costumbres y los dogmas correctos y creer que —con bastante frecuencia— hacías de tus manías el centro de tu discurso con suficiencia y altivez? Está claro que sucumbí a su pernicioso influjo; se juntó la debilidad de carácter con las ganas de sentirme aceptado. Te pido disculpas, fui injusto contigo y no sabes cómo me arrepiento, ganas me dan de atizarme con un periódico enrollado en el hocico.

Al leer por partes (porque es densa y no precisamente breve) tu batallita con Cela (que seguro que te ha costado contar porque no te gusta darte pisto), solo se puede sacar una conclusión: eres un VALIENTE. O sea que cascarrabias no, valiente sí; esto queda clarinete (los jóvenes hablamos así) y no hay que darle más vueltas.

Y ahora una confesión: qué ilusión me ha hecho que me mencionaras —aunque no explícitamente— en tu artículo. Porque te refieres a mí cuando describes a un “obsesivo detractor”, ¿no? He de reconocer que hubo algo de cansineo por mi parte, pero ya se sabe que cuando el tonto coge el camino, el camino se acaba pero el tonto sigue. Pero, ¿detractor? Yo nunca podría ser tu adversario; no estoy a la altura. Ya me gustaría que lo nuestro fuera una disputa quevedogongorina, pero ni en mis mejores sueños (he de reconocer con tristeza que lo nuestro no da más de sí).

En lo que sí has dado en el centro de la diana es en mis referencias humorísticas y de hecho en mi próxima tarjeta de presentación va a poner: Joaquín Reyes, el nuevo Paco Martínez Soria.

29 Julio 2017

He tocado techo como columnista

Joaquín Reyes

Leer
Si a alguien se le ocurre un escritor o filósofo con el que meterse un poquito, que me lo haga saber

Como muchos de vosotros sabréis, hace una semana publiqué una carta abierta, la tercera, dedicada a X, un famoso y reputado escritor (a estas alturas es una tontería tratar de ocultar su nombre, más que nada porque nunca lo hice: Javier Marías). En ella, como en las otras anteriores, le tildaba de cascarrabias por las opiniones que vertía en sus respectivos artículos. Fue muy leída y muy comentada. Supongo que muchos me felicitarían movidos por un sentimiento de condescendencia (el “muchachete” de Albacete que arremetía contra un gran intelectual) y que no pocos me darían palos merecidos (¿Qué me había creído? ¿El caricato enmendando la plana al prócer?). Supongo, digo, porque tengo por norma no detenerme en lo que la gente opina sobre mí (las redes sociales en general son un terreno ignoto). Pensándolo a posteriori no sé por qué me metí en ese berenjenal. La verdad es que, el citado literato, no me había hecho nada; no había motivos para ponerme tan cansino (¡estaría bueno que no pudiera opinar lo que quisiera y expresarlo de la manera que considerara oportuno!). Creo que lo hice un poco por pasar el rato. Por este motivo he hecho cosas muy variopintas, como depilarme las cejas por completo para después pintarlas y corregirlas sucesivamente consiguiendo así expresiones de extrañeza, sorpresa, etcétera o transcribir el cuento de Caperucita al revés fonéticamente “…y jodi le bolo alatra, alatra, alatra”.

El caso es que la columna estuvo en el ranking de lo más leído, que eso sí lo comprobé, durante todo el fin de semana, aproximadamente cada 10 minutos. Cada vez que abría EL PAÍS digital para mirarlo sentía en mi interior un vértigo parecido al que experimentas en un cambio de rasante. Pero: ¿Y ahora qué? ¿Será esta columna mi canto del cisne? ¿Qué me espera ahora? ¿El declive? Dos cosas están meridianas. Si acerté fue por casualidad. Si meneo mi cabeza suena un sonajero.

Posdata: Si a alguien se le ocurre un escritor o filósofo con el que meterse un poquito, que me lo haga saber.