1 marzo 1995

Pena leve al no estar legislado el delito de Tráfico de Influencias

Sentencia del caso Juan Guerra: el hermano del Vicesecretario del PSOE condenado a un año y medio de prisión por un delito de usurpación de funciones

Hechos

D. Juan Guerra es condenado a un año y medio de prisión por un delito de usurpación de funciones por la Audiencia Provincial.

Lecturas

Las acusaciones de Tráfico de influencias en torno a D. Juan Guerra González, el hermano del Vicesecretario del PSOE D. Alfonso Guerra González, habían estallado en el periodo 1990-1991 en los medios de comunicación. Entre otras cosas D. Juan Guerra González había hecho negocios desde una Delegación del Gobierno de Sevilla, haciendo gestiones desde sede pública y dando a entender, por tanto, que actuaba ‘en nombre’ del Gobierno. También había hecho llamadas para intermediar en distintos negocios a alcaldes socialistas si que constara cargo oficial alguno para realizar esas gestiones más allá que ser hermano del vicesecretario del PSOE, en ese momento todopoderoso presidente del Gobierno.

Aunque D. Alfonso Guerra González siempre manifestó desconocer los negocios de su hermano, ese mismo año 1991 dimitió como Vicepresidente del Gobierno al tiempo que D. Juan Guerra González optó por darse de baja en el PSOE. Comezó para él un periplo de juicios que se prolongaría hasta 1995.

19 Diciembre 1992

La condena

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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CUANDO APENAS acababan de señalar que no tenían ningún condenado por los tribunales por hechos relacionados con la corrupción política, mientras tres alcaldes del PP sufren condena por prevaricación, los socialistas ya cuentan con uno: Juan Guerra, el hermano y asistente del anterior vicepresidente del Gobierno. La sentencia, publicada sobre la marcha tras la sustracción de una copia en el propio despacho del juez, es la primera en la saga de los siete procesos judiciales en que ha sido despiezado el caso Juan Guerra. Un despiece basado en estrictas razones de procedimiento, pero que no anula, el común denominador político que les une a todos ellos: la descarada utilización por su protagonista de su condición de hermano de un poderoso gobernante para enriquecerse personalmente y montar sus negocios particulares desde el despacho oficial de este último.Nada hay que oponer a los razonamientos que han llevado al juez a imponer un pena de un año de prisión a Juan Guerra, y a uno de sus socios, por la defraudación a Hacienda de 13 millones de pesetas por parte de la sociedad Fracosur, punto de confluencia, al parecer, de sus múltiples actividades económicas. La condena, que incluye una multa de 15 millones de pesetas, podrá parecer benigna, pero se atiene a las pautas establecidas por la escasa jurisprudencia de los tribunales sobre el delito fiscal. Que se haya producido es en sí mismo relevante, y más lo sería si sirviera de precedente para acabar con la impunidad del fraude fiscal en la actividad económica.

Una condena más dura, además de chocar con la jurisprudencia de casos similares, hubiera respondido más bien a motivaciones extraprocesales que la justicia no puede tener en cuenta. De ahí la insólita pero obligada confesión del juez, dada la singularidad del caso,, de que en la condena no ha influido lo más mínimo ninguna circunstancia exterior al proceso: ni la filiación política del acusado, ni la ocupación o carácter de los familiares, ni su popularidad o impopularidad, ni la posibilidad de ser condenado en las causas pendientes. Entremezclar estas circunstancias en el proceso hubiera significado proyectar el juicio político que merece el caso Juan Guerra sobre el penal y embarullar situaciones acreedoras de tratamientos distintos. En el ámbito penal, lo importante era que la justicia llegara a pronunciarse, y lo ha hecho en contra de quienes alegremente aventuraron que no lo haría. Su veredicto, ajustado a la entidad del delito y a la cuantía defraudada, muestra que el poder judicial ha salido airoso del trance de un proceso sometido a los más diversos vaivenes y presiones exteriores.

Pero mientras el juicio penal, con las dificultades inherentes al caso, ha sido pronunciado, el político sigue pendiente o, lo que es más grave, ha quedado frustrado. El no haber asumido a su debido tiempo el coste político del caso más emblemático de tráfico de influencias de los últimos años con la disculpa de que la corrupción no existe mientras no se pronuncien los tribunales se ha revelado como el origen de la pérdida de credibilidad de las instituciones a las que acaba de referirse el presidente del Gobierno, además de como un enorme error estratégico del PSOE.

Aquellos polvos están trayendo estos Iodos, y lo más preocupante es que la falta de nervio para resolver un caso que sólo afectaba a unos pocos, por relevante que fuera la posición de alguno de ellos, haya podido generar una situación que ha terminado por afectar a todos. Y que se manifiesta en el deterioro institucional y en la crispación anormal de la vida política, también en una cierta parálisis e incapacidad y de los gobernantes para afrontar con las mejores armas la solución de los gravísimos problemas que aquejan actualmente al país. El presidente del Gobierno ha reconocido finalmente cuál es la situación. Podría ser el principio de su enderezamiento.

22 Febrero 1995

El quinto de once

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL JUICIO que se celebra en Sevilla contra Juan Guerra es el quinto de los once previstos contra el hermano del ex vicepresidente del Gobierno. En éste se juzga la supuesta utilización para Fines particulares del despacho oficial que ocupaba en la Delegación del Gobierno. El antiguo ministro, de Cultura Jorge Semprún resumió en su día el caso Juan Guerra como la combinación de tres factores: enriquecimiento súbito, parentesco con el vicepresidente de entonces y utiliza ción de un despacho oficial. Este último elemento era lo que convertía en un problema político lo que en otro caso hubiera sido un asunto particular. De ahí el interés de este quinto juicio, que en realidad afecta a todos los demás.Juan Guerra fue absuelto en dos juicios relacionados con sendos casos concretos de supuesto tráfico de influencias: obtención de subvenciones públicas para un hotel y desvío de enfermos de la sanidad pública a una clínica privada. Los jueces constataron la dificultad de incluir las prácticas de que se acusaba a Juan Guerra en los supuestos contemplados en el Código Penal. Posteriormente, y en buena medida como consecuencia de este asunto, se introdujo el delito de tráfico de influencias. En otro juicio, éste relacionado con la presunta defraudación de 13 millones de pesetas a Hacienda, fue condenado en primera instancia a un año de prisión, pero la Audiencia de Sevilla revocó la sentencia. Lo contrario ocurrió en el celebrado en 1993 en relación a un intento de recalificación de un terreno comprado a bajo precio: absuelto en primera instancia, el Tribunal Supremo le condenó finalmente por un delito de inducción a la prevaricación.

Ahora responde de la acusación de malversación de caudales públicos y suplantación de personalidad de funcionario público, mantenidas por la acusación popular, pero no por el ministerio fiscal. ]Éste considera que el gasto -de luz, limpieza, etcétera- ocasionado por la oficina en que Juan Guerra recibía a sus visitas, evaluado en poco más de un millón de pesetas, no encaja con el concepto de malversación.

Se trata, en cualquier caso, del juicio más político de los once, puesto que en él se planteará hasta qué punto existió confusión entre las actividades privadas -y muy lucrativas- del ciudadano particular Juan Guerra; las del empleado del PSOE, compañero Juan

Guerra, y las del ocupante de un despacho público propiedad del Estado, don Juan Guerra. En un auto dictado hace tres años por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía se admitía que el hermano del ex vicepresidente había hecho «un uso del despacho que excedía cuantitativa y cualitativamente los términos de la autorización».

04 Marzo 1995

Juan Guerra, condenado; Alfonso, descalificado

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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LA semana empezó con una noticia excepcionalmente buena para Alfonso Guerra: la negativa del Supremo a solicitar el suplicatorio para procesarle por el caso Filesa. El revés de Barbero provocó una reacción de euforia entre los seguidores del vicesecretario, que ha logrado salir indemne de este embarazoso asunto. Ayer, se le debió congelar la sonrisa a más de un guerrista al hacerse pública la sentencia de la Audiencia de Sevilla que condena a año y medio de cárcel a Juan Guerra por usurpación de funciones.

El fallo señala que el hermano del ex vicepresidente «se atribuyó facultades que no tenía», ya que le había sido adjudicado el despacho en la delegación del Gobierno de Sevilla para recoger la correspondencia y organizar su agenda. La sentencia dice que Juan Guerra se extralimitó al hacerse pasar por secretario del vicepresidente, manteniendo unos contactos políticos y de negocios para los que no estaba autorizado.

Se trata de la segunda condena por el uso indebido del despacho, ya que el Supremo dictó en junio pasado la pena de seis años de inhabilitación para ejercer cargo público por intermediar en la venta de dos parcelas en la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira. Anteriormente, Juan Guerra había sido absuelto en otras tres causas, al margen de la media docena que habían sido archivadas.

La sentencia de ayer pone sobre la mesa la cuestión de la responsabilidad política de Alfonso Guerra y de Tomas Azorín, Alfonso Garrido y Leocadio Marín, los tres delegados del Gobierno que consintieron y ampararon la utilización del despacho para fines de lucro personal.

Juan Guerra recibió 1.500 visitas a lo largo de siete años, según consta en los libros de registro de la delegación. El mismo reconoció en el juicio que firmó contratos mercantiles en el despacho. Es difícilmente creíble que los delegados permanecieran ignorantes de la intensa actividad del hermanísimo en las dependencias de la delegación del Gobierno, máxime cuando Juan Guerra despachaba allí asuntos estrechamente relacionados con el PSOE.

Parece también evidente que Alfonso Guerra tuvo que cerrar los ojos al rápido enriquecimiento personal de su hermano, que, sin oficio ni beneficio, adquirió un notable patrimonio en unos pocos años. ¿Podía creer el vicepresidente que esta fortuna no tenía nada que ver con el uso del despacho y del parentesco?

Juan Guerra tendrá que ir a la cárcel si el Tribunal Supremo confirma la sentencia. Entre tanto, los dirigentes del PP y de IU en Andalucía solicitaban ayer la dimisión de Alfonso Guerra como diputado y vicesecretario y su retirada de la vida política. Algo que evidentemente ni se le pasa por la cabeza al número dos del PSOE. La sentencia, sin embargo, supone un auténtico bofetón para Alfonso Guerra, cuyos seguidores alabaron la independencia de la Justicia al conocer la decisión sobre el suplicatorio. Si un fallo vale lo mismo que otro, Guerra tiene motivos para sentirse avergonzado por permitir los desmanes de su hermano, de los cuales es política y moralmente responsable.

08 Marzo 1995

Aquellos polvos

Javier Pradera

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Cinco años después de que Alfonso Guerra saliese fiador ante el Pleno del Congreso de la actuación de su hermano como asistente suyo en la Delegación del Gobierno de Sevilla, los tribunales le imponían su tercera sentencia condenatoria. En diciembre de 1992, Juan Guerra fue castigado a un año de prisión por defraudar al Tesoro 43 millones de pesetas, resolución que la Audiencia anularía después por falta de pruebas. En junio de 1994, el Supremo le condenó a seis años de inhabilitación como inductor de un delito de prevaricación cometido en Alcalá de Guadaira; la recalificación de una parcela comprada por Juan Guerra a la empresa pública Ensidesa fue un «trato de favor» dispensado injustamente -según establecen los hechos probados de la sentencia- por un Ayuntamiento de mayoría socialista al hermano del vicesecretario general del PSOE.La tercera condena fue dictada la semana pasada por la Audiencia Provincial, que sanciona a Juan Guerra con un año y medio de prisión por un delito de usurpación de funciones; irregular okupa del despacho asignado a su hermano Alfonso en la Delegación del Gobierno de Sevilla, sus ostentosos ejercicios de simulación para aparentar poder engañaron y escandalizaron al público. Juan Guerra utilizo además esas dependencias oficiales para concluir negocios privados y para recibir «numerosas visitas» que le solicitaban «apoyo e intermediación» en determinados asuntos o la práctica de «gestiones ante organismos y empresas públicas». Esa insólita patrimonialización del Estado por un militante del PSOE ajeno a la función pública muestra hasta dónde llegaron en aquellos años la audacia y la sensación de impunidad de los socialistas andaluces.Vistas desde 1995, las trapacerías de Juan Guerra suenan a broma; los traicioneros fraudes del ex gobernador del Banco de España, el pasmoso enriquecimiento del ex director de la Guardia Civil y el descarado reparto de los gastos reservados entre altos cargos de Interior dejan en mantillas aquella cutre rebatiña. Tal vez las modestas dimensiones de la acumulación primitiva personal o familiar de riqueza apalancada por Juan Guerra se debieran únicamente a falta de oportunidades o a escasez de medios; nadie le puede arrebatar a ese truhán, sin embargo, el triste honor de haber marcado la principal divisoria de las aguas en la historia de permisividades y connivencias del Gobierno socialista frente a la corrupción. En efecto, el caso Guerra fue el prototipo artesanal de la estrategia diseñada para tapar los escándalos que pudiesen implicar a dirigentes del PSOE o altos cargos gubernamentales: la fórmula era aplazar la exigencia de responsabilidades políticas hasta que los tribunales hubiesen depurado mediante sentencia firme las responsabilidades penales del asunto.

Mientras la lentitud de la Administración de la justicia y los recursos de apelación a instancias superiores permitían demorar varios años la sentencia firme y enfriar los ánimos, el garantismo constitucional brindaba a los abogados la posibilidad de obstruir maliciosamente el proceso o de conseguir la nulidad de las actuaciones. Al tiempo, la invocación extemporánea y abusiva de la presunción de inocencia pretendía que esa institución procesal, creada exclusivamente para proteger a los justiciables frente al Estado, sirviese además de refugio sagrado ante las informaciones y las críticas de la sociedad acerca de los escándalos. Aunque la estrategia dilatoria aplicada por el Gobierno para pudrir las situaciones procesales haya podido resultar temporalmente útil a los acusados, ese torticero empleo de los mecanismos del Estado de derecho ha sido desastroso para el sistema democrático: los polvos del caso Guerra, esto es, la negación cínica de las evidencias, la utilización desviada de la presunción de inocencia y el recurso picaresco de aguardar a que la tormenta escampe, se hallan en los orígenes del actual lodazal de corrupciones y escándalos que ensucia nuestra vida pública.