25 febrero 2007

Debate en torno a si el arzobispado tiene derecho a incluir la vida personal de sus profesores como argumento para renovar o no su contrato de trabajo

Polémica religiosa: Despedida profesora de Religión por «mantener una relación afectiva con otro hombre distinto de su esposo»

Hechos

  • El 24.02.2007 D. Juan Manuel de Prada publicó en ABC el artículo ‘Profesores de Religión’.
  • El 1.03.2007 D. Fernando Savater publicó en EL PAÍS el artículo ‘Sin Fe’, en el que aludía al anterior.

Lecturas

El pleito de Dña. María del Carmen Galayo Macías, Menchu, que no fue renovada como profesora de Religión por sus relaciones extra matrimoniales causó un largo proceso judicial (2000-2007) que llegó hasta el Tribunal Constitucional. La Sra. Galayo contó con el respaldo de los medios progresistas como los del Grupo PRISA. Y el silencio por parte de los medios vinculados a la Iglesia.

Entre los columnistas que analizaron el tema estuvieron D. Juan Manuel de Prada (ABC) y D. Fernando Savater (EL PAÍS)

24 Febrero 2007

Profesores de religión

Juan Manuel de Prada

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Imaginemos que un oficial del Ejército, después de concluir su formación en la academia militar con calificaciones sobresalientes, se negase a ser destinado a una zona en guerra, alegando que profesa convicciones pacifistas. A nadie le sorprendería que dicho oficial fuese inmediatamente destituido y expulsado del Ejército; pues, más allá de los conocimientos demostrados durante su estancia en la academia militar, el desempeño de su profesión, libremente elegida, exige una idoneidad que, desde luego, incluye el uso de la fuerza en caso de necesidad. Si este hipotético oficial destituido acudiese a los tribunales, exigiendo que le fuese restituida su graduación y su destino, su reclamación sería inmediatamente desestimada; y, por supuesto, a nadie le escandalizaría, puesto que profesar la milicia y negarse a empuñar un arma son circunstancias incompatibles. O al menos lo eran hasta que se nos empezó a vender la moto de que los militares españoles sólo participan en «misiones de paz».

También a los profesores de religión se les exigen unas condiciones de idoneidad que incluyen algo más que unos probados conocimientos académicos. El Estado español, mediante tratado internacional suscrito con la Santa Sede, reconoce a la Iglesia su competencia para elegir a las personas idóneas en el desempeño de esta labor; también su facultad para removerlas de su puesto, cuando estas condiciones de idoneidad se infringen o incumplen. Siendo la asignatura de religión de naturaleza confesional, nada parece más justo que exigir a quienes la imparten una coherencia entre las enseñanzas que transmiten y su testimonio vital; nada más consecuente, dada la especial naturaleza de la disciplina, que exigir a los docentes que prediquen con el ejemplo y profesen efectivamente, y no sólo de boquilla, la fe que se disponen a transmitir. Que yo sepa, la Iglesia no obliga a nadie a ser profesor de religión católica; a nadie capta mediante maniobras arteras ni violencia irresistible. A los postulantes se les exige, junto a unas aptitudes académicas, un estilo de vida; profesar una fe consiste, sobre todo, en vivir de forma congruente con esa fe. Naturalmente, uno es muy libre para vivir como le plazca; y la Iglesia lo es para determinar que ciertas formas de vida son incongruentes con el testimonio de fe que requiere la enseñanza de la religión.

De unos años a esta parte, la demagogia rampante ha querido utilizar la tribulación de ciertos profesores de religión que son apartados de su puesto por falta de idoneidad para montar burdas y estridentes campañas de desprestigio de la Iglesia. El Tribunal Constitucional, mediante una sentencia que viene a poner coto a tales desmanes, acaba de reconocer a las confesiones religiosas «la competencia para el juicio sobre la idoneidad de las personas que hayan de impartir la enseñanza de su respectivo credo». En un clima menos estragado por la demagogia, una verdad tan de Perogrullo no hubiese requerido la intervención de tan altas instancias judiciales; pero, cuando existen fuerzas interesadas en torcer el derecho y el sentido común, ni siquiera esta sentencia bastará para sentar doctrina. Mañana mismo se utilizará la tribulación particular de cualquier otro profesor de religión a quien no se le renueve el contrato de docencia por falta de idoneidad para tratar de organizar otra zapatiesta. Pues de lo que se trata aquí no es de establecer cuáles son los límites al uso legítimo de las atribuciones que la ley concede a las confesiones religiosas, sino de apelar a los bajos instintos y al rencor de la gente manipulada y de inventar artificiosamente escándalos que ensucien el nombre de la Iglesia católica.

Sospecho que en el fondo de estas polémicas prefabricadas subyace el escándalo que produce la existencia de una institución que aún se atreve -¡qué desfachatez!- a exigir una coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace, entre las convicciones y las obras. Ciertamente, la fe religiosa (que sin obras está muerta, como leemos en la Epístola de Santiago) reclama una forma de vida esforzada y exigente; demasiado esforzada y exigente para una época tan cínica como la nuestra.

01 Marzo 2007

Sin fe, ni fu ni fa

Fernando Savater

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A menudo, las indignaciones o escándalos de nuestra sociedad recuerdan bastante a los caprichos apasionados de la multitud en el circo romano. Por ejemplo, el pataleo suscitado porque una agraciada señora que se presenta a un concurso de belleza (ocasión paradigmáticamente machista) sea tratada, oh sorpresa, de modo paradigmáticamente machista al discriminarla por su maternidad. Eso es como ir al campo de fútbol y luego protestar ante el griterío porque levanta dolor de cabeza (no quiero dar ideas pero ¿acaso los propensos a la jaqueca no tienen derecho a frecuentar los estadios? Interesante problema jurídico). De parecido tenor me parece -dejando aparte pormenores del derecho laboral que conozco poco- la irritación suscitada porque el obispo correspondiente haya cesado a una profesora de religión que convive con quien quiere y como quiere. Precisamente la doctrina que ella está profesionalmente obligada a enseñar prohíbe tal libertad de costumbres. De hecho, la Iglesia para cuya propaganda ha sido elegida -a costes pagados por el Estado, eso sí- ha tenido a lo largo de los siglos y aún quisiera retener dentro de lo posible el ordenamiento por medio de premios y castigos (algunos sobrenaturales y otros no tanto) de la vida privada de los ciudadanos. No puede por tanto extrañar que trate al menos de controlar a quienes hablan en su nombre y según su nombramiento, ya que el resto de la sociedad parece estar cada vez menos por la labor. Sería sorprendente que los obispos eligieran para transmitir su reglamento teocrático a los jóvenes a quienes tienen ideas parecidas a las de los jóvenes y no a las suyas.

El caso suscita interesantes reflexiones sobre la evidente impropiedad de mantener una asignatura confesional -sea obligatoria, voluntaria o mediopensionista- en la enseñanza pública. En un artículo aparecido como es lógico en ABC («Profesores de religión», 24-2-2007), Juan Manuel de Prada compara el caso de la profesora expulsada con el de un militar que, tras haberse graduado en la academia con calificaciones sobresalientes, se negara a ir al campo de batalla alegando convicciones pacifistas. Según Prada, nadie se escandalizaría de que fuese destituido puesto que «profesar la milicia y negarse a empuñar un arma son circunstancias incompatibles». En este último punto, desde luego, es imposible no estar de acuerdo con él. Pero el símil plantea cuestiones inquietantes. A ningún profesor de geografía se le puede echar de su plaza por ser remiso a viajar, a ningún profesor de literatura se le cesa por preferir leer El Código da Vinci a En busca del tiempo perdido y ni siquiera son privados de su doctorado tantos médicos destacados que fuman, beben y perjudican alegremente su salud como si la ministra Elena Salgado no hubiera venido jamás a nublar nuestras vidas. En cambio, a la profesora de religión amancebada -perdonen el término anticuado, tan barojiano- se la pone de patitas en la calle… sin que el Tribunal Constitucional logre presentar objeción válida. ¿Cómo puede ser eso? Pues lo explica Prada muy clarito: «Siendo la asignatura de religión de naturaleza confesional, nada parece más justo que exigir a quienes la transmiten una coherencia entre las enseñanzas que transmiten y su testimonio vital, (…) que exigir a los docentes que prediquen con el ejemplo y profesen efectivamente y no sólo de boquilla la fe que se disponen a transmitir». Sigue teniendo razón desde su perspectiva, aunque precisamente sea esa perspectiva la que nos plantea problemas a quienes deseamos una educación pública digna de tal nombre y por tanto inevitablemente laica.

Veamos: para empezar hay que hablar con propiedad. No estamos refiriéndonos a los profesores de religión en abstracto, de historia de las religiones o de creencias religiosas comparadas, ni siquiera a docentes que enseñen los principios del cristianismo y sus múltiples variedades instituidas, sino a personas designadas por las autoridades eclesiásticas para impartir doctrina católica con más o menos adornos. No es una asignatura relacionada con el conocimiento sino con la devoción. De ahí que -a diferencia de lo que ocurre en las materias de sustancia científica- se pida militancia a quienes la imparten, como bien subraya Juan Manuel de Prada: los profesores de catolicismo deben ser mitad monjes y mitad soldados, para utilizar otra expresión antañona. Lo que importa no es la autenticidad de lo enseñado (me temo que bastante discutible) sino la autenticidad de la fe con que se enseña. Se trata no de saber sino de creer o de aprender lo que hay que creer y a qué principios se debe obediencia. Es la fe quien mueve toda esta montaña pedagógica. De aquí también la dificultad intrínseca de evaluar semejante materia como las demás. Para ser rigurosos y coherentes con lo que se exige a los docentes, deberían puntuarse las buenas obras de los alumnos y su entrega piadosa al culto divino, no las respuestas a ningún tipo de cuestionario. Lospecados veniales restarían puntos y tres pecados mortales -por ejemplo- podrían bastar para suspender el curso. En esta asignatura no debería haber otros exámenes que los exámenes de conciencia…

Hay que reconocer que todo esto suena bastante raro, pero por lo visto es lo que dispone el Concordato firmado con la Santa Sede. Supongo que por eso la sentencia del Tribunal Constitucional establece que «si la impartición en los centros educativos de una determinada enseñanza religiosa pudiera eventualmente resultar contraria a la Constitución, ya fuere por los contenidos de dicha enseñanza o por los requisitos exigidos a las personas encargadas de impartirla, lo que habría de cuestionarse es el acuerdo en virtud del cual la enseñanza religiosa se imparte, no la forma elegida para instrumentarlo». En efecto, es ese acuerdo lo que urge revisar (por cierto, se firmó en el año 1979 -como una herencia de la época franquista que por entonces más valía no meterse a discutir- y según creo sólo por tres años). Porque resulta por lo menos inusual que una materia figure en el programa de bachillerato no por decisión libre de las autoridades educativas sino como concesión a una entidad foránea. Además, ¿qué consideración institucional merece la Santa Sede? Si se trata de una autoridad eclesiástica, la cabeza de la Iglesia Católica, ¿por qué debe mantener con ella nuestro Estado no confesional un tratado especial y comprometedor? Si se trata de un Estado extranjero con todas las de la ley, es hora de recordar que en él no se respetan derechos fundamentales en lo tocante a la libertad religiosa, igualdad de sexos para acceder a cargos públicos, etc… En una palabra, es una teocracia al modo de Arabia Saudí y no parece por tanto la influencia más deseable en el plan de estudios de un país democrático. Ese Concordato venido del franquismo concuerda muy mal con nuestras instituciones actuales y muchos católicos lo reconocen abiertamente así. Aquí y no en otra parte está el verdadero problema y el auténtico escándalo.

El adoctrinamiento confesional, sea católico, protestante, musulmán, judío o lo que se quiera, no ha de tener lugar en la enseñanza pública, ni como asignatura opcional pero pagada por el erario público ni mucho menos como obligatoria. Defender así el laicismo indispensable para el funcionamiento democrático no es un tema menor y hoy menos que nunca. Desde la ultramontana Polonia, pasando por Bélgica, Italia o España y hasta la admirable Francia, ahora amenazada en el horizonte por las propuestas neointegristas de Sarkozy, es raro el país europeo que no padece conflictos con el regreso invasor de la mentalidad religiosa en el siempre vulnerable redil educativo. Entre nosotros, suele trivializarse el tema o convertirse en palestra partidista, en ambos casos al modo de la discusión sobre el nacionalismo. Para los pro-nacionalistas actuales, cualquier reivindicación de la unidad de España como Estado de Derecho es «rancia»… como si los derechos históricos impertérritos ante el paso de los siglos y la segregación étnica fuesen conquistas de la modernidad. También para los actuales abogados del clericalismo el laicismo es progresismo trasnochado y, según Rouco Varela, el ateísmo resulta decimonónico (por lo visto la transubstanciación eucarística y la resurrección final de los muertos es lo que más va a llevarse la próxima temporada). Otros pretenden que el laicismo es un perverso invento de Zapatero y sus adláteres, lo mismo que hay quien cree que denunciar el separatismo reaccionario (todos lo son) es una maniobra al servicio del PP o del tradicional fascismo hispánico. Quiero pensar que la mayoría de este país -aunque desde luego la menos estentórea- no vive políticamente empobrecida por semejantes tópicos sectarios.

Fernando Savater