24 diciembre 1953
Su ejecución se produjo poco después del fallecimiento de Stalin
La Unión Soviética reconoce que Lavrenti Beria, ex jefe de la Policía Secreta con Stalin, ha sido ejecutado reforzando el poder de Nikita Kruschev (Secretario del PCUS)
Hechos
El 24.12.1953 la agencia EFE se hizo eco de la información de Moscú de que Laurenti Beria había sido ejecutado.
Lecturas
Nada se sabía del paradero de Lanvrenti Beria desde que en julio de 1953 se anunció su destitución.
En España se había llegado a recogerse el rumor de que Beria podía haber huido de la URSS y refugiado en el régimen de Franco.
El 24.12.1953 la URSS comunicó oficialmente que Laurenti Beria había sido ejecutado.
24 Diciembre 1953
Desenlace de una torva vida
Uno de los grandes misterios que han apasionado al mundo, no sin razón, en estos últimos meses, parece que acaba de tener desenlace, por lo menos semioficial, en la URSS. La ejecución de Beria a la chita callando, es decir, sin ser precedida del espectacular proceso que se esperaba tras la publicación, hace unos días, del acta de acusación contra el gran polizonte caído, cierra el interrogante que su sensacional deposición produjo y en torno a la cual tantos ríos de tinta especulativa han corrido.
Sólo una informacion norteamericana había hecho prever al mundo occidental, ayer mismo, que el primer acólito de Stalin no sería juzgado, al menos públicamente. Su muerte, pues, conocida a través del breve telegrama que nos llega vía Estocolmo, permite preguntarse: «¿Se ha celebrado el ‘juicio’ en secreto? ¿Se ha estimado preferible no verificarlo ante la dureza excepcional del ‘reo’ que no ha podido ser madurado para la auto confesión? ¿Estaba ya el proscrito liquidado mucho antes de que se considerarse necesario revivirlo estas postreras semanas?
Sea como sea, el gran asesino ha debido purgar ya sus crímenes humanos y le esperará únicamente la comparecencia ante el Supremo Juez. Más no se crea que la expiación terrena de sus atrocidades ha debido ser leve. Digna de la pluma de un Dante. Porque ¿pueden imaginarse siquiera los martirios que habrá experimentado siéndole conocidos de antemano, puesto que muchos de ellos él mismo los inventó? Al lado de las torturas materiales y espirituales que Lavrenti Beria ha padecido sin duda, consteladas además de los fantasmas de sus victimarios, al lado de ellas, decimos, los sufrimientos del Rubachof de Koestler debieron ser pura fruslería.
En cuanto a las acusaciones hechas últimamente públicas, sólo cabe señalar la absoluta y grosera inverosimilitud de sus términos. Cosa curiosa, se achacaba a Beria el delito de traición contumazmente cometido desde el año 1919. O sea, que el jefe supremo de la MKVD, el colaborador más destacado del número 1 estaba al servicio de las plutocracias capitalistas desde dos años después del triunfo de la revolución proletaria en Rusia. ¿Cómo es ello concebible? ¿Cómo se puedo engañar a Stalin, el dictador desconfiado por naturaleza durante años y años, sin que este apercibiera al simulador? Todas las acusaciones, empezando por esta, resultan tan absurdas que carecen totalmente de valor moral y judicial.
De los cómplices implicados en lo que iba a ser el gran proceso no se dice nada; Markulof, ex ministro de Control del Estado; Dakanozot, antiguo embajador en Berlín y ministro del Interior en Georgia; Kabuloj, viceministro del Interior, Gouidge, director de sección en el Ministerio del Interior, Meckick y Vlodzmirsky, miembro del Gobierno de Ucrania y subjefe general de policía, repectivamente, de todo ellos, repetimos, implicados en la misma «purgas», no se da ninguna noticia. Quizá porque la suerte de los mismos ha sido también ya sellada y en silencio.
Ahora queda situada bajo ángulo de suprema claridad de la razón que impulsó a los nuevos dueños del Kremlin para eliminar a Beria. Esta no es otra que la tenebrosa lucha por el poder personal o de clan que caracteriza la ascensión del régimen comunista en la Unión Soviética. Malenkov, el fofo Malenkov, ganó por la mano la primera fase de la partida. Ahora acaba de ganar la que parece ser la última, al menos por algún tiempo. Porque la pregunta sigue en el aire. ¿Quién ayudó al primer ministro en ejercicio y a su camarilla a abatir el tremendo poder de Beria? ¿Fue el partido? ¿Ha sido el ejército? En la respuesta a este interrogante reside el porvenir de Rusia… y el porvenir del mundo.
El Análisis
En diciembre de 1953, la URSS ponía fin al último capítulo de un viejo guion: el del verdugo que acaba en el paredón. Lavrenti Pavlovich Beria, otrora todopoderoso ministro del Interior y arquitecto del terror estalinista, fue ejecutado junto a su camarilla, según anunció oficialmente el Partido Comunista. Desde julio, su paradero era un misterio que alimentaba rumores rocambolescos, como aquel que lo situaba escondido en España, teoría que le costó el puesto temporalmente al director del diario ABC, demasiado crédulo o demasiado creativo. Pero no: Beria no huía, Beria estaba bajo tierra. Literalmente.
El hombre que había dirigido los gulags, supervisado las grandes purgas y vigilado a todo un país cayó como cayeron sus predecesores: Yagoda y Yezhov, los jefes de la policía secreta que primero purgaron y luego fueron purgados. El patrón se repite: quien sirve al terror acaba devorado por él. Esta vez, sin embargo, se añadieron cargos escabrosos de abusos sexuales, como si el régimen necesitara barnizar su propia represión con moralina. Así, Beria no solo fue condenado como enemigo del pueblo, sino también como un monstruo personal, depositario único de las culpas de un sistema que lo usó con entusiasmo durante décadas.
Con su muerte, el nuevo poder, encabezado por Khrushchov, no solo eliminaba un rival temible, sino que marcaba distancias con el estalinismo sin romper formalmente con él. Se culpaba al hombre, no al sistema. Beria se convirtió en chivo expiatorio de todos los horrores del pasado, una manera de decir que el régimen soviético seguía intacto… solo que ahora, según nos quieren convencer, con rostro humano. La historia, como el Kremlin, tiene sótanos. Y en ellos, a veces, acaba la biografía de los más temidos.
J. F. Lamata