17 enero 1986

España tendrá por fin embajador en Tel Aviv y al igual que el representante de Israel tendrá sede en Madrid después de 30 años de la existencia de la nación judía

El Gobierno de Felipe González anuncia el establecimiento de relaciones diplomáticas entre España e Israel

Hechos

El 17.01.1986 el Gobierno a través de su portavoz D. Javier Solana (PSOE) y el ministro de Exteriores D. Francisco Fernández Ordoñez (PSOE) anunció la apertura de relaciones diplomáticas con el Estado de Israel.

Lecturas

SIMON PERES (ISRAEL): «ES UN ORGULLO QUE ESPAÑA SE VUELVA DEMOCRÁTICA»

SimonPeres En nombre de Israel, el Sr. Simón Peres dclaró: «Para nosotros es un orgullo ver que España es democrática, responsable y libre, que vuelve a Europa y retorna a una colaboración entre los dos pueblos que ha estado interrumpida durante tanto tiempo».

CONSECUENCIA DE LA ENTRADA DE ESPAÑA EN LA UNIÓN EUROPEA

españa_cee El reconocimiento del Estado de Israel por parte de España es una consecuencia lógica de la entrada de nuestro país en la Comunidad Económica Europea (CEE), dado que el Gobierno de Madrid era el único de los 12 países del organismo europeo que no tenía relaciones diplomáticas con el Estado judío.

17 Enero 1986

Al fin, Israel

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

Leer

El Establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel -hoy se hará público- pone fin a una de las situaciones más incoherentes de la política exterior española de los últimos años. Si el franquismo pudo argumentar el no reconocimiento de ese Estado por razones ideológicas -el dictador conservó las referencias a la conspiración judeomasónica hasta su último discurso en 1975- y en beneficio de la llamada política de relaciones privilegiadas con el mundo árabe, la continuidad de esa política no tenía ningún sentido tras la instauración de una democracia deseosa de mantener relaciones con todos los países del mundo. La sucesión de vacilaciones y aplazamientos en busca del momento oportuno en relación con los conflictos en Oriente Próximo han cubierto prácticamente toda la última década.El reconocimiento del Estado de Israel, con 40 años de historia, no significa un cambio de la posición española respecto a la causa palestina, sino el cumplimiento de una’ vocación universalista en las relaciones exteriores, vocación que en nuestro caso viene avalada por la existencia de un legado judío-hispánico que ha pervivido pese a las persecuciones, las guerras y los exilios. España, por fin, recupera para sí y para el concierto internacional una normalidad que por sí misma deberá contribuir a mejorar el tratamiento de los conflictos en el Mediterráneo.

La llamada tradicional amistad con los países árabes, acuñada por el régimen anterior, obedecía a una determinada estrategia política: Franco -que era un africanista- tuvo en su política árabe un escape al cerco de las democracias occidentales y de los países socialistas y algún alivio a los conflictos con Marruecos que en nada sirvió a la hora de abandonar el protectorado. Pero el inicial veto del Estado de Israel a la aceptación por la Organización de las Naciones Unidas de la dictadura franquista nunca fue olvidado por el autócrata, y esa fue la verdadera razón de su posterior persistencia en el no reconocimiento.

Israel es un Estado democrático y una nación en guerra. También padece una notable esquizofrenia interior, y no pocas contradicciones, fruto del aluvión de lenguas, culturas e historias que han arrastrado sus habitantes. Basada su construcción económica y su sociología política en unos ideales sionistas, combina un tipo de integrismo religioso con una creciente secularización de su sociedad. Apoyado por el capitalismo occidental más depurado, alberga en su seno las organizaciones cooperativas y comunitarias más puras y ortodoxas con arreglo a los conceptos marxistas de la propiedad. Es admirable su lucha por el progreso y el desarrollo económico, su apego a la tradición y la capacidad de su pueblo para crear una nación. Pero la guerra ha ido militarizando las conciencias de los herederos de Ben Gurion, que siguen -increíblemente- desecando los pantanos y fertilizando el desierto en medio de un enjambre de metralletas y sobre territorios arrebatados a los palestinos o a los jordanos por la fuerza de las armas.

Las acciones de guerra de Israel, que sufre un hostigamiento continuo del terrorismo palestino, son, con frecuencia cada vez más preocupante, una forma de verdadero terrorismo de Estado. Su política desdice muchas veces de los ideales de pacificación en la zona. Su operación en Líbano, sobre cruenta, ha resultado políticamente desastrosa y ha contribuido a aumentar el peso de la Siria prosoviética en el área. En definitiva: su Gobierno no es un modelo a imitar. Pero España mantiene relaciones con muchos otros países cuyos Gobiernos cometen acciones funestas, más crueles y rechazables, y no les retira su diplomacia. Por otra parte, el establecimiento de relaciones con Israel no implica, ni tuvo que implicar nunca, una toma de posición contraria a las legítimas aspiraciones del pueblo palestino, ni conlleva una aprobación de la forma en que Israel conduce esa cuestión.

Todos estas razones, más la evidente necesidad de articular a nuestro país en la conducta política de Occidente, donde Israel tiene un significado, ha prevalecido al fin sobre el confuso izquierdismo sentimental -ciego ante la crueldad del terrorismo antijudío, ante el racismo antisionista, ante la ausencia de libertades en muchos países árabes supuestamente revolucionarios, ante la represión que en nombre de una manipulación de la idea del islam ejercen algunos regímenes teocráticos. Sentimentalismo alimentado, no habrá de olvidarse, por las necesidades petroleras -acentuadas por la crisis de 1973-, unos apreciables intercambios comerciales y una afluencia de capital árabe a España que, de todos modos, no parece probable que se altere con este reconocimiento.

Las reacciones de Siria y Libia ante el inminente reconocimiento de Israel puede esperarse que sean las más crudas, pero no es previsible que su propósito de convocar a la Liga Árabe para tratar ese asunto y proponer represalias comerciales contra España consiga un acuerdo unánime. Por su parte, España ha sido una de las naciones que se ha opuesto recientemente al bloqueo económico contra Libia que solicitaba el Gobierno norteamericano, y también, en la línea de mostrar la continuidad de su política de apoyo a la Organización para la Liberación de Palestina, el Gobierno español ha privilegiado la representación de esta organización en España. Los riesgos de algunas acciones terroristas a cargo de grupos fanáticos nunca pueden ser descartados, pero, a la vez, sería impensable que la política exterior de un Estado sucumbiera ante estos chantajes.

Con el reconocimiento de Israel, España elimina la excepcionalidad de ser el único país de Occidente sin relaciones diplomáticas con ese Estado, que de otra parte recibe un trato preferencial por parte de la Comunidad Europea, a la que ahora pertenecemos. Pero, insistimos, recupera sobre todo una parte de su propio pasado, cerrilmente amputada de nuestra historia durante siglos tras la expulsión de los judíos. España puede enorgullecerse abiertamente de contar con un legado árabe y un legado judío propios, que supieron convivir en paz y armonía durante mucho tiempo hasta que el fanatismo religioso de la época -representado entonces por el cristianismo de cruzada- acabó con él. Hoy el fanatismo anida en los partidos ortodoxos religiosos -minoritarios, pero poderosísimos- del Estado de Israel y en el fanatismo creciente de la religión islámica, imponiéndose sobre la organización social y política de los pueblos árabes. Pero hay muchas fuerzas en uno y otro lado dispuestas a acabar con el horror de la guerra y a sellar una paz obtenida mediante el diálogo. Desde hoy España está en una mejor posición para intentar ser útil en esa tarea.