7 julio 1979

La Conferencia Espiscopal presidida por el cardenal Tarancón ratifica su rechazo al divorcio, al aborto

Hechos

El 7 de julio de 1979 se hizo público un documento de la Conferencia Episcopal Española sobre la sexualidad.

08 Julio 1979

El documento de los obispos sobre el mantenimiento y la familia

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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EL DOCUMENTO de la Conferencia Episcopal sobre el matrimonio y la familia, en el que se abordan los problemas de la sexualidad, relaciones prematrimoniales, divorcio, control de natalidad y aborto, no aporta, de hecho, nada nuevo al debate interno en la Iglesia ni a la discusión civil que sobre estas cuestiones ha de producirse necesariamente en nuestro país. Aunque el texto completo de la declaración no ha sido hecho público, los resúmenes de prensa que han circulado denotan que aquélla se inscribe en la más recta ortodoxia de los postulados católicos, y ninguna vía de diálogo, doctrinal o de cualquier otro género, parece abrirse en sus páginas. Por lo demás, esta es una buena ocasión para analizar los matices de un debate que afecta a un país de gran mayoría católica como el nuestro y en el que el derecho de las minorías corre peligro de no verse respetado si los católicos entienden que una orientación moral sobre sus creencias puede o debe confundirse con una indicación de actitudes como ciudadanos. En primer lugar, merece la pena señalar que una nueva política familiar por parte del Estado es necesaria si se quiere consolidar una situación de libertad personal y colectiva real entre los españoles. Esta política, más urgente de ser abordada que muchas de las cosas que aparentemente preocupan a nuestros legisladores, tiene necesariamente que afrontar los problemas de crecimiento demográfico de nuestro país, la injusticia real en la que un sector de ciudadanos vive, en régimen de desigualdad de derechos respecto a otros por la no resolución de la cuestión del divorcio, y el hecho de que la despenalización del aborto es reclamada por diversos sectores de la población.

En lo que se refiere a la política familiar, si bien se ha avanzado relativamente en el terreno de los anticonceptivos, las cautelas que se establecen sobre su adquisición, la prohibición de publicidad y el hecho de que no corran a cargo de la Seguridad Social son cuestiones que discriminan a los sectores más deprimidos de la población respecto a su uso. La inexistencia de una educación sexual auténtica en nuestras escuelas genera además graves daños físicos y morales entre la juventud. El acercamiento medroso a estos temas por parte del Gobierno entra en línea además con la tradicional y demagógica protección del antiguo régimen a los pucheros grandes y la mitificación del modelo social de la «familia numerosa».

Más grave resulta la situación respecto al divorcio. Tres años de democracia no han bastado para que se mueva de veras una simple hoja en esta cuestión. Y cuando se anuncian los pacatos proyectos gubernamentales, que ahuyentan la posibilidad del divorcio por mutuo consenso y pretenden a toda costa dirigir las rupturas familiares hacia los ambientes de la conducta penal, cabe preguntarse cuál es la verdadera posición ideológica y doctrinal del partido centrista. El divorcio es hoy en este país una cuestión política de primer orden y también un tema de principios. No es discutible el derecho y el deber de la Iglesia católica de mantenerse fiel a su ideología en este terreno. Pero es necesario también un análisis histórico y social de la realidad existente al respecto. En primer lugar, las dificultades puestas durante largos años, por presión de la propia Iglesia, a los matrimonios civiles en España generaron una situación en la que, de hecho, la única manera socialmente no discriminatoria de acudir al matrimonio era la canónica. En segundo lugar, la aceptación de los tribunales civiles de la ruptura del contrato matrimonial cuando los eclesiásticos admiten la no existencia de vínculo provoca una curiosa situación, según la cual sólo los católicos -de creencias y religión antidivorcistas- puede, de hecho, divorciarse legalmente. No conocemos una sola razón que explique por qué un Estado democrático puede o debe impedir la ruptura (consensuada o sancionada) de un contrato como el matrimonio si quienes lo establecieron libremente, libremente quieren romperlo. Y eso con todas las garantías legales que los tribunales establezcan para la protección y educación de los hijos y de la parte ocasionalmente más débil. El reconocimiento de este derecho de los ciudadanos forma parte de las libertades que el Estado democrático debe defender y promover. La Iglesia, sin duda, debe orientar a los creyentes sobre sus actitudes. Pero -desde nuestro punto de vista- como poder real y efectivo de la sociedad, comprometida como está con las libertades de los hombres, no sólo no debe impedir, sino que ha de facilitar el que quienes no sean católicos puedan ejercitar su vida personal y de ciudadanía en condiciones óptimas para el desarrollo de su libertad. En el conflicto posible entre la libertad de todos y la imposición, mediante presiones o indicaciones, de una política antidivorcista, la Iglesia debería haberse pronunciado, pero no lo hace en este documento.

Y, sin embargo, una ley de divorcio igualitaria y justa no será posible en este país si los ciudadanos y los diputa dos católicos no pueden votar sin la más leve sombra de duda en conciencia por ella. Los obispos deben valorar esta cuestión a la hora de hacer públicas sus recomendaciones morales. Porque un país sin divorcio es un país en el que una zona de la libertad personal ha sido conscientemente sacrificada y una zona de la sociedad permanecerá oprimida.

Por último, queda el espinoso problema del aborto. Reconocemos lo delicado del debate que se centra en el núcleo del derecho a la vida, amparado por la Constitución. Pero lamentamos que los obispos, en su argumentación, llamen unilateralmente en favor de sus posiciones al apoyo de la biología y la genética, estableciendo como definitivos juicios científicos que ellos mismos reconocen en el documento están sometidos a discusión. No es hora de remover la polémica sobre Galileo, pero bien merece la pena señalar que este tono de apenas velado dogmatismo sobre hechos científicos no religiosos contrasta con anteriores actitudes de la Iglesia española. Por lo demás, conviene señalar que el aborto es, sin duda, siempre un mal y que los llamados «proabortistas» no desean la extensión de su práctica, sino que tratan de impedir la consideración criminal del hecho -en determinadas circunstancias y con las garantías adecuadas-. Contrasta, en definitiva, el reconocimiento que hacen los propios obispos de que el debate en cuestión es «grave y complejo » con la inmediata declaración de que se trata de un desafío «a la más elemental concepción ética y humana de la vida». La suposición evidente en estas palabras de que quienes pretenden legalizar o despenalizar el aborto no tienen concepciones éticas o humanas -ni siquiera se habla en la frase de la adscripción a las creencias del cristianismo- denota un inusitado talante de intransigencias y de falta de respeto a la recta voluntad de los millones de no católicos que en este y otros países han considerado que una despenalización del aborto era, de hecho, un bien socialmente valorable. Si las posiciones de los «proabortistas» son discutibles, no lo es su derecho a ser expuestas y oídas ni la presunción de que están basadas en criterios absolutamente respetables sobre la vida humana y la ética social y personal de los ciudadanos.