10 septiembre 2003

Dudas sobre si hubo o no hubo simpatía real de la artista al régimen de terror nazi

Muere la gran cinesta alemana Leni Riefenstahl, cuya trayectoria quedó manchada por sus grandes documentales sobre el nazismo

Hechos

El 9.09.2003 falleció con 101 años de edad, Leni Riefenstahl.

Lecturas

Las frases de la Sra. Riefenstahl (a Ramiro Villapadierna)

«Mi película no fue un filme de propaganda. Sólo era un documento. Mostré en celuloide aquello que entonces fascinaba al mundo. Todo en esa película era real, no tiene un solo comentario: «El Triunfo de la Voluntad» es historia». 

«Si ha venido para hablar de Hitler, puede irse inmediatamente. No tengo ningún interés en hablar de mi vida con ese esquizofrénico. Hitler no constituyó nada en mi vida».

«Me caía simpático, era muy agradable y siempre repetía que no quería guerra, que no quería expulsiones. A veces creo que perdió las riendas de todo. En los momentos más difíciles me invitaba a su casa y entonces hablaba sin interrumpción, sin mirarme… Después de horas me miraba brevemente, me acariciaba la mano y me susurraba: ‘Gracias por venir'». Muchas veces salí de su habitación sin haber dicho una palabra. Le aseguro que Hitler me necesitaba más como persona que como mujer. Necesitaba angustiosamente antes en quien confiar».

«Hitler encontraba poco frecuente que una mujer joven pudiera defenderse contra la industria del cine. ‘Cuando lleguemos al poder, hará usted nuestras películas’, me dijo. Yo reaccioné, impusliva: «No puede ser: No puedo trabajar por encargo. Tengo que tener las manos libres para ser creativa». Recuerdo que murmuró tan sólo ‘no quiero forzar a nadie a entrar en mi partido… si usted fuera más mayor, sería más madura y tal vez comprendería mis ideales». Yo titubeé: «Pero usted tiene prejuicios racistas. Si yo hubiera nacido judía o india no habría querido hablar conmigo. ¿Cómo podría trabajar para alguien que hace esas diferencias?» Entonces me dijo que le gustaría que las personas de su entorno le hablaran de forma tan abierta y sin complejos. Después, tras un largo paseo, Hitler se detuvo y se volvió hacia mí. Me miróa durante largo rato, me atrajo hacia sí y me abrazó apasionadamente.»

«Todavía veo cómo Hitler levantó los brazos al cielo y dijo: No puedo amar a ninguna mujer hasta que no haya cumplido mi misión».

«Goebbels siempre me inquietó con su extraña mirada. En cierto modo era un cínico y un hombre peligroso. Le hice saber que no sentía nada por él. Desgraciadamente eso le hizo insistir aún más. No podía aceptar que una mujer se le resistiera (…) se acercó a mí y me miró como si quisiera hipnotizarme: «Leni, reconozca que está enamorada del Fuehrer». Le dije que estaba diciendo tonterías, que el Fuehrer era un fenómeno y que podía admirarlo, pero no amarlo».

 

10 Septiembre 2003

Un designio de inmortalidad

Juan Manuel de Prada

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La contemplación de las películas de Leni Riefenstahl nos obliga a afrontar preguntas quizá irresolubles. ¿Puede el arte más excelso ponerse al servicio de la ideología más execrable, sin que por eso se empañen sus cualidades intrínsecas? ¿Puede la excelencia estética remunerar nuestro espíritu, pese a erigirse sobre la abyección moral? ¿Es el arte una categoría autónoma de la ética? «El triunfo de la voluntad» (1934), el documental que Leni Riefenstahl dedicó a la celebración del sexto congreso del Partido Nacionalsocialista en Nuremberg, es sin duda la más esmerada película de propaganda jamás rodada y una de las cúspides del arte cinematográfico.
Antes de que Hitler se convirtiera en el genocida que diezmaría el mundo, «El triunfo de la voluntad» fue celebrada con exultación y arrobo allá donde fue proyectada, y su creadora elevada a altares de idolatría; después, Leni Riefenstahl se convertiría en la mujer más difamada del orbe, y sus películas, convertidas en tabúes que no convenía ni siquiera mencionar, fueron sepultadas en los sótanos del oprobio y la clandestinidad. Vista hoy, «El triunfo de la voluntad», con su montaje dinámico y su premeditación escenográfica, se nos antoja a un tiempo hipnótica y aterradora. Y es que, a la vez que disfrutamos de sus hallazgos formales, a la vez que levitamos con sus gráciles movimientos de cámara, recordamos que aquella magna obra fue concebida para exaltar al hombre o demonio que iba a traer el apocalipsis.
Quizá el verdadero arte sea el que suscita en su destinatario impresiones contradictorias y desgarradoras. Si aceptamos esta definición agónica, Leni Riefenstahl merecería figurar entre sus cultivadores más señeros. Pero pecaríamos de mezquindad si vinculásemos exclusivamente la genialidad de esta mujer al monstruo que la contrató como panegirista. En su adolescencia adelgazada por la llama de la danza, en sus interpretaciones a las órdenes de Arnold Fank en películas de alpinismo que figuraron entre las más taquilleras de su época, en su muy exigüa filmografía como realizadora, Leni Riefenstahl muestra una concepción del arte como celebración mística de la belleza, ingenua y voluptuosa a la vez, que halla su expresión más turbadora en las imágenes iniciales de «Olimpia», la película sobre los juegos de Berlín. Leni Riefenstahl ha sido el emblema de un siglo feroz, tumultuoso de sangre, pero también el símbolo de una nueva Eva. Nadie como ella ha sido capaz de compendiar el espanto y la belleza que abarrotan los cien últimos años de nuestra Historia. Quizá la longevidad fue el más arduo castigo que se arrojó sobre sus hombros, pues no hubo un momento de su vida en el que no fuese vilipendiada. La obra que nos deja es su recompensa póstuma y también su venganza, pues fue concebida con un designio de inmortalidad.
Juan Manuel de Prada

10 Septiembre 2003

La cineasta oficial del nazismo

Carlos F. Heredero

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Considerada como la cineasta oficial del Tercer Reich, Leni Riefenstahl construyó con películas como El triunfo de la voluntad y Olimpiada la poderosa imagen cinematográfica del fascismo alemán. El embrujo que para ella poseía la figura del Führer, su pasión por los mitos de la pureza originaria de la raza aria y su talla de excepcional documentalista, marcaron su vida y su trayectoria profesional.Era una mujer tan tozuda que se empeñó en vivir 101 años, a lo largo de los cuales persiguió sin descanso una mitología que la llevó a rastrear las cumbres de las montañas y el fondo de los océanos.

Nacida en Berlín como Berta Helen Amalie Riefenstahl en 1902, la futura cineasta emblemática del régimen nazi vino al mundo en el seno de una respetable familia de acomodada clase media que mostraba gran aprecio por las Bellas Artes. Su padre, un acaudalado hombre de negocios de trato despótico y modales autoritarios, según consta en las memorias autobiográficas de la hija, se opuso ferozmente a la temprana y juvenil pretensión de Berta, que quería convertirse en bailarina y que, dotada de una voluntad de hierro, finalmente consiguió su propósito.

Tras estudiar en la Escuela del Ballet Ruso de Berlín, se sintió atraída, desde muy pronto, por los ideales que representan el mito germánico del volk (el vínculo sagrado entre el hombre y la naturaleza), fuente germinal del paradigma völkisch, ligado a las míticas leyendas del Rhin, al irracionalismo emocional de los orígenes y a la idealización romántica del culto a la pureza de la raza. Resultaba bastante coherente, en consecuencia, que la joven estudiante de danza se sintiera atraída -durante su estancia en la escuela coreográfica de Mary Wigam- por la influencia del revival helenista abanderado por Isadora Duncan.

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De bailarina a actriz

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Era ya una bailarina de cierto nombre cuando, a los 23 años, intervino por primera vez como actriz en la película La montaña sagrada (1926), dirigida por el geólogo Arnold Franck, prestigioso cineasta, especializado en la realización de filmes de montaña, muy populares en la Alemania de la época. El énfasis que ponen estas películas en los valores naturales conectó de inmediato con la sensibilidad de la joven, a quien el influyente Franck acabaría por convertir en protagonista de seis largometrajes del mismo género. El mundo de la danza dejó paso, de esta forma, al universo de la pantalla.

La fortuna de la actriz pudo haber encontrado entonces un camino muy diferente. La oportunidad surgió cuando el propio Josef Von Sternberg (el director que convirtió a Merlene Dietrich en una estrella internacional) le ofreció la posibilidad de marcharse con él a Hollywood. Corría el año 1929, Hitler acababa de subir al poder y el creador de El ángel azul (judío) no lo pensó un momento. La actriz, sin embargo, optó por quedarse en una Alemania que apostaba de una forma incontenible por un ideario que, en definitiva, se alimentaba de sus propias convicciones personales.

La fama alcanzada le permite, en 1932, interpretar y dirigir La luz azul, dramatización de una leyenda montañera en la que la realizadora debutante se reserva para sí misma el papel de una virginal y arcaica muchacha, conocedora exclusiva del secreto de una gruta de cristal escondida entre los montes. Fueron precisamente esas imágenes las que cautivaron al mismísimo Adolf Hitler. El propio Führer será, de hecho, quien la reclame poco después, a través del Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels, para encomendarle la realización de la película oficial del V Congreso del partido nazi, a celebrar en Nüremberg en agosto de 1933.

El encuentro con Hitler marcó definitivamente a la directora («para mí fue como si la superficie de la Tierra se extendiese delante de mí, en una semiesfera que, de pronto, se escindió por el medio y arrojó un gigantesco chorro de agua, tan enorme que tocó el cielo y sacudió la tierra», según cuenta en sus memorias).Y ese embrujo empapa, en buena medida, los principales frutos que van a salir de aquella confluencia: en primer lugar, Victoria de la fe (el documental sobre el citado congreso) y, acto seguido, El triunfo de la voluntad (1934) -dos títulos elegidos ex profeso por el propio Hitler-, el famoso documental sobre el VI Congreso del partido; es decir, la obra que consagra definitivamente a la directora ante los dirigentes y las autoridades de la Alemania nazi.

Compromiso con los nazis

La coreografía de masas y la virtuosa puesta en escena desplegadas por Leni Riefenstahl (dentro de una sabia utilización de la retórica visual) hicieron de El triunfo de la voluntad un enardecido canto a la simbología y a la ritualización litúrgica propia del nazismo. Convertida en una sublimada síntesis de la comunión mística entre el Führer y el pueblo alemán, la película fue producida por la propia realizadora y financiada gracias al generoso contrato de distribución que le ofreció la UFA «a petición del Führer y en nombre de la dirección del partido». La cineasta dispuso para rodarla de 130.000 metros de película, 16 operadores, 30 cámaras, cuatro equipos de sonido y más de 350.000 habitantes de Nüremberg como disciplinados figurantes.

Goebbels y Hitler quedaron tan encantados con el resultado que se apresuraron a realizar un nuevo encargo: el documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, que toma por título Olimpiada (1938), y que se estrena un 20 de abril, coincidiendo con el cumpleaños de Hitler, que se convierte, gracias a los buenos oficios profesionales de la directora, en una apasionada elegía de la belleza del cuerpo, en una exaltación beligerante del poder físico -identificado con el ideal étnico de la raza- y en una vibrante metáfora mitificadora de la virilidad aria. Surge así una verdadera obra maestra del cine de propaganda, en este caso, al servicio del nazismo.

La indudable sabiduría cinematográfica que respiran ambas obras hizo de Leni Riefenstahl una documentalista de fama mundial.La derrota del fascismo la colocó, no obstante, en una delicada posición: ante los ojos del mundo aparecía como la cineasta preferida de un régimen genocida, como la mujer que fabricó la imagen cinematográfica de Hitler y del nazismo. Detenida en varias prisiones de las fuerzas aliadas entre 1945 y 1948, tuvo que someterse entonces, dentro de su propio país, a los tribunales de desnazificación (que la declararon, benevolentemente, «compañera de viaje» del fascismo) y, durante casi 17 años, estuvo batallando contra su propia sombra, intentando desmarcarse de su activa colaboración con la dictadura.

Amistades como la de Jean Cocteau o la de Vittorio de Sica tampoco le sirvieron para borrar de su biografía el eco permanente de sus dos propagandísticas cintas. Por fin, en 1954 consiguió terminar el rodaje de Tiefland: su particular adaptación de Terra Baixa, la obra del dramaturgo catalán Angel Guimerá. Aunque los créditos del filme citan también la ópera de Eugène D¿Albert, la película (que la directora había empezado a rodar antes de la guerra y que había reanudado en 1940) procede directamente de la obra española y supone su regreso a la cultura del volk para exaltar la victoria de la pureza del campesino de las cumbres, frente a la corrupción de la llanura.

Para Tiefland contrató a 120 gitanos que estaban recluidos en campos de concentración. Tas el rodaje, los detenidos volvieron a sus celdas. La mayoría murieron gaseados mientras ella negaba el destino final de las víctimas. Una bellísima gitana, Anna Blach, sustituyó a la protagonista, la propia Riefenstahl, en una escena relativamente peligrosa; lo hizo tan bien que la directora y actriz le concedió un deseo. La joven pidió que salvara a sus hermanos y la cineasta le respondió que debería optar por uno.El pasado año afirmó haber visto con vida a muchos de esos gitanos.Tal afimación llevó a la Fiscalía de Francfurt a abrirle un proceso por negar el Holocausto. Riefenstahl tuvo que rectificar su versión.

La lectura de Las verdes colinas de Africa, de Hemingway la llevó a los confines del continente negro, donde rodó el documental Black cargo, sobre el tráfico de esclavos. Pero un error en el procesado fotográfico del laboratorio impidió que el filme pudiera terminarse. Posteriormente, el descubrimiento de la foto de un bellísimo hombre negro (realizada por el británico George Rodger) la condujo de nuevo a Africa, donde fotografió incansablemente, entre 1962 y 1967, los cuerpos atléticos y hermosos de los nubios de Sudán, en un trabajo que después sería considerado por Susan Sontag como el tercer panel de su tríptico fascista. En ellos encontró la desnudez primitiva y la belleza de unos cuerpos que habitaban en lo que ella -en su romántica idealización de una supuesta inocencia rousseauniana- consideraba un paraíso destruido por los efectos de la civilización.

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Viajes submarinos

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Cuando preparaba una nueva expedición a Sudán, en 1968, conoció a Horst Kettner, un atractivo joven de 24 años y de origen checo con el que emprendió una relación amorosa (previamente había estado casada con Peter Jacob, entre 1944 y 1946) que ha durado hasta su muerte. Todavía en 1972, Leni Riefenstahl -convertida en una fotógrafa de renombre- fue comisionada por la revista Times para dejar constancia gráfica de los Juegos Olímpicos de Munich. Desde esa misma fecha se entrega, por otro lado, a la que ha resultado ser su última pasión de juvenil senectud: la que le llevó a sumergirse en los fondos marinos al convertirse (¡a sus 70 años!) en una activa submarinista en busca del último reducto de la pureza incontaminada. En 1987 publica sus Memorias, en las que trata de justificar, disfrazar y relativizar su compromiso con Hitler. Finalmente, y tras más de 2.000 inmersiones, rodó un nuevo documental, Impresiones submarinas, un testamento fílmico que prueba, una vez más, la irrenunciable fidelidad a sus ideales.