17 octubre 2000

Los profesores Javier Tusell y Vicenç Navarro discuten en EL PAÍS sobre si La Transición española fue o no modélica

17 Octubre 2000

La transición no fue modélica

Vicenç Navarro

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En un artículo reciente publicado en este diario (Por una política de la memoria, 17 de julio de 2000), Javier Tusell tercia en un debate existente en las páginas de Claves de Razón Práctica entre Javier Pradera y yo sobre la forma en que se realizó la transición de la dictadura a la democracia en España y cómo ésta afectó a la democracia que le siguió. En aquel debate yo indicaba que, a mi parecer, la transición no había sido modélica, sino que se había realizado en condiciones muy favorables a las derechas, las cuales habían hegemonizado aquel proceso, condicionando la democracia que le siguió, la cual se reproduce en condiciones que son desfavorables a las izquierdas. Tusell interviene en aquel debate, cuestionando mis tesis, escribiendo que «no hay pecado original en nuestra transición… por más que en ello se empeñe todo un sindicato de damnificados a los que no votaron los electores por razones que derivan de que quizá valían menos de lo que pensaban». Reconozco que, como persona no creyente, desconozco el significado del lenguaje religioso que Tusell utiliza y, por lo tanto, no entiendo bien lo que quiere decir «pecado original». Sí que entiendo, sin embargo, el tono que intenta ser insultante para aquellos que no comparten su tesis. Tusell fue miembro del primer Gobierno de derechas en el primer Gobierno democrático que hubo en España y tiene todo el derecho a expresar su desacuerdo con mi tesis de que la forma en que tal transición tuvo lugar discriminó a las izquierdas. Pero el tono que escoge para expresar su desacuerdo reproduce una cultura intolerante que descalifica a sus adversarios insultándoles, dificultando el muy necesario debate sobre la forma en que la transición tuvo lugar y sus consecuencias. Ahora bien, a pesar de su intento, quiero aclarar que no me siento insultado. Es para mí un honor el haber servido en la resistencia antifranquista desde los años cincuenta, por lo cual fui damnificado por muchos años, y es un privilegio hoy apoyar con mis escritos a aquellos que, perseguidos por su lucha antifranquista durante la dictadura, protestan por su marginación ahora en la democracia.Tusell, de manera predecible, utiliza en su argumentación toda una serie de absolutos en los que nadie o todos comparten las mismas posturas. Así, escribe que «en el año 2000 ser franquista o antifranquista es absurdo», añadiendo más tarde que «nadie en España está dispuesto a reivindicar aquel régimen o a quien lo personificó». El señor Tusell y yo debemos vivir en dos Españas distintas. En la que yo conozco, hay miles (¿millones?) de españoles que reivindican el régimen franquista y a su caudillo. Sólo hace unas semanas el señor Fraga Iribarne (fundador del partido gobernante en nuestro país), por ejemplo, reivindicaba el régimen franquista en el canal de televisión CNN, defendiéndolo como uno de los regímenes que ha hecho más por España en el siglo XX. Tusell confunde aquí los términos. Una persona es franquista no porque pida la vuelta al régimen franquista hoy (aunque haberlos los hay, bien abierta o encubiertamente), sino porque se identifique con aquella etapa de nuestra historia y la defienda. Es interesante señalar en este aspecto que el PP nunca ha condenado el franquismo, en parte por sus orígenes históricos, en parte porque se siente temeroso de antagonizar a sectores importantes de su electorado que se sienten identificados con aquel régimen. Su comportamiento en este aspecto contrasta con la condena que ha hecho la derecha francesa (excepto Le Pen) del régimen de Vichy o la derecha alemana del régimen nazi o la derecha italiana (excepto Fini) del fascismo.

En cuanto a la tesis de que las deficiencias existentes en nuestra democracia son comunes a otras democracias, sin poderse atribuir estas deficiencias a la forma en que se realizó la transición, quisiera indicar que, si bien es cierto que nuestra democracia comparte defectos con otras democracias -tales como el creciente distanciamiento entre gobernantes y gobernados, por ejemplo-, hay otros que son específicos de nuestro sistema político y que son resultado de la hegemonía de la derecha en la transición. En Alemania y en Italia, el nazismo y el fascismo fueron derrotados. En España, sin embargo, el franquismo no lo fue. El Estado franquista fue adaptándose a una nueva realidad resultado de una presión nacional e internacional. Las estructuras dirigentes de aquel Estado se dieron cuenta de la necesidad de cambiarlo para ir adaptándolo a un nuevo proceso que, junto con las izquierdas -todavía débiles, debido a la enorme represión sufrida durante la dictadura- elaboró el sistema democrático. Es probable que a la vista de esta falta de equilibrio de fuerzas entre derechas e izquierdas, en la que las primeras tenían muchos más poderes que las segundas, no hubiera otra forma de realizar la transición que la que se hizo. Pero me parece un error hacer de esta situación una virtud y llamarla modélica. En realidad, el dominio de las derechas aparece en múltiples dimensiones de nuestras instituciones políticas y mediáticas.

Entre las primeras resalta un sistema electoral que en la práctica discrimina profundamente a las izquierdas, como pudimos ver, una vez más, en las últimas elecciones legislativas en las que en territorios tradicionalmente progresistas de España se necesitaron incluso seis veces más votos para conseguir un diputado que en zonas tradicionalmente conservadoras, lo cual no tiene que ver con las reglas de Hondt que se utilizan en varios sistemas parlamentarios europeos, sino con las particularidades del sistema parlamentario español. Otras consecuencias de aquel dominio son la existencia de instituciones del Estado, como la Monarquía, excluidos del escrutinio y crítica democrática por común acuerdo de los medios de información del país o la ausencia de una condena del franquismo por parte del Parlamento español, tal como el Parlamento italiano condenó en su día la época fascista o el Parlamento alemán condenó el régimen nazi o, más recientemente, el Parlamento francés condenó el régimen colaboracionista de Vichy. Incluso hay hoy textos escolares en partes de España donde no se condena al régimen franquista, referido frecuentemente como el «régimen anterior», sin incluir una condena de aquel régimen (como aparece en los libros escolares alemanes, por ejemplo, donde se condena por ley cualquier expresión positiva del régimen nazi). En realidad, la ausencia de tal condena al régimen franquista se justifica con una supuesta equidistancia en la responsabilidad por lo acaecido en la historia reciente de nuestro país, indicando que tanto los vencedores como los vencidos de la guerra civil fueron responsables de terribles violacio-

nes de los derechos humanos durante y después de aquel conflicto. Esta supuesta equivalencia es, sin embargo, insostenible. No sólo porque la violencia y violaciones de los derechos humanos de los vencedores fue mucho mayor que la de los vencidos, o porque la violencia de los vencedores fuera parte de una política de Estado, mientras que la mayoría de la perpetrada por los vencidos no fue apoyada ni por el Estado republicano ni por la Generalidad de Cataluña, sino porque los primeros rompieron con las reglas democráticas y la gran mayoría de los segundos lucharon para reinstaurarlas y defenderlas. El silencio institucional sobre estos hechos, con ausencia de condena del régimen franquista y del golpe militar que lo estableció, empobrece enormemente a la democracia española, debilitando el surgimiento de una clara cultura y conciencia democráticas. La ausencia de tal condena, cuando no la exaltación de sus figuras y mártires de los vencedores a través de monumentos o procesos de beatificación, contrasta con la moderación en el reconocimiento de las víctimas y figuras entre los vencidos, que son, por cierto, mucho más numerosos. Sería impensable que en Alemania, Italia, e incluso en Francia, se construyeran monumentos o se dedicaran calles a las figuras nazis, fascistas o colaboradores de aquellos regímenes.

Por otra parte, tal dominio de las derechas en la transición explica también la gran escasez de instrumentos mediáticos de centro-izquierda o izquierda, lo cual ha contribuido en gran manera a una cultura política dominante de gran moderación, en la que propuestas realizadas por partidos de centro-izquierda o izquierda en la UE aparecen como radicales en España. Medidas como las propuestas por el señor Blair de vetar a un candidato laborista para la alcaldía de Londres por enviar sus hijos a las escuelas privadas serían de improbable realización en su homólogo en España, en el PSOE, por no citar al Gobierno conservador español, cuyo presidente se declara próximo al primer ministro del Gobierno laborista británico. Es muy probable que en el caso de que la dirección del PSOE hubiera tomado tal medida, la gran mayoría de los medios de información lo hubieran definido como «demagógico», «radical», «doctrinal», «anticuado» o cualquier otro adjetivo que tales medios utilizan con gran frecuencia para mostrar su desaprobación.

Tal sesgo derechista de los medios de información, resultado de la transición, aparece también en la manera como se está reescribiendo y presentando la historia de nuestro país en amplios sectores de tales medios. Un ejemplo reciente es el artículo de La Vanguardia (6 de marzo de 2000) en el que el propio Tusell, que se autodefine como centrista, define a Cambó «como ejemplo de moderación y centrismo», «ejemplo intelectual, moral y político», «admirable por su intento de comprender al adversario», sin nunca citar el apoyo de Cambó al franquismo. Cambó, lejos de ser un ejemplo de político centrista digno de emulación, fue uno de los empresarios y políticos catalanes que apoyó con mayor intensidad al golpe militar y al régimen fascista, un régimen que cometió genocidio cultural contra Cataluña y que no se caracterizó por su respeto a sus adversarios, a los que asesinó. Supongo que para Tusell el apoyo de Cambó al golpe militar fue una mera nota de pie de página en una vida por lo demás modélica. Pero el apoyo de Cambó al franquismo, sin que nunca más tarde lo denunciara públicamente y pidiera perdón al pueblo catalán y español por tal apoyo, es más que una nota de pie de página en su biografía. Aquellos hechos fueron los más importantes en la historia reciente de nuestro país.

Otro ejemplo de esta reescritura de nuestra historia aparece cuando hace sólo unos meses vimos la gran atención mediática que se dedicó, a raíz de su muerte, a la figura de López Rodó, definido como arquetipo de la «derecha civilizada» en las páginas de La Vanguardia por Jaime Arias, artículo complementado por otro, del consejero económico de López Rodó, Fabián Estapé, que como muestra de tal talante civilizado se refería al hecho de que durante el periodo en que López Rodó sirvió en el Gobierno de Franco (1965-1973) no se fusiló a nadie, atribuyéndolo a su influencia. Lejos de ser representante de la derecha civilizada, López Rodó fue una pieza clave de aquel régimen dictatorial, responsable de políticas represivas en los muchos ámbitos en los que influenció, desde la Universidad hasta el establecimiento del terrible Juzgado y Tribunal de Orden Público, que funcionó hasta el último año de la dictadura y que fue pura licencia para el asesinato, tortura, desaparición y expulsión de la resistencia antifranquista, realidades bien documentadas en el libro La memoria insumisa. Sobre la dictadura de Franco, de Nicolás Sartorius y Javier Alfaya. Ninguno de estos hechos, por cierto, fueron citados en tales artículos, en su mayoría laudatorios hacia López Rodó, que se publicaron a raíz de su muerte. Tal visibilidad contrasta con el silencio y falta de reconocimiento por su lucha antifranquista de miles de personas que tuvieron gran protagonismo en la resistencia contra la dictadura y que hoy están sumidas en el olvido, perteneciendo al sindicato de damnificados que Tusell ridiculiza en su aportación. Toda una historia.

Una última nota. El pasado 22 de septiembre me manifesté con miles de catalanes en las calles de Barcelona en contra de los asesinatos de ETA. Mientras protestaba por aquellos actos pensaba yo en dos realidades. Una es la incoherencia y limitada sensibilidad democrática de aquellos medios de información y personalidades que mientras piden, con razón, una condena sin matices de los asesinatos de ETA, nunca han condenado con igual contundencia el régimen terrorista franquista, responsable de miles de asesinatos de personas que lucharon por la democracia sin que sus familiares y amigos pudieran mostrar públicamente su tristeza y protesta. La otra reflexión es que las personas de ETA que están disparando el arma asesina están matando, además de personas, la posibilidad de que la transición se complete, permitiendo la transformación y expansión de la democracia incompleta que todavía tenemos y que tanto nos costó conseguir a los que luchamos por ella. Cada asesinato retrasa más y más esta nueva transición, reforzando las fuerzas que se oponen a esta necesaria transformación y expansión, la cual permitiría un debate más sereno y productivo de sus legítimas aspiraciones políticas. La violencia que puede ser necesaria en la lucha contra una dictadura se convierte en profundamente reaccionaria cuando inhibe y frena el desarrollo democrático.

02 Noviembre 2000

¿Fue modélica la transición a la democracia?

Javier Tusell

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«Existen pocas satisfacciones comparables a la de transmitir la historia con orgullo», dice Timothy Garton Ash en su Historia del presente, que acaba de publicar Tusquets. Es muy cierta esta afirmación, y porque la apliqué a la transición española a la democracia, Vicent Navarro escribió el pasado 17 de octubre en EL PAÍS un vehemente artículo en contra. Dejemos las minucias, de entrada, a un lado. Me atribuye haberle encuadrado en un «sindicato de damnificados», cuando ni le mencionaba: con ese entrecomillado me refería a quienes, como Calvo Serer y García Trevijano, han escrito libros que vienen a ser una enmienda total a la transición cuando ésta hizo posible unas elecciones a las que no se presentaron. Si por «damnificado» se entiende «sujeto paciente» de un régimen dictatorial difícilmente puedo tener otra actitud que el respeto para quien se aplique tal calificativo porque me siento incluido en él. No fui miembro «del primer Gobierno de derechas en el primer Gobierno democrático (sic)», a no ser como modesto director general en materias educativas y culturales y, desde luego, en nada me identifico con el régimen de Franco.Todo eso tiene escaso interés si no fuera porque Navarro plantea una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo, la manera de enfrentarse con un pasado conflictivo y lo hace en un momento en que, un cuarto de siglo después de 1975, los españoles vamos a conmemorar dos aniversarios importantes, la muerte de Franco y el comienzo de la transición. Es positivo que el debate sobre ellos tenga lugar y sería bueno que adquiriera un tono elevado.

Conviene, por tanto, empezar por no simplificar presentando a la derecha española como no es. En su estado actual no le profeso mucha simpatía: siempre recordaré el pasado de Fraga y hubiera preferido que el PP votara una condenación del Dieciocho de Julio, aunque fuera por el procedimiento de considerarlo como «golpe fascista», tal como quiso el PSOE de un modo un tanto elemental. Pero la derecha española no es el franquismo, afortunadamente. Como tampoco fue franquista Cambó: basta leer lo que escribió en sus diarios sobre el general. Y, en cuanto a las diversas posiciones en aquel régimen, creo que conviene también hacer matizaciones. Resulta obvio que López Rodó no fue una especie de «demócrata reprimido» en el momento en que era ministro, pero no cabe duda de que tampoco fue un Girón de Velasco y que cuando vino la democracia aceptó, como Fraga, la Constitución. En la literatura necrológica o simplemente retrospectiva, el juicio resulta siempre parcial, por comparativo. Todavía la derecha española tiene mucho que aprender de Cambó y a la más extrema no le vendría mal evolucionar hasta López Rodó.

Pero vayamos a lo más importante. Navarro piensa que en la transición hubo un error de partida (no diré «pecado original» para que no me considere un meapilas o un chupacirios). Ese error sería que no se persiguió al franquismo, no se puso en votación la Monarquía y se concedió una prima a la derecha que todavía dura, incluso en los medios de prensa. Examinemos brevemente esas opiniones.

Lo primero que resalta en ellas es la falta de realismo. De partir de esa interpretación, la transición hubiera sido imposible o muchísimo más conflictiva. Basta con imaginar lo que hubiera sucedido si el PCE hubiera querido mantener la bandera republicana; el PSOE, su adscripción histórica a este régimen, y todos los que habían servido al régimen franquista, las leyes del Movimiento. Afortunadamente, no fue así. Con la persecución se plantea idéntico problema. ¿Tendríamos que desear que hubieran sido procesadas personas tan excelentes como Ruiz-Giménez, Laín Entralgo, Aranguren, Ridruejo, Satrústegui o Tarancón por una parte de su vida? Aparte de no ser cierta la prima concedida a la derecha, por lo menos desde 1979, ¿qué debería hacerse para compensar a la izquierda de ese punto de partida?

Navarro parece de la opinión de que habría que haber repetido un proceso semejante al de 1945, a la caída del fascismo. Parece olvidar que la democracia fue benevolente en países como Italia y Francia en aquella ocasión. Pero, sobre todo, no tiene en cuenta que las circunstancias eran muy diferentes en aquella ocasión y en la oleada de transiciones democráticas que se ha producido desde mediados de los setenta a comienzos de los noventa. En la primera había existido un conflicto bélico, mientras que en la mayoría de los casos de la segunda la transformación fue de terciopelo o, si se quiere, una mezcla entre reforma y revolución (revolución ha sido llamada). En muchas ocasiones se optó por una especie de perdón preventivo para evitar mayor conflictividad. La excepción se ha dado en el caso de los países hispanoamericanos donde la represión estaba muy cercana y había sido muy brutal. En ese caso lo mejor ha sido siempre una sanción inmediata y de forma legal y ordenada. En los países ex comunistas ha habido sanciones limitadas y apartamientos obligados de la vida pública.

En España, lo peor de la represión había acontecido hacía tiempo, pero, además, no creo que hubiera amnesia colectiva, sino más bien amnistía recíproca por voluntad de reconciliación. Nadie de la oposición se empeñó en olvidar su pasado y el de los demás; a nadie se le obligó, de forma larvada o directa, a que renunciara a su pasado por haber servido a aquel régimen. Eso reviste una indudable grandeza, en especial en el caso de los que sufrieron más: sólo las víctimas pueden perdonar y su magnanimidad es proporcional a lo padecido. Comparados con los sufrimientos de la guerra civil, en cada uno de los dos bandos, o de los peores tiempos represivos del régimen, la mayor parte de los miembros de la oposición del franquismo sentiríamos vergüenza y ridículo de traer a colación lo que pasamos.

El término «modélica», aplicado a nuestra transición, puede parecer un producto de la autosatisfacción. Pero tiene en su favor no sólo a la clase política en su inmensa mayoría, sino a una larga serie de especialistas como Linz, Stepan, Huntington, Schmitter, Whitehead o Morlino. El carácter ejemplar nace de la consideración del punto de partida y el de llegada, de las dificultades y los resultados del proceso. España había tenido un régimen más fascista que Portugal y mucho más duradero que Grecia. Dotada de una estructura institucional completa, con pocos resquicios para el cambio, no era posible llenar las instituciones del régimen anterior con contenidos democráticos. Su pluralidad interna y el problema del terrorismo añadían inconvenientes adicionales y, por si fuera poco, no existía un modelo que seguir porque 1945 estaba demasiado lejano y las circunstancias habían variado. Y, sin embargo, constituyó «un caso paradigmático de transición pacífica pactada y de rápida consolidación democrática» (Linz). El proceso se hizo a base de innovación y no quedó incompleto, con islas autoritarias, como en Chile. Diez años después de que tuvo lugar, el 76% de la población se sentía orgullosa de la transición y la posiblidad de una marcha atrás era remota. Por si fuera poco, aparte de llegar a una democracia desde una dictadura, se había sustituido a un Estado muy centralista por otro considerablemente descentralizado. La Monarquía tenía entonces (y aún más en el momento presente) un apoyo generalizado. Los juicios de personajes políticos de otras latitudes -Michnik, Havel, Sanguinetti…- acerca de la transición española producen incluso rubor: como «la mayor hazaña del siglo XX» la ha descrito el primero. Supongo que el ejercer de Catón, como una especie de severo censor moral, resulta reconfortante, pero me parece que en este caso carece de sentido.

Pero, en fin, lo que parece más desorientado en la opinión de Navarro es que mediante esta enmienda a la totalidad, en mi opinión bastante indigente en argumentos, no se consigue hacer un juicio crítico realista y viable en el momento actual de la propia transición. Las sanciones y las purgas durante la última oleada de las transiciones a la democracia no han servido para mucho y tampoco se han visto libres de una ejecución conflictiva, por más que hayan sido en ocasiones necesarias e incluso imprescindibles. En España hubieran sido contraproducentes, y el prescindir de ellas ha dado un resultado positivo. Lo que, en cambio, nadie puede poner en duda que tiene un efecto catártico es el conocimiento de lo que realmente sucedió. No se trata de proponer, en España, el establecimiento de una especie de «Comisión de la verdad», como las de Suráfrica y de Chile, pero sí de facilitar más medios para conocer el pasado, tenerlo más presente como elemento vertebrador de la vida pública y como punto de partida al que se debe ser fiel. Se dan las condiciones más oportunas porque la reconciliación se ha producido ya en la sociedad española y porque entre los historiadores reina un apreciable consenso en la interpretación del pasado más reciente. En vez de pensar que arrastramos un fardo penoso que nos condena a tan sólo una semidemocracia, debiéramos asumirlo de forma más completa y extraer de él sus últimas consecuencias.

Javier Tusell

30 Noviembre 2000

El debate sobre la transición

Vicenç Navarro

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Javier Tusell me atribuye, en su artículo ¿Fue modélica la transición a la democracia? (2 de noviembre de 2000), posturas que no sostengo. En mi artículo indicaba que las derechas españolas debieran condenar sin ambigüedades el franquismo, de lo que Tusell deduce abusivamente que estoy pidiendo el procesamiento de personas como Aranguren o Ridruejo por su pasado franquista. En realidad, lo que estaba yo pidiendo era precisamente lo contrario de lo que Tusell me atribuye, es decir, que las derechas siguieran el ejemplo de estas personas, que condenaron su propio pasado franquista, así como el régimen dictatorial, al que se opusieron.Igual tergiversación de mi postura ocurre cuando Tusell escribe que estoy rechazando la transición en su totalidad. No es cierto. Indicar que la transición no fue modélica no quiere decir que la rechace en su totalidad, sino que la considero insuficiente y poco equilibrada, requiriendo una modificación profunda para alcanzar una mayor democratización de nuestras instituciones, incluyendo la posibilidad de cuestionar la Monarquía y realizar la crítica a la persona que la representa si así se lo merece, rompiendo con el consenso mediático acrítico hacia aquella institución. Tusell, que ha escrito en términos adulatorios del presente Monarca, parece creer que tal crítica es innecesaria, resultado de la gran popularidad de la Monarquía, sin apercibirse de que la segunda -su popularidad- es, en gran parte, resultado de la primera, es decir, del consenso mediático en no criticarla. En realidad, un indicador del déficit democrático español que padecemos se mostró hace unos días cuando, a raíz del aniversario del nombramiento del Monarca español por las Cortes franquistas en 1975, hubo un aplauso prácticamente unánime en los medios de información españoles hacia la Monarquía con ausencia de voces disonantes críticas de tal institución y su representante. Tal ausencia de diversidad es, por desgracia, un indicador más de que nuestra democracia es todavía incompleta.

En cuanto a la negativa de Tusell de que la derecha tenga ventajas en los medios de comunicación, me limito a tomar nuestro intercambio como ejemplo. Tusell escribe con gran periodicidad en este diario, mientras que a mí se me permite escribir con menor frecuencia, lo cual me ha forzado a responderle a través de las cartas al director en lugar de un artículo más extenso, como hubiera sido mi deseo.