26 agosto 1984

El ex franquista Laín Entralgo elogia al director de EL PAÍS, Juan Luis Cebrián por la línea crítica de su periódico

Hechos

El 26 de agosto de 1984 el Sr. Lain Entralgo publicó la primera carta en EL PAÍS.

30 Julio 1984

Una pregunta elemental

Juan Luis Cebrián

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Un periodista americano ha venido a mi despacho a preguntarme: «¿Hacia dónde va España?» Ésta es una pregunta elemental, fácil de hacer en cualquier caso, pero no siempre fácil de responder. No es una pregunta existencial al estilo de lo del voluntarioso quehacer en común (para no hablar de la unidad de destino y otras cuestiones), sino que tiene perfiles irritantemente concretos: ¿hemos abandonado la carrera por acercarnos a las potencias industriales y posindustriales?; ¿no hay una tensión tercermundista -en el peor de los sentidos- en nuestras formas de vida?; en una palabra, ¿hemos perdido la batalla de la modernización de nuestro país?¿Y qué es modernización? Hace dos años, un libro de John Naisbitt sacudió la conciencia de los norteamericanos: Megatrends. En la línea del Shock del futuro y de la Tercera ola, de Töffler Naisbitt insistía en el cambio cualitativo que cuestiones como la microelectrónica o la biotecnología están suponiendo para la civilización. En la base de su tesis se encontraba la propuesta de una estructura social diferente y nueva, menos jerarquizada, más participativa, menos centralizada, más horizontal en sus relaciones. Problemas corno la creación de empleo o los movimientos migratorios no podrán ser comprendidos en adelante sin una referencia al cambio tecnológico. Y la respuesta de países como Japón o Singapur, enganchados en el carro de éste, frente al anquilosamiento de las viejas estructuras industriales europeas, es todo un símbolo. Modernización es, al margen de discusiones culturales y controversias ideológicas, innovación, preocupación por el futuro, previsión de éste.

No son palabras solas. La victoria socialista de hace año y medio en las urnas proporcionaba a nuestro país una ocasión histórica todavía no perdida: la del planeamiento a largo término de las nuevas y grandes tendencias colectivas de. los españoles. Garantizada la estabilidad política del régimen, ahuyentados los fantasmas del golpismo, depositado el poder en una generación sobre la que el peso de la guerra civil era ya solamente el de la memoria histórica, España, como colectividad de ciudadanos y no como demagogia conceptual, tenía y tiene la oportunidad de plantearse algunas preguntas sobre, su futuro, que definan cómo ha de ser la vida aquí en las próximas dos décadas. Es, desde luego, una obligación del Gobierno hacerlo, pero no sólo del Gobierno. Es, en cualquier caso, una cuestión sobre la que quizá haya habido valiosas investigaciones personales -sin duda las hay-, pero ningún esfuerzo solidario en la respuesta. Es finalmente algo en lo que difícilmente podemos desenvolvernos aislados, de espaldas o al margen del resto de los países europeos.

La pregunta del periodista americano discurría por las opciones de dos grandes capítulos del inmediato futuro: el de la economía, con su corolario del empleo, y el de la política exterior, seguridad y defensa, con referencia explícita al problema de la OTAN y al debate nuclear. La sorpresa probable que quienes mediten sobre todo ello pueden llevarse es la poca discusión pública que está teniendo lugar sobre los temas de fondo que sugiere. No he visto, por ejemplo, que en las conversaciones sobre el pacto social para la creación de empleo la cuestión de la tecnología ocupe lugar preferente por parte de ninguno de los concurrentes a la mesa, y pienso que éste es uno de los síntomas de la desorientación en la que se mueven los líderes sociales: el problema no es sólo crear puestos de trabajo, sino definir qué tipos de trabajos van a ser posibles y deseables de ser creados en lo inmediato. En un momento en el que el paro afecta fundamentalmente a los sectores juveniles de la población, el esfuerzo ha de incidir de manera prioritaria en la preparación de esos jóvenes para la ocupación de los nuevos empleos. Esto no trata de ser una disquisición brillante a costa de los dramas familiares y de la angustia que el paro genera en millones de personas de este país. Todo lo contrario. Pero la huida de este debate ya generó en su día el derroche de los fondos de empleo comunitario y el espectáculo -degradante para todos- de ver cómo el arreglo de las cunetas de nuestras malas carreteras era un expediente fácil con el que Gobierno y sindicatos de hace un lustro se engañaban malamente en lo que pomposamente se llamaba lucha contra el paro. La destrucción del empleo, progresiva e indetenible hasta ahora en nuesro país, es, entre otras cosas, la consecuencia de la falta de meditación sobre el tipo de desarrollo que necesitamos. También del permanente triunfo de los monetaristas, convencidos de que ellos y sólo ellos tienen la respuesta a las cuestiones de la economía política. Para su desgracia, las hemerotecas guardan docenas de declaraciones que prometían más puestos de trabajo en cuanto la inflación fuera controlada -España se acercaba al 30% en aquellos días-. Próximos a la inflación de un solo guarismo, el paro ha seguido aumentando. Y sólo algo ayuda dramáticamente a controlarlo: la economía sumergida, de la que el Gobierno piensa que da trabajo al menos a un millón de españoles.

Naturalmente que hay que estar a favor de la mesa de negociación sobre el empleo y de tantas otras medidas y pactos coyunturales como estamos necesitando. Yo no estoy discutiendo eso. Simplemente me gustaría indicar que la suma de decisiones perentorias, unilaterales o consensuadas, no ha de dar por resultado el diseño de horizontes que este país necesita en sus relaciones laborales, en su convivencia y en su entramado internacional de aquí al año 2000. Y que es obligación de los líderes sociales intentar hacer algo así. Difícilmente ese horizonte va a emerger eri solitario aquí cuando toda Europa se debate en crisis parecidas, pero no conviene desestimar los signos de que en el momento de integrarnos en la CEE parecen acentuarse paradójicamente algunas tensiones diferenciales de España con la Comunidad. Las más acusadas, me temo, son las que afectan al concepto mismo de desarrollo, al papel a jugar por los españoles en Europa, a nuestra disposición mental frente a fa revolución tecnológica o los fenómenos nuevos de convivencia que burlan o sobrepasan los módulos establecidos.

Lo mismo que las cuestiones de la economía sumergida, la evolución demográfica o el desafío tecnológico parecen cosas extrañas a un debate que debería plantearse en términos casi rousseaunianos, la necesidad de un nuevo contrato social, la cuestión nuclear no existe en las ambiguas meditaciones públicas que el Gobierno se hace en torno a la permanencia o no en la Alianza Atlántica. Sin embargo, uno de los problemas fundamentales que la propia Alianza tiene planteados es su doctrina de respuesta nuclear a un ataque convencional del Pacto de Varsovia. Sobre esta doctrina descansa a la postre la ausencia del Comité Militar del Gobierno francés, que sostiene a cambio una onerosa force de frappe atómica. Y eso explica que la de snucleariz ación de países miembros de la OTAN como Noruega o Dinamarca sólo sea efectiva mientras no haya guerra. El debate sobre la disuasión nuclear ayuda a comprender. por qué los europeos se resisten a la retirada de su suelo de tropas norteamericanas mientras crecen las’tendencias en Estados Unidos -y el doctor Kissinger lo ha hecho bien visible- de quienes desean retirar esas tropas y mantener sólo el llamado paraguas nuclear como cobertura de la defensa del continente frente a una eventual agresión del Este. La evasión del debate nuclear permite transcurrir, en España menos incómodamente sobre el tema de la OTAN. Naturalmente, sólo hasta que el mando aliado decida que es del interés común la utilización del territorio hispánico para el almacenamiento o instalación de cohetes de este género. ¿Cuánto tardará en suceder eso -Gibraltar ya es una base de utilización atómica siquiera temporal- y cómo está siendo ilustrada la opinión pública por las fuerzas políticas -del Gobierno y de la oposición- sobre el tema? ¿Cómo, finalmente, ha de influir todo ello en los proyectos de modernización y desarrollo en España?

Éstas son, desde luego, cuestiones complejas para las que, sin embargo, la gente tiene derecho a hacer formulaciones simples y a exigir respuestas claras. ¿Es la nucleariz ación, por ejemplo, el precio de la modernización? ¿Es un cierto tercermundismo cultural. y económico el que habría que pagar por una respuesta moral colectiva frente al aumento de la amenaza nuclear? ¿Los ejemplos de Austria, Suecia, Suiza son aplicables a nuestro caso, sin un liderazgo intelectual y moral, político, en suma, que definiera claramente las posibilidades de un eventual neutralismo español? ¿O es mejor olvidarse de todo esto y no discutirlo paraque sea el tiempo y el cansancio de las gentes el que dé las contestaciones adecuadas?

Existe una intuición general respecto a que es responsabilidad del socialismo en el poder diseñar respuestas fiables a estos interrogantes, que no sólo se plantean en España, pero sobre las que es pobre consuelo reconocer su escala casi universal. Un problema añadido es que la propia capacidad de los Gobiernos está en crisis en unas s ociedades dinamizadas, feliz e inevitablemente, al margen de las estructuras jerárquicas del Estado. La propia noción de éste ha sido puesta a revisión y los esquemas tradicionales de la política se muestran insuficientes. Es un problema de concepción de la convivencia social lo que este país tiene planteado, de modernización mental antes que nada. Y cuando en el agosto que se avecina las meditaciones del poder van a discurrir sobre cambios gubernamentales y pactos determinados, bien merece la pena un recordatorio así.

26 Agosto 1984

Carta a Juan Luis Cebrián

Pedro Lain Entralgo

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Querido Juan Luis: Tu reciente artículo «Una pregunta elemental» ha removido en mí lo que conmigo va siempre bajo los quehaceres y los ocios de cada día: mi preocupación por lo que nuestro país va a ser en este decisivo trance de su historia. Un periodista americano te ha lanzado a bocajarro la pregunta que tantos españoles nos hacemos: «¿A dónde va España?». Pregunta a la cual tú, acertada y tácitamente, has querido quitar todo aire sibilino y profético -tal como suena, parece dirigida a la pitonisa de Delfos o a don Juan Donoso Cortés-, para dejarla en esta otra: «¿A dónde debe ir España, dentro de lo que hoy puede ser y hacer?». Ojalá cunda tu ejemplo en los españoles responsables; ojalá, como consecuencia, se entable entre nosotros un amplio debate acerca de tan básica e ineludible cuestión. En tanto llega, si llega, daré forma escueta a varios de los pensamientos que tu lúcida respuesta me ha sugerido.Si no te he leído mal, esa respuesta tuya viene a ser la siguiente: modernización mental antes que nada; por tanto, actualización del concepto del Estado, puesta al día de nuestra técnica, a tenor de lo que a gritos está pidiendo el cabo terminal del siglo XX, renovado diseño de los horizontes que este país necesita en sus relaciones laborales, en su economía, en su convivencia y en su entramado internacional. En definitiva, cambio cualitativo y eficaz, si queremos evitar un descenso al tercermundismo, que a esto nos conduciría la mera prosecución de nuestro presente status e incluso una débil y parcial reforma de lo recibido. Todo lo cual es posible y urgente, porque -copio tus palabras- «garantizada la estabilidad política del régimen, ahuyentados los fantasmas del golpismo, depositado el poder en una generación sobre la que el peso de la guerra civil es ya solamente el de la memoria histórica», España tiene la oportunidad de plantearse las preguntas «que definan cómo ha de ser la vida aquí en las próximas décadas».

«Feliz quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje», dice el verso francés famoso. Felices quienes, como tú y los hombres de tu generación, digo yo ahora, habéis hecho tan corto viaje por el camino de nuestra historia. Con vuestro deseo y vuestra esperanza estoy; pero el camino por mí recorrido hace más pesada mi memoria histórica y me obliga a plantearme varias graves interrogaciones. Me digo a mí mismo y os digo a vosotros: la evidente superación de la guerra civil en el alma de los españoles que no han cumplido los 50 años, ¿permite olvidar que a partir de 1808, para no ir más lejos, la guerra civil ha sido una reiterada realidad en nuestra historia?; ¿es cierto, por otra parte, que hayan sido ahuyentados los fantasmas del golpismo?

Desde que en 1975 se inició la transición vengo echando de menos en las alturas del poder ejecutivo un examen serio y claro de lo que el haber y la deficiencia de España han sido durante los siglos XIX y XX, y muy especialmente en éste. ¿Qué fueron, qué, pudieron ser y qué no llegaron a ser la Monarquía de Alfonso XIII y la II República para que con una o con otra no hubiese sido posible la guerra civil de 1936? ¿Qué fue realmente ésta, por debajo de la retórica que la ha deformado, y por qué en pleno siglo XX se mataron entre sí los españoles como de hecho lo hicieron? ¿Qué fue, qué pudo ser y qué no llegó a ser el régimen de Franco? ¿Qué España nos dejó ese régimen, tanto en el orden político y social como en los órdenes intelectual y ético de su realidad? Abiertamente planteadas y rigurosamente respondidas, tales son las preguntas que yo he echado de menos en el Parlamento y en la Prensa, y tanto en los sucesivos Gobiernos como en las sucesivas oposiciones.

¿Es cierto que la estabilidad política de la actual democracia se halle definitivamente garantizada? No lo sé. Tras el feliz advenimiento de la II República, cuando la inmensa mayoría de los españoles la querían o la acataban, ¿eran previsibles el lamentable conato de revolución de 1934 y la más que lamentable guerra civil de 1936? Repaso mis recuerdos, y mi respuesta tiene que ser negativa. Ni siquiera en la primera quincena de julio de 1936 podía preverse lo que más tarde ocurrió. Contemplo luego la España actual, la que cada mañana me ofrecen los diarios, y mi sentir se hace incierto. Una guerra civil como la pasada me parece, desde luego, por completo inimaginable; en modo alguno la temo. Pero si hablo, no en términos de guerra civil, sino en términos de desestabilización, usaré de nuevo el vocablo ya tópico, un ambivalente estado de ánimo me asalta. Por un lado, la confianza. La conducta ejemplar y el enorme prestigio del Rey, el habitual proceder del Gobierno, el pacífico talante de la mayor parte de nuestra sociedad y, mientras no cambie, la relativa moderación de las movilizaciones laborales, me mueven a la confianza; pero la no decreciente existencia de nacionalismos independentistas, la violencia, armada o no, con que a veces se manifiestan y la no tan insignificante proporción de los nostálgicos y los neófitos del mando inobjetable y la acción violenta, inevitablemente me hacen pensar que, pese a todo, la involución sigue siendo posible. Producida ésta, ¿cuáles serían sus consecuencias inmediatas? Que cada cual imagine lo que le plazca; lo que yo imagino non mi piace niente.

Por eso, Juan Luis, yo quisiera que el debate acerca de las cuestiones que tan certeramente propones tú y el riguroso planteamiento del estado de la cuestión que yo propongo, no borrasen alegremente la preocupación que acabo de exponer, y mucho menos la conducta a que necesariamente obliga: la inteligente y avisada firmeza, la amplitud verdaderamente nacional de la visión, el conocimiento y la difusión de lo que realmente ha sido nuestra historia reciente, la constante voluntad de hacer social y políticamente indeseable lo que pasó.

Algo más, bastante más me sugiere tu artículo. Una fugaz alusión tuya a las angustiadas cavilaciones sobre el ser de España que desde hace más de un siglo se vienen sucediendo entre nosotros me da ocasión para hacer justicia, tal como yo la veo, a los cavilosos más eminentes: los anteriores al patético ‘¿Dios mío, qué es España?’ de Ortega (los que contendieron en la polémica de la ciencia española: Costa, Cajal, los regeneracionistas, Ganivet, Unamuno) y los posteriores a ella (Menéndez Pidal, el propio Ortega, Madariaga, Américo Castro, Sánchez Albornoz). Atribuir a todos ellos una visión esencialista o metafísica de España, más o menos semejante a la que propuso la doctrina romántica del VoIksgeist, «espíritu del pueblo» o «alma nacional», me parece un doble error. Error, por una parte, intelectual, porque la visión metafísica de una realidad -sea ésta meramente -física o formalmente historico social- no supone atribuir carácter esencial y permanente a todo lo que en esa realidad se estudia; en ella puede haber notas no esenciales y perfectamente transitorias; por ejemplo, los modos de ser que los escolásticos llamaron «hábitos de segunda naturaleza». El saber inglés -la posesión de un saber que puede olvidarse y tantas veces se olvida- ¿es acaso una nota esencial y permanente de la persona que lo ha aprendido?; y la intelección descriptiva y metafísica de esa persona, ¿no debe acaso considerar lo que en ella sean esos modos de ser? Más aún: ¿no podría darse el caso de que todo el ser de una nación, en tanto- que tal, sea un peculiar conjunto de ellos? Error, por otro lado, historiográfico, porque la concepción esencialista de España, perceptible, eso sí, en algunos de tales cavilosos, sólo sin el necesario análisis y sin la suficiente reflexión puede serles globalmente atribuida.

En la mejor parte de ellos, la preocupación por el ser de España no es en rigor preocupación metafísica, inquietud mental conducente al discernimiento de tales y tales caracteres esenciales, sino expresión de su descontento ante la realidad de España que ven y de su exigencia de una reforma enderezada hacia la España que desean. Su «¿qué es España?» lleva en sí, visibles siempre, si uno afina la mirada, tres tácitas interrogaciones. Una: «Para que España sea lo que yo creo que debe ser, ¿qué debemos hacer los españoles?’. Otra: «¿Qué ha sucedido en la historia de España, qué ha sido nuestro pasado para que la vida colectiva de los españoles sea la que ahora contemplo y tanto me desplace?». Otra: «¿Cómo los españoles debemos asumir, rechazar o modificar lo que del pasado hemos recibido, para movernos sin trabas hacia lo que podemos y debemos ser?».

De lo cual se sigue que estos cavilosos sobre lo que España es, tan doloridos de España como degustadores de ella, porque mucho de España les duele y mucho les place, con frecuencia hayan sentido la obligación de idear in terpretaciones de nuestra historia capaces de dar respuesta a las tres interrogaciones precedentes -baste citar las de Menéndez Pelayo, Azcárate, Revilla y Pero jo, Costa, Ganivet, Unamuno, Menéndez Pidal, Ortega, Castro y Sánchez Albornoz- y nunca hayan olvidado la proposición de muy concretas reformas, desde las tocantes a la economía, la política y la técnica hasta las pertinentes al cultivo de la ciencia y a la educación intelectual y ética. ¿Crees, Juan Luis, que Ortega y Castro, valga su ejemplo, no sus cribirían hoy esa oportuna enumeración de «perfiles irritante mente concretos» a que la pregunta del periodista americano te ha conducido?

Llego al término de mi espacio posible y todavía no he comentado lo que en tales perfiles más directamente atañe a mi oficio y a mis más personales desazones. Se dice que nunca segundas partes fueron buenas. Sin invocar las varias que de verdad lo han sido, atenido no más que a mis pobres recursos, ¿me permitirás que en una segunda carta luche yo contra ese tópico decir?

03 Septiembre 1984

Segunda carta a Juan Luis Cebrián

Pedro Lain Entralgo

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Querido Juan Luis: en tu artículo Una pregunta elemental muestras vivo interés por la actualización de nuestra tecnología. Muy explícitamente te adhieres al norteamericano, Naisbitt, subrayas la importancia del «cambio cualitativo que cuestiones como la microelectrónica y la biotecnología están suponiendo para la civilización» y te preguntas si no nos conducirá a cierto tercermundismo la negligencia en la incorporación a tan apremiante exigencia de nuestro tiempo.Contigo estoy. Como el hombre está condenado a ser libre, según la frase de un Sartre desconocedor de lo que Ortega había dicho, del mismo modo lo está a ser técnico, sea el hacha de sílex o la fisión del átomo la forma que adopte su tecnificación. La indigencia de nuestros instintos y el modo específico de nuestra inteligencia nos obligan a ello; y así, quienes por indolencia o por ecologismo no quieren vivir instalados en la técnica de hoy, por fuerza tienen que vivir inmersos en la técnica de ayer, cuando no en la de anteayer. En resumen, sí a la técnica. Más aún: sí a la técnica actual. Como a Juan Cueto, en una reciente columna de este mismo periódico, me irritan sobremanera los bienpensantes que, movidos por un mal entendido tradicionalismo, por un endeble esteticismo, por cierto alicorto seudohumanismo o simplemente por pereza, que de todo hay, hacen dengues al fomento de la técnica. Aunque, torpísimo de mí, yo sea incapaz de conducir un automóvil, de escribir decorosamente a máquina y hasta de montar en bicicleta. Sin crear alguna técnica original, o sin usar correctamente la técnica del tiempo en que se existe, o sin comprender y convivir -al menos esto- la fascinante aventura que es la empresa de inventarla, el hombre no posee socialmente toda la humanidad que exige la condición histórica de su ser.

Conviene no olvidar, sin embargo, que hay un modo espurio y un modo auténtico de poseer la técnica. Espuriamente la posee la sociedad que importa máquinas, hace que se las instalen y contrata a cuasitécnicos que, como suele decirse, saben dónde está el botón que hay que apretar. Sólo será auténtica la posesión de la técnica cuando quien la hace y la usa se mueva en uno de estos tres niveles: el más bajo, la correcta fabricación imitativa de máquinas inventadas en otro país; el intermedio, la invención de técnicas nuevas y la adecuada utilización de ellas; el supremo, supuestos los otros dos, la recta comprensión de lo que, en el nivel histórico en que se exista, son la actividad de crear técnica y la recta intelección de lo que es la tecnificación de la vida. Pues bien: en el caso de una sociedad cuya tecnificación no sea suficiente, tal la española, ¿qué deberá hacerse para instalarla de modo habitual en uno de esos tres modos de poseer auténticamente la técnica, y si es posible en los tres?

La respuesta debe comenzar pronunciando de nuevo la palabra -consigna que desde Feijoo y hasta Ortega y Ors, pasando por Giner de los Ríos, tantas veces se ha repetido entre nosotros- educación. Hay que educar a nuestra sociedad, tenemos que educarnos a nosotros mismos, si queremos que sea un hecho firme la plena instalación de España en el nivel histórico de este fin de siglo. La minoría que en la España actual constituyen los intelectuales, los científicos, los técnicos, los políticos y los empresarios conscientes de esa necesidad y resueltos a satisfacerla debe movilizarse con energía para educarse a sí misma, en cuanto a la mentalidad técnica atañe, y para llevar a cabo, en bien planeados círculos concéntricos, la oportuna educación de los demás. ¿No fue éste el proceso que una inteligente y tenaz minoría reformadora inició en Japón -un Japón de samurais, geishas y cerezos en flor- hace poco más de un siglo?

Nada más lejos de mí que el ideal de japonizar a mi país. Ni conozco la realidad del Japón actual, ni se me ocurre pensar que los españoles debemos actualizarnos tratando de olvidar lo que hemos sido y lo que somos, ni considero deseable para España la aplicación de alguno de los modelos educativos que para Tanzania o Alto Volta prefabrica la Unesco. Mi deseo’es que, según nuestras posibilidades, haga España a la española algo semejante a lo que a la japonesa ha hecho Japón. ¿Cómo? Evitando todo arbitrismo, pero sin dejar de sentir una secreta ternura por los arbitristas, tan ingenua y benéficamente llenos de amor a su país, reduciré mi personal propuesta a los siguientes puntos:

1. No olvidar que la investigación básica -por tanto, el cultivo de la ciencia pura- es el más sólido fundamento de la invención técnica y el único camino para evitar una especialización del técnico excesivamente limitada y pragmática. No será impertinente añadir, contra un reduccionismo frecuente entre nosotros, que la investigación básica no es sólo la que exige el empleo del microscopio (cómo, bajo el justísimo prestigio de Cajal, solía pensar hace años el español medio) o la que recurre a las técnicas de la bioquímica actual (como, bajo el frio menos justo prestigio de Ochoa, suele pensarse hoy). No. Investigación básica es la que sin propósito inmediato de aplicación utilitaria, aunque, naturalmente, sin descartarla, se aplica al ejercicio científico de la mente y al conocimiento científico de lo que las cosas son. Desde la matemática hasta las llamadas ciencias humanas, como la filosofía y la historia, debe extenderse, en consecuencia, el campo de la investigación básica.

2. Debe aspirarse a que, cada uno en su campo, nuestros científicos y nuestros técnicos conozcan todo y bien lo que científica y técnicamente se hace en el mundo. Lo que no sea esto no pasará de ser provincianismo intelectual o vano diletantismo.

3. Puesto que no son grandes nuestros recursos económicos y humanos, nuestra investigación científica y técnica debe limitarse a un reducido número de campos: aquellos en que hayamos comenzado a hacer algo valioso o espontáneamente surja una figura prometedora (cuatro ejemplos en la España actual: las neurociencias, la bioquímica, la genética y la ecología) y aquellos en que se estime que, dentro de lo que hoy son la ciencia y la técnica, podamos los españoles aportar alguna novedad estimable (no otro ha sido, a mi modo de ver, el laudable propósito que ha animado al Ministerio de Educación y Ciencia a la creación de dos centros pilotos, uno de microelectrónica y otro de física de altas energías).

4. Promover metódica y tenazmente la creación de una mentalidad científico-técnica en todos los niveles de la enseñanza. Me limitaré a esbozar lo que en la Universidad puede y debe hacerse: en todas las facultades, fomentar con empeño el espíritu de investigación (evitando, eso sí, el prurito publicístico); en las facultades científicas, completar la formación humanística; en las facultades literarias, ofrecer cierta formación científico-técnica. (Déjame, Juan Luis, dedicar una furtiva lágrima al razonable, viable y bien articulado proyecto que bajo el título de Formación técnica y formación humanística varias veces he expuesto yo, con tan buena acogida entre quienes lo oyeron y tan total indiferencia en todos los demás.)

5. Movernos resuelta y eficazmente hacia la edificación y el cultivo del nuevo humanismo -en el cual tan esencial parte deben tener la ciencia y la técnica- que desde su entraña misma pide la cultura de nuestro tiempo. ¿Qué es la técnica actual? Histórica y humanamente considerada, una fascinante cima del camino iniciado por los filósofos voluntaristas y nominalistas de la Edad Media -la revolucionaria idea de que lo más esencialmente humano al hombre es, antes que la inteligencia, la libertad, la acción creadora de la voluntad libre- y un formidable avance en la empresa de conocer y gobernar el cosmos; por tanto, algo sin lo cual no son posibles una filosofía, un arte, una sociología y una ética plenamente actuales.

Arte y técnica, poesía y técnica. No, por Dios, un retorno servil al barato bodrio estético que propusieron el futurismo de Marinetti y el realismo socialista soviético. Si la poesía es la expresión lírica de una actitud personal ante la realidad, ante una zona o un aspecto de la realidad, ¿por qué no han de existir hoy, junto a todos los posibles poetas del amor, la belleza o la fugacidad de la vida, un Rilke o un Aleixandre de la invención técnica y de la emoción de emplearla?

Filosofía y técnica. No sólo una filosofía de la técnica -ya la hay, y variamente orientada-, también una filosofia de la realidad elaborada desde la cabal comprensión de lo que la técnica ofrece a la existencia humana. Me decía hace años Zubiri que en el curso de un paseo estival preguntó de sopetón a su amigo Zaragüeta: «¿No cree usted, don Juan, que si Aristóteles hubiese visto un avión habría entendido de otro modo la sustancia?». El neotomista Zaragüeta no veía cómo, Hoy, seis decenios después de ese diálogo, podemos preguntarnos si en la idea zubiriana de la sustantividad no estará operando la actitud mental subyacente a aquella pregunta.

Nuevo humanismo, pues: una cultura en la cual se entramen concertadamente la noble compañía de Sófocles y Platón, Virgilio y Horacio, Cervantes y Shakespeare, y cierta familiaridad con la ciencia y la técnica de nuestro siglo. Gran cosa sería la convocatoria de un debate nacional en el que intelectuales, educadores, políticos y empresarios empleasen su mejor imaginación para poner en marcha entre nosotros el nuevo humanismo que ya nos está pidiendo el siglo XXI.

Querido Juan Luis: ¿lograréis hacer los cuarentañeros, o al menos iniciarlo, algo que los cuarentaflistas no pudieron soñar? Como español y como padre, pocas cosas deseo tanto.