El 5.09.2002 se celebró la boda entre Dña. Ana Aznar y D. Alejandro Agag.
Pomposa boda de Ana Aznar, la hija del Presidente del Gobierno, José María Aznar, con Alejandro Agag en El Escorial
El 5 de septiembre de 2002 se celebra la boda en El Escorial de Dña. Ana Aznar Botella (hija de D. José María Aznar López) y D. Alejandro Agag Longo. El propio Sr. Aznar apadrina a su hija en la boda. Entre los testigos de la boda están el primer ministro de Italia, D. Silvio Berlusconi y el de Reino Unido, Mr. Tony Blair.
A nivel mediático, junto al mencionado Sr. Berlusconi (propietario de TELECINCO), asisten a la boda el Sr. Rupert Murdoch (grupo NewsCorp) y los periodistas españoles D. Javier González Ferrari (ExDirector General de RTVE que acaba de ser nombrado Presidente de ONDA CERO, D. Luis Mariñas (presentador de ‘Los Desayunos’ de TVE), D. Fernando Sánchez Dragó (presentaodr de TVE), D. José María García Pérez (locutor deportivo), D. Pedro J. Ramírez Codina (Director de EL MUNDO), D. Luis María Anson Oliart (presidente de LA RAZÓN), D. Ernesto Sáenz de Buruaga (CEO de ANTENA 3 TV). Ningún representante del Grupo PRISA fue a la boda.
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PRINCIPALES INVITADOS:
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PERIODISTAS
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INVITADOS POLÉMICOS
Entre los invitados a la boda entre Dña. Ana Azar y D. Alejandro Agag hubo muchos invitados que luego darían mucho que hablar.


Entre el BOE y el ¡HOLA!
Ignacio Camacho


De la envidia
Jaime Campmany


Ápice y declive del aznarato
Javier Tusell
Todos los clásicos de la historia de la teoría política han escrito sobre los momentos de apogeo de los gobernantes que, con el paso del tiempo y de una forma que parece fatal, son sustituidos por los de declive y decadencia. El teórico ofrece remedios empíricos para detener esta marcha, pero sabe que no siempre es atendido e incluso que sus recetas son de valor limitado.
Además, las circunstancias pesan sobre el destino de los humanos, y las actuales, como nos advirtió Miguel Roca en un artículo de hace unas semanas, tienen poco de propicio, tanto en lo político como en lo económico, para el esplendor de quienes ejercen el poder. José María Aznar, durante seis largos años, ha jugado un papel tan crucial en la vida de los españoles que se puede dudar que la etapa previa fuera ‘felipismo’, pero no de que lo que vino después merezca el término de ‘aznarato’. Si bien se mira, el actual presidente ha tenido las capacidades que Maquiavelo atribuyó al buen gobernante: ser ‘un hombre hábil y bien protegido por la fortuna’ y gozar de ‘virtù’, con lo que el pensador aludía al ejercicio del poder con una especie de energía brutal y calculadora.
Sobreabundante en todo ello, quizá el ‘aznarato’ llegó a su punto de esplendor en el Congreso del partido en el que el presidente anunció su deseo de no volver a presentarse. Pero hubiera sido precisa una lectura más amplia del pensador florentino. Maquiavelo también escribió que ‘hay cosas que parecen una virtud y que, si las sigue, le llevarán a la ruina, en tanto que otras, que en apariencia son vicios, le llevarán si las practica a la seguridad y el bienestar’. De estas últimas, la apariencia de grisura, sabiamente cultivada, puede proporcionar resultados óptimos.
El declive comienza cuando el gobernante, desorientado, cree obrar el bien y no mide las consecuencias de sus propias acciones. Los fastos nupciales son objeto de los llamados ‘ecos de sociedad’, pero es obvio que también reflejan no sólo la colusión entre lo público y lo privado, sino también un estilo y un estado de ánimo. Su contenido ofrece una imagen de la desmesura, pero sobre todo de ese ‘mal de altura’ que el general Kindelán ofrecía como característica de Franco en las cartas que le enviaba a don Juan. El ‘mal de altura’ supone, a la vez y de forma proporcional, alejamiento de la realidad y extravagancia en el comportamiento. La negativa a la selección del sucesor, aun si estuvo guiada por propósitos óptimos, crea sensación de agotamiento de un periodo, sin fácil relevo, por otro de idénticas características políticas. Carecer de punto de referencia personal es para cualquier partido político una máquina de hacer crecer la desafección entre los sectores sociales que pueden apoyarlo. Si los tiempos no son fáciles y se suma el ya citado ‘mal de altura’, el panorama no puede menos de aparecer turbio a los ojos del espectador independiente.
A muchos esta situación les podrá parecer regocijante;en realidad resulta motivo de alarma, porque conduce a una de las dos grandes ruedas con las que se mueve la política española, a una virtual parálisis que puede ser, además, indefinida, al depender de tan sólo la voluntad de una persona. Una situación como la descrita traslada la iniciativa política a la otra rueda. Ahora, por vez primera en mucho tiempo, el PSOE puede estar en condiciones de ganar. El fardo del pasado sigue pesando sobre las espaldas de sus dirigentes, pero se ha dibujado ya de forma nítida un estilo personal del que las encuestas revelan que es apreciado por el electorado, aunque pongan nervioso a los adictos proclives a la impaciencia. Se han apaciguado las disputas internas, enfermedad crónica de un partido incluso cuando tenía las máximas responsabilidades del poder. Pero el PSOE debe ser consciente de que le es exigible aún mucho más. Quizá en el ejercicio de la oposición haya pecado de demasiado simple o de desaprovechar oportunidades. Pero lo importante es que las circunstancias le marcan ya otra obligación: la de dar una idea suficientemente clara de lo que quiere hacer con España. Y ello sólo podrá lograrse mediante un serio ejercicio de la virtud de la imaginación.


Días de boda
Juan Manuel de Prada


¡Viva yo!
Manuel Rivas
A mí estas cosas no me impresionan mucho. Para bodas, las del mesón de Pastoriza. Recuerdo la de dos amigos, Lola y Paco. Todavía estoy viendo el momento apoteósico en que un cuarteto de camareros hizo su aparición en la sala, creo que al son de You can leave your hat on,portando una de las tartas, un gigantesco escudo nobiliario con los motivos de la merluza y el cerdo, orgulloso símbolo de la unión de dos estirpes, la de los pescaderos y la de los criadores de porcino. Una boda generosa, con un profético blasón. Lola me cuenta ahora que pronto lanzarán al mercado cerdos sin colesterol, alimentados con algas. En Tui asistí a otra boda magnífica, galaico-portuguesa. Al fondo del restaurante estaba el mismísimo Martin Sheen, oriundo del Miño y nacido Ramón Estévez, más alucinado que en el rodaje de Apocalipse now: un comando de camareros penetró en el salón con bandejas de langostinos al ritmo trepidante de La cabalgata de las walkirias. En mi tierra gustan mucho estas coreografías espectaculares, siempre que salgan de la cocina. Una boda celtibérica, como Dios manda, aunque sea por lo civil, es en realidad oficiada por el maestresala. Los invitados escudriñan el misal del menú como si fuera un ensayo semiótico de Roland Barthes. Por eso comprendo muy bien a la virgen María en su discutido proceder en la boda de Canaá de Galilea. Es uno de los episodios más curiosos de los Evangelios. Recordarán que los que se casaban eran parientes de María y acudieron también como invitados Jesús y sus discípulos. En el banquete ocurre la peor catástrofe imaginable. ‘Se les acabó el vino’, cuenta el cronista Juan, ‘y entonces la madre de Jesús le dijo: No les queda vino’. Cristo todavía no se había estrenado con los milagros y se resiste. Es más, le responde a su madre con una frialdad cortante: ‘Mujer, no intervengas en mi vida’. El cruce de miradas tuvo que ser de película. Juan no lo cuenta, pero María, preocupada por el buen nombre de la familia, debió de soltarle: ‘Si ahora no, ¿cuándo?’. Lo cierto es que aparecieron seis tinajas del mejor vino y la boda fue sonada. Que se sepa, nadie, ni Cristo, gritó ‘¡Viva yo!’. Eso es algo que no deja de sorprenderme en nuestras bodas. Después de los vivas a los novios, casi siempre retumba en la sala un lapidario: ‘¡Viva yo!’. Pero hacía tiempo que no escuchaba uno tan jaquetón. ¿No lo han oído?


Más que una boda familiar
EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)
La boda de Ana Aznar y Alejandro Agag, un acontecimiento de naturaleza estrictamente privada pero indiscutible repercusión pública, ha dejado en la opinión española una estela de impresiones contradictorias.De entrada era muy difícil, casi imposible, generar otra cosa que no fueran buenos deseos para la figura escueta y casi infantil de Ana Aznar, el centro absoluto de una ceremonia en la que, sin embargo, se produjo una inédita mezcla entre lo institucional y lo privado que hizo difícil establecer con certeza si estábamos asistiendo a una boda de Estado o tan sólo al enlace de la hija de José María Aznar, a la sazón presidente del Gobierno.
Es más que comprensible que el padre de la novia, hombre de costumbres austeras y alérgico al boato, haya estado dispuesto a tirar la casa por la ventana en esta ocasión, como han hecho siempre y seguirán haciendo millones de padres españoles de cualquier condición social. En el caso de Aznar, por añadidura, se casaba su única hija, razón de más para comprender su indisimulada emoción y el considerable esfuerzo económico salido de su bolsillo particular.
Tienen escaso sentido, por eso, las críticas sobre el gasto público que ha supuesto la seguridad de los asistentes. En España se producen con frecuencia acontecimientos que justifican medidas policiales parecidas y la presencia en esta boda de invitados de la máxima relevancia despeja cualquier duda sobre la conveniencia de evitar riesgos.
Sucede, sin embargo, que José María Aznar ocupa el más alto puesto institucional después del Rey y eso le debía haber empujado inexorablemente a un extremo o al otro del abanico de posibilidades que la celebración de una boda ofrece. O es estrictamente privada o, en caso contrario, es plenamente institucional.
Y la organización del enlace o bien se quedó corta o llegó demasiado lejos. Si en El Escorial estaban presentes los presidentes del Constitucional y del Supremo, los del Congreso y del Senado y los miembros del Gobierno, amén de los Reyes, debería haberse extendido la invitación a los líderes de los principales partidos políticos. La presencia de Zapatero, de Pujol, y de otros, habría dado entonces la dimensión justa a una ceremonia a la que le faltó menos para ser de Estado que para ceñirse a la intimidad familiar. Pero hay que reconocer que este es un terreno en el que al final cualquier criterio hubiera sido discutible y discutido.


La boda de la tercera infanta
Carmen Rigalt
Se celebró la boda que no era de Estado y las incógnitas quedaron al fin despejadas: el traje de la novia, la emoción del padrino, los modelos de las invitadas y el empaque de los caballeros.Todas las bodas, incluidas las que no son de Estado, contienen muchos pormenores sabrosos. Pero atención: a diferencia de otras bodas que tampoco son de Estado, ayer hubo gran despliegue de fuerzas de seguridad, controles en las carreteras y ristras de coches con cristales ahumados que cruzaban el asfalto como cohetes.El pueblo soberano hacía conjeturas. «Es Blair». «Que no, que son los Reyes». «A mí me ha parecido el ministro de Hacienda».«Pues a mí, Ernesto Sáenz de Buruaga». Al final no resultaba ser nadie. O al menos nadie digno de salir en un telediario.
El Escorial es territorio pepé y la gente tuvo un comportamiento generoso. Apenas se escucharon comentarios ácidos (hago un paréntesis para destacar la protesta aislada de una mujer de edad: «Cuando vienen los Reyes puedo verlos de cerca y nadie me echa; pero se nota que éstos no son Reyes»). Las acreditaciones de prensa las repartía Moncloa. Los «alto el paso», la guardia civil, y la grúa, la policía municipal. Todo estaba controlado por la mano pública. La boda no era de Estado, pero se casaba la hija de Aznar, elevada a rango de tercera infanta por capricho de las circunstancias.
A las siete de la tarde, la explanada lateral de la basílica era una concentración de chóferes equivalente al censo de habitantes de Galapagar. La espera iba para largo. La ceremonia duró hora y media, el tiempo que dura un Madrid-Barça sin prórroga ni penalties.Un rato antes había empezado el paseíllo de los invitados (quitando a los de primerísimo orden, que por cuestiones de seguridad llegaron en vehículo hasta la misma puerta de la basílica). La gente coreaba sus nombres y calificaba el atuendo de los acompañantes. Notable, aprobado, sobresaliente o incluso «necesita mejorar» (fue el caso de algunas consortes de políticos de Castilla y León que no han corrido la misma suerte que los Aznar y por tanto, no se han visto favorecidos por el reciclaje estético).
Uno de los primeros en hilvanar el trayecto fue Raphael. Parecía un torero: erguido, serio, repeinado, ofreciéndole el brazo a Natalia Figueroa, discretamente ataviada para no robar protagonismo a las que habrían de erigirse en reinonas del evento. Me refiero a Gema Ruiz Cuadrado -esposa de Cascos-, Isabel Preysler, Elena Cue y Miranda. Todas ellas parecían sacadas de un figurín de moda. Unas iban en clave Vitorio y Luchino, otras en clave Armani, Galiano o en clave de sí mismas, como es el caso de la señora de Julio Iglesias, que tiene la habilidad de repetir modelito sin que ello resulte una muestra de ostentación.
Había muchas señoras elegantes en la boda que no era de Estado, pero también había muchas señoras cuyos atuendos parecían inspirados en la filosofía del Siempre así, el grupo rociero encargado de amenizar la polémica despedida de solteros de la pareja. La profusión de floripondios en el pelo, más que una casualidad, parecía una muestra de adhesión inquebrantable a los gustos de los novios.
Y en éstas llegó Agag. Conducía su propio coche, un todoterreno a bordo del cual iba también su madre distinguida con mantilla y peineta, detalle que a los más sufridores nos hizo temer lo peor (los baches del camino a la finca Los Arcos del Real podían ocasionar una catástrofe). Agag dirigió su vehículo hasta la puerta de Monasterio y allí aguardó la llegada de Los Reyes y de la novia, que se hizo esperar lo justito. Fue entonces (en el encuentro con los Reyes) cuando se produjo uno de los incidentes más comentados de la boda que no era de Estado. El monarca, en uno de sus clásicos gestos afables, depositó la mano en el hombro del novio. El Rey es el Rey de España, pero Agag debió de creerse el rey del mambo, pues se midió con don Juan Carlos de tú a tú y le devolvió la palmadita con un énfasis casi insolente.
Para entonces ya aguardaban en el interior del templo Blair y Berlusconi, los hombres de la pasta (desde Francisco González a Corcóstegui y de Juan Abelló a Ana Patricia Botín), las señoras de los floripondios, las guapas oficiales y hasta algunas damas con estola de visón (alguien les diría que en la sierra hace fresquito y se lo tomaron a pecho). Y por supuesto, los ministros. Casi todos acompañados de sus respectivas (esposas, no carteras).Por primera vez vimos a Rajoy con una mujer que no era Belén Bajo, su jefa de prensa. Rato entró junto a Montoro mientras Gela, su mujer, lo hacía junto al matrimonio Mayor Oreja. También había una recua de ex ministros. No es de extrañar. Ellos habían pasado por caja (léase por la lista de bodas) antes de obtener su condición de ex, así que decidieron amortizar el gasto.
Seguían los chascarrillos. Y anotábamos: la delgadez de Vargas Llosa, el quimono de la novia japonesa de Sánchez Dragó, las dos mujeres de Garci, el cráneo engominadísimo de Piqué. Y la novia, siempre la novia, el personaje más desvalido e ingenuo de esta exagerada representación.
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