18 julio 1978

"Los caballos de Troya"

El ex ministro de la II República, Jesús Hernández, sobre la derrota de la Guerra Civil: «Es el destino de todos cuantos se alían con Stalin»

Hechos

El 18 de julio de 1978 se publicó la tribuna de D. Jesús Hernández Tomás.

Lecturas

Se ha dicho muy frecuentemente que la influencia de los comunistas en la España republicana fue principalmente debida a la ayuda soviética. Hay mucho de cierto en eso, pero la explicación es incompleta. Además de esto, una serie de factores hábilmente explotados por nuestro Partido facilitaron nuestro rápido crecimiento orgánico, en lo militar y en lo político.

¿Cuáles fueron estos factores?

Señalaré aquellos de mayor importancia, omitiendo la enumeración de los restantes. Me apresuro a proclamar que no pocos aspectos de la política general del Partido Comunista, principalmente los que se referían a la guerra, tenían mucho de justos y de convincentes. Fijemos la atención, por ejemplo, en nuestras demandas machaconamente formuladas desde la iniciación de la guerra, y cuya bondad hubo de ser generalmente reconocida después: formación del Ejército Regular, mando único, disciplina, depuración de mandos, ordenamiento de la producción de guerra, transformación de la industria civil…

Los dos Ministerios regentados por los comunistas, el de Agricultura y el de Instrucción Pública, se convirtieron en vehículos poderosísimos de expansión de nuestra influencia en el agro, en los medio intelectuales y en el conjunto de la población. La entrega de tierras a los campesinos, las exenciones de impuestos y gravámenes moratorias en los pagos, concesión de créditos, etcétera, política toda ella acremente criticada por los partidarios de la colectivización forzosa, y cuya evidente justeza abría amplios cauces a nuestra labor de proselitismo.

Las demás fuerzas políticas adolecían de atributos esenciales para darles cauce: el empuje, la audacia, la ambición de nuestra juventud política, la sistematización y disciplina para exigir aquello que creíamos necesario o para aplicar lo que estimábamos conveniente y, sobre todo, carecían del sentido de la propaganda para hacerse ver, oír y sentir en todas partes y a todas horas. Los comunistas, en cambio, practicábamos bien aquello de ‘el que no había ni Dios le oye’, dominábamos mejor que nadie el arma de la agitación y sabíamos influir en los sentimientos más vivos de las masas para empujarlas hacia nuestras metas particulares. Si nos proponíamos demostrar que Largo Caballero, o Prieto, o Azaña, o Durruti, eran responsables de nuestras derrotas, medio millón de hombres, decenas de periódicos, millones de manifiestos, cientos de oradores darían fe de la peligrosidad de estos ciudadanos con tal sistematización, ardor y constancia que, a los quince días, España entera tendría la idea, la sospecha y la convicción del aserto metidos entre ceja y ceja. Alguien ha dicho que una mentira, cuando la enuncia una persona, es simplemente una mentira; cuando la repiten millares de personas, se convierte en verdad dudosa; pero cuando la proclaman millones, adquiere categorías de verdad establecida. Es eso una técnica que Stalin y sus corifeos dominan a las mil maravillas.

Para nuestro combate político contábamos además con algo de que carecían las demás organizaciones: la disciplina, el concepto ciego sobre la obediencia, la sumisión absoluta al mandato jerárquico  y el hombre de un solo libro… Ello generaba toda la energía de la acción cerrada, maciza, rectilínea, absoluta de los comunistas antes no importa quién ni qué.

¿Qué había frente a esta tromba granítica? Helo aquí: un partido socialista roto, dividido, fraccionado, laborando en tres direcciones divergentes: con tres hombres representativos: Prieto, Caballero y Besteiro, que luchaban entre sí, y a los que poco después se agregaría uno más: Negrín. Nosotros logramos sacar de sus suicidas antagonismos ventajas para arrimar el ascua a nuestra sardina. Y hoy apoyábamos a este para luchar contra aquel, mañana cambiábamos los papeles, dando un apoyado a la inversa, y hoy, mañana y siempre empujábamos a unos contra otros para que se destrozaran entre sí, juego que practicábamos a ojos vista y no sin éxito. Así, para aniquilar a Francisco Largo Caballero nos apoyamos principalmente en Negrín y, en cierta medida, en Prieto; para acabar con Prieto utilizamos a Negrín y a otros destacados socialistas y de haber continuado la guerra, no hubiéramos titubeado en aliarnos con el diablo para exterminar a Negrín cuando éste nos estorbase, o bien habríamosle invitado a tirarse de un balcón como más tarde harían los comunistas checoslovacos con Massarik. Es el destino de todos cuantos se alían con el engendro comunista de Stalin.

Otro de los factores que supimos hacer jugar a favor nuestro fue el de la presencia de los voluntarios internacionales en la zona republicana.

La Internacional Comunista, obediente al mandato del Partido Bolchevique en la URSS, centró sus actividades no en la movilización de las masas para impedir la política de ‘No intervención’ de sus respectivos Gobiernos, pes no hubiera podido justificarse entonces la presencia de la propia Unión Soviética en ese organismo; ni tampoco en el boicot de las empresas que exportaban pertrecho de guerra a los enemigos de la República y a los barcos que cargaban las armas para Franco. No. Sus actividades discurrieron en lo fundamental por la vía de lo más espectacular. Fue una de ellas la movilización de voluntarios para luchar en las trincheras de la libertad de España. Y los hombres, por encima de los navajeos y de las maniobras políticas de sus patrocinadores, respondieron al llamamiento, y dieron así al mundo un ejemplo glorioso de solidaridad antifascista.

Obreros y campesinos, intelectuales, escritores, médicos, ingenieros, proletarios y hombres de ciencia, activistas del movimiento obrero curtidos en la dureza de la brega diaria de su vida consagrada a la lucha por la libertad; cargadores de Essen, portuarios de Marsella, mineros de Hamburgo, fresadores de Milán, estudiantes de Viena, obreros de Belgrado… Soldados expertos que habían aprendido a manejar las armas en la primera guerra mundial, fogueados en las barricadas revolucionarias de postguerra en Europa, dirigentes de sindicatos y de partidos. Decenas de millares de voluntarios de cincuenta y tres países pasaron por las fronteras cerradas, por los mares vigilados, por los cordones de policía, a prestar su solidaridad de sangre a la República española… Caballeros del ideal, que abandonaron su patria y su familia para ofrecer su inteligencia y su vida a la causa por la que luchaban los mejores hijos de España.

Comunistas, socialistas, anarquistas, trotskistas, liberales, antifascistas, católicos, ateos, librepensadores, de todo había entre los voluntarios internacionales. Pero nuestra propaganda los convirtió a todos en comunistas: nadie nos discutió el monopolio de la denominación. Y al pueblo español se le abrasaban las entrañas de gratitud y agradecimiento hacia aquellos hombres… ¡Comunistas!

Voluntarios de la libertad… Hombres de temple de acero, de voluntad de granito, que marchaban al combate cantando y que defendían las posiciones hasta el último latido. Su nombre va unido a muchas batallas, pero su gloria quedó esculpida en los muros y en las piedras y en el corazón de Madrid. De su lucha, de sus muertos, de su sangre y de sus mutilados, nuestro Partido hizo bandera de orgullo y de proselitismo.

Sacábamos partido hasta de nuestras desgracias nacionales.

Jesús Hernández