22 febrero 2002

Fracasa el plan de Andrés Pastrana de una final negociado con la guerrilla narcoterrorista FARC

Hechos

Entre 2001 y 2002 se produjo un proceso de negociación entre el Presidente de Colombia, Andrés Pastrana y la autodenominada guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

02 Octubre 2001

Bogotá: fin de partida

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Andrés Pastrana asumió la presidencia de Colombia en 1998, en medio de una febril exaltación de paz y un objetivo muy definido de negociaciones con la guerrilla de las FARC. Metido ya en el último año de su mandato, de aquel proceso negociador sólo queda una cadena de asesinatos, cuyo último eslabón ha sido la ex ministra de Cultura Consuelo Araujo, que había sido secuestrada por las FARC el pasado día 24 y cuyo cuerpo fue hallado el domingo cerca de Valledupar.

Ya el 7 de agosto, el presidente conservador, en un discurso gravemente premonitorio, advertía a la guerrilla de que, después del fracaso de una prenegociación que dura ya más de dos años y en la que las FARC han rechazado una tras otra todas las iniciativas de diálogo del Gobierno, sólo restaba la guerra. Una actitud más agresiva de las fuerzas que manda el general Fernando Tapia, con la noticia de algunos éxitos sobre el terreno, subrayaba un cierto cambio de política. Después de reconocer abiertamente que nunca ha llegado a abrirse una auténtica negociación, Pastrana ha lanzado un ultimátum a las FARC en términos de todo o nada. Ahora, con el respaldo de una maquinaria de guerra reforzada por Estados Unidos a través del Plan Colombia.

Pastrana ha transmitido a las huestes de Marulanda que o declaran una tregua de al menos seis meses de duración o se da por liquidado cualquier esfuerzo pacificador. Si ese mal augurio se cumple, el próximo 7 de octubre Pastrana dará por cancelado el acuerdo de 1998, en virtud del cual el Estado colombiano reconocía a las FARC la libre circulación y práctico dominio de la llamada zona de despeje, una extensión equivalente a Extremadura, donde la guerrilla ejerce desde entonces plena soberanía.

Si el jefe guerrillero no se aviene a la tregua, a la sociedad colombiana no le quedará más remedio que fajarse para un combate para el que no está preparada y cuyo precio no quiere asumir. Un escenario que aumentará, si cabe, la desesperanza de una ciudadanía que no ha conocido la paz civil en los últimos 35 años. Todo hace pensar que el proyecto de diálogo diseñado por Pastrana toca a su fin.

11 Enero 2002

El último ultimátum

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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¿Será cierto que el presidente Pastrana ha decidido poner fin a la charada más larga de la historia de Colombia, las negociaciones de paz con la guerrilla de las FARC? Quizá, pero en el país nada es seguro hasta que se cumple al menos un primer aniversario.

Unas conversaciones iniciadas el 7 de enero de 1999 en San Vicente del Caguán, capital de un territorio como Extremadura que se le ha reconocido en usufructo a la guerrilla marxista -el despeje-, no han producido ni treguas duraderas, ni cese de los secuestros, ni humanización de la guerra. Y en octubre pasado, para probar que todo tiene un límite, Pastrana decidió extremar los controles terrestres y aéreos en la periferia y en los cielos del despeje para dificultar que la guerrilla utilice los cinco municipios en cuestión como base del suculento negocio del tráfico de drogas, y, en suma, para todo tipo de actividades delictivas. Las FARC adujeron esa presión para interrumpir todo contacto. Y a principios de este mes hubo, al fin, unas sesiones negociadoras tan inútiles como las anteriores, que han llevado a Pastrana a casi declarar terminado el proceso, así como a exigir a la guerrilla que en el plazo de 48 horas, que concluirían esta noche, abandone el territorio.

La cuestión de fondo es, sin embargo, que la guerrilla quiere liquidar el Plan Colombia, la ayuda militar norteamericana, y Pastrana no puede ceder en ese punto. Las apariencias, sin embargo, a veces engañan. Es obvio que el presidente tiene aún la esperanza de que las FARC digan ‘bueno…’, y se reanuden las conversaciones, porque el Ejército ya ha demostrado que carece de medios para liquidar militarmente a la guerrilla -aunque ahora reocupe la zona- y también porque en unos meses habrá elecciones presidenciales, a las que Pastrana ha de procurar que su candidato, el conservador, llegue en las mejores condiciones. Eso exige cerrar su presidencia con algo que mostrar a la opinión; al menos, una guerra más activa contra los insurgentes.

Por eso, Bogotá debería estar hoy más cerca de una decisión histórica. Si en lo que queda de legislatura y quizá el comienzo de la próxima no hay por qué creer en la voluntad de negociación de la guerrilla, habría que pensar que sólo una reforma profunda del Estado puede darle al país los medios para acabar, política o militarmente, con la insurrección colombiana.

22 Febrero 2002

La hora de la guerra

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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En Colombia, lo primero que se pierde es la esperanza, y lo último, la paciencia. La esperanza, que encendió la guerrilla de las FARC al admitir en enero la reanudación de las negociaciones de paz con el compromiso mínimo de alcanzar una tregua, se había ido derritiendo hasta sostenerse por puro voluntarismo. La paciencia, que le ha durado al presidente Pastrana los 43 meses que lleva de mandato, se acabó hace unas horas. La última afrenta que rebasó el límite fue el secuestro de un vuelo regular por las FARC para tomar como rehén a uno de sus pasajeros, un senador liberal.

El Ejército, con 13.000 hombres en tierra, cazabombarderos y helicópteros, ha entrado en la llamada zona de despeje, que Pastrana concedió a las FARC en el otoño de 1998 como acicate para que se sentaran a hablar de paz. Siendo evidente que las FARC no ganan nada con la intensificación de hostilidades, quizá haya que pensar que su jefe, Manuel Marulanda, ya no controla a sus frentes, lo que hace todavía más remota la perspectiva de una solución negociada.

El Ejército de Tierra cuenta con unos 55.000 hombres en situación de combatir, lo que es una cifra ridícula para perseguir por la selva a los 15.000 o 20.000 guerrilleros de las FARC, más los 4.000 o 5.000 del ELN, y no digamos ya a los 8.000 de las Autodefensas, o contraguerrilla, a las que la tropa regular no incordia en absoluto. Incluso con ayuda norteamericana en material y adiestramiento -a nadie se le va a ocurrir, pese al 11 de septiembre, pedir la intervención directa-, no hay motivo para suponer que la insurrección vaya a ser pronto sofocada. Es más el gesto lo que cuenta, pero, de cara a la próxima presidencia, que debe inaugurarse el 7 de agosto, habrá de ser mucho más lo que habrá que exigirle al país si de verdad la ciudadanía cree que no hay más salida que la guerra.

Las propias elecciones presidenciales de mayo -con segunda vuelta en junio- deberán ser una prueba fehaciente sobre cuánta es esa resolución nacional de combatir. Sobre el papel, la intensificación de los combates debería favorecer a Álvaro Uribe Vélez, liberal independiente y partidario de la guerra total, pero, de igual forma, una prestación sólo regular del Ejército en estos meses venideros alzaría la cota de Horacio Serpa, liberal oficial, que piensa que la guerra es lo que jamás va a resolver el conflicto. Por eso, la nación colombiana, si ha de apoyar hoy a su Gobierno, ante las presidenciales que se avecinan debería también valorar cuánta guerra está dispuesta a pagar y soportar con vidas y hacienda. La paz es cara, pero la guerra cuesta mucho más.

10 Mayo 2002

FARC, patente de corso

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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La semana pasada, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) mataron a 119 civiles en Boyajá, arrojando una bombona con metralla en una iglesia donde los lugareños se refugiaban de una batalla entre la guerrilla y los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que se disputan territorio y rutas de narcotráfico en esa selvática región donde no existen los poderes del Estado. Es una carnicería más. Desde el colapso en febrero de las interminables conversaciones de paz con el Gobierno, las FARC han multiplicado su actividad terrorista, asumiendo que sus efectos devastadores quebrarán el creciente apoyo de los colombianos a una respuesta militar sin contemplaciones. Las elecciones presidenciales del próximo día 26 han añadido urgencia a la macabra tarea.

Los movimientos guerrilleros también se corrompen, y las FARC no son una excepción. El mayor grupo armado del continente, que predicara la revolución de los oprimidos hace 40 años, se ha ido petrificando hasta convertirse en un ejército a sueldo de profesionales de la muerte. En su degradación, recurre sistemáticamente a las herramientas más abyectas, que en nada distinguen a las FARC de otras partidas terroristas de nombre menos épico. Desde el asesinato al tráfico de drogas, el coche bomba, el secuestro o las matanzas indiscriminadas. Que la organización que obedece a Manuel Marulanda pretenda a estas alturas ocupar un espacio ético o moral por encima de sus adversarios ofende el buen sentido.

Las FARC, junto con los pistoleros de extrema derecha de las AUC, están incluidas en el listado terrorista de EE UU. La Unión Europea, sin embargo, las excluyó de su relación recientemente revisada, en la que sí figuran, con buen criterio, los paramilitares colombianos. A raíz del exterminio de Boyajá -decenas de niños-, la UE ha advertido que su catálogo del terror se pone al día periódicamente. No estaría de más que en su próximo repaso los dirigentes europeos decidieran llamar a las cosas por su nombre, y las FARC ocuparan el lugar que les corresponde.