Hace pocos días escribí en la revista «Época» un artículo titulado «El zapato de Cenicienta». Ya desde el título se le declaraba al lector el argumento de aquellos renglones. Estaba claro que iba a tratar de las relaciones entre el Príncipe de Asturias y esa chica noruega llamada Eva Sannum, relaciones de algo más que una amistad lejana, que han durado cuatro años y que nunca alcanzaron carácter oficial. El argumento había alimentado criterios diversos, reflexiones encontradas, artículos periodísticos, choques dialécticos en las tertulias de radio y hasta encuestas parciales de la opinión pública. En algunos casos levantaba controversias, como la que aquí han mantenido con cortesía y buenas maneras Alfonso Ussía y Juan Manuel de Prada, y en otros casos encrespaba pasiones. Por fin, enfrentó con cierto ardor, temor y fragor dos potentes fuerzas: la razón de amor y la razón de Estado.
Escribí entonces: «Todas las señales visibles o adivinables parecen indicar que para la Cenicienta nórdica han sonado las doce de la noche en el reloj de sus sueños… A Eva Sannum se le ha esfumado entre los brazos el príncipe azul y alto, como una ilusión desvanecida». Es triste, y seguramente injusto, que un cuento de amor termine mal, sin el «vivieron felices» del desenlace natural de los cuentos de hadas. Esta vez el zapatito de cristal de Cenicienta se ha roto al bajar apresurada las escaleras de palacio cuando ya parecía que se le ofrecían para subir por ellas alegremente. Eva Sannum, la chica rubia y fragante de la pasarela de la moda, estaba aprendiendo español y el catecismo católico, acariciando la ilusión de ser princesa de Asturias y muy probablemente reina de España. De pronto, el zapato, que es de cristal, se rompe y el sol de la realidad entra por la ventana.
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Se ha llegado a decir que la posible boda (ahora, la «imposible» boda) del Príncipe con la modelo podría poner en peligro la continuidad normal de la Monarquía, una continuidad que hasta ahora progresa sin sobresaltos. Parece indudable que el amor del Príncipe no se había inclinado hacia una joven con las condiciones que tradicionalmente se espera que presente una futura reina de España, destinada previsiblemente a ser madre de rey y con la remota y excepcional posibilidad de protagonizar un período de Regencia. Estas circunstancias no sólo debían alarmar a los monárquicos «de toda la vida», sino también a los ciudadanos sensatos que aspiren a vivir sin otras peripecias históricas que las naturales de una democracia todavía joven, y sin traer de nuevo a colación el viejo y desastroso dilema entre la Monarquía y la República. Hasta los más republicanos, teóricos o prácticos, tienen (quizá debiera decir «tenemos») que reconocer la malaventura que en España ha sufrido por dos veces el sistema republicano. Tercer y peligroso fracaso, no, gracias.
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La comunicación de Don Felipe de Borbón para hacernos saber su decisión de dar por terminadas las relaciones con Eva Sannum está escrita con elegancia y obsequio hacia la Cenicienta. «De común acuerdo» y «sin presiones». Están bien la elegancia y un poco también la dignidad de la expresión para no rendir ante nadie la voluntad. Pero eso no quita para que los cuidadores de la «razón de Estado» por encima de la «razón de amor» deban reconocer al Príncipe el sacrificio de poner una razón por encima de la otra. Y precisamente después de que la opinión pública más responsable, reflexiva y sensata haya señalado los peligros de una boda con suficientes elementos como para resultar insólita, incalculable y tal vez peligrosa. Los privilegios de un príncipe, como los de un rey, aconsejan en estos casos una renuncia: la renuncia al tirón del corazón o al disfrute de los privilegios. La devoción y la obligación no siempre van unidas.