10 enero 1993

Afines a ETA destrozan las esculturas de Agustín Ibarrola y el artista nacionalista Jorge Oteiza les justifica

Hechos

Fue noticia el 10 de enero de 1993.

10 Enero 1993

El rito final

Jon Juaristi

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Las agresiones a esculturas de Agustín Ibarrola y Jorge Oteiza, y el hecho de que éste justificase el ataque a la obra del primero, llevan al articulista a comparar a Oteiza con "un Savonarola que atiza la iconoclastia de los mediocres". Juaristi piensa que el arte vasco vive "el más sórdido episodio" de su historia reciente.

A mediados de los sesenta, los artistas vascos de vanguardia eran pocos y bien avenidos. Pieza clave de la resistencia, se habían convertido, a finales del franquismo, en símbolo de la nueva cultura vasca. Así lo reconocía en 1975 el poeta Gabriel Aresti en unos versos dirigidos a los indiscutibles maestros de la generación: «Rafael, no Sanzio, Ruiz Balerdi, / y con él / Otelza Embil, / Chillida Juantegui, / Ibarrola Goicoechea, / Zumeta, / Mendiburu. / Artistas de Euskadi, / viva esperanza de nuestro futuro…». Dos de los artistas mencionados, Ruiz Balerdi y Mendiburu, han muerto. Tres de los restantes -Oteiza, Chillida e Ibarrola- protagonizan hoy, de modo distinto, el más sórdido episodio de la reciente historia del arte vasco. Chillida e Ibarrola como víctimas pacientes; Oteiza, como un Savonarola que atiza la iconoclastia de los mediocres: una iconoclastia que ha terminado por volverse contra él mismo.Las causas del conflicto que divide hoy a la comunidad de artistas vascos hay que buscarlas en dos fenómenos de los años de la transición democrática: la desaparición del mercado y el crecimiento del estamento artístico. La expansión de los sesenta y la tímida emergencia de un empresariado vasquista propiciaron un brevísimo auge de la vanguardia. Pero fue la Iglesia su principal mecenas: una Iglesia que trataba de acercarse al nacionalismo y a la modemidad. Ignorados o perseguidos por el régimen, los vanguardistas vascos sobrevivieron, en buena medida gracias a los encargos de las órdenes religiosas. Todo aquello es agua pasada. La crisis industrial y el terrorismo de los – setenta ahuyentaron a los empresarios y la contrarreforma vaticana heló las veleidades modemistas de la Iglesia. A finales de la década, estaba claro que sólo un fuerte proteccionismo institucional podría salvar el arte de vanguardia.

El Partido Nacionalista Vasco no era remiso a asumir dicha tarea. La vanguardia artística de los sesenta constituía un emblema de la cultura vasca muy rentable para una política de prestigio. Pero el número de artistas profesionales creció alarmantemente entre 1975 y 1985. El culto nacionalista a la vanguardia y la apertura de una facultad de Bellas Artes en la Universidad del País Vasco favorece ron la afluencia masiva de artistas jóvenes a un mercado en acelerada recesión. Sólo una generosísima política de premios, becas y subvenciones pudo paliar durante algunos años las estrecheces de aquél.

A la larga, tal proteccionismo se hizo insostenible. El arte de vanguardia, ruptural por definición, no es precisamente un factor de cohesión social. Además, con creciente consternación, los nacionalistas comprobaron que la vanguardia se iba quedando anticuada. Se hacía preciso introducir una mínima racionalidad en la gestión del presupuesto cultural, y así, en 1991, el consejero de Cultura del Gobierno vasco anunció su decisión de realizar recortes drásticos en las ayudas a los artistas.Vanguardia subvencionadaLa decisión era perfectamente razonable, toda vez que las dispendiosas inversiones en la formación de artistas plásticos no habían obtenido resultados apreciables. En medio de una gravísima crisis económica, negarse a sostener, a expensas del erario, una onerosa vanguardia subvencionada, parece un rasgo de buen sentido. Pero el anuncio de esta decisión coincidió con el del acuerdo suscrito entre el Gobierno vasco y la Fundación Guggenheim para instalar en Bilbao un museo que albergará parte de los fondos de aquélla. A comienzos de 1992, una improvisada plataforma cultural de medianías indigentes denunció el desvío de las subvenciones hacia una institución extranjera. El acoso al consejero de Cultura y a los asesores vascos del proyecto Guggenheim han proseguido hasta hoy, con el apoyo entusiasta de Herri Batasuna, desde las páginas de la prensa abertzale y de cierta prensa amarillenta de ámbito nacional. Oteiza, tótem caduco del nacionalismo, recuperado por los radicales -el diario Egin inauguró hace un mes su nueva andadura con una extensa entrevista al escultor-, comenzó a mover sus peones al socaire de esta campaña.

El delirio de Oteiza es una mezcla de megalomanía, resentimiento, envidia y paranoia. Resentimiento contra el Gobierno vasco, al que acusa de no haberle tratado con la deferencia a la que su megalomanía le hace sentirse acreedor. Envidia hacia Chillida, cuyo éxito no perdona. Paranoia respecto a Ibarrola, en quien ve un posible usurpador de su lugar en la memoria de la posteridad. Sería injusto afirmar que el energúmeno que derribó hace unas semanas las esculturas de Ibarro la en Vitoria lo hizo instigado por Oteiza, pero éste se apresuró a alabar la agresión y a tildar la obra de Ibarrola de «basura». Sería asimismo injusto sospechar que el comando cultural que destruyó hace una semana la estela de Oteiza en Aguiña (Navarra) seguía instrucciones del propio escultor, pero no cabe ignorar que fue Oteiza quien acuñó la expresión comando cultural. Lo más lamentable de todo este asunto es que Ibarrola haya responsabilizado absurdamente al PNV de los ataques sufridos por su obra y que altos funcionarios nacionalistas hayan respondido a esta acusación con descalificaciones igualmente absurdas.

Sobre todo tótem pesa un tabú. Respetarlo equivale a someterse al capricho ciego de alguna oscura divinidad tribal. Los insultos de Ibarrola al PNV y su gesto de negar al pueblo vasco la herencia de su obra resultan una imitación servil del estilo de Oteiza, tótem sagrado de la tribu nacionalista. En esta lúgubre ceremonia final de la vanguardia vasca, junto a grandes dosis de estupidez y cobardía, hay también un siniestro juego sacrifical de espejos. Lo hay en Ibarrola, cuando adopta la máscara del Oteiza furibundo, y también en Oteiza, viejo aprendiz de brujo que, alcanzado por los demonios que él mismo desató, se imita por enésima vez a sí mismo anunciando una nueva y definitiva retirada del mundo. Por desgracia, nunca faltará algún imbécil dispuesto a poner en obra los excesos oraculares de la voz de su amo.

Jon Juaristi