26 enero 2024

El diario EL PAÍS destruye a Carlos Vermut presentándolo como un agresor sexual usando tres testimonios anónimos

Hechos

El 26.01.2024 El diario EL PAÍS publica tres testimonios de D. Carlos Vermut acusándole de agresión sexual.

28 Enero 2024

Escrache ante la habitación

Arcadi Espada

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(Vermut) El diario El País practicó este viernes uno de los despreciables escraches, ya muy habituales, de la prensa decadente contra un hombre. Esta vez la víctima fue un director de cine llamado Carlos Vermut, como hace semanas lo fuera en la televisión francesa el actor Gérard Depardieu o hace algunos años el director de teatro Joan Ollé, en el diario catalán Ara. Tres mujeres lo acusaron de haberse comportado sexualmente con violencia. Dos de ellas siguieron acostándose con él, después de los hechos que ahora denuncian. Y la tercera, que lo acusa de haberle roto un sujetador tipo palabra de honor, abandonó la casa del cineasta sin mayor deshonor, después de interrumpir las maniobras preliminares. El hecho más antiguo ahora denunciado se remonta a 2014 y el más reciente a 2022. Ninguno de esos supuestos episodios violentos generaron asistencia médica ni denuncia policial o judicial, ni tienen otro soporte indiciario que los testimonios de las mujeres. El periódico da una explicación -parcial- del making of del reportaje. Y así informa de que ninguna de las tres ha querido dar su nombre, «pues todas trabajan en puestos relacionados con el sector audiovisual y alegan temer represalias»; como tampoco ha querido hacerlo ninguno de los 31 trabajadores de la industria que han hablado con los tres periodistas firmantes.

El único que da su nombre y aparece opulentamente fotografiado en las tres páginas del periódico es la víctima del escrache. Sus declaraciones son un grave error. En primer lugar porque concede a la denuncia el privilegio de someterse al principio de contradicción. Vermut niega haber ejercido nunca una violencia no consentida, pero esa negación implica la aceptación del marco que las denunciantes y el periódico proponen. Así pues, y paradójicamente, el mayor rasgo de credibilidad objetiva de las denuncias lo aporta el propio Vermut. En su absurda ingenuidad, el cineasta incluso acepta informar a los inquisidores -lo son y de la peor ralea: la de aquellos a los que solo podría convencer la impracticable prueba diabólica- de sus aficiones en materia sexual, entre las que destaca el llamado sexo duro. Este es un sintagma ambiguo, si es que Vermut no se refiere, como haría cualquier varón español de bien, a lo que dura dura. Para algunas jurisprudencias el sexo duro es aquel que incluye violencia, pero la introducción del concepto solo complica aún más el asunto. Lo prueba la fragilidad de otro sintagma: violencia consentida y los dos extremos morales que abarca. Por un lado, el de los que piensan que el uso de la violencia en el sexo impugna cualquier posibilidad de consentimiento, contradiciendo a nuestra Pam Pam (y que dios me perdone), que ayer puso un tuit declarando solemne: «Sexo duro y sexo consentido son necesariamente compatibles». Y por otro, el de aquellos que creen que el consentimiento impide hablar de violencia, al menos en el sentido que aquí lógicamente interesa de quebrar con ella la voluntad de alguien.

La actitud de Vermut, fruto maduro de la intimidación, abre la puerta de su alcoba a los periodistas para que narren un fragmento de lo que carece de gramática, que es la actividad sexual de dos adultos. El periodismo construye así su relato con una especie de gramática parda, aunque añadiendo a parda su coloración fascista. En el relato están ausentes evidencias incómodas y la primera, que la dominación y el dolor pueden ser evidentes fuentes de placer. Que el placer y el dolor se tocan no solo es una constatación del sarnoso refranero sino que también la neurociencia subraya que el placer y el dolor son vecinos de planta en el cerebro. Además hay otra incómoda evidencia paradójica, de orden social y sexual, visible en el caso de Vermut y de otras acusaciones contra personas relativamente poderosas. A ellas se acercan hombres o mujeres que se reconocen fascinados por el aura -así llaman al poder en prosa poética- que los poderosos exhalan y que tantas veces los lleva a su cama. Hombres y mujeres que luego, cuando algo salió mal, ensayan el patético cinismo de acusar al poderoso de lo que fue la razón básica de la atracción que sintieron y que era, obviamente, el poder. Y sí, a veces el sexo mal: una habitación es siempre una incertidumbre y los adultos, como los niños, pueden interrumpir de pronto su juego: «No habíamos quedado en eso, me has hecho daño y ya no quiero jugar contigo».

Al margen de las gramáticas imposibles de alcoba, Vermut se equivocó por otra razón fundamental al comparecer ante la inquisición feminácrata: y es que todo juicio legítimo necesita que comparezca el acusado. Las tres páginas de El País y las excrecencias que las seguirán, en ese y en otros periódicos, no son la parodia de un juicio; ni tampoco un juicio paralelo, porque no hay ni habrá otro juicio. Los testimonios contra Vermut no tienen posibilidad de que acaben condenándole en la sala de un tribunal. Sin que, por cierto, sea ni siquiera necesaria la templanza de aquellos jueces británicos que en el caso Regina versus Wilson acabaron fallando en apelación (1997) y decretando: «La actividad consensuada entre marido y mujer en la intimidad de su hogar conyugal, no es, a nuestro juicio, un asunto susceptible de investigación criminal ni mucho menos de procesamiento». Y es que una denuncia anónima había informado de que, después de muchos años de paz conyugal, el marido cogió un cuchillo y grabó sus iniciales en las nalgas de su esposa, perfectamente consentida. Es razonable que el lector inteligente se pregunte quién fue el anónimo denunciante y, aunque yo no lo sé, tengo al culo como primera hipótesis. Vermut no acabará ante un juez, al menos por lo narrado. No solo es que sería remota la posibilidad de una condena. Es que es perfectamente innecesaria. Basta con el juicio mediático. Sobre ese coliseo moderno escribe el filósofo Charlie Tyson en The Yale Review: «En ningún otro lugar, excepto en la vergüenza pública, el sadismo y la rectitud moral se entrelazan de manera tan seductora. Desde la posición segura de la seguridad moral, podemos unirnos a la multitud que clama por la sangre».

Hace unos años otra filósofa más célebre, Martha Nussbaum, escribió un artículo, a partir del caso Bill Cosby, en el que narraba su desagradable experiencia sexual con un hombre poderoso, que entró en su cama con su consentimiento, pero una vez allí la maltrató. Nussbaum apenas había tenido hasta entonces experiencias sexuales y el hombre, de mayor edad, le espetó ante sus protestas: «Esto es el sexo». La mujer no acudió a la Policía ni al médico ni al juez, y la razón que da es que habría perdido la partida ante el hombre poderoso. Al final del artículo llama a las mujeres que se encuentren en circunstancias similares a que actúen como ella: «No permitas que tu vida sea secuestrada por un esfuerzo seguramente inútil de obtener justicia. Céntrate en tu propio bienestar, y en este caso eso significa: olvídate de la ley». El consejo de la filósofa, quizá humanamente útil, aunque peligrosamente descreído con el Estado de Derecho, no incluía, en cualquier caso, lo que ya se ha hecho norma y que el caso Vermut ejemplifica: la potestad de tomarse la justicia por su mano. Por su mano y la de los periódicos que aporrean, viles, la puerta de la habitación insondable.

(Ganado a las 14:15, constatando con el Financial Times que las mujeres entre 18 y 30 años son ahora más izquierdistas en 30 puntos porcentuales que los varones de la misma edad, que lo mismo pasa en Alemania, Reino Unido y aun mucho más fuera de Occidente, y que esa circunstancia inédita abre la brecha identitaria más temible de nuestro tiempo)

29 Enero 2024

La destrucción de Carlos Vermut

Juan Soto Ivars

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Desde el periódico de mayor tirada de España, tres mujeres denuncian el comportamiento sexual de un director de cine independiente. El diario llama por teléfono al hombre, Carlos Vermut, que se defiende diciendo que él estaba convencido de que era todo consentido y negando algunos de los detalles. De las que acusan, dos mantuvieron relaciones más o menos continuadas con él tras las sesiones de sexo violento que hoy denuncian en la prensa. Los hechos perfectamente pueden ser ciertos, así como las interpretaciones. Carlos Vermut podría ser algo que va desde un insensible a un criminal, pero el procedimiento para discernirlo está completamente roto. Ahora es un hombre tocado por la mancha negra y ya es tarde para echarse atrás: hemos aceptado que, para los problemas derivados de las relaciones habitualmente retorcidas entre hombres famosos y mujeres de su sector, la justicia se imparta desde la prensa y las redes sociales y se aplique un castigo ritual simultáneo a la acusación.

Para mí la clave está en otra parte. Las tres mujeres dicen que no quisieron denunciarlo a la policía por temor a que sus carreras se vieran truncadas porque el director estaba «muy de moda». Este miedo tenía razón de ser y la prueba es que, ahora que el cuchicheo ha tomado la dirección contraria, a Carlos Vermut no lo va a tocar nadie ni con un palo.

La destrucción automática de su prestigio en medio de una morbosa murmuración podría haberles afectado a ellas, porque aquí todo depende de la cantidad de gente que hable mal de ti y decida que es mejor que no se te vea cerca. Aquí está el núcleo del asunto y lo más asqueroso de toda esta historia no exenta de escabrosidades: saber que ellas podrían haber sido las intocables porque aquí no prima la justicia, sino la dirección del cotilleo.

El miedo a denunciar de las tres mujeres y el castigo fulminante y automático de Carlos Vermut nos dicen lo mismo: que la gente de la cultura es cómoda y cuchicheadora. Estar en buenas relaciones con los demás supone el 95% de los cimientos de tu carrera. Para ahorrarse el riesgo de verse apestadas, ellas han aceptado la invitación de la prensa a condenar a Vermut desde el anonimato, sin exposición, y el mundillo de la cultura las escucha y las aplaude de la misma forma que las hubiera cubierto de oprobio en caso de que el tamaño del escándalo se redujera a los corrillos y fuera más conveniente defender a Carlos Vermut.