22 enero 1978

El 'honorable' cree que el proyecto de una 'España de las Autonomías' pretende desdibujar la diferenciación catalana

El presidente de la Generalitat de Cataluña, Josep Tarradellas, rechaza la autonomía vasca y critica el proyecto de nuevas autonomías

Hechos

El 21 de enero de 1978 D. Josep Tarradellas Joan concedió una entrevista al periódico CATALUNYA EXPRESS.

22 Enero 1978

Tarradellas y la proliferación de las autonomías

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián Echarri)

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LAS DECLARACIONES dadas por el señor Tarradellas al diario barcelonés Cataluña Express han levantado una considerable polvareda en otras comunidades y regiones españolas, que se consideran vejadas por las críticas del presidente de la Generalitat provisional de Cataluña a la fiebre preautonómica que ha prendido en la clase política de nuestro país. Sin duda, sus juicios sobre el País Vasco pecan de ligereza y resultan especialmente inoportunos en el momento en que la difícil negociación sobre su régimen preautonómico ha terminado con un resultado positivo; y la polémica manera de expresar sus opiniones sobre otras regiones arrojan considerables sombras sobre su prestigio como hábil político y sutil diplomático. Sin embargo, el señor Tarradellas apunta certeramente al centro de un problema que la irreflexión del Gobierno y los deseos de algunos partidos de instalarse en áreas reales de poder han contribuido a crear de manera un tanto artificial y frívola.El presidente de la Generalitat provisional ha dado, efectivamente, en el blanco al expresar su sospecha de que la proliferación de proyectos de preautonomía se propone minimizar las instituciones de autogobierno catalán. Y se ha limitado a registrar notarialmente hechos, al señalar que «la unidad geográfica, lingüística, comercial, industrial, espiritual» del antiguo principado es un legado de la historia que no resulta equiparable a las características de «territorios que han empezado a pedir la autonomía hace tres semanas». Por lo demás, esa conciencia de identidad colectiva y ese temor a que la autonomía cata lana sea desvalorizada por la mimética traslación de sus estructuras a territorios hasta hace poco mudos, no ha impedido al señor Tarradellas, en la conferencia de prensa celebrada ayer, reconocer el derecho de otras regiones a negociar regímenes especiales y valorar como «la gran victoria de Cataluña» que el restablecimiento de la Generalitat no haya roto «la comunidad de catalanes y no catalanes», de forma tal que todos los habitantes de ese territorio puedan considerarse, con independencia de su lugar de nacimiento y de su idioma, «ciudadanos de Cataluña».

Las discusiones sobre la forma de Estado en el sentido clásico de la expresión, esto es, la organización territorial del poder, han eliminado de nuestro país dos tentaciones extremas. Todo el mundo parece ya de acuerdo en romper de una vez con el rígido centralismo de los últimos cuarenta años, que tanto ha herido los sentimientos y los intereses de las «nacionalidades históricas» y tanto ha perturbado la vida pública de todas las regiones españolas. También hay un consenso generalizado, superados los irreflexivos entusiasmos iniciales, sobre la imposibilidad de que España se dote, en plazos históricamente previsibles, de una estructura federal. El mal recuerdo de los malentendimientos y suspicacias a que dio lugar el tratamiento de las autonomías de la Segunda República parece aconsejar, asimismo, la búsqueda de fórmulas que impidan la interpretación de los estatutos de autogobierno como signos de insolidaridad regional o como marco para la constitución de poderes periféricos ajenos y opuestos al poder central.

Ahora bien, el proyecto de un Estado «regional», que supere la simple descentralización administrativa y dote a los territorios de un alto grado de autonomía política y legislativa, no implica necesariamente sustituir la vieja uniformación centralista por otra nueva, que fabrique un troquel de regímenes autonómicos para la repetición indefinida de formas idénticas. La previa división del territorio español en regiones dotadas de las mismas instituciones de autogobierno ofrece todos los inconvenientes de la federalización y ninguna de sus ventajas. Es seguramente tan plausible como la propuesta de aquel político decimonónico que reclamaba la libertad religiosa a fin de que en España pudieran convivir en paz «el devoto católico, el ardiente mahometano y el orgulloso brahmín». Pero ni la libertad religiosa debe forzar a nadie a convertirse en «orgulloso brahmín», ni la posibilidad de constituirse en regiones significa la obligación de hacerlo. Definir desde el centro regiones que sólo existen como nombres vacíos, o suponer sentimientos autonómicos allí donde ni la infraestructura material del territorio ni la historia los han creado, es una decisión irresponsable y cargada de peligrosas consecuencias.

Evidentemente, todos los municipios de España deben tener la posibilidad de asociarse en territorios autónomos cuando superen los mínimos de población, extensión y relativa autosuficiencia económica exigibles. Incluso cabría desear que las gentes del interior de la Península tuvieran tanta conciencia de su peculiaridad y tantos deseos de autonomía como un catalán o un vasco. Pero la invención, desde las Cortes o desde el Ministerio del Interior, de un mapa multicolor de regiones con idéntico régimen autonómico, no sólo no previene los riesgos que quiere evitar, sino que inventa de forma artificial otros nuevos: la comprensible irritación de unas comunidades históricas que se consideran minimizadas por esa uniformidad, y la creación de bases seguras de poder en zonas económicamente atrasadas para su futura utilización en una dirección antidemocrática y caciquil.

26 Enero 1978

Se siguió un mal camino

José María Gil Robles Quiñones

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Sí. Se siguió un camino equivocado. La prisa que acució a grandes sectores de la opinión de Cataluña y del País Vasco de obtener a toda costa un resultado, aunque fuera más espectacular que efectivo, y el prurito gubernamental de preferir el método sinuoso de las conversaciones y contactos en la penumbra a la abierta discusión a la luz pública con intervención de los órganos que debieran ser la auténtica expresión de la democracia, ha conducido a la fórmula de las preautonomías, que hasta ahora no ha podido apuntarse en su haber resultados suficientemente satisfactorios.Se han creado estructuras formales, pero hasta ahora no se ha determinado cuál será su contenido. Se ha dado, sin necesidad, la sensación de que se prepara una discriminación entre unas y otras porciones de España. El resultado no puede ser más triste. Se han avivado los recelos, se han despertado rivalidades y se ha improvisado una carrera de autonomismos, en buena parte ficticios, que si no se encauzan debidamente van a construir poco y pueden destruir mucho. La controversia suscitada en torno a unas recientes declaraciones de gran resonancia son buena prueba de que estos temores no son infundados.

Comprendo muy bien que en Cataluña y en el País Vasco la carga sentimental originada por los dolores e incomprensiones que caracterizaron la política de los últimos decenios haya ejercido una fuerte presión, sobre sus representantes, para que consiguieran a todo trance una primera disposición favorable a sus pretensiones, aunque no fuera mas que simbólica. Lo que lamento es que los elegidos del pueblo no hayan creído conveniente encauzar esa presión hacia soluciones más cuidadosamente elaboradas, aunque fuera a costa de un mayor tiempo de reflexión, en lugar de ceder ante un empuje de quienes, en buena parte, tampoco se encuentran satisfechos.

En la tarea de reconstrucción política de España ha debido darse prioridad a la Constitución, como base obligada de las demás estructuras que la realidad aconsejara crear. El debate constitucional tiene que entablarse en tomo a los problemas básicos que el país tiene planteados, uno de los cuales es el de las autonomías, lo que supone la definición y el reconocimiento de las diversas entidades infranacionales, la delimitación de las competencias y la previsión de la diversidad de instituciones que, como consecuencia, habrán de crearse. Todo, con criterios claros en cuanto a la determinación de los principios básicos y con prudente flexibilidad en cuanto a sus posibilidades de realización.

No cabe argüir que la elaboración de una Constitución es tarea prolija, que exige por su propia naturaleza muchas jornadas de labor parlamentaria, que habrían obligado a un aplazamiento peligroso de la solución del problema autonómico.

Nuestra historia constitucional evidencia, sin embargo, que la discusión y aprobación de la mayoría de nuestras leyes fundamentales no exigió demasiado tiempo, si se exceptúa la labor de las Cortes de Cádiz, que necesitó trece meses para la aprobación de los 384 artículos que constituyen el monumento de ilusiones e ingenuidades promulgado el 19 de marzo de 1812.

Después del golpe de fuerza que restableció la Constitución del 12, la reina regente convocó unas Cortes que en escasas semanas aprobaron el proyecto de ley fundamental elaborado por una comisión de notables. Desde la sublevación de los sargentos de La Granja, hasta la promulgación del nuevo texto constitucional, en junio de 1837, no transcurrieron más de diez meses.

Narváez consiguió de unas Cortes moderadas que aprobaran en menos de tres meses la Constitución de 1845.

La revolución de 1868, que destronó a Isabel II, convocó unas Cortes Constituyentes que en tres meses discutieron y aprobaron una nueva ley fundamental, sobre un proyecto redactado por una comisión en el plazo cortísimo de tres semanas.

Cánovas tuvo que tomarse un plazo de un año antes de convocar Cortes Constituyentes, pues era indispensable «desescombrar para reconstruir» y, sobre todo, concluir la guerra carlista. Pero, una vez reunido el organismo constituyente, no necesitó más de tres meses para dotar a España de la Constitución que ha tenido más larga vigencia.

En cuanto a la segunda República, el proyecto del Gobierno fue dictaminado en veinte días por una comisión especial del Parlamento, y discutida y aprobada en el Pleno en menos de cinco meses.

¿No habría sido posible obtener de las actuales Cortes Constituyentes un esfuerzo parecido, máxime cuando las facilidades concedidas al Gobierno para legislar por medio de decretos-leyes descargaban al Congreso y al Senado de otras tareas consideradas como urgentes?

¿Estaba justificada la alarma de los autonomistas vascos y catalanes ante la exigencia lógica de que la tarea constitucional obtuviera la obligada preferencia?

No lo creo en modo alguno. No recuerdo que en la propaganda electoral de las docenas y docenas de partidos en que se fraccionó la opinión pública hubiera uno sólo que levantara la bandera anti-autonomista. Pudo haber, y de hecho hubo, diferencias en cuanto a la calificación de los núcleos infraestatales que afirmaban su propia personalidad. No faltaron, porque no podían faltar, discrepancias en lo concerniente a las facultades que el poder central debía retener o podía delegar. Pero no hubo uno solo que defendiera el centralismo destructor de la riquísima y fecunda diversidad de las personalidades integrantes del todo.

¿Qué mal habría podido derivarse de una política prudente que hubiera arrancado de las bases establecidas en la que se ha de ser la ley fundamental del país?

La apariencia de situación privilegiada que han dado los acuerdos preautonómicos han favorecido la explosión de pretensiones autonómicas que en buena parte han obedecido más a un sentimiento negativo de rivalidad que a la defensa de una personalidad todavía no bien definida en sus contornos geográficos y en su sustancia histórica.

Es más. Ciertas posiciones demasiado radicales adoptadas a raíz de las primeras conquistas autonómicas han producido alarmas justificadas, avivadas por el contenido ambiguo del dictamen de la comisión de las Cortes, que tiene todo el aspecto de una transacción vacilante deseosa de aplazar los problemas de fondo, por falta de valor y de decisión para afrontarlos desde el primer día.

El empleo de términos equívocos, los circunloquios para rehuir planteamientos inevitables, han dado ya sus primeros frutos. Varios grupos parlamentarios, sin excluir al conglomerado que sostiene el Gobierno, admiten ya la necesidad de revisar el dictamen elaborado durante meses y meses en el claro-oscuro de las comisiones que en su elaboración han intervenido.

¿Cuál será el resultado del trabajo definitivo de las Cortes? ¿Entenderá el órgano de la representación nacional que su obra esté condicionada por los proyectos preautonómicos, tras de cuyo texto es fácil adivinar las serias reservas mentales de una de las partes contratantes? ¿Se atreverá, caso de que así lo exija la mayoría, a establecer unas bases que no permitan extraer de los acuerdos de preautonomía las consecuencias previstas o deseadas por los que las aceptaron no como una meta de llegada, sino como un punto de partida?

La reacción provocada por las declaraciones del presidente de la Generalitat de Cataluña ha puesto bruscamente de relieve la realidad de unas discrepancias en que no se quiso creer o que no se acertó a tener en cuenta antes de aventurarse por un camino erizado de obstáculos.

No ha habido hasta ahora la necesaria decisión en nuestros medios políticos para poner en claro los peligros equívocos que encierran los términos federalismo, autodeterminación, nacionalidades, Estado regional, etnias y pueblos. Al amparo de ese confusionismo, que no es sólo semántico, proliferan autonomismos sin base, susceptibles de hacer malograr soluciones justas, que apetecernos todos los españoles de buena fe.

Un motivo más para que, sin pensar en retrocesos que podrían ser catastróficos, se abra cuanto antes el debate constitucional, que armonice las legitimas aspiraciones autonomistas con las posibilidades que permitan las exigencias del bien común.