26 febrero 2019

Premios Óscar 2019 – Vence ‘Green Book’ de Alfonso Cuaron

Hechos

Fue noticia el 26 de febrero de 2019.

01 Febrero 2009

Me la sé, pero funciona

Carlos Boyero

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'Green Book' es deudora del cine de Capra y también de imitadores mediocres que juegan con una fórmula segura, casi siempre infalible

Tengo la sensación, o mejor expresado, la certeza, durante todo el metraje de Green Book de saber lo que va a ocurrir en cada secuencia y de prever cómo y dónde va a estallar la humanística verbena de fuegos artificiales y sentimentales que van a adornar el final. Y eso no me ha ocurrido nunca con el cine que admiro, amo, me sorprende, me revuelve, me deja huella en la retina. Que todo sea tan previsible me hace sospechar que el autor solo busca en su historia y en la forma de narrarla el amor incondicional de cierto y muy extendido tipo de espectador, lo que conocemos por gran público. Se ajustan a claves repetidas mil veces y siempre con éxito. Pero mi intención jamás es peyorativa cuando me refiero al gran público. Este, entre el que me incluyo, es la principal meta a la que aspiraron a complacer (o al menos, a que pasaran por taquilla) los directores más geniales que ha dado el cine para mi plebeyo gusto, gente como Buster Keaton, Charles Chaplin (que a veces me enerva por su abuso del sentimentalismo), Alfred Hitchcock, John Ford, Ernst Lubitsch, Howard Hawks, Billy Wilder, gente así.

Un tal Frank Capra poseía toda la sabiduría respecto a las apetencias del espectador medio que pasa por taquilla. Green Book es deudora del cine de Capra y también de imitadores mediocres que juegan con una fórmula segura, casi siempre infalible. Capra se habría sentido orgulloso al constatar su herencia en esta película. Habría firmado ese desenlace feliz, con todos unidos, comprensivos, pletóricos, antirracistas y entrañables en la sagrada noche de Navidad.

La dirige Peter Farrelly, autor de aquella comedia tan bufa que les encantaba a los modernos titulada Algo pasa con Mary, en la que la maravillosa Cameron Diaz tenía un problema de semen en su precioso cabello. Aquí Farrelly narra el conocimiento y la colaboración a lo largo de dos meses entre un genuino y muy castizo italiano habitante de Brooklyn, un buscavidas honesto, y un virtuoso y elegante pianista negro, al que no aceptan ni los de su raza ni los otros, alcohólico, homosexual y profundamente solo, que da mucho juego a las fiestas privadas o semipúblicas de los académicos y de los ricos, incluidos los educadamente racistas del sur. Es el año 1962. Estaban ocurriendo muchas cosas trascendentes. Los Kennedy se habían tomado en serio lo de los derechos civiles, pero los negros seguían recibiendo hostiones en las detenciones, eran asesinados sin necesidad de justificación por matones siempre amparados por la tibia ley, por las costumbres ancestrales, por el permanente e intolerable estado de las cosas.

Es una película que consigue sus objetivos: un calculado y seguro éxito comercial, y un sentimiento con el que la gente se encontrará muy bien durante y después de verla. Acuérdense de la modélica Paseando a Miss DaisyGreen Book es un producto convencional pero muy bien fabricado. Y lo mejor, para mí, es ver a ese tipo medio nórdico y medio argentino, siempre atractivo y creíble, legítima estrella sin tener que hacer esfuerzos, aquí gordo y destilando humor llamado Viggo Mortensen, el fulano que me enamoró no gracias al legendario Aragorn sino al capitán Alatriste (era un hombre valiente, asegura Reverte) o al samurái íntegro, duro y sufriente de Promesas del Este. Y estoy un poco saturado de ver en todas partes a Mahershala Ali, unas veces mejor y otras peor. Es la nueva estrella negra. Le falta mucho camino para igualar a los formidables Sidney Poitier, Morgan Freeman (sí, ese acosador exonerado) y Denzel Washington. Ellos lo han tenido más duro que los blancos para convertirse en dioses de Hollywood.

26 Febrero 2019

Que dios los perdone

Carlos Boyero

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Mi cabeza se balanceaba peligrosamente viendo en soledad los Oscar más soporíferos de los últimos años

Durante varios e inolvidables años tuve la impagable fortuna de ver los Oscar con un grupo de periodistas deportivos. Hacíamos quinielas y el ganador se llevaba una pasta. Se supone que ellos lo sabían todo del fútbol y que yo tenía algún conocimiento del cine. Pues jamás acerté. Mi nivel premonitorio siempre hacía el ridículo. Y no sé el tiempo que dedicó Einstein a descubrir la teoría de la relatividad, pero tengo claro que mis amigos llevaban todo el año acumulando datos y haciendo cálculo de probabilidades. Aunque la ceremonia fuera letárgica, la diversión y las carcajadas que se creaban en el grupo eran absolutas. El amanecer nos pillaba con un colocón memorable. Y, a veces, continuaba la fiesta.

Recordaba el antiguo esplendor en la hierba en la madrugada del lunes mientras que mi cabeza se balanceaba peligrosamente observando en soledad los Oscar más soporíferos de los últimos años. Lo único positivo de esta lamentable fiesta del cine es que podría sustituir a los barbitúricos, que siempre acaban afectando al hígado. Se me olvidó engullir mis indispensables pastillas al terminar la ceremonia, pero he dormido como un plácido bebé.

Cualquier espíritu sensato y racional percibe que el fulano más poderoso del planeta supone un peligro inminente para el cada vez más deteriorado estado de las cosas. También que los prejuicios raciales y el deprimido Ku Klux Klan han recibido una inyección de vitaminas con la llegada del indescriptible Donald Trump, pero eso no justificaría la abrumadora presencia de ciudadanía negra en el escenario, otorgando y recibiendo premios. No conocía los méritos de la mayoría de ellos para estar ahí, aunque tampoco me sonaba la identidad de muchos blancos. En cualquier caso, desprovistos de gracia y de magnetismo la mayoría. Este año no había presentadores, pero sospecho que el tono plomizo no lo hubiera arreglado ni un genio como Groucho Marx. También escuché varias veces los términos “empoderamiento“ e “inclusivo”. Normal. Hollywood siempre ha sabido adaptarse a todas las modas que sean rentables y tranquilicen la mala conciencia. Pero creo recordar que la mayoría de ellos se mantuvieron calladitos en la siniestra caza de brujas que montaron McCarthy y otros miserables con poder. “Lo más triste de la izquierda estadounidense es que traicionó y delató a sus compañeros para salvar sus piscinas”, certificó Orson Welles.

Y Hollywood, que atraviesa tiempos duros, ha sido otra vez fiel a sus intereses, al otorgar el Oscar a la mejor película a Green Book, hecha a la medida de determinado gran público. Con solidez, astucia y cálculo, por supuesto. Pero el espectador medio, no ya el erudito, podría adivinar todo lo que va a ocurrir en su viajero argumento, incluido ese desenlace navideño que firmaría el sabio Capra y todos los productores que van a lo seguro, que consideran un delito el riesgo y la complejidad.

Y como hubiera resultado escandaloso que ignoraran una obra de arte mexicana, en blanco y negro, con textura y aroma, lírica y dura, plástica y conmovedora, física y sensitiva, titulada Roma, le han concedido varios premios consoladores. También han ignorado en lo fundamental a la corrosiva, inquietante y política (en el mejor sentido) El vicio del poder. Es justo el Oscar al extraordinario trabajo de Olivia Colman, actriz que desconocía y que forma un trío memorable con Emma Stone y Rachel Weisz en La favorita.

¿Y el resto? No me sugiere nada agradable. No soporto la aclamada Bohemian Rapsody, ni a Queen, ni a Freddie Mercury. Ni esa tontería tan políticamente correcta de Black Panther. Y jamás le he pillado el punto al cine de Spike Lee. Y aún menos a su irritante persona. Montó el numerito. Como siempre. Bueno, hay quien le ríe las presuntas gracias.