6 febrero 1988

El Rey Juan Carlos I quiso estar presente en el entierro motivando los abucheos de '¡traidor!' de muchos presentes

Muere Carmen Polo Martínez-Valdés, la viuda del dictador Francisco Franco Bahamonde, y su entierro se convierte en una catarata de insultos de los ‘ultras’ al Rey Juan Carlos I

Hechos

El 6 de febrero de 1988 falleció Dña. Carmen Polo Martínez-Valdés.

Lecturas

El 6 de febrero de 1988 muere Dña. Carmen Polo Martínez Valdés, viuda del general Franco Bahamonde, dictador de España entre 1936 y 1975.

A su entierro acuda el Rey de España, D. Juan Carlos I, que es abucheado por varios de los presentes identificados como elementos de lo que la prensa denomina ‘ultraderecha’ que consideran que el Rey traicionó a Franco Bahamonde.

Tras la muerte de su marido, Dña. Carmen Polo vivió discretamente sin ningún tipo de declaración pública en contra de nadie de la misma manera que tampoco fue molestada por nadie.

Después de su muerte si se publicarán y emitirán comentarios contar ella especulando sobre si le gustaba el lujo o era apodada como ‘la collares’, comentarios que no se hicieron mientras estaba viva. Una de las primeras personas en referirse negativamente a ella será el exministro D. Ramón Serrano Suñer, que será replicado desde El País por D. Carlos Seco Serrano acusándole de ‘mal gusto’.

07 Febrero 1988

Doña Carmen Polo

ABC (Director: Luis María Anson)

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La muerte de doña Carmen Polo no puede pasar en silencio en una nación en la que ocupó por su matrimonio con el anterior Jefe del Estado, las primeras páginas de los periódicos durante cuatro décadas. El hecho de que esa presencia fuese en su calidad de esposa no borra un hecho que permanece ahí en la historia cotidiana.

Doña Carmen Polo, viuda del Generalísimo Franco, fue una figura controvertida en algunos sectores, temida en otros, y posiblemente mal conocida. Pero ni sus décadas de primera dama están sujetas a la natural crítica de la función pública es necesario reconocer hoy la discreción y el buen sentido que predominaron en los últimso doce años de su vida cuando, a la muerte de Franco, quedó envuelta en una súbita y probablemente esperada soledad. La señora de Meirás prefirió el silencio, la ausencia de comparecencias públicas, declaraciones y entrevistas. Prefirió recluirse en un piso del barrio de Salamanca para pasar allí los últimos años de su vida, terminada en la madrugada de ayer. La viuda de Franco optó durante la Transición por aceptar la evolución española, sin interferencia alguna. Nadie le puede acusar de un gesto inadecuado, una declaración inoportuna, un reproche a nada.

Es posible que los historiógrafos analicen documentalmente lo que pudo significar Dña. Carmen Polo en muchas decisiones menores y algunas mayores del régimen de Franco. No es el momento de remover el subsuelo de la pequeña historia. En todo caso es justo reconocer hoy que careció de presencia sistemática en la política de aquellos años.

A todos resulta conveniente cerrar cuanto antes los periodos de apasionamiento y descalificación que suelen seguir a los años más turbulentos de las naciones. La historia del franquismo se escribirá rigurosamente algún día, con sus logros evidentes y sus muchas sombras. En ese capítulo español tendrá un espacio la figura que acaba de desaparecer. Es seguro que doña Carmen Polo de Franco no podía sospechar, ni remotamente el destino que aguardaba al modesto comandante  de Infantería, ascendido por méritos de guerra en África cuando se casó en un Oviedo todavía con recuerdos de Leopoldo Alas. Y es posible que Franco no deseara el alzamiento militar ni la dirección de los años que se avecinaban. Lo que está claro es que, ajeno a los matices de la historia y a las corrientes que recorrían Europa, hizo frente a su destino y ejerció el poder personal hasta el límite, con todas sus consecuencias.

Como nadie puede escapar de la Historia, la viuda del Generalísimo Franco será juzgada con sus defectos y virtudes, cuando el futuro el tiempo y la distancia borren en los historiadores los odios ajenos asumidos y las descalificaciones apasionadas.

07 Febrero 1988

Doña Carmen

Eduardo Haro Tecglen

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En el palacio la llamaban la señora; en la calle, doña Carmen Nunca renunció a su apellido: Carmen Polo de Franco. Los Polo fueron una familia orgullosa y altanera de Oviedo que rechazaron varias veces la boda con el comandantín. Sin duda no eran del linaje de Guillermo el Conquistador, como dijo en 1972 una revista no sólo aduladora: se trataba de propiciar que el matrimonio de la nieta Martínez Bordiú con don Alfonso de Borbón tuviera vistas a una sucesión diferente en la Corona, estrategia que se atribuyó a doña Carmen y que, según sus próximos, el propio Franco destruyó. Pero los Polo eran altivos y ricos burgueses; y siempre se ha creído que un notorio afán de lujo y de lo que algunos de la casa -los más modestos, los más revolucionarios: el médico Vicente Gil, la sobrina Pilar Jaraiz Franco- consideraban despilfarro procedían de aquella burguesía provinciana. De cuando doña Carmen era todavía Carmina.Franco fue hombre de una sola mujer. No era muy frecuente en los militares de entonces, de una cepa más abierta y aficionados al reposo del guerrero; pero con esta única mujer de su vida consiguió una especie de ecología, de juego de espejos en los que se reflejaban mutuamente, de donde él sacó un poco más del conservadurismo que tenía -excepcional también en la familia Franco- y una religiosidad en la que algunos le habían descrito como «tibio». Ésta es, por lo menos, la opinión de su primo y secretario militar Franco-Salgado.

Ella obtuvo un poder. Muchas fuentes aseguran que lo ejerció dentro de la política, decidiendo a veces nombramientos trascendentales: un biógrafo de Franco, Carlos Fernández, le atribuye, con su grupo de señoras, el nombramiento de Arias Navarro para suceder a Carrero Blanco. No es tan seguro que tuviera ese alcance: Franco podía incluso ser más impenetrable de lo que se sospechaba para esas cosas, aunque su debilidad física y mental en aquellos momentos eran serias. Pero sí fue, quiso ser y era su vocación un ama de casa de España: velaba por la moral de la gran familia, por el orden. Un personaje podía caer en desgracia por un comportamiento no político, o no en su ministerio, sino por su vida privada. El grupo de las grandes señoras -con ella, doña Ramona de Alonso Vega, la esposa de Carrero Blanco, la de Arias Navarro, a veces la hermana de Franco- podía influir decisivamente sobre los comportamientos de la sociedad: la prohibición de la prostitución, el cierre de una publicación, la prohibición de una obra de teatro o de una película que habían pasado ya por la censura. A su vez, ese poder se atribuía a sus confesores o sus capellanes.

En la calle, en la oposición -de la derecha falangista a, naturalmente, la izquierda-, se le atribuyó una capacidad de corrupción de la cual se salvó siempre a Franco. Algún cronista de la época, como Jesús Ynfante, llegó a asegurar que doña Carmen llegó a hacer una fortuna personal de 100.000 millones de pesetas -de hace 20 años-, lo cual es a todas luces inverosímil. Era más visible su afición por las perlas, por los collares, por las antigüedades; y se ha hablado siempre de su pasión por los regalos. Franco-Salgado atribuye a la condesa de Huétor de Santillán las tercerías -«trapisondas», dice él- con los joyeros para conseguir regalos para doña Carmen. Carlos Fernández destaca del inventario «un valioso collar de perlas naturales, unas 40 en cada una de las tres vueltas, que en ocasiones ha acompañado a una diadema y pendientes con una gran perla en cada uno, y que fue adquirido después de la guerra». Y entre sus propiedades, el pazo de Meirás, la casa de Cornide en Asturias, las fincas de Piniella y Mástoles, la casa de la calle de los Hermanos Bécquer…

Todo esto contrasta con la discreción y el notable aislamiento en que ha vivido desde la muerte de Franco. Ha presenciado en silencio las audacias -para su formación, para su estilo de gran ama de casa de España- de sus descendientes, no ha ocupado el puesto en sociedad que le ofrecían las grandes damas leales, no ha intervenido -que se sepa- en ninguna maniobra política. Convertida en Señora de Meirás, dotada de una pensión extraordinaria por las Cortes, no ha hecho pesar de ninguna forma su pasado sobre la nueva vida de España. Esta nueva austeridad la ganó un mayor respeto que tenía cuando vestía el cargo no existente de primera dama de la nación. Que se reverdezcan ahora viejas leyendas o habladurías no parece digno. En cuanto a su verdadero peso en la historia de España, quizá haya que esperar más tiempo para deslindarlo de esas leyendas.

09 Febrero 1988

El Entierro

Jaime Campmany

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No sé que perturbaron más estrepitosamente los gritos, los desplantes y las fantasmadas en el entierro de doña Carmen Polo, si la noble diligencia del Rey al acudir allí, o el digno silencio que había escogido para los años de su viudez la esposa de Franco. La ofensa, si la hubo, porque no ofende quien quiere sino quien puede, fue dirigida a los dos personajes históricos de aquel acto, y si apuramos el razonamiento, también al tercero, sólo presente en el recuerdo o sea, al propio Franco.

Cuando alguien se empina en la lealtad personal a ese recuerdo del muerto para increpar a los vivos está cometiendo, creo yo, un acto de injusticia, desde luego, pero además está dando una prueba de mentecatez, y cayendo de paso en una paradoja sin sentido. Los que gritan ¡Franco, Franco! como quien tira una piedra al paso del Rey quieren indudablemente molestar al Rey, pero están también vaciando el nombre que invocan de una de las más importantes razones históricas para fundamentar su admiración. Y eso, más que una actitud política de reproche o de desafío es, sencillamente, una torpeza ciega, una tontería, un error, una maldad. En política, como en las demás cosas de la vida, los verdaderamente malos son los verdaderamente tontos.

No faltará quien piense que la decisión de los Reyes de acudir al entierro de doña Carmen Polo, viuda ejemplar de Franco, fue arriesgada, y que el Monarca puso en peligro de deterioro su imagen política y su alta respetabilidad. No lo creo yo así. cada uno de nosotros, y del Rey abajo, todos, debemos cumplir aquello que consideramos nuestro deber, por muchas incomodidades o mortificaciones que amenace con traer el cumplimiento de esa obligación. Don Juan Carlos y Dña. Sofía se creyeron en el deber político histórico o sentimental de acudir a despedir en el último adiós a la viuda de Franco, de cuya mano llegó a este país la restauración de la Corona. Y así lo hicieron. Las parciales y exaltadas muestras de falta de respeto o de afección que recibieron en ese acto no les tocan ni les alcanzan sino para enaltecerles. Don Juan Carlos fue designado sucesor de Franco a título de Rey, y no a título de ‘Franquito’ o sea, de heredero del régimen autoritario que aquel encarnó durante casi 40 años. Quienes ahora o antes confundan una cosa con otra están fuera de la historia y además están dentro de la patología.

Mi vida de español, desde los 14 años hasta más allá del medio siglo, se desarrolla en aquel régimen, y por tanto viví una a una, desde esta misma profesión que ahora ejerzo, todas y cada una de las peripecias y las evoluciones de aquel periodo tan dilatado de la historia de España. Es difícil que nadie me engañe en la exageración o radicalización de los juicios adversos y tampoco en el entusiasmo incondicional de los juicios positivos. Machacar sobre el recuerdo crítico de Franco aprovechando el entierro de su viuda es una majadería política. Ir a ese entierro para imprecar, en 1988, un franquismo sin Franco es una majadería integral. Y abusar de un régimen de libertades representadas antes que en nadie en el Rey, para lanzar ese nuevo grito de ¡Vivan las cadenas!, es algo peor: es una abdicación de la condición de hombres libres, o sea, de hombres.

Escribir en Madrid es llorar. Y habrá que seguir llorando en Madrid, como Larra. Porque da tristeza contemplar espectáculos como este, por insignificantes que sean en la totalidad del mapa de España. La figura de dña Carmen, con todos los claroscuros de su vida social y su influencia política, no merece que nadie alter en su entierro el silencio de su viudez. Ni la figura de Don Juan Carlos, Rey de Todos los españoles, merece que alguien le recuerde tan brutalmente que también es Rey de ellos.

Jaime Campmany

10 Febrero 1988

Entre Gritos

Alfonso Ussía

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Cuando los Reyes llegaron al cementerio de El Pardo para asistir a la misa de corpore insepulto de doña Carmen Polo, fueron recibidos con algunos gritos muy propios de la más refinada cortesía fascista. Cuando los Reyes llegaron y pisaron por primera vez en visita oficial la tierra de Navarra, los batasunos emitieron sus más fluidos alaridos de cortesía terrorista. En el cementerio de El Pardo hubo personas que valoraron su gesto – ¿cuándo don Francisco Franco se hubiera presentado libre y conscientemente ante un grupo hostil? – y terminaron por vitorearle.

¿Por qué los Reyes fueron recibidos con sonoro recelo en el entierro de la viuda de Franco? Los intolerantes no admiten lecciones de nadie, y allí el Rey les impartió con su sola presencia, una soberana lección. Los Reyes fueron porque lo estimaron cortés, oportuno y conveniente, aún a sabiendas de la recepción que algunos de los presentes iban a obsequiarles. La grandeza de los gestos no ocupa lugar en las situaciones fáciles. La presencia del Rey en un acto público precisa de movilizaciones de autobuses y trenes repletos de ciudadanos subvencionados para manifestar su entusiasmo e inquebrantable adhesión. Los reyes van donde van con la gente que haya y punto. Por eso los gritos de unos se apagaron con los aplausos de otro.

Sería tan injusto como contraproducente establecer una comparación entre el ánimo de ambos gritos. Los primeros sólo insultan, mientras que los segundos asesinan. Pero en la actitud del fanatismo contra la libertad se unen. Porque gritan, gracias a la libertad, contra la propia libertad que les permite gritar. Con unos y otros en el poder, ningún grito adverso sería posible.

La presencia de los Reyes en el entierro de doña Carmen Polo refrenda su humanidad y respeto, alejados de actitudes y discrepancias por las relaciones personales. No se entienden, por ello, otras manifestaciones que no sean las del reconocimiento, por mínimo y mezquino que este sea. Además, y separados de la tensión el momento, los desenterrados gritos de ¡Franco, Franco, Franco! proferidos en contra del Rey resultan sobrecogedoramente ridículos.

Después de todo, los gritos intolerantes no asumen ni la anécdota.