8 noviembre 1986

Fue presidente del Sindicato Nacional de Actividades Diversas y era amigo personal del ex ministro José Antonio Girón de Velasco

Muere Juan García Carrés, único civil condenado por el intento de golpe de Estado de 1981 tras haber registrado a su nombre la marca ’23-F’

Hechos

El 8 de noviembre de 1986 falleció D. Juan García Carrés.

10 Noviembre 1986

In memoriam

Adolfo de Miguel

Leer
Juan García Carrés, visto por su defensor

El magnífico artículo ‘Narrativa de un idealista’ dedicado a Juan García Carrés (q. G. h.) recién publicado por le príncipe de periodistas, Emilio Romero, ofrece una tan sugestiva semblanza del protagonista que bien podría eximir, con superlativa ventaja de su tarea a quien esto escribe y a los lectores de EL ALCÁZAR de la tediosa lectura de las presentes líneas, más bien apasionadas que ecuánimes, dado mi punto de vista, personalísimo, de ‘amigo-defensor en juicio’, desde el que Juan García Carrés es aquí contemplado, bien diferente en su perspectiva – como también muy inferior en su calidad literaria – de la insuperable evocación escrita por Emilio Romero en la que, tan inteligente como sutilmente, se esfuerza el admirado autor en poner sobria sordina al grito de su estrecha y notoria amistad de siempre con Juan, para que, así, su retrato escrito del hombre público, más todavía que del amigo, quede testimoniado para la Historia como pieza documental irrefutable por su serena objetividad. Historia que habrá de juzgar a su tiempo a todos, como lo hará, por encima de ella e inapelablemente. Dios, juez Supremo e infalible. En el artículo, ciertamente, se proclama la autenticidad del recio temple sindicalista, recibido con la sangre, como preciada herencia paterna, de Juan García Carrés, lanático de la justicia social, con logros rotundos en su haber, en la ardua lucha ‘pro-operario’, trazada e impulsada por José Antonio Girón desde el Ministerio de Trabajo, y conducida y llevada adelante por un puñado de hombres de hierro, de mente lúcida, aquilatada experiencia y buena voluntad, en el que García Carrés formaba en primera fila.

Lo mío de hoy, más llano y elemental y mucho menos sutil que la filigrana periodística de Emilio Romero, es diferente y de más limitado alcance en su designio. Desde luego, algo irreprimible, sencillamente humano, salido del fondo del corazón del amigo y del abogado que para Juan García Carrés he sido: por más que se diga, como algo proverbial en lo forense, que los casos han de ser defendidos como propios y sentidos como ajenos, es la verdad que nuestra compenetración entre el imputado y su abogado – y la de ambos con la causa de España, dramáticamente implicada en aquel complejo envite del 23-F de 1981 – existía, intuitivamente, incluso antes de conocerlo en persona y relacionarme con él. Compenetración en lo procesal y también en lo ideal que trascendió sin tardanza a lo afectivo, traducida en una amistad inquebrantable, perdurable en espíritu después de la muerte terrena del uno, y mantenida en la vida a lo largo de casi seis años, desde febrero de 1981 a noviembre de 1986. No hay por qué ocultar que el recelo desde un principio acerca de la existencia de trampas rentables para nuestra pseudodemocracia en la gestación y en el desarrollo de todo aquello. Y así creo que lo dejó reseñado para en su día, como explicación de lo a simple vista inexplicable.

Surgió, así, mi prestación de defensa – amistosa, por supuesto, desde un principio, como la de casi totalidad de las dispensadas en ese proceso – de improviso, por imperio de un apremiante requerimiento del inculpado, a quien yo desconocía personalmente hasta entonces, aunque no su nombradía: carente, en su desvalimiento, en aquellas tristes horas, de alguien propicio a aceptar su defensa – él, que, en su propensión a dispensar el bien, tantos agradecidos era presumible que tuviese – hube de encargarme de su patrocinio, sin más pensarlo, requerido telefónicamente a mi domicilio desde la comisaría donde se encontraba detenido, a la que acudí a su llamada.

Aunque los cargos obrantes en la causa contra él, único civil en la aparatosa trama eran más bien endebles, el trato recibido durante la instrucción sumarial fue de un rigor inexorable, aplicado por un togado militar conocidamente conservador, cultivador de la literatura y del periodismo catolico que, días antes de entrar en funciones como juez especial o ad hoc, se había permitido emitir bajo innegable e innegado seudónimo opiniones de prensa hostiles hacia quienes bien pronto serían justiciables a su disposición. Encarcelado García Carrés en la prisión ordinaria de Carabanchel, entre presos comunes y terroristas, fue incesantemente vejado, amenazado y amagado de agresión de obra, afortunadamente fallida, por ‘lo mejor y lo más selecto’ de aquella población penal, frente a lo que mostró impertérrita dignidad y ejemplar entereza, saliendo de allí con vida por verdadero milagro. Tardó largos meses, ya en la fase de plenario, en obtener del Consejo Supremo de Justicia Militar prisión atenuada en establecimiento hospitalaria, en atención a su quebranto estado de salud, y ello ya en etapa procesal ajena a la autoridad del inflexible general-juez García Escudero, actualmente en situación de reserva.

Encono de un sistema y de unos políticos que traen su causa legal y son beneficiarios del franquismo, tan presuntamente repudiado por ellos.

Ya en situación de libertad consecutiva a una condena de dos años, cumplida por anticipado, y tras un breve periodo de vida activa y normal, el estado de salud de Juan García Carrés empeoró sensiblemente, con intermitencias de internamiento clínicos, que desembocaron en la amputación de una pierna, sobrellevada por el quirúrgicamente mutilado con la ayuda de una prótesis, penosa y animosamente, con entereza de ánimo y fuerza de voluntad poco comunes, que le permitieron algún paseo por la calle, hasta la presentación de nuevas complicaciones circulatorias, viscerales y funcionales de todo género, que comenzaron por postrarle en una butaca y acabaron con su vida, por paro cardiaco, en la noche del 8 de noviembre de 1986.

Cuando todavía se encontraba en prisión atenuada sanatorial, el matrimonio de amor y no de interés celebrado por el preso con doña Dolores Sánchez Berber deparó a nuestro amigo, hasta su muerte, la cariñosa solicitud de su mujer. Había surgido el compromiso matrimonial en el curso de las visitas hechas por ella a la cárcel para llevar al cautivo el acostumbrado suministro exterior que había quedado interrumpido en un momento dado por razón de enfermedad de la persona antes encargada de esta misión. La boda hubo de celebrarse, en su día, por poderes, ante la terminante negativa comunicada al contrayente de la posibilidad de desplazamiento, ni siquiera bajo custodia, al piso superior del mismo establecimiento médico en que radicaba la capilla. Mezquino y deplorable.

Tan avanzado ya como discurre le camino de mi vida, he pasado últimamente por la amargura de que se me mueran en prisión – por delitos políticos incruentos, que conste – dos de mis más dilectos defendidos en mi actividad de abogado ejerciente: el coronel Jesús Crespo Cuspinera – próxima ya la extinción de su condena por su intervención conspirativa en unos sucesos que no sucedieron – y Juan García Carrés, también condenado por otra conspiración. Triste sino. Enamorados de la España soñada, una, grande y libre, caídos antes de haber pisado la tierra de promisión, que otros alcanzarán. Sbae y dejó reseñado por escrito García Carrés – y alguien más le acompaña en ese conocimiento – mucho acerca de los entresijos, no tan enigmáticos, de lo que en verdad fueron la iniciativa, la gestación, el desarrollo y el desenlace del problemático 23-F, menos arcano de lo que pudiera parecer.

La acentrada religiosidad de García Carrés – católico practicante a macha-martillo – mantenía el rosario en sus manos cuando lograba aislarse para orar. Hombre de oración y de acción. Así le he sorprendido más de una vez en mis visitas de confianza al retenido en prisión atenuada y después, ya en su casa, al enfermo sin temor a la muerte, visiblemente imparable. Todo un hombre, todo un cristiano y todo un español.

En lo alto, en ‘el puesto que tiene allí’, mi defendido de ontroa no necesitará ya el abogado que lo defienda. Será él quien abogue por los demás y, sobre todo, por España, a la que tanto quiso y tan abnegadamente sirvió.

Adolfo de Miguel