25 mayo 1990

El cabecilla de los GRAPO, 'Camarada Arenas', ordenó la huelga a todos los presos de la organización para presionar al Gobierno contra la política de dispersión

El terrorista de los GRAPO, José Manuel Sevillano muerte tras pasar dos meses en ‘huelga de hambre’

Hechos

José Manuel Sevillano Martín falleció el 25 de mayo de 1990 por una parada cardiaca en el Hospital Gregorio Marañón, de Madrid. Tenía 30 año

Lecturas

LA POLÍTICA DE DISPERSIÓN

AntonioAsuncion01 El responsable de la política penitenciaria del Gobierno socialista, D. Antonio Asunción (PSOE) aplicó la política de dispersión que pretendía evitar que los miembros de ETA o los GRAPO que quisieran romper con las bandas no se atrevieran a hacerlo por la presión de grupo si compartían celdas o pabellones con miembros de esa misma organización. En 1990 se ordenó que todos los presos de la organización terrorista Grupos Revolucionario Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) se declararan en presa de hambre.

UN MÉDICO ASESINADO POR INTENTAR LA ALIMENTACIÓN FORZOSA DE LOS GRAPO EN HUELGA DE HAMBRE

MediscosHuelca1990 MedicoAsesinado1990 El Gobierno había ordenado la alimentación forzosa de los huelguistas, pero la organización terrorista asesinó al médico D. José Ramón Muñoz, el 27 de marzo de 1990 en Zaragoza, lo que desató una ola de protestas entre los profesionales médicos que estaban atendiendo a los miembros del GRAPO en huelga de hambre.

APOYO DEL DIARIO EL MUNDO A LOS MIEMBROS DE LOS GRAPO

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El diario EL MUNDO dirigido por D. Pedro J. Ramírez, fue uno de los que mantuvo una cobertura informativa más favorable hacia los terroristas en huelga de hambre pertenecientes a los GRAPO, acusando al Estado de ser cómplice de un tipo de tortura.

EL ‘CEREBRO’ DE LOS GRAPO: CAMARADA ARENAS

GrapoCamaradaArenas En el momento del fallecimiento de Sevillano, todavía estaban en huelga de hambre 38 miembros de los GRAPO, y al menos dos de ellos, Jaime Simón Quintela y Joaquín Calero Arcones, se encontraban en estado crítico. Sin embargo, ambos se recuperaron, aunque les quedaron secuelas, ya que tras la muerte de Sevillano, Manuel Pérez Martínez,Camarada Arenas, máximo jefe del grupo ordenó el cese de la medida de protesta.

26 Mayo 1990

Una muerte evitable

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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Ante la muerte, ocurrida ayer, del recluso de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) José Manuel Sevillano no se sabe qué deplorar más, si la determinación fanática hasta la inmolación del fallecido -en todo caso respetable- o la impotencia de quienes a su alrededor no han podido o querido evitar su consumación. Este trágico colofón a la huelga de hambre en protesta contra la política de dispersión de los reclusos del grupo terrorista al que pertenecía no puede dejar de suscitar, por más que fuera previsible y estuviera incluso aceptado de antemano, profundos interrogantes sobre las circunstancias que lo han propiciado.No sólo porque el protagonista y víctima de la huelga es una persona que estaba confiada al cuidado de una institución estatal, sino también porque el fatal desenlace pone de manifiesto el fracaso en la búsqueda de vías de entendimiento para encauzar el conflicto que origina el suceso. Aspectos que exigen una larga. reflexión de todos aquellos que están capacitados para encontrar otras soluciones que las de la muerte. Una reflexión que deviene inevitable, pese al obvio reconocimiento de peligro mortal asumido por quienes deciden dejar de comer como forma extrema de protesta. En este asunto buscar soluciones es más dificil, pero más inteligente, que buscar culpables.

Tras el fallecimiento de José Manuel Sevillano, la polémica sobre si ha de prevalecer el deber del Estado de alimentar a los huelguistas de hambre aun en contra de su voluntad o el derecho de éstos a no recibir alimentos, ha quedado desfasada. El debate sólo tenía sentido si, frente a la voluntad de autodestrucción de los huelguistas de hambre en aras de sus reivindicaciones, el Estado hubiera podido garantizar de manera efectiva su vida. Pero visto que esto no es viable, la cuestión que se plantea ahora es saber si, ante la imposibilidad de evitar su muerte -objetivo con el que se justifica el acto de alimentarles contra su voluntad-, el conflicto se mantiene en los mismos términos o procede reconsiderarlo a la luz de la nueva situación. Dicho con otras palabras: si la muerte de los huelguistas de hambre es argumento que deba o no ser tenido en cuenta ante la hipótesis de un nuevo enfoque de la política penitenciaria de dispersión que les afecta.

Esta política, al igual que la de la concentración carcelarla seguida en épocas pasadas, ni atenta contra los derechos humanos ni supone un aumento de la pena impuesta por los tribunales. Por ello la huelga de hambre de este colectivo de reclusos, además de desproporcionada, es injustificada y sólo explicable por la pérdida del sentido de la realidad y el clima de coacción que se generan en el interior de organizaciones tan endogámicas como los GRAPO. Sin embargo, es concebible que la política de dispersión penitenciaria sea llevada a la práctica con un rigor innecesario o de forma que no se tengan suficientemente en cuenta algunos de los derechos de los reclusos. Por ejemplo, el de comunicar libremente con sus abogados o el de recibir las visitas reglamentarlas de sus familiares y amigos, derechos cuyo respeto es obligado por más que sus beneficiarlos sean miembros de una organización terrorista que se ha caracterizado por sus execrables crímenes desestabilizadores.

Es en este ámbito en donde puede haber un margen para enfoques inéditos del problema y para la adopción de actitudes más flexibles. No sólo porque una política penitenciaria que se precie de tal, y sea cual sea la forma que adopte, debe respetar por principio los derechos de los reclusos, sino porque la limitación o conculcación de alguno de ellos puede servir de pretexto para acciones como la huelga de hambre. Ni el Gobierno, ni la sociedad, ni la administración penitenciaria, ni los familiares y personas cercanas a los huelguistas de hambre, ni las instituciones humanitarias preocupadas por la situación pueden permanecer impávidos ante el riesgo probable de que otras muertes absurdas vengan a añadirse a la de José Manuel Sevillano.

31 Mayo 1990

Una forma de tortura

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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En España, en 1990

Esta imagen no procede de los archivos de los horrores del nazismo ni de ningún campo de refugiados del Tercer Mundo. Esta fotografía ha sido tomada hace muy pocos días en un hospital español y corresponde al «grapo» Fernando Fernández. Las bandas que unen sus esqueléticas extremidades a la cama son las ligaduras que le mantienen atado al lecho, para impedir que se desprenda de la alimentación forzosa. EL MUNDO considera que esta es una forma de tortura y que ningún ser humano merece tan indigno trato cualesquiera sean sus delitos. Según fuentes próximas a sus defensores, otros 17 reclusos se encuentran en un estado similar.

Una forma de tortura

La doliente imagen del GRAPO, Fernando Fernández, convertido ya en despojo humano, apurando las últimas semanas, tal vez los últimos días de su vida, ocupa hoy un sitio destacado en la portada de EL MUNDO. Un horror que vale más que mil palabras y que aspira ser un aldabonazo en la sensibilidad de una sociedad indiferente al dolor ajeno a veces demasiado pendiente de la condición política de estos seres humanos. Pero la imagen pretende ser sobre todo, un toque de atención a la conciencia del Gobierno, pasivo ante el tremendo problema y esquivo a la hora de asumir responsabilidades. Porque le concierte, y mucho, lo que muestra descarnadamente la foto, por más que el ministro de Justicia Enrique Múgica se empeñe en decir que el Ejecutivo no tiene nada que ver con la muerte de los GRAPOS en huelga de hambre. Al Estado, en última instancia, le interesa fijar en su retina el lastimoso estado del preso y reparar, sobre todo, en las gruesas correas con las que está atado de pies y manos a la cama. Una forma de tortura que no merece ni Fernando Fernández -un terrorista con un siniestro historial delictivo a sus espaldas- ni ninguna otra persona, independientemente de los delitos que haya podido cometer.

03 Junio 1990

Prohibido suicidarse en primavera

Pedro J. Ramírez

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Espero que la espantosa imagen, propia de una mazmorra medieval, que divulgamos el jueves golpee la conciencia del gobierno o al menos despierte de su bien cebado letargo a nuestra clase intelectual. Es moralmente inaceptable que en nuestro país, en la España democrática, civilizada y desarrollada del fin del milenio, se pueda tratar a un ser humano de la forma en que denuncia esa fotografía de un hombre consumido hasta los huesos a quien se mantiene atado de pies y manos al lecho con el fin de prolongar por decreto su agonía.

Nos toca hablar tan pocas veces de valores absolutos que corremos el riesgo de ni siquiera darnos cuenta de que hemos entrado en el terreno de lo innegociable. El pasado fin de semana tuve la suerte de escuchar en un colegio mayor de Sevilla una esclarecedora intervención de mi amigo y antiguo profesor de Derecho de la Información, Carlos Soria, sobre el tan traído y llevado problema de la protección del honor. Rompiendo con todos los clichés al uso, el profesor Soria dejó bien sentado que el honor no es lo que parecemos -es decir la fama, la reputación o la honra- sino lo que en realidad somos, y estableció dos niveles que a todos nos conciernen. De un lado está el «honor existencial» que genera el derecho a que la prensa sea veraz a la hora de reflejar el comportamiento ajeno. Pero previamente topamos con el «honor esencial» que corresponde a todo individuo en tanto que ser humano, con independencia de cuáles sean sus actos, y obliga a los demás a respetar su dignidad como persona, tanto de palabra como de obra.

Es irrelevante, pues, a estos efectos, que el hombre de la foto, Fernando Fernández, pertenezca a una banda fanatizada como el GRAPO, capaz de cometer horrendos crímenes -lo que en justicia le ha deparado ya una severa pena de privación de libertad-, y el que su huelga de hambre sea un instrumento de presión, si se quiere de chantaje, para forzar al Gobierno a cambiar una política de dispersión carcelaria tan discutible como legítima. Todo eso es accidental. Nunca, en ningún caso, bajo ninguna excusa, pretexto o circunstancia, puede un ser humano violentar la dignidad de otro hasta el extremo de amarrar lo que ya es poco más que un esqueleto a un somier para mantenerle artificialmente vivo.

Es posible que lleve razón el jefe de Gobierno en su desahogo de la noche del miércoles, y que en política no sea conveniente expresar los sentimientos -de ahí que, en buena lógica, haya cada día más ciudadanos que la consideren una actividad ruin y desalmada-, pero una cosa es no expresarlos y otra carecer de ellos. Si este equipo ministerial, nominalmente de izquierdas, es capaz de sentir aún un mínimo de compasión ante el drama de quien camina hacia la muerte como última protesta al servicio de su causa perdida, debe pasar cuanto antes a la acción. No se trata de ceder a las pretensiones de los grapo, sino de buscar una salida humanitaria que reemplace a esas terribles ligaduras.

Es todo un síntoma que, en casi una hora de diálogo con Felipe González en Televisión Española, ni siquiera se mencionara o aludiera a la muerte del primer grapo y a la agonía de sus compañeros. Está claro que amplios sectores de la sociedad española y el Gobierno se sienten vinculados por una especie de pacto tácito, según el cual cualquier cosa que le suceda a un «terrorista» -lo más grave que hizo, por ejemplo, Sevillano fue robar un banco- puede quedar acotada en una especie de «zona de exclusión constitucional» respecto a lo que es de mal gusto incluso hacer preguntas. Ni siquiera la triste experiencia de la aplicación abusiva por el juez Manglano en Valencia de unos preceptos legales concebidos para «terrorista» a los dirigentes del PP detenidos ha servido para abrir de verdad los ojos a la oposición sobre los terribles peligros de esta erosión de las garantías jurídicas, pues al mismo tiempo que anuncian su propósito de derogar el artículo de la Ley de Enjuiciamiento que permite la incomunicación y bloquea la libre designación de abogado, las huestes de Aznar avalan con su voto otra discriminación equivalente, al privar del común derecho a la redención de penas a los condenados por algunos delitos específicos.

Estamos ante una grave cuestión de fondo que trasciende por supuesto al problema de la lucha antiterrorista y enlaza por un lado con el sustrato autoritario que subyace en la cultura política española y por el otro con la tendencia expansionista e invasora del Estado moderno apoyado en medios cada vez más sofisticados e invencibles. Es toda una filosofía de las relaciones entre el individuo y el poder la que, partiendo de la aceptación de esas «zonas de exclusión» en las que todo está permitido, va contaminando las más diversas esferas. ¿Acaso no obedecen a esa misma aplastante lógica de la dominación y el arbitrismo las recientes declaraciones de dos funcionarios, como el fiscal general y el secretario de Estado de Hacienda, advirtiendo el uno que «quien no tenga nada que ocultar» no tiene nada que temer de las escuchas telefónicas y anunciando el otro que sus inspectores harán «la vista gorda» ante los pecadillos de los «buenos» contribuyentes?

Pensar que la ignominia de los grapos atados con bandas elásticas al armazón metálico de la cama sólo les concierne a ellos, a sus familiares y a su minúsculo clan de obnubilados simpatizantes, equivale a creer que a los no fumadores tampoco nos afecta para nada la anunciada censura de la publicidad del tabaco en los medios de comunicación. En toda mi vida he consumido menos pitillos que años tengo, pero mi pluma enarbolará los colores de Winston, Camel, Philip Morris o incluso Tabacalera Española tan pronto como las cañas de esa inminente justa se tornen lanzas. Aunque parezca que pasamos de lo horrible a lo trivial, en el fondo estamos hablando de lo mismo: de si algún poder humano debe tener derecho a decretar que, como en la obra-mito de Jardiel, esté prohibido incluso el suicidarse en primavera.

Pedro J. Ramírez