19 octubre 2003

El periódico EL PAÍS lo califica como el icono de la España democrática

Muere el escritor liberal comunista Manuel Vázquez Montalbán, novelista y columnista en el periódico EL PAÍS

Hechos

El 19 de octubre de 2003 se hizo pública la muerte de D. Manuel Vázquez Montalbán.

Lecturas

ENTRE SUS FRASES MÁS CONTROVERTIDAS: «SOY COMUNISTA DEL PSUC, PORQUE SOY LIBERAL». 

19 Octubre 2003

En la lealtad mayor

Javier Marías

Leer

En persona estuvimos juntos sólo una vez, hace ya muchos años. El mismo chófer nos recogía en el aeropuerto de Asturias (él llegaba de Barcelona; yo, de Madrid) para trasladarnos a Verines a una reunión de escritores. Nada más subir al coche sacó un auricular y se lo colocó en un oído. «Es para seguir el fútbol», fue toda su explicación. Debía de ser un miércoles y se disputaban partidos de Copa, poco importantes aún. «Ah, ¿y cómo va el Madrid?», aproveché para averiguar. «Pierde 1-0 con el Sporting». Me fue imposible no preguntarme si le caía mal. No tenía motivos para pensarlo, aunque tampoco -desde luego- que le cayera bien, y de hecho no puedo evitar preguntarme ahora si le habría hecho la menor gracia que yo escribiera nada sobre él en un día como hoy, en contra de lo que ha creído EL PAÍS. Futbolero como soy, respeté su casi total mudez de hora y pico de viaje, no me empeñé en darle conversación. Al fin y al cabo, pensé, yo haría lo mismo, seguir los partidos si tuviera valor. Así que aquel trayecto transcurrió en un silencio que, sin embargo, no me fue embarazoso. Y quise creer que quizá mal no le caía, a la postre, cuando al cabo de un buen rato me dirigió la palabra de nuevo para comunicarme algo que a él no le alegraría, pero a mí sí. «Ha empatado el Madrid», me dijo.

Muchas veces coincidimos, en cambio, en las páginas deportivas de este periódico, y además, formando pareja de contrarios. Él, como representante literario o incluso «ideológico» del Barça; yo, del Madrid, cada vez que nuestros respectivos equipos se enfrentaban a muerte. Creo que en la última ocasión falté yo a la cita, y ahora sé que en las próximas quien faltará seguro será él. Hoy somos muchos los escritores que nos atrevemos a hablar de fútbol sin temer nuestro desprestigio por ello, pero no cabe duda de que Vázquez Montalbán fue el gran pionero y el más audaz, así como el primero en señalar lo que luego tantos hemos repetido: que así como uno cambia de gustos, de pareja, de convicciones, de ideas y aun de ideologías, de lo que nunca cambia es de equipo favorito de fútbol. Curioso que las lealtades mayores sean las que parecen menores. O no tanto: supongo que él sabía, desde su fuerte conciencia política, la importancia que algo tan desdeñado como el fútbol puede tener en la cotidianidad de las personas que poco tienen. Sabía que si tu equipo gana, los problemas reales no desaparecen ni se padecen menos las injusticias. Pero también que si tu equipo pierde, los problemas se aparecen más graves e irresolubles al día siguiente y uno se resiente más de las injusticias. Conocía y aceptaba la dimensión simbólica, y aun supersticiosa, porque ayuda a ir de día en día.

Fue a menudo un culé desesperado, ante la ineptitud de los dirigentes o el mal juego del Barça. Pero, pese a sus ocasionales amenazas de dejar de seguir al equipo, o hacerlo sólo de lejos, imagino que sabía que eso no es nunca posible del todo. Como también sabía que el rival más acérrimo, en su caso el Real Madrid, es tan necesario como el aire, en el juego como en la vida, para temerlo, envidiarlo, odiarlo, admirarlo y derrotarlo. Hoy yo sé que perder a un antagonista entristece tanto como perder a un aliado. Quizá más. Me alegro de que Manuel Vázquez Montalbán viera al menos una vez a su equipo campeón de Europa. Y la próxima vez que eso suceda, estoy seguro de que me acordaré de él y pensaré lo que también pienso y digo ahora en su honor: Visca el Barça.

19 Octubre 2003

Manuel y los 60

Francisco Umbral

Leer

Manuel Vázquez Montalbán fue el nuncio y el anuncio de la generación de los 60, un adelantado con sus filósofos franceses, su teoría comunicacional, su marxismo de buenas maneras y su crónica múltiple de la posguerra. El periódico, la prisa, la sorpresa, la falta de sitio nos impiden hacer un esquema completo de este escritor elitista y popular que vivió a pleno pulmón y ahora muere, tan consagrado como distante, en el esquinazo de un fin de semana y un aeropuerto ignorado.

MVM no quiso agaritarse en ningún género ni ser el pontífice de nada, para lo cual lo fue de cada cosa que hacía. Cronista irónico y sentimental de los 40, como hemos dicho, puso de moda política un tema que empezaba sólo a apuntar biográficamente.Manuel pasaba con absoluta naturalidad del best seller político a la novela policíaca.

Habiendo leído la serie negra americana, sus novelas de Carvalho están más cerca de Simenon y Maigret que de otra cosa. El escritor catalán es ante todo la facilidad, y esta facilidad le permite reinar cada día o cada año en un género distinto, lo cual no supone frivolidad sino afán de escapar a la monotonía de una urna intelectual consagratoria, quedando en libertad para hacer lo que le da la gana en el ensayismo y en la gastronomía.

La última vez que le vi me dijo que andaba recosido con no sé cuántos bypass. Pero hablaba poco de sí mismo. Perdida el aura y la virginidad de los 60, la juventud, hoy madurez, y la juventud joven han seguido leyéndole en sus novelas grandes y pequeñas, en sus artículos y en sus textos políticos.

Lo que para el lector es facilidad literaria para el autor es la posibilidad de saltar de uno en otro por todos los huertos, tan angostos en España, de la libertad de expresión que MVM se inventaba para sí mismo donde no la había ni la hubo ni la hay.Luego resta la perplejidad y el dolor que me callo.

19 Octubre 2003

El que nunca traicion

Eduardo Haro Tecglen

Leer

Le pregunté sus razones para continuar en el partido comunista, y me dijo: «Por no traicionar al militante de base». Vázquez Montalbán nunca traicionó. Puede que ésa sea una condición ridícula en un mundo de plastilina como el de hoy, donde la gente toma la forma del recipiente que le contiene. Era una época en que el partido se precipitaba de desastre en desastre, y la izquierda empezaba a desmoronarse: incluso cuando creía que había ganado unas elecciones. Es admirable que haya muerto sin traicionar su condición de escritor, de curioso, de viajero. Conocía su enfermedad, y apenas la cuidaba; tenía una capacidad impresionante de lo que no sé si llamar trabajo, porque en él escribir y mirar, ver la gente, escribir sobre ella, imaginar lo que podía ser el mundo en torno, era una condición humana. Escribió sobre los grandes personajes de nuestro tiempo, gruesos libros cargados de datos, de interpretación de los datos, de lealtad -otra vez- a lo real sin perder nunca de vista lo posible y lo imposible. Franco, Pasionaria; el comandante Marcos; el áspero caso Galíndez con el nacionalismo vasco en el exilio y los crímenes de Trujillo. Un periodismo extenso, bien poblado de conocimiento: una investigación no sólo de archivos, libros o mesas, sino de viajes y charlas, de escuchar y anotar en una memoria prodigiosa.

Nada de eso era obstáculo para su adicción a la gastronomía; era un comilón de gusto, era de los que explicaba a Maite o al chef lentamente lo que quería y cómo lo quería. Alguna vez íbamos a comer un cocido al Picardías -una taberna clásica por el Madrid taurino de detrás de la Puerta del Sol- y después veía pasar una paella para otra mesa, y decía: «¿Y si encargásemos ahora una paella?». Mientras escribía en su casa, cocinaba: se levantaba del ordenador para ir a revolver un poco su guiso del día.

Me miro a mí mismo escribiendo esta necrología indeseada, que me asombra: estos trances del periodismo de urgencia que obligan a volcar la emoción en cuatro líneas mal escritas, con los recuerdos golpeándose. No sé cómo transmitir todo lo que tenía ese hombre de amor por la verdadera humanidad. Solo sé decir como homenaje que siempre me hubiera gustado escribir como él.

19 Octubre 2003

Es mentira

Maruja Torres

Leer

Vengo de leer la noticia en los principales periódicos de Europa, la noticia en portada, pero ni los trucos de Internet ni las osadas afirmaciones radiofónicas, ni el blablablá de la televisión ni las llamadas de mis amigos o de mi familia, ni sus lágrimas ni las mías podrán convencerme de que Manolo, nuestro Manolo, ha muerto. Ni siquiera cuando le traigan (dirán que le han traído, son astutos) y le exhiban; si eso ocurre, aceptaré que Manolo ha muerto. Porque él mismo se preguntó: «¿Están las cosas porque son o son porque están?», respondiéndose: «El movimiento engendra fantasmas de existencias o el espacio es sólo paisaje para la vida y la muerte de la materia» (Poema de Dardé). Y también (en Ciudad): «… pero sólo serás libre al llegar a Memoria, la ciudad donde habita tu único destino»; por lo tanto, Manolo no puede estar muerto, porque mi paisaje de ninguna de las maneras admite semejante eventualidad y porque, en la ciudad, país, continente o planeta llamado Memoria, su existencia no es un fantasma ni un espejismo creado por un conjunto de movimientos, sino la materia de la que se alimentan los mejores recuerdos.

De modo que pongamos Tatuaje en el estéreo y conduzcamos a la orfandad surgida de las negras mañanas del año de la peste 2003 y sus infames noticias. Conduzcamos a la orfandad por el pasillo. A la cocina. Manolo no puede haber muerto en Bangkok, ¿no se dan cuenta? Sería como un capicúa, ni siquiera un gran escritor como él puede conseguir un final tan literario. De hecho, las primeras informaciones fueron de lo más contradictorias. Mi hermana mencionó el aeropuerto de Melbourne. Elisenda Nadal dijo Hong-Kong. ¿Bangkok? ¡Venga, hombre!

Aunque, debo reconocerlo, en el hipotético caso -sólo hipotético, que quede claro- de que don Manuel Vázquez Montalbán hubiera fallecido y no se hubiera largado con los pájaros de Bangkok a echarle un ojo a los mares del Sur (lamento usar esta metáfora: seguro que muchos otros recurren a ella), la parte buena (para ambos) es que por fin Terenci va a tener cerca a alguien que le enseñará a comer bien mientras hablan de cine.

Pero Manolo no puede haber muerto precisamente un día en que no tengo bacalao en mi despensa.

Fíjense que, en lo que llevo escrito, y no soy más que una de las muchas personas que no nos resignamos ante su pérdida, estoy refiriéndome a Manolo no por su literatura, sino en su literatura; no por su vida, sino en su vida. Sin valoraciones, quién soy yo para valorarle, pero empujada por la fuerza de mi cariño hacia su existencia completa. Pues era un escritor total que empalmaba la acción con la didáctica y ésta con la escritura y todas amamantándose de la ética y de viejas lealtades de las que él no podía prescindir porque le producía demasiado asco la insoportable pervivencia de los infames y no quería proporcionarles munición extra.

Le conocí en un ascensor, él iba a la redacción de TeleExprés y yo a la de Fotogramas. ¿Eso importa? Manolo estuvo presente para mi generación desde el principio, no puedo recordar un mundo en el que la verdad no fuera comentada de una manera u otra por Manolo, padre y hermano, hermano sobre todo, de nuestra educación sentimental.

Tímido en los ascensores, delicioso en las mesas compartidas. El buen yantar y la buena conversación le ponían ojos de chinito, risas de niño travieso. Seguramente el niño que recorría el Barrio Chino cobrando recibos de una compañía funeraria se cobraba su revancha comiendo en Casa Leopoldo (Rosa, querida, también tú lloras hoy) y explicando anécdotas sin fin.

Pero si tengo que recordarle como si se fuera, como si nos hubiera dejado, sumiendo este paisaje en una niebla aún más sombría, pensaré en él tal como se puso al volante de su coche, una de las últimas nocheviejas, saliendo de la casa ampurdanesa de Georgina y Oriol, después de la fiesta, vestido con el regalo que unas amigas le habían hecho: un magnífico albornoz blanco. «Para que te lo pongas en uno de esos balnearios a los que vas», le dijeron. Y él, serio como un juez, se puso el albornoz y dijo que era hora de volver a casa. Ana le siguió y él entró en el coche y, mientras arrancaba, alcé la mano para despedirme y grité: «¡Casper, Casper, feliz Año Nuevo!».

«Bangkok tuvo mucha importancia en el pasado de Carvalho», o algo así, alguien tan trastornado como yo me telefonea para contarme que Manolo deja escrita esta frase en su ¿última? -no me lo creo- novela. Mira que si es verdad, mira que si el ateo solidario, el laico leal, manejó su vida hasta el punto de escribir la palabra fin donde y cuando le dio la gana.

He encontrado pescado para un guiso. Quizá un arroz. ¿Qué hago, Manolo? ¿Le pongo ñora?