11 septiembre 1983

Su mano derecha Julem Guimón le defiende de las críticas de Campmany en ABC

El democristiano de Coalición Popular, Óscar Alzaga Villaamil, se manifiesta junto al PSOE en contra de Pinochet ante la sorpresa de la derecha

Hechos

  • El 11.09.1983 se celebró en España una manifestación contra el Gobierno del general Augusto Pinochet en Chile convocada por el PSOE. A ella asistieron, entre otros, D. Alfonso Guerra y el dirigente D. Óscar Alzaga, diputado de la candidatura Alianza Popular-Partido Demócrata Popular (AP-PDP).

Lecturas

POLÉMICA EN MEDIOS:

El columnista D. Jaime Campmany, del diario ABC, reprochó su actitud al líder del PDP, D. Óscar Alzaga, por contradecir a su socio, el líder de AP, D. Manuel Fraga, partidario de no asistir a la manifestación. El número 2 del PDP, D. Julén Guimón replicó al Sr. Campmany en otro artículo. Desde DIARIO16 analizó la cuestión D. Luis Núñez Ladeveze.

 

16 Septiembre 1983

Oscar Alzaga

Jaime Campmany

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Confieso que don Óscar Alzaga es un político que me tiene desconcertado. O, al menos, intrigado e incuriosito como dicen los italianos. O sea, en estado de curiosidad. Esto es lógico y natural porque don Óscar Alzaga pertenece a la especie política democristiana, compleja, paradójica y contradictoria de por sí. Pero es que, además, como individuo, don Óscar Alzaga es un político intrincado, bastante opaco, algo amorfo y de extraña versatilidad. Ni siquiera para un viejecito como yo, el joven don Óscar Alzaga tiene el pecho de cristal. Vamos, que no hay paleontólogo que lo entienda.

Mi desconcierto no es de ahora. Viene de antiguo. Don Óscar Alzaga es un político que no quiso ser ministro, y ese, por sí solo, es un dato capaz de desconcentar al más agudo escrutador de la política. No me negarán ustedes que un político que se niega a ser ministro tiene que ser un bicho raro. ‘Rara avis’. Ejemplar ‘sui generis’. Ya lo ven. Para definir a don Óscar hay que recurrir al latín. Un político que se resiste a ser ministro resulta un sujeto especialmente peligroso en la selva política. Eso es que trae ocultas intenciones. Cuando todos los barones de UCD se despedazaban para repartirse los ministerios de don Adolfo Suárez, llegaba don Óscar y se resistía a repantingarse en una poltrona ministerial con la misma terquedad que María Goretti a perder su virginidad. Un santo. Cuando en política aparece un santo, hay que llevarse mucho ojo. Huy, huy, huy.

Don Oscar presentaba un cabello hirsuto como de erizo entrecano, exhibía un tic al pronunciar la oración parlamentaria, repetía un ejem constante, cómo ésos que coloca Pablo Neruda en los labios de los oradores suramericanos, y además padecía de estrabismo. Lo del cabello tiene poco arreglo, como no sea con el tiempo, que dentro de cien años todos calvos. Lo del tic oratorio y la leve tentación a la tartamudez se le curó casi de repente. A lo mejor recibió lecciones de declamación, o se ejercitó en el recitado teniendo piedras en la boca, como dicen que hacía Demóstenes. Vaya usted a saber. La policía está llena de misterios insondables. Y ahora, a don Oscar le ha asaltado la decisión de operarse de estrabismo. Vaya por Dios. Ya no vamos a tener la seguridad fisiológica de que don Oscar esté mirando siempre contra el Gobierno. Este va a ser un nuevo elemento desconcertante en su biografía política. Antes, sabíamos mejor a qué atenernos. Por de pronto, don Oscar se alinea con el Gobierno en el asunto del cese del capitán general de Valladolid y se va con don Alfonso Guerra a la manifestación contra Pinochet. ¡Ay, estos demócratas!

Una de las cosas que más desconciertan de don Óscar Alzaga es que nunca he llegado a saber si su apellido es llano o esdrújulo. O sea, si se pronuncia alzaga o ‘álzaga’. La cosa tiene más significación de la que parece a primera vista. Porque alzaga rima perfectamente con Fraga. Pero al ‘álzaga’ no hay guapo que le busque un consonante.

Jaime Campmany

17 Septiembre 1983

Alzaga y Campmany

Julén Guimón

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Señor director: En el tono más amistoso y sincero quiero manifestarle mi perplejidad al leer el artículo del Sr. Campmany ‘Óscar Alzaga’, en el ABC del 16 de septiembre. Ningún político responsable puede sorprenderse de que un comentarista desapruebe tal o cual actuación concreta o incluso critique toda una larga trayectoria personal. Sólo la discrepancia ocasional con personas o partidos próximos ideológicamente legitima el elogio. Lo que sí me ha sorprendido es el estilo del artículo, que jamás habría imaginado que pudiera deberse a la pluma de un periodista lúcido, ingenioso y claro como Campmany, al que he seguido hace largo tiempo en frecuente sintonía y permanente respeto. La oportunidad de asistir a una manifestación o la supuesta toma de posición sobre el cese de un militar son materias acerca de la que la discrepancia de criterios resulta inevitable.

Cosa distinta es recurrir a la crítica invocando tics nerviosos, estrabismos o canas, recurso dialéctico fácilmente mejorable y de discutible buen gusto. Atribuir al agua de Lourdes la curación de una inexistente tartamudez de Oscar Alzaga no es el más ingenioso de los hallazgos ni la más feliz de las imágenes. Calificar a la ‘especie democristiana’ de compleja, paradójica y contradictoria es una licencia generalizadora no particularmente afectuosa. Pero ¿no es más paradójico afirmar, como usted lo hace, que un político que se resiste a ser ministro trae ocultas intenciones y resulta un sujeto especialmente peligroso? Ese comportamiento ¿no es más bien muestra de dignidad al negarse a compartir la responsabilidad de un Gobierno con cuya política no se está conforme?

Finalmente comparar la resistencia de Óscar Alzaga a aceptar una cartera ministerial con la terquedad de Santa María Goretti a perder su virginidad y dejarse violar por su asesino es, a mi juicio, un desliz tan desafortunado que no creo que tenga precedentes en los numerosos artículos salidos de su pluma. Con toda sinceridad al releer su artículo me sigo interrogando: ¿Tengo el ABC entre mis manos? ¿Estoy leyendo algo escrito por el mismo Jaime Campmany a quien yo conozco?

Óscar Alzaga no conoce la existencia de esta carta. Si tiene usted la amabilidad de facilitar us publicación quiero que se entere de su contenido cuando ya no pueda intentar convencerme de que no la envíe. No le escribe el secretario del partido que preside Oscar Alzaga, sino un viejo amigo que se siente dolido por un artículo torpe publicado en un diario y escrito por un comentarista a los que siempre he respetado sincera y profundamente. Nada me agradería más que unas palabras de Campmany que reconozcan generosamente que un error lo comete cualquiera.

29 Septiembre 1983

Los sofismas de la prensa

Luis Núñez Ladeveze

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Jaime Campmany, creo que se escribe así, ha escrito un artículo hace algunos días  contra Oscar Alzaga. Julem Guimón se ha dolido en una carta a ABC por los trazos con que la figura del político fue despachada por la pluma del escritor. Estas líneas no surgen para terciar en una polémica, que, a fin de cuentas, se consumó antes de iniciarse, sino como resultado de una preocupación académica sobre cómo se escribe en la prensa, y de reflexión aplicada a un caso concreto que le llamó la atención.

Cabe una primera pregunta. ¿Por qué el señor Guimón se sorprende y se duele del trato que su amigo y correligionario Alzaga recibe del periodista Campmany?  Para quienes estamos acostumbrados a la lectura cotidiana de la Prensa, Campmany no escribió nada que no fuera moneda de uso en su columna. El vituperio es el modo literario habitual de este como de otros periodistas que se exceden tanto por la depuración de su estilo como por la perfidia de su comentario. Ya avisaba Quevedo que la buena pluma corta más que espadas afiladas. Pero puesto que esta es la primera vez que el señor Guimón manifiesta su protesta, hay motivos para hacerse esta segunda pregunta: ¿Por qué dolerse si el maltratado es un amigo e inhibirse o tal vez celebrarlo si el zaherido es un indiferente o un adversario? Por otro lado, si se analizan los argumentos de Guimón, ¿habrá que concluir que Campmany se comporta sectariamente en su baldonada presa?

Veámoslo un poco más cerca. El escritor reprocha al político tres cosas: primero, que haya participado en una manifestación contra la dictadura chilena; segundo, que lo haya hecho junto a los militantes marxistas; tercero, que no haya seguido el ejemplo del líder de la coalición popular a la que pertenece, quien se inhibió. A ello hay que añadir un reproche adicional que casi resulta un retruécano para la coherencia lógica: el señor Alzaga fue el único político de quien se sabe que rechazó diversas recompensas, incluso algunos nombramientos ‘in pectore’ como ministro.

En su réplica, Guimón además de quejarse solamente desbarata el reproche final. Hasta la fecha, el poder era el origen de la corrupción, y el poder absoluto de la corrupción absoluta. Quevedo lo decía así: “Todos los cercanos al Rey son sospechosos”. Pero Campmany retuerce la sentencia del maestro Quevedo y lo que le resulta sospechoso es la rara avis de Alzaga, que pudiendo estar próximo al Rey elige la distancia. Además de un retruécano se encubre un sofisma. Pero bien examinados los otros reproches no son menos sofísticos que el último. Reducidos a esquema, es evidente que el escritor retuerce el sentido que se desprende del a coherencia natural de los datos. En efecto, no parece que se pueda censurar al señor Alzaga, que como es sabido es un líder democristiano, el que actúe en consonancia con los líderes democristianos chilenos, quienes hoy por hoy conducen el movimiento de repulsa contra la dictadura de su país. ¿Sería más natural que también se inhibiera? ¿Hubiera sido más juicioso que su ausencia fuera interpretada como una falta de solidaridad de la democracia cristiana aquende con la democracia cristiana allende? Por último el señor Alzaga está en coalición con el señor Fraga, modelo de Campmany sin duda, pero esa misma proximidad le obliga a buscar elementos que le permitan definir su  identidad y delimitar su autonomía. ¿No es natural que aproveche una circunstancia tan ostensible para haber explícitas las diferencias?

El periodista, en su glosa, consigue persuadir al lector de lo contrario, consigue camuflar bajo el efluvio de la retórica. Y ahora viene la última pregunta, la que surge de mi meditación: ¿Cómo ponderar esta manifiesta desmesura del lenguaje periodístico bien entendido que lo aportado no es más que un ejemplo? Es evidente que tras el artificio de la letra se esconde la injusticia del juicio. En la respuesta hay muchas cosas en cuestión. Aquí no se trata de preferencias ni de sintonías ideológicas, se trata del oficio de escribir, de juzgar, de reprobar, de criticar. Mi opinión es que en la sociedad pluralista la libertad de expresión comprende este tipo de juego malabar, pero exige también que el aspecto lúdico prevalezca sobre la acritud del contenido. El sofisma tiene su propia dimensión intelectual, cuyo fin es más la habilidad del comentario que el rigor del razonamiento. Por eso sólo prospera cuando la manifestación de la agudeza o del ingenio consigue la debilidad argumental. Sin sofística no habría periodismo, pero tampoco política. El escritor no suele ir más allá, normalmente porque su palabra no puede llegar tan lejos de lo que suele ir el político, y se limita, cuando es bueno, a enriquecer con la pluma en las conductas que comenta. Motivaciones probablemente distintas de la de Campmany sugirieron a Alfonso Guerra el criterio de que los políticos de derecha que asistieron a la manifestación de marras eran ‘afeminados’. A lo que, con sarcástica coherencia Alzaga contestó algo parecido a esto: “Reconozco no tener las dotes amatorias del vicepresidente del Gobierno, pero el que yo no sea bígamo no es para que se ponga así conmigo”.

La sofística es un modelo de retórica cuyo destino no es, desde luego, la lógica, sino la caricatura, no es la coherencia sino el esperpento, no es la justicia sino la sátira. Si tengo ocasión dedicaré otro artículo a la sátira como género periodístico. Ahora lo que interesa destacar es que una de las reglas del juego de la libre expresión no consiste en decir por las buenas lo que se piensa del adversario, lo cual se expresaría casi ritualmente con algún exabrupto latente en hecho literario o en obra del ingenio. Lo cual no le da la razón a Campmany, sin duda, pero se la quita a quien no la tiene. Pues ya se sabe que cuando alguien acude al pedestal de la vida pública no está sólo para recibir aplausos, pues el mero hecho de encaramarse ya es un modo de agresión para el que lo mira desde abajo. Como decía Quevedo: “No dé golpes quien se ofende del sonido”.