31 enero 2004

Polémica entre los historiadores Fernando García de Cortázar y Javier Tusell Gómez polemizan sobre el concepto del país a partir de su obra «Los mitos de la historia de España»

Hechos

En enero de 2004 se produjo la polémica entre D. Javier Tusell Gómez y D. Fernando García de Cortazar.

19 Enero 2004

Gloriosa España plural

Javier Tusell Gómez

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Existe toda una tradición en la cultura española que, por describirla en términos eruditos, corresponde a las «laudes Hispaniae», es decir, a la exaltación de nuestras supuestas o reales maravillas. Hoy esta forma de ver el pasado más remoto y también el presente parece haberse instalado confortablemente en algunos de quienes escriben acerca de ambos. Resultaría que nuestro país merececería dosis abundantes de autocomplacencia porque ha conseguido unos éxitos espectaculares: el déficit cero, un papel de primera fila en las relaciones internacionales mundiales y convertirse en el primer exportador de capitales a Iberoamérica. Todo eso es reconfortante, sin duda; lo malo es que con cierta frecuencia los eventuales responsables de la política -sean cuales sean- se lo autoatribuyen cuando lo correcto es otorgar el mérito al esfuerzo del conjunto de una sociedad (y de varias generaciones). El rosado panorama resulta completo cuando viene avalado por un pasado decisivo en la Historia de la Humanidad.

Porque, en efecto, las glorias españolas logran su principal apoyo en el pasado. No cabe la menor duda de que éste proporciona muchos motivos para la satisfacción. Pero de él cabe esperar también enseñanzas y, sobre todo, precisión. Viene todo esto a cuenta de un reciente libro de Fernando García de Gortázar acerca de los mitos de la Historia de España. Es un libro muy bien escrito y con unas citas literarias excelentes; el autor ha sido siempre un exitoso divulgador de nuestra Historia. El propósito, no obstante, es ambicioso y el resultado queda por debajo del intento. Son pocas páginas para destruir muchos de esos mitos que, por otro lado, ni ya muchos de ellos lo son propiamente para un lector ilustrado ni tampoco quedan por completo definidos ni, por consiguiente, convenientemente destruidos.La misma bibliografía testimonia esas debilidades,aunque se trata de un libro de grata lectura.

Excepto en lo que se refiere a la generación o , por lo menos,aceptación de un mito nuevo.Lo peculiar del caso es que este mito -es decir, asunción poco racional de una una idea simplificadora- se ha instalado en otro género de escritores de menor rango y, sin embargo, más impetuosas, repetidas y estridentes declaraciones.

Este mito consiste en afirmar que durante la transición «la gran perdedora fue la memoria». De acuerdo con esta interpretación, no se habría olvidado tanto la barbarie o la represión dictatorial, como se suele pensar en la izquierda, como la propia idea de España. Desde 1975 habría tenido lugar, al mismo tiempo, una sistemática «vindicación de lo primitivo» o un llamamiento a «las voces ancestrales de la tierra», en definitiva, de la peculiaridad de las identidades en la España plural. García de Gortázar, a quien pertenecen estos entrecomillados, juzga que España se ha sentido, incluso en la visión que de ella se ha ofrecido afuera por parte de nuestros intelectuales, a sí misma como una «nación avergonzada» de su propio pasado y «absurda y metafísicamente imposible». Además, en lugar de que la memoria sirviera para conectar con tradiciones liberales, se ha utilizado para «satisfacer aspiraciones parecidas a las que tenían los carlistas hace siglo y medio».

Creo que ese diagnóstico es incorrecto. La memoria ha jugado un papel positivo porque no sólo no se ha olvidado el pasado inmediato -aunque sin mucha colaboración de los sucesivos gobiernos-, sino porque también se ha reconstruido la conciencia de identidad plural de España. Y eso ha servido para hacer posible uno de los mayores aciertos de la transición:convertir un Estado muy centralizado en otro muy descentralizado. Por supuesto, han existido exageraciones e invenciones de la realidad; de cualquier modo, si ha padecido la idea de España se debe mucho más a la espuria sobreutilización por parte de un régimen dictatorial que a la embestida de los nacionalismos. El Estado de las autonomías en su presente aceptado por todos en absoluto responde a las ancestrales ansias de los carlistas.

Lo que me parece más discutible, por fabulación alejada de la realidad histórica, es la consideración crítica que hace García de Gortázar de los nacionalismos, equivalente a una especie de enmienda a la totalidad.Tomemos, por ejemplo, su interpretación del catalanismo. Resultaría que, «dominados por un atroz pesimismo… los intelectuales de Cataluña se refugiaron en una imagen romántica de la Cataluña medieval». Las raíces del catalanismo serían siempre contrapuestas a las ideas republicanas y liberales.La burguesía catalana, «católica hasta las entrañas y ferozmente proteccionista, fue culturalmente muy poco avanzada,socialmente muy refractaria a cualquier reformismo y políticamente muy conservadora». En definitiva, el catalanismo habría sido el resultado de la protesta irritada frente a un Estado incompetente que habría privado a Cataluña del mercado colonial cubano, que era en la práctica suyo.

Creo ser objetivo en la interpretación y me parece que estas frases ni tienen nada que ver con lo que desde los años sesenta se ha escrito por los historiadores ni resumen una interpretación correcta. El catalanismo fue plural, en lo ideológico, desde el principio y nació a la vez de una modernización social y el mismo se modernizó con el paso del tiempo. Logró la independencia electoral respecto de Madrid en 1907, acontecimiento inédito en la Historia española. Hubo intereses económicos en su origen, pero también, y sobre todo, fue expresión de un fenómeno de autoconciencia colectiva. Todavía más: quiso ofrecer a España un camino de modernización, abrió paso a las primeras instituciones autónomas que en ella hubo y supo, aun en su versión de derechas, ofrecer una posición centrista, muy lejos de un conservadurismo español al que si algo caracterizaba era su feroz unitarismo. Catalanismo y eclosión modernista cultural y artística fueron realidades paralelas. Todo lo que antecede me parece información histórica contrastada, evidente,poco discutible. Hoy la derecha en los medios de comunicación lo combate con tanta asiduidad como ignorancia.

¿Por qué afirmaciones como las de García de Gortázar merecen ser debatidas? No se trata sólo del catalanismo: cualquier afirmación de identidad plural parece, en su libro, sometida a un severo correctivo de parecidas características. Se trata de algo parecido a lo que, en el periodismo, otros hacen a base de ridiculizar declaraciones de Arana, Infante, Pompeu Gener o Castelao para condenar el sentimiento de identidad cuando cabe encontrar frases tan discutibles en personas como Cánovas del Castillo o Pablo Iglesias,por citar tan sólo dos ejemplos. Y también hay que recordar que además de Arana, por quedarse en el caso vasco, hubo también líderes como De la Sota, Aguirre o Ajuriaguerra.

En mi opinión, este tipo de interpretación no es sólo inaceptable desde el punto de vista histórico, sino dañina desde la óptica del presente. Pretender que los testimonios de pluralidad española responden a casos de desvarío o de intereses espurios equivale a considerar que una parte de los españoles -esos que se sienten tanto o más de su propia identidad que de aquélla- son los representantes actuales de una tradición nacida de manías, de concepciones de un rudo primitivismo o de insolidaridad comprobada. Pero,además, a lo que se daña a través de esa concepción es a la propia España, no sólo porque uno de sus rasgos distintivos es la pluralidad, sino porque, por ejemplo, al menos buena parte de lo que significó el catalanismo inicial puede y debe situarse en el balance global positivo de los españoles como colectividad.

Las «laudes Hispaniae» es probable que tengan sentido siempre que se moderen y se traduzcan en comparaciones justas. Por citar un caso de Historia reciente: la transición española tuvo su mérito, pero la polaca, en sus protagonistas y en sus dificultades internas y externas, lo tuvo mayor. De cualquier manera, su uso en beneficio de una situación política concreta no tiene sentido. Pero aún más grave que eso es emitirlas en contra de su realidad más esencial. En España casi la mitad de la población tiene otra lengua oficial distinta del castellano. Hay legislaciones fiscales -no sólo en Navarra o el País Vasco- peculiares y también derecho privado distinto. Dos de sus comunidades son sendos archipiélagos en que la diferencia nacida de esta condición se suma a la existente entre las diversas islas. Todo esto -y muchas más cosas- forma parte de nuestro ser y, por tanto, de nuestra realidad institucional en libertad. Lo extraño en una realidad como la española es que no existieran los nacionalismos o regionalismos. Deben ser conocidos correctamente y también queridos por todos. No tiene sentido tratar de socavarlos por el procedimiento de quitarles cualquier legitimidad histórica, lo que equivale, de paso, a destruir la posición política que puedan tener en cualquier determinado momento.

Haciéndolo no se contribuye a hacer una España grande, sino que más bien se la empequeñece porque se la ignora de forma rotunda, empecinada y arbitraria. Es cierto que en los nacionalismos hay siempre una propensión a la demanda inextinguible. Pero no está menos comprobado que forman muy mayoritariamente parte de la tradición democrática española y que, con todas las dificultades que se quiera, nuestra Historia en libertad ha sido la de unos pactos de entendimiento que han funcionado satisfactoriamente. Se podrá tener todos los reparos que se quiera a planes actuales del PNV o de otro grupo nacionalista, pero la visión que aparece tras de las concepciones descritas es simplificadora, poco informada e incluso un pelín hortera. Y, además, sirve poco para entenderse; no alimenta entusiasmos españoles, sino rechazos desde la periferia.

Javier Tusell 

31 Enero 2004

Pluralidad y ciudadanía

Fernando García de Cortazar

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Existe, por desgracia, toda una tradición en la cultura española que, arrancando del 98, tiende a identificar el pasado de Castilla con lo místico y lo guerrero, con su sangre de trigo y sus cristos de tierra. Castilla, según esta imagen, sería una tierra poblada por figuras que esperan inmóviles y rezan; una tierra absorta en su propia lucidez, alejada del mundo moderno, desdeñosa de los avances científicos y recaudadora de la espiritualidad; una tierra mitad aldea mitad milicia, creadora de esencias opresivas, de autoritarismos y cortes fascistas. Todo lo ocurrido en España desde la Restauración, por no remontarnos a la Edad Media, todas las derrotas, todos los fracasos, serían culpa de los sueños engendrados en la Meseta, tierra donde, al parecer, cuando el cocido llegaba a los estómagos tenía ya sustancia de catolicidad e imperio.

Frente a esta imagen de Castilla, instalada muy confortablemente en muchos políticos de la periferia y algunos comentaristas del pasado, surge otra religión que duplica a la anterior con su contraria: la imagen de una Cataluña compacta y homogénea, una Cataluña moderna, laica y abierta a los influjos de Europa, donde el nacionalcatolicismo es un contagio español y el fascismo, una invasión mesetaria. Cataluña sería únicamente la gran urbe de la Renaixença, la gran urbe republicana y federalista que se abre a los sindicalismos revolucionarios, al progresismo social y a las corrientes literarias y artísticas europeas. Todos los adelantos vendrían de allí, de Cataluña, de la que se borran cuidadosamente el matiz conservador del regionalismo, las plegarias catalanistas de los mosenes ultraconservadores con el obispo Torras i Bages a la cabeza, los comités de defensa social y del somatén, los entusiasmos por Primo de Rivera, las romerías de Montserrat o el Tercio de Requetés del mismo nombre.

Ni Cataluña fue sólo moderna y europea, ni la burguesía catalana destacó por su progresismo ni el autoritarismo o el imperialismo fueron delirios creados única y exclusivamente en la rural y decrépita Castilla. Hay muchas Cataluñas, del mismo modo que hay muchas Castillas.

Castilla no sólo fue trigo, oración y brazo en alto; también fue afán de regeneración y modernización, pueblo y reformismo, urna y República. Lo mismo, en cuanto a su pluralidad ideológica, se puede decir de Cataluña, pues ésta no sólo fue la fábrica de España, el laboratorio republicano de Lerroux, la educación sentimental de Companys y la ciudad de la rabia anarquista, sino también el seminario de España, el lugar, según Menéndez Pelayo, elegido por Dios para encabezar la regeneración de la monarquía católica, la región donde se acogió de modo más entusiasta la utopía reaccionaria de Charles Maurras, donde Eugenio d’Ors escribió sus glosas imperiales o el embajador de Mussolini llegó a pensar que brotaría el fascismo español.

Viene todo esto a cuenta de un reciente artículo de Javier Tusell en el que afirma que las páginas de mi último libro, Los mitos de la historia de España, y, en especial, las correspondientes al capítulo ‘Castilla arcaica, Cataluña moderna’ -cuya tesis coincide con lo expuesto anteriormente-, están impregnadas de un erróneo correctivo al catalanismo y a cualquier afirmación de identidad plural de España.

Dice Tusell que el catalanismo fue plural en lo ideológico, y quiso ofrecer a España un camino de modernización política y económica, del que la independencia electoral respecto a las manipulaciones de Madrid en 1907 y la creación de las primeras instituciones autónomas serían un ejemplo. No tengo nada que objetar al respecto; solamente añadir que todo ello no quita para que el catalanismo fuera hasta 1922 -fecha en que el conservadurismo de Prat de la Riba y Cambó empieza a ser contestado por un nacionalismo de izquierda que aspira a una profunda democratización del Estado y a un mejor reparto de la riqueza- un movimiento predominantemente conservador y católico, reacio al reformismo social y defensor del tradicional proteccionismo; un movimiento que hunde sus raíces en un concepto de nación orgánica diferente del que proponía el liberalismo surgido de la Revolución Francesa y cuyos primeros juglares serían los intelectuales de la escuela de Barcelona, carlistas de corazón y posibilistas de cerebro que, sin abdicar de su hostilidad al mundo moderno, se identificarían primero con el moderantismo y luego, ante la bullanga revolucionaria de 1873, aceptarían el régimen de la Restauración como mal menor. Nostalgia, catolicismo, derecha y catalanismo son, en un principio, términos equivalentes, del mismo modo que lo son catalanismo y eclosión modernista. Lo uno no elimina lo otro, ni viceversa, de la misma manera que dar cuenta de ello tampoco persigue restar legitimidad histórica a nadie.

Hubo antes de esa fecha, antes de 1922, por supuesto, voces progresistas dentro del catalanismo, voces como las de Almirall, pero éstas fueron minoritarias y se desvanecieron o dejaron de escucharse; y lo hicieron porque el catalanismo se convirtió en patrimonio de una burguesía y un clero nada afín al laicismo ni a la cultura liberal. Hubo un intento por parte de aquélla de dar una solución a la crisis moral, política e institucional en que entraría España tras las pérdidas de las colonias de 1898, pero este intento se produjo desde una perspectiva conservadora y no fue mucho mayor que el empeño regeneracionista que puede rastrearse en algunos líderes de los partidos dinásticos, como Maura, Canalejas y Dato, o en el reformismo de Melquíades Álvarez.

La diferencia fundamental entre el conservadurismo español de Maura y Dato y la Lliga Regionalista de Prat de la Riba y Cambó radica en el mayor afán descentralizador de los segundos y en su empeño por abrir paso a la autonomía en Cataluña. Con respecto al colonialismo en Marruecos y el problema social, las posiciones son coincidentes, y prueba de ello es su colaboración con el Gobierno central en los momentos de crisis -Semana Trágica, huelga general de 1917-, la demanda de una mano de hierro para poner coto al sindicalismo, o el cálido homenaje rendido al implacable Martínez Anido, auténtico verdugo de sindicalistas y anarquistas.

Que demandaran una mayor descentralización del Estado, sin embargo, no convierte a los catalanistas de la Lliga en demiurgos de modernidad. Hace unos años, Julio Caro Baroja, refiriéndose a las libertades forales y a las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta impuesta por Felipe V, decía: «Sí, en efecto, con todas esas leyes en Navarra, Aragón, Cataluña, las gentes serían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Renacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la de expresión, la de elección, no sólo no lo eran, sino que vivieron cientos de años con Inquisición y no les importó. Luego ese foralismo y las clamadas libertades colectivas no comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre de hoy, las individuales».

El federalismo, la descentralización o la autonomía no son garantías de modernidad, ni tampoco son diques contra la corrupción y la componenda -el gran problema institucional que afectaba a la política de la Restauración-, del mismo modo que los grandes Estados unitarios, con sus burocracias, no son necesariamente ineficaces: la administración y las obras públicas funcionaban mejor en el vastísimo imperio romano que en la atomizada Edad Media feudal, mejor en la monarquía borbónica del siglo XVIII que en la monarquía católica de los Austrias del siglo XVII, mejor en el imperio austrohúngaro que en los pequeños Estados que surgieron en Europa después de la Primera Guerra Mundial.

Con ello, no quiero deslegitimar ni poner en duda el funcionamiento del Estado autonómico actual; comparto con Tusell la tesis de que uno de los mayores aciertos de la transición ha sido convertir un Estado muy centralizado en otro muy descentralizado. Donde no coincido es en la idea de que cualquier crítica al nacionalismo catalán, vasco, gallego…, suponga un ataque a la pluralidad de España, y no coincido porque no creo que diversidad y pluralismo equivalgan a nacionalismo y regionalismo, ni que estos movimientos, con su obsesión por la identidad, sean una respuesta natural a la realidad española. No coincido porque pienso que la obsesión por la identidad lleva siempre a rodearse de fronteras, porque, como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre.

Los mejores libros enseñan a mirar. Leo Utopía y desencanto, de Claudio Magris, un libro que en algunos de sus capítulos celebra el amor por el mundo ceñido y mínimo del que uno procede y repudia vigorosamente a la vez la tentación localista y la ciega agresividad identitaria. Leo: «Los localismos degradan el amor por el lugar de nacimiento, porque lo convierten en un tosco fetiche, objeto y culto idólatra o de folclore chabacano. ‘Una cosa es ser napolitano’, escribió Raffaele La Capria, ‘y otra hacerse el napolitano’, degradando así a Nápoles y la relación con ella, y esto vale para cualquier identidad. Cultura significa siempre pensar y sentir en grande, tener el sentido de la unidad por encima de las diferencias, darse cuenta de que el amor por el paisaje que se ve desde la ventana de uno está vivo sólo si se abre al contraste con el mundo, si se inserta espontáneamente en una realidad más grande, como la ola en el mar y el árbol en el bosque».

Leo a Magris y pienso, como él, que quizá el único modo de neutralizar el poder letal de las fronteras sea avergonzarnos de los nacionalismos de nuestro país, del que cada uno es siempre un poco culpable; pienso que, después de la transición, sigue haciendo falta un laicismo con capacidad de adherirse a una idea sin quedar prisionero de ella, un laicismo como libertad ante la manía de idolatrar o de sacralizar, un laicismo como moralidad humanista, alejado del dogmatismo y de las viscerales identidades colectivas; pienso en la necesidad de superar las exigencias telúricas y reivindicar, en la línea de Norberto Bobbio, los valores fríos de la democracia -el ejercicio del voto, las formales garantías jurídicas, la observancia de las leyes y de las reglas, los principios lógicos-, sabiendo que son ellos los que permiten a los individuos de carne y hueso cultivar libre y personalmente sus propios valores y sentimientos calientes -la amistad, los afectos, el amor, las pasiones y las predilecciones de cualquier naturaleza-.

Fernando García de Cortázar

04 Febrero 2004

Respuesta de Tusell

Javier Tusell Gómez

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No mucho habría que debatir si Fernando García de Gortázar se hubiera expresado en el libro que motivó mi crítica en los términos en que lo hace en su artículo del 31 de enero.De cualquier modo, el debate no correspondería a un artículo periodístico. Le agradezco su interés por el mío previo.

Pero la cuestión central permanece y tiene un interés que rebasa el historiográfico. En su reciente libro y en otros dos, publicados por FAES, García de Gortázar presenta a los nacionalismos periféricos como regresivos desde su origen y causantes desde 1975 de una brutal «desnacionalización» de España. Yo creo que fueron producto y causa al mismo tiempo de la modernización y que si el sentimiento español es débil se debe principalmente al franquismo. Sigo pensando que esta última frase, necesariamente simplificadora, traduce mejor la realidad según la mayor parte de quienes la han estudiado a fondo. Debiéramos, entre todos, de cualquier modo, contribuir a una visión más plural de España y no trasladar el conocimiento del pasado a un presente ya bastante necesitado de consenso.