29 mayo 2025

La Real Academia Española de la Lengua (RAE) rechaza a Luis Alberto de Cuenca como miembro llevando a Juan Manuel de Prada a atacar a la candidatura de Luis Fernández-Galiano

Hechos

El 29 de mayo de 2025 la Real Academia Española (RAE) hizo público un comunicado titulado: «La silla «o» de la RAE sigue vacante».

Lecturas

Comunicado de la RAE el 29 de mayo de 2025:

La silla o de la Real Academia Española (RAE) continúa vacante y la plaza tendrá que convocarse de nuevo. El Pleno de la corporación ha votado hoy las candidaturas presentadas a esta plaza, sin ocupante desde el fallecimiento del arquitecto Antonio Fernández de Alba, el 7 de mayo de 2024. 

Los aspirantes eran el filólogo y poeta Luis Alberto de Cuenca y Prado (Madrid, 1950) y el arquitecto Luis Fernández-Galiano Ruiz (Calatayud, 1950), pero no han obtenido la mayoría necesaria en la última de las tres votaciones previstas, que son secretas.

Para resultar elegido académico, en esta votación final se requieren —como mínimo— los sufragios «favorables de la mitad más uno de los académicos presentes» en el Pleno. Así se indica expresamente en los estatutos de la RAE, que establecen las normas de ingreso de nuevos miembros en la corporación. Al no alcanzarse hoy este número, la vacante no se ha cubierto y volverá a convocarse otra vez.

Tal como es preceptivo —artículo x de los citados estatutos— cada candidatura estaba avalada por tres académicos. La de Luis Alberto de Cuenca contaba con el respaldo de Luis Mateo Díez, Carmen Iglesias Cano y Pedro Álvarez de Miranda, y la del arquitecto Luis Fernández-Galiano tenía el de José Manuel Sánchez Ron, Soledad Puértolas y Clara Sánchez.

OTRAS VACANTES

La RAE tiene un total de cuarenta y seis sillas académicas. Actualmente, además de la o, está vacante la letra L, cuyo anterior titular fue el escritor Mario Vargas Llosa, fallecido el pasado 13 de abril.

31 Mayo 2025

Los bueyes de la Academia

Juan Manuel de Prada

Leer

Una señora detuvo un día en la calle a Paul Válery y le pidió ayuda, porque no era capaz de explicar a su hijo la diferencia que hay entre un toro y un buey. Entonces el gran poeta francés le dijo: «Un toro es un escritor antes de entrar en la Academia y un buey es el que ya ha entrado». El poeta Luis Alberto de Cuenca sigue siendo toro, gracias a que los bueyes de la Academia –con alguna vaca vieja de añadidura– le han negado los votos necesarios para ocupar uno de esos sillones con olor a pis rancio que se reparten en la vaquería.

Esta mezquindad de dejar un sillón vacante o un premio desierto, con tal de no reconocer al escritor egregio, la lleva perpetrando esta tropa toda la vida de Dios. Nos cuenta Ruanito en un reportaje publicado en Blanco y Negro que, allá por 1932, se habían presentado al premio Fastenrath un montón de cagajones de autores plúmbeos o pastueños, entre los que figuraba uno que se llamaba Menoyo Portolés; y, junto a los cagajones, concurría también un gallego manco y ceceante apellidado Valle-Inclán, que presentó al premio dos novelitas de nada tituladas ‘La corte de los milagros’ y ‘Tirano Banderas’. Tras sucesivas votaciones, los bueyes de la Academia declararon el premio desierto, como ahora han dejado vacante el sillón al que optaba Luis Alberto de Cuenca. Cuando Ruanito preguntó por lo ocurrido, Serafín Álvarez Quintero trató de maquillar la felonía: «’La corte de los milagros’ ha tenido diez votos. ‘Tirano Banderas’, dos. Pero como la novela de Menoyo Portolés ha obtenido cinco y además ocho señores académicos han votado en blanco, pues no existe mayoría absoluta». Abochornado por esta maniobra digna de cucarachas, Álvarez Quintero propuso la solución de otorgarle el premio a Valle-Inclán por las dos novelas; pero de inmediato los bueyes del jurado enarbolaron el sacrosanto reglamento y rechazaron la propuesta. Así Valle-Inclán se quedó sin premio, como ahora se ha quedado sin sillón Luis Alberto de Cuenca, a quien también pusieron a disputar el sillón vacante con un Menoyo Portolés cualquiera, para que la humillación fuese aún más aflictiva.

Hace veinte años, a Luis Alberto de Cuenca le cerraron las puertas del antro Cebrián (que ahora posa por ahí de mártir del sanchismo) y el séquito de sectarios paniaguados que le lamían las almorranas en Miguel Yuste. Veinte años después la operación inmunda la ha urdido el gremio de los lingüistas, que quieren convertir el antro en un chiringuito endogámico (¡como si no lo fuese ya!), a imagen y semejanza de esos departamentos universitarios atestados de mediocrillos y casposos que, como los eunucos, saben cómo se hace pero no pueden hacerlo. Y, claro, a esta caterva un poeta que escribe como los ángeles les jode una barbaridad. Entre la recua de los lingüistas que se abstuvieron para que Luis Alberto no obtuviese la mayoría, ejerciendo de decano, se cuenta aquel don Concha que, después de emocionar con su prédica juvenil a doña Carmen Polo de Franco, cabildeó con éxito para que Francisco Umbral tampoco entrase en la Academia. Estos curánganos rebotados, puestos a anatemizar la buena literatura, no fallan jamás.

Como siempre ocurre con las faunas subalternas, los lingüistas actuaron en cuadrilla, odiadores contumaces de todo candidato que pueda llevar al antro palabras que se resisten a ser desolladas como ranas de laboratorio (las ranas que ellos hacen croar con su prosa garbancera). Decía Clarín –quien, por supuesto, nunca fue admitido en la Academia– que en este antro «manda la minoría de los malos y los pésimos». Y otro que jamás fue admitido, el mencionado Valle-Inclán, exclamó por boca de Max Estrella: «¡Yo soy el verdadero inmortal y no esos cabrones del cotarro académico!». Desde luego que lo era, como también lo es Luis Alberto de Cuenca, quien sin embargo tendría que haber seguido el ejemplo de Julio Camba cuando varios académicos lo visitaron en el hotel Palace, dispuestos a presentar su candidatura: «Me ofrecen ustedes un sillón y yo lo que necesito es un piso».

¿Qué se le habría perdido a Luis Alberto de Cuenca, que tiene un piso amurallado de suculentos libros y frecuentado siempre por chicas guapérrimas, en ese antro de feos, de malos y de pésimos con verruguitas peludas en el alma? ¿Qué pensaba hacer un hombre como Luis Alberto de Cuenca, niño zangolotino que hace de la literatura una aventura gozosa, entre carcamales amargados y obtusos, entre viejas de ambos sexos que juntan, en su frente y su cogote, moño y mortaja sobre seso orate? ¿Acaso no entendió que su alma superior no podía mezclarse con gentes recocidas en su negra bilis que le podían contagiar su prosa grimosa, su halitosis, su artritis, sus próstatas como quesos de Gruyère? ¿Es que nadie le había dicho que la Academia es un pudridero que siempre mata a los vivos y jamás resucita a los muertos?

A ese antro, como nos enseña Rafael Alberti (otro toro excluido), sólo se debe ir para mear contra sus muros, aguantando el pis todo el día (pues no en vano tenemos la próstata prieta y pimpante), para luego escribir con el chorro el apellido de los bueyes e injuriarlos violentamente. Y, en todo caso, se debe seguir siempre aquel consejo de Cocteau: «No hay que rechazar las recompensas oficiales; lo que hay que hacer es no merecerlas». Así hizo Ramón Gómez de la Serna, a quien los bueyes de ese antro le provocaban, con su pretensión ridícula de inmortalidad y su lema propio de limpiabotas cursis, una mezcla de asco y de lástima; y, para que nunca tuviesen la tentación de hacerlo académico, cogió un día la pluma y los puso como chupa de dómine.

«Creo –escribió con sorna al final de su filípica– que con todo lo dicho ya no intentarán hacerme académico nunca». Lo mismo decimos hoy desde este artículo. A pastar, bueyes.

Juan Manuel de Prada

02 Junio 2025

Carta en respuesta a Juan Manuel de Prada

José Manuel Sánchez Ron

Leer

Leo con estupor y vergüenza ajena el artículo de Juan Manuel de Prada, titulado ‘Los bueyes de la Academia’, que el pasado 31 de mayo ha aparecido publicado en este periódico, a propósito de la reciente votación en la RAE para la plaza vacante desde el fallecimiento de Antonio Fernández de Alba.

Entiendo que la libertad de expresión es un derecho que debe respetar un periódico, pero también que este no es compatible con los insultos, y el del señor De Prada está lleno de ellos. Y de ignorancia. Dice, por ejemplo, que «también pusieron a disputar el sillón vacante con un Menoyo Portolés cualquiera, para que la humillación fuese aún más aflictiva». La «humillación» del otro candidato, Luis Alberto de Cuenca. No «pusieron», propusimos –idea anterior al conocimiento de otras candidaturas– Soledad Puértolas, Clara Sánchez y yo mismo, a un candidato «cualquiera» sino a una persona con una trayectoria nacional e internacional extraordinaria, Luis Fernández-Galiano, en la convicción de que la RAE necesita mirar desde diversas ópticas al mundo, y que el idioma es de todos y de todas las profesiones. No recibió el apoyo necesario, pienso que es un error, pero «Punto». En esto radica la democracia, en respetar a los demás, aunque no compartamos sus ideas. Pero calificar a Fernández-Galiano de «cualquiera» es una muestra palmaria de ignorancia.

Ni ABC ni otros periódicos, que han dado amplia cobertura a la candidatura de Luis Alberto de Cuenca, han hecho nada por informar sobre el candidato alternativo, un comportamiento que en otros campos, como el de la política, se consideraría inaceptable. En cuanto a la tesis que ahora se propaga, de que el resultado es fruto de las maquinaciones de los lingüistas de la Casa, es algo que no avala el número de votos, cuyos motivos yo desconozco. Y esto lo dice quien, como bien saben los lingüistas de la RAE, es muy crítico con algunas de sus actuaciones. Un último comentario. La RAE lleva tiempo, ahí están los números, esforzándose por subsanar esa lacra histórica que es la ausencia de mujeres. Pues bien, ahora el señor De Prada, además de calificar a los hombres de «bueyes», alude a «alguna vaca vieja de añadidura». Sin comentarios.

José Manuel Sánchez Ron.

07 Junio 2025

El arte de insultar

Juan Manuel de Prada

Leer

Han sido muchos los lectores que me han reclamado una respuesta a la carta del académico José Manuel Sánchez Ron que ABC divulgaba hace unos días, en réplica a mi artículo ‘Los bueyes de la Academia’. Debo aclarar que nunca respondo a quienes públicamente me increpan o denigran, censuran o amonestan, cuando pertenecen a gremios sistémicos o polillas del erario público (de alguaciles del Régimen a ‘politólogos’, pasando por académicos); pues no en vano soy persona que se gana la vida a pecho descubierto y a la intemperie, arriesgando mucho en cada envite, y no tengo por qué tratar como iguales a quienes, beneficiándose de momios y prebendas oficiales o amorrados a la próvida teta del presupuesto, nada arriesgan. Por lo demás, aquella carta era –dicho sea piadosamente– de una prosa magníficamente inepta y alfeñique, tan abrumada de pensamiento inerte y tópicos camastrones que, más que de Ron, parecía de ponche; y aun de ponche muy rebajado. Bastaría despacharla con aquella célebre frase de Calomarde: «Manos blancas no ofenden».

Sin embargo, la carta contenía una afirmación que, amén de capciosa, se me antojó inaceptable, formulada por quien se presenta como centinela de la lengua. «Entiendo que la libertad de expresión –decía– es un derecho que debe respetar un periódico, pero también que éste no es compatible con los insultos, y el [artículo] del señor De Prada está lleno de ellos». Habría que empezar señalando que en mi artículo no figuraba ni un solo insulto explícito, por mucho que a los académicos los despachase con términos despectivos como «tropa» o «caterva» y observase figuradamente que tienen «verruguitas peludas en el alma». Sospecho que al académico molestó que los comparase con bueyes, siguiendo a Válery; pero lo cierto es que el buey es un animal que siempre ha representado –véanse los bestiarios medievales– virtudes como la bondad, la paciencia, la fortaleza y la perseverancia; también, por cierto, la pureza y la castidad (y esto tal vez irrite más a los académicos, que siempre han tenido fama de viejos verdes). Algunas culturas antiguas, empezando por la egipcia, llegaron a hacer del buey un animal sagrado; y la cofradía del mandil considera al buey –esto lo sabrán bien nuestros académicos– un guardián de los secretos y un símbolo de la domesticación de los instintos y de las pasiones humanas. Además, en la tradición cristiana es uno de los cuatro seres vivientes del Apocalipsis y representa al evangelista Lucas. Así que, no pudiendo ser toros, los académicos deben sentirse orgullosos de que los llamen bueyes; mucho peor sería que los llamasen cabestros. Y, como señala sarcásticamente Quevedo de los maridos cornudos, «animal por animal/ mejor es buey que no asno».

Pero, más allá de que mi artículo no contuviese ningún insulto, hemos de señalar que la expresión, si verdaderamente es literaria, no sólo es compatible con el insulto, sino que en determinados géneros lo exige, siempre que sea insulto bellamente aderezado y se ordene hacia un fin legítimo. Y no hay fin más legítimo que la censura jocosa de tipos y costumbres, por acre y mordaz que sea. Para censurar jocosamente tipos y costumbres se creó un género literario ilustre, la sátira, que Roma encumbró hasta altas cotas expresivas con Marcial y Catulo y que en España alcanzó hitos insuperables durante nuestro Siglo de Oro. Así, Lope pudo decirle a Cervantes –por seguir con los remoquetes animales– que era «frisón de su carroza y puerco en pie»; Quevedo pudo llamar a Góngora «perro de los ingenios de Castilla» y untarle sus versos con tocino, para que no los mordiese; y Góngora a ambos los llamó borrachos: «Hoy hacen amistad nueva,/ más por Baco que por Febo,/ don Francisco de Que-Bebo,/ don Félix Lope de Beba». Y como Quevedo llamase bujarrón a Góngora y apuntase que sus «pedos son sirenas», Góngora le pidió los anteojos que siempre llevaba puestos, para prestárselos «un rato a mi ojo ciego/ porque a luz saque ciertos versos flojos». Podríamos invocar aquí mil ejemplos más de feroces insultos literarios, que ahora el académico aponchado pretende que se censuren, condenando la sátira a su extinción. ¡Bonita manera de dar esplendor a la lengua española!

Yo soy de los que piensan, con Freud, que el primer hombre que insultó con ingenio a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización. Insultar, nos recordaba Borges, también puede ser un arte; pero para insultar con arte hay que ser de ingenio afilado, hay que dominar la preceptiva literaria, hay que tener mano izquierda y colmillo retorcido. En cambio, esas personas que, ante el insulto literario, empiezan a hacerse los ofendiditos me parece que anhelan el fin de la civilización. Detrás de este victimismo encontramos siempre una apabullante mediocridad, que es la que prueba nuestro académico en un pasaje especialmente fofo y bobalicón de su carta, donde –sin reparar en el sentido oculto de mis palabras– trata de señalarme como misógino: «La RAE lleva tiempo, ahí están los números –se pavonea ridículamente en su ponchera–, esforzándose por subsanar esa lacra histórica que es la ausencia de mujeres. Pues bien, ahora el señor De Prada, además de calificar a los hombres de ‘bueyes’, alude a ‘alguna vaca vieja de añadidura’». No cae en la cuenta mi detractor –¡alma de cántaro!– que cuando utilizo la expresión «vacas viejas», subrayada por la posterior «viejas de ambos sexos», no me refiero a mujeres, sino que lo hago en el mismo sentido velado en que Quevedo emplea «mula de alquileres» para referirse a cierto mozo italiano a quien dedica un muy sentido epitafio.

A la postre, se demuestra que el académico no entiende el insulto artístico; y como no lo entiende necesita censurarlo, castigarlo, demonizarlo. Lo despediremos con aquel verso demoledor de Lope: «Hablaste, buey, pero dijiste mu».

Juan Manuel de Prada