26 julio 2003

El gobierno argentino de Néstor Kirchner deroga un decreto para facilitar la extradición, pero el gobierno español de José María Aznar rechaza es planteamiento siguiendo el informe del fiscal Eduardo Fungairiño

Encarcelados en Argentina todos los represores de la última dictadura encabezados por Videla, Massera y Luciano Benjamín Menéndez por orden del juez español, Baltasar Garzón

Hechos

  • El 26.07.2003 fueron detenidos en Argentina por una orden internacional dictada por el juez de la Audiencia Naciona española Baltasar Garzón, 46 altos cargos del Gobierno y del Ejército durante el Gobierno del a Junta Militar del periodo 1976-1983.

Lecturas

detencionesclarin

El juez de Instrucción Número 5 de la Audiencia Nacional de España, D. Baltasar Garzón, ordenó que fueran detenidos en Argentina de 46 altos cargos del Gobierno de las Juntas Militares de Argentina (1976-1982) y el Ejército, para que fueran extraditados a España.

LOS PRINCIPALES DETENIDOS EN ARGENTINA POR ORDEN DE GARZÓN:

Videla Jorge Rafael Videla, ex Presidente

Massera Emilio Massera, jefe de la Armada durante el periodo de mayor represión. De él dependía la temible ESMA.

benjamin_menendez Luciano Benjamín Menéndez, jefe del poderoso tercer cuerpo del Ejército con sede en Córdoba.

Jorge Anaya Jorge Anaya, jefe de la Armada durante la Guerra de las Malvinas

astiz Alfredo Astiz, apodado ‘el ángel rubio de la muerte’, se infiltró entre las abuelas de la Plaza de Mayo. Responsable de la ‘desaparición’ de dos monjas.

suarez_mason Carlos Suárez Masón apodado ‘El Carnicero del Olimpo’, por su etapa al mando del Primer Cuerpo del Ejército de Buenos Aires y además, presidente de YPF. Se hizo célebre por su intento de huir de la justicia fugándose del país.

Antonio Bussi, ex gobernador de Tucumán.

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EL FISCAL JEFE DE LA AUDIENCIA NACIONAL DE ESPAÑA SE OPONE A LAS EXTRADICIONES:

fungairino_11_M D. Eduardo Fungairiño

El Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional española, D. Eduardo Fungairiño presento ante el Gobierno Aznar un informe contrario a la extradición a España de los represores argentinos por considerar que la Audiencia Nacional no era competente para investigar a aquellos crímenes, que debían juzgarse en Argentina. De hecho, el Sr. Fungairiño proponía que los militares argentinos detenidos en España – Ricardo Cavallo y Adolfo Scilingo – fueran entregados a en Argentina para que fueran juzgados ahí y no a España.

26 Julio 2003

Un primer paso con costo incierto

Julio Blanck

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Kirchner terminó con una situación de privilegio que favorecía a los acusados por la represión ilegal. Pero ahora debe decidir si impulsa en la Corte la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.

El decreto que firmó Néstor Kirchner no hará que mañana una legión de militares desfile a paso vivo hacia juzgados europeos, como se empeñan en agitar los que quieren dejar el pasado bajo una lápida. Pero tampoco supone el automático juzgamiento de quienes zafaron de pagar sus culpas por delitos cometidos en la represión ilegal de los años 70, como pretenden demostrar los que son más kirchneristas que Kirchner.

Lo que ha hecho el Presidente, en todo caso, es reponer cierto orden jurídico natural. Ese orden había sido violentado por el decreto de Fernando de la Rúa derogado ayer, que colocó a los acusados por la represión a cubierto de eventuales pedidos de extradición, beneficio del que no gozan los demás ciudadanos. Ahora ese privilegio ha desaparecido.

Hacer que la ley sea más o menos igual para todos es la base del «país normal» que propone Kirchner. Sólo en la Argentina, estragada a lo largo de estos años por sus desventuras sin fin, un objetivo tan republicano como ése puede ser tildado de «izquierdista». Pero aún más allá de los rótulos intencionados, la decisión del Presidente parece por ahora sólo un primer paso, con más estruendo político que efectos concretos e inmediatos.

Si Kirchner de verdad cree que sigue abierta la herida del pasado trágico argentino, y que esa herida se debe cerrar sin presiones agónicas sobre los poderes del Estado, como fueron los alzamientos militares que dieron origen a las leyes de Obediencia Debida y Punto Final en los años de Alfonsín, lo que debería hacer ahora es impulsar a la Corte Suprema a declarar inconstitucionales esas leyes. Y permitir así que, si van a ser juzgados, los acusados por la represión ilegal cuyos procesamientos se suspendieron por esas leyes sean juzgados como corresponde: en el país y no en el extranjero.

¿Dará el Presidente ese segundo paso? De acuerdo a la opinión que le acercan sus ministros más moderados, sería la solución más conveniente aun para los militares, que prefieren el forcejeo judicial en el país antes que un viaje incierto al exterior con ninguna garantía de pronto regreso.

Paradoja argentina: promover la anulación de la Obediencia Debida y el Punto Final sería al mismo tiempo la solución que los militares tomarían como un mal menor y la medida que más puede entusiasmar a la tribuna progresista adicta al Presidente.

Visto así, el camino ya estaría trazado y todo sería ganancia. ¿Por qué entonces Kirchner no avanzó sobre la Corte Suprema con la anulación de las leyes? Quizá porque considere, con razón de su parte, que toda operación política tiene beneficios y costos. El beneficio está a la vista, pero sobre los posibles costos sobrevuela el recuerdo ominoso de la rebeldía militar en los 80.

Es cierto que la corporación uniformada no tiene, ni por asomo, la capacidad de presión que, aun en retroceso, conservaba en aquellos años de los carapintadas. Pero también es cierto que alrededor del malestar militar pueden galvanizarse otros malestares, que Kirchner provoca en sectores de poder con su empeño por poner las reglas de juego más en sintonía con un capitalismo decente.

La pregunta es si Kirchner estará en condiciones de soportar esos malestares el día que la economía o la inseguridad puedan arrancarlo del estado de gracia en su relación con la sociedad.

La impresión es que Kirchner actuó, finalmente, bajo la presión de acontecimientos fuera de su control, como el pedido de 46 extradiciones hecho por el juez español Baltasar Garzón y las consecuentes órdenes de detención libradas por su colega argentino Rodolfo Canicoba Corral. Su decisión de permitir los juicios de extradición abre un escenario político en el que, por ahora, casi todo es incierto.

27 Julio 2003

Se acabó la impunidad

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Con su decisión de derogar el decreto de su antecesor, Fernando de la Rúa, que impedía la extradición de los represores de la dictadura militar (1976-1983), el presidente de Argentina, Néstor Kirchner, ha lanzado un mensaje de hondo calado político y social a los ciudadanos de su país: se acabó la impunidad por aquellos crímenes. Ése es el sentido profundo de una medida que ya había insinuado desde los primeros instantes de su mandato, más allá de los resultados que pueda arrojar en la práctica, dados los problemas jurídicos y las fuertes resistencias políticas que sin duda encontrará en su camino.

El presidente argentino, que se caracteriza a sí mismo como un socialdemócrata, trata de ganar la confianza de sus conciudadanos con decisiones ejecutivas en ámbitos éticamente sensibles. Para ello considera necesario resolver con la máxima urgencia los problemas pendientes de la transición democrática, en especial el esclarecimiento de las responsabilidades por los crímenes de la dictadura militar. Cortar de raíz cualquier sospecha de complicidad con esa situación de impunidad era un paso obligado en la política de devolver la esperanza a una ciudadanía descreída y cuyo distanciamiento con las instituciones se hizo especialmente dramático bajo los mandatos de Menem.

Pero se trata sólo de un primer paso, sujeto además a diversos imponderables, en el difícil camino de llevar ante los tribunales de justicia a los responsables todavía vivos de crímenes horrendos contra las personas cometidos desde las máximas instancias del poder, entre ellos la desaparición de unos 30.000 ciudadanos.

En lo inmediato, el desbloqueo de las extradiciones acordado por Kirchner ha dado cobertura a la decision de la justicia argentina de proceder a la detención preventiva, a requerimiento del juez español Baltasar Garzón, de 45 militares y un civil implicados en la represión de la dictadura, entre ellos los integrantes de la Junta Militar Jorge Videla y Emilio Massera, con vistas a su posible extradición a España. La iniciativa del juez Garzón, enmarcada en el ejercicio de una jurisdicción universal que intenta no dejar impunes los delitos de lesa humanidad -genocidio, torturas, terrorismo de Estado-, y la de la justicia argentina, que ha decidido colaborar dentro de las posibilidades legales actualmente existentes en Argentina, convergen en un mismo objetivo: castigar aquellos crímenes y dar satifacción a las víctimas.

Sería deseable que la justicia y la sociedad argentinas saldaran en su propio ámbito las cuentas pendientes con ese pasado trágico. Para ello es necesario que el presidente Kirchner dé un nuevo paso para derogar las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Pero sea a través del sumario que instruye Garzón, de los que pueda abrir la justicia argentina o con el concurso de ambos, lo importante es que los represores comiencen a otear en el horizonte la posibilidad cierta de que tendrán que responder de sus crímenes. Kirchner ha entendido que sólo así los políticos argentinos tendrán una última oportunidad de recuperar el crédito perdido.

27 Julio 2003

Argentina debe juzgar

ABC (Director: José Antonio Zarzalejos)

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El Ejecutivo y los Tribunales argentinos se enfrentarán en los próximos meses a la misma tensión que sufrieron sus vecinos chilenos con el proceso de desaforamiento del ex dictador Augusto Pinochet. A instancia de Baltasar Garzón, un juez federal argentino ha ordenado la detención de 48 implicados en la represión desatada por las Juntas Militares desde 1976 a 1983. Entre los detenidos se encuentran algunos de los máximos represores, como Jorge Videla y Emilio Masera. Garzón dispone ahora de 30 días para formalizar la demanda de extradición por los delitos de terrorismo, genocidio y torturas. Este impulso al sumario por los crímenes de las dictaduras en el Cono Sur va a aumentar la controversia jurídica sobre los límites de la jurisdicción española para investigar y juzgar los delitos de lesa humanidad. Es una polémica tan emocional como técnica, en la que resulta incómodo plantear dudas sobre la corrección del proceder judicial de Garzón, siendo algo inevitable a la vista de los argumentos sólidos y de fuentes muy diversas a favor y en contra de la competencia de la Audiencia Nacional. No se puede ignorar el hecho de que Garzón es un instructor que no va a juzgar. Por tanto, sus decisiones deben ser valoradas en el contexto de una investigación cuyo resultado final depende de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Los autos que esta Sala dictó en 1998, confirmando su competencia en los sumarios por los desaparecidos en el Cono Sur, deben ahora ser interpretados a la luz de la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el Caso Guatemala. En esta resolución una mayoría de los magistrados declaró que «no le corresponde a ningún Estado en particular ocuparse unilateralmente de estabilizar el orden, recurriendo al Derecho Penal, contra todos y en todo el mundo, sino que más bien hace falta un punto de conexión que legitime la extensión extraterritorial de su jurisdicción».
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Esta sentencia tiene el valor de ser la primera que establece una doctrina precisa sobre el principio de extraterritorialidad de la jurisdicción penal española, que es algo muy distinto de la jurisdicción universal, que sólo puede estar atribuida a Tribunales internacionales como la Corte Penal Internacional. La Cámara de los Lores así lo entendió cuando recortó la demanda de extradición contra Pinochet a delitos comunes (asesinato y secuestro) según su legislación interna. El Supremo no ha bloqueado con su doctrina la investigación de los crímenes cometidos en Guatemala, pero ha exigido una vinculación con los intereses del Estado español, identificándolos con la nacionalidad de las víctimas y con el derecho interno -penal y procesal orgánico- vigente en el momento de la comisión de losdelitos. Ésta es la pauta que sirve para consolidar la competencia de Garzón en un sumario que, por brutales que sean los crímenes investigados, no está al margen de los principios de legalidad penal y predeterminación judicial. Un extensión ilimitada de la extraterritorialidad de cualquier justicia nacional conduce a problemas insuperables en las relaciones internacionales y en la eficacia de los mismos procesos judiciales, como ha comprobado el nuevo Gobierno belga, cuya primera decisión ha sido proponer la derogación de la ley que permitía a sus Tribunales una ilimitada competencia penal internacional.
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También el Supremo apuntaba en su sentencia un problema que ahora se presenta nítidamente, al diferenciar entre delitos cometidos en lugares «no sometidos a ninguna soberanía estatal y aquellos otros en los que la intervención jurisdiccional afecta a hechos ejecutados en territorio de otro Estado soberano». El Estado argentino tiene una soberanía definida constitucionalmente, cuenta con su propia estructura judicial, sus jueces están más cerca de la prueba que los españoles y las víctimas de la dictadura y los autores son mayoritariamente argentinos. Kirchner derogó ayer el Decreto de De la Rúa que impedía la extradición de implicados en los crímenes de la dictadura. No sólo no basta este gesto, sino que debe ser denunciado como un acto de cinismo al abrir la puerta de salida para exportar sus criminales a España y al mismo tiempo mantener cerrada las de sus propios Tribunales, con las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida aprobadas en tiempos del radical Raúl Alfonsín.

09 Agosto 2003

Punto... y seguido

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Jorge Videla conoce ya por un juez federal las razones de su arresto preventivo para afrontar cargos de terrorismo y genocidio formulados por el juez Baltasar Garzón, que pretende su extradición desde 1997. Con él, los altos y no tan altos cargos de la inmisericorde dictadura militar argentina -hasta 46, incluyendo un civil-, algunos de los cuales gozaban de libertad hasta hace unos días, protagonistas todos de aquel terrorismo de Estado que se llevó por delante 30.000 vidas.

Cae el telón para estos 46 de la fama que deberán afrontar un eventual viaje a España para ser juzgados por terrorismo y genocidio, después de que el presidente Néstor Kirchner derogara el decreto firmado por De la Rúa que impedía su extradición. Para todos debe de haber resonado como un aldabonazo la llegada a Madrid de su cofrade Ricardo Miguel Cavallo, extraditado por México para responder ante la Audiencia Nacional de sus actuaciones en la ignominiosa Escuela de Mecánica de la Armada.

La lucha por una jurisdicción universal sobre delitos de lesa humanidad, iniciada con el caso Pinochet, avanza lenta pero imparable. Los más conspicuos represores de la dictadura argentina (1976-1983) fueron condenados allí por sus atroces delitos, pero indultados finalmente por el presidente Menem. Su responsabilidad en el catálogo de los horrores que protagonizaron quedó extinguida -salvo en el caso de secuestros infantiles- por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dictadas entre 1986 y 1987, que ahorraron el proceso a más de otro millar de militares.

Los tribunales argentinos verán caso por caso los de los 46 solicitados por Garzón, cuya extradición el Gobierno puede denegar aunque la concedan los jueces. El mejor escenario posible es que esa entrega fuera sustituida por un juico en su propia tierra. Para ello es necesario que Kirchner dé un nuevo paso hacia la anulación de aquellas leyes que consagraron la impunidad, algo que, según los sondeos, desean dos de cada tres ciudadanos. Si los argentinos pudieran saldar en su propio ámbito las cuentas pendientes de su más trágica historia reciente, ése sí sería el punto final.

18 Agosto 2003

Argentina: vuelco histórico a la impunidad

Prudencio García

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Algo enormemente importante, y esta vez -ya era hora- también espectacularmente positivo, está ocurriendo en Argentina. Con alguna notable excepción, la predominante regla general en aquel país ha venido siendo la sólida, coriácea, contumaz cultura de la impunidad. Los militares y policías argentinos, incluidos los más caracterizados golpistas, torturadores y represores, han gozado históricamente de un alto grado de esa cobertura, de esa noción, de esa garantía -no escrita pero fuertemente arraigada- de que nunca tendrían que pagar las consecuencias de unos excesos siempre asumidos, soportados -bancados en lenguaje porteño- por aquella sociedad. De esta forma el golpe militar, la represión, el secuestro, la tortura y el asesinato de opositores llegaron a ser asimiladas como actividades baratas, cuando no absolutamente gratuitas en materia penal. Casi todos sus autores a lo largo del siglo XX han contado con -y recibido a su debido tiempo- el oportuno instrumento protector, llámese complicidad del poder, inoperancia judicial, indulto, amnistía o ley exculpadora que les permitió -con escasas aunque muy señaladas excepciones- salir básicamente indemnes, o con castigos mínimos en relación a la gravedad de los delitos perpetrados.

Tras el juicio y sentencia a las tres primeras Juntas en 1985, sobrevino la poderosa reacción corporativa del Ejército, y la arrasadora impunidad volvió a imponerse una vez más. Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (1986 y 1987), dictadas bajo la intensa y agresiva presión militar (recuérdese, entre otras, la insurrección de Semana Santa de 1987), impidieron juzgar ni siquiera a una parte de los más de 1.100 represores señalados por el informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas. Una vez aplicadas ambas leyes de impunidad, los imputados judicialmente quedaron reducidos a la raquítica cifra de 38 generales, almirantes y brigadieres. Para colmo, el posterior indulto del presidente Carlos Menem (1989) dejó también en libertad a aquellos últimos procesados. Finalmente, su segundo indulto (1990) liberó incluso a los seis altos jefes que cumplían las sentencias -ya firmes- dictadas en 1985. Una frase del presidente Menem trató de justificar aquel escandaloso retroceso de la justicia: «En la Argentina difícilmente se puede gobernar sin los militares, pero nunca contra los militares». Aquel eufemístico pretexto ocultaba la triste realidad: el restablecimiento del Ejército como entidad prácticamente intocable, y el arrinconamiento de la justicia frente a la prepotencia recuperada de la vieja cultura de la impunidad.

Hoy, en este agosto de 2003, después de muchas y amargas vicisitudes, la perspectiva es otra. Corren nuevos vientos de esperanza para la Argentina. El nuevo presidente, Néstor Kirchner, en sus escasas semanas de actuación ha dejado ya muy claras -entre otras- dos actitudes fundamentales, tremendamente necesarias y de incalculable valor para aquel país. Primera, su decisión de poner fin a la cultura de la impunidad. Y segunda, su falta de complejos frente al estamento militar. Estos dos puntos, en la República Argentina, son oro puro. Más necesarios que el aire que respira aquella sociedad, diagnosticada por los más serios estudiosos nacionales y extranjeros como -al menos desde 1930- enferma de golpismo, intervencionismo militar, autoritarismo, corrupción e impunidad. Impunidad incluso para el derrocamiento de presidentes tan intachables como Hipólito Irigoyen (1930) y Arturo Illia (1966). Filosofía, mentalidad, costumbre, ambiente envolvente de impunidad, de actuaciones impunes al margen de la ley. Tradición arraigada en el sentido de que el actuar personal e institucionalmente al margen de la ley compensa, resulta rentable, resulta beneficioso, incluso cuando implica miles de ciudadanos secuestrados, torturados y asesinados. Y no digamos cuando implica sacar del país miles de millones de dólares, también al margen de la ley, de la moral y de las exigencias más vitales de la economía nacional.

En estas últimas semanas, una serie de pronunciamientos rotundos han saltado de la boca del presidente Kirchner a las páginas de la prensa mundial. «Entre nuestros objetivos fundamentales está el tema de la justicia, de la memoria, el vencer a la cultura de la impunidad», ha dicho. Sin eufemismos, ha proclamado que este ambiente de impunidad constituye «una vergüenza nacional». Y ha precisado: «Durante años existió una parálisis nacional, producto de la cultura de la impunidad», refiriéndose no sólo a los crímenes de la dictadura sino también a otros sangrientos episodios posteriores, como los atentados contra la Embajada israelí en Buenos Aires (29 muertos en 1992) y contra la sede de la asociación judía AMIA (85 víctimas mortales en 1994), ambos prácticamente impunes en la actualidad.

Por fortuna, los hechos de Kirchner acompañan a sus palabras: no sólo se manifiesta convencido de la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad, a la vez que recuerda que siempre se opuso a los indultos, sino que, de hecho, poco después de recibirse la nueva reclamación de 46 represores por el juez Garzón, deroga el decreto antiextradicción del ex presidente De la Rúa (2001), abriendo la puerta a la entrega de los reclamados internacionalmente por delitos de lesa humanidad. Pero al mismo tiempo proclama: «Habría que juzgarlos a todos en la Argentina». En otras palabras, su mensaje al Congreso, al Senado y a la Corte Suprema no puede ser más claro y rotundo, y sólo admite esta traducción: Anulemos de una vez por todas las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Eso nos permitirá juzgar aquí a nuestros propios criminales, y nos librará de la vergüenza de presenciar un penoso desfile de aviones con delincuentes argentinos extraditados en dirección a España, Francia, Italia, Alemania, Israel y Suecia, países, todos ellos, que los reclaman. Y si los reclaman es, precisamente, porque nosotros no fuimos capaces de juzgarlos aquí. Juzguémoslos en nuestros propios tribunales y demostremos al mundo, de una vez y para siempre, que en Argentina reina la justicia, el derecho y la primacía de la sociedad civil.

Recordemos las críticas dedicadas al juez Baltasar Garzón cuando, en 1996, decidió admitir las primeras denuncias presentadas en la Audiencia Nacional contra determinados crímenes de la dictadura militar argentina, y, poco después, de la chilena: «Brindis al sol», «pose puramente estética», «concesión efectista para la fachada», «puro gesto de nula efectividad». «¿Qué sentido tiene juzgar en España unos hechos producidos hace más de veinte años a miles de kilómetros de distancia, en unos países que tienen su propio sistema de justicia?», preguntaban los detractores de aquella osada -pionera, pero rigurosa y legítima- línea judicial. Dos años después llegaba la respuesta en lo referente a Chile (arresto y juicio en Londres a Pinochet). Y ahora, siete años después, llega la respuesta correspondiente a la Argentina.

La validez de esta acción judicial ha sido doblemente ratificada en ambos países. En España, por la reciente resolución de la Audiencia Nacional, que ha ratificado nuevamente la competencia de la justicia española sobre los crímenes de lesa humanidad perpetrados por aquella dictadura militar, tal como ya dictaminó el 4 de noviembre de 1998. Y en la Argentina, la decisión del juez español se ha visto refrendada por otras dos actuaciones sucesivas: la derogación presidencial del ya citado decreto (en evidente gesto de apoyo a la reclamación española), y la inmediata actuación del juez argentino, el magistrado Rodolfo Canicoba, quien, tan pronto como desapareció la barrera paralizante, procedió a ordenar el arresto de los ex represores reclamados por el juez Garzón. Actuación de ambos magistrados, español y argentino, cuyo fruto conjunto constituye otro importante grano de arena en ese camino de la justicia universal, que empuja eficazmente en la dirección que realmente se pretende en esta ocasión: el juicio efectivo de los criminales, aquí o allí, y preferiblemente en su propio país.

Lo ideal sería que ninguno de los represores reclamados llegase a ser entregado a España, precisamente porque fueran juzgados en Argentina. También en ese caso la acción judicial española hubiera sido ejemplarmente positiva, al impulsar y favorecer -e incluso forzar de alguna manera- los avances de la justicia en un país tan entrañable para nosotros, y tan duramente castigado por la larga lacra de la impunidad.