12 julio 2006

Elecciones México 2006 – El PAN logra mantener el poder con Felipe Calderón ante un López Obrador (PRD) que no reconoce su derrota

Hechos

El 2.07.2006 se celebraron elecciones presidenciales en México en las que fue proclamado ganador el candidato del PAN, Felipe Calderón.

Lecturas

MAL PERDER ‘AMLO’

López_Obrador Andrés Manuel López Obrador, que se había hecho con el control del PRD y le había dado un giro hacia la izquierda populista próxima al chavismo estuvo a punto de ganar las elecciones. Tras su derrota se negó a aceptar aquellos resultados. Se autoproclamó ‘presidente electo’ e incluso organizó una ceremonia de toma de posesión paralela a la oficial para asumir el cargo de ‘presidente de México’.

07 Julio 2006

Gana la continuidad que México necesita

Jorge Castañeda

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Aunque es posible que transcurran días o incluso semanas antes de que se resuelva oficialmente la película de suspense en que se han convertido las elecciones en México, parece casi con total seguridad que Felipe Calderón, el candidato neoliberal de centro derecha, será el próximo presidente del país.

Calderón significa la continuidad. Esa es probablemente la razón por la que ha ganado y eso es lo que México necesita. Los problemas a los que tiene que hacer frente el próximo presidente son enormes. México es víctima de una división política terrible, que la mayor parte de los demás países latinoamericanos ya han dejado atrás.

En estas elecciones no se ventilaban unos determinados programas políticos, fueran simplistas o no: guerra o paz; aumentos o reducciones de impuestos; mayor o menor gasto; combatir la pobreza o crear empleo; a favor o en contra de la pena capital, del aborto, del matrimonio entre homosexuales, o cualquier otra cosa por el estilo. La campaña se ha disputado acerca del propio ser de México, en torno a temas enormemente abstractos, en parte imaginarios, de gran calado ideológico: el nacionalismo; la separación de la iglesia y el Estado; el mercado contra el Estado; la aplicación de la ley contra la erradicación de los privilegios y la pobreza; la pertenencia a la América Latina o a América del Norte; los pobres contra los ricos… Vista desde lejos, quizás la cosa no haya estado tan mal. A fin de cuentas, los países necesitan esta clase de debates de vez en cuando. Ahora bien, en realidad se ha tratado de unos debates carentes de sentido en gran medida porque las políticas en favor de una u otra opción, en teoría surgidas del electorado, o bien eran inviables o bien ya se estaban aplicando.

Calderón no puede entregar la educación a la Iglesia, ni privatizar la empresa estatal de petróleo, Pemex, ni abolir los planes sociales contra la pobreza, frente a lo que sus adversarios han proclamado engañosamente que podría hacer. Por su parte, López Obrador no habría tenido ninguna posibilidad de apartar a México de Estados Unidos y renegociar el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (Alca), ni de imprimir una nueva orientación al gasto público en proporciones sustanciales de la noche a la mañana, ni de eliminar la pobreza o crear millones de puestos de trabajo mediante planes de infraestructura, frente a lo que parecía creer que estaba en su mano. Como en la mayor parte de los casos, los debates bizantinos de contenido ideológico no llevan a ninguna parte, pero ocupan el lugar de los debates políticos que merecen la pena.

Calderón, sin embargo, no sólo va a quedar contagiado por esta división ideológica artificial sino que va a tener que hacer frente a idéntica situación de parálisis que se encontraron Fox y su predecesor, Ernesto Zedillo.

Las instituciones actuales de México se diseñaron y se montaron para un estilo autoritario de Gobierno, no para una democracia auténtica; han funcionado mientras México ha estado gobernado por un partido único, el PRI. A la llegada de la democracia, todo el mundo sin excepción (Zedillo, Fox, quien esto escribe y muchas otras personas) creyó que esas mismas instituciones seguirían cumpliendo su función a pesar de que el contexto fuera radicalmente diferente.

Estábamos completamente equivocados y el gran problema del nuevo presidente no consiste en cómo gobernar con estas instituciones que no son funcionales sino cómo reemplazarlas por otras que funcionen. Diseñar y montar esas instituciones debería ser su principal prioridad: establecer por fin la reelección de congresistas y senadores; convocar un referéndum de reforma de la constitución; crear un sistema híbrido, entre semipresidencial y semiparlamentario, que fomente la formación de mayorías legislativas en un sistema de tres partidos; permitir que se presenten a los cargos candidatos independientes y abolir el modelo de financiación de las campañas electorales al estilo norteamericano, en virtud del cual se compra la mayor parte del tiempo en las ondas en lugar de repartirlo conforme a criterios predeterminados, lo que lleva a que las elecciones del domingo probablemente hayan sido las más caras del mundo por voto emitido. Estas son las reformas más importantes y urgentes.

Con estas reformas, todo es posible, incluso avances en los temas todavía pendientes de mayor importancia para el país: la reforma del sector energético, la política fiscal, la reducción de la pobreza, la educación y todos los demás. Sin reformas, nada es posible. Con ellas, México podrá por fin empezar a recoger los frutos de una década de estabilidad libre de crisis (que no es pequeña hazaña para un país en el que la última vez que sucedió algo así fue entre finales de los años 50 y finales de los años 70). Ahora bien, sin reformas fundamentales de carácter estructural, México seguirá simplemente moviéndose a paso lento, cada vez más descolgado de todos los demás países.

07 Julio 2006

La derrota merecida de Obrador

ABC (Director: José Antonio Zarzalejos)

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Después de un lapso de incertidumbre, la concienzuda verificación de los resultados ha confirmado la victoria del candidato conservador del Partido de Acción Nacional, Felipe Calderón, en las elecciones que los mexicanos celebraron el pasado domingo. Que el resultado haya sido muy ajustado no deslegitima en absoluto la victoria del candidato conservador, pero sí desmiente cualquier posibilidad de que el mensaje de la sociedad mexicana hubiera sido la reclamación de un cambio radical en la dirección de los asuntos del país como ofrecía el candidato izquierdista, Andrés Manuel López Obrador.
Eso es lo que cualquier observador imparcial puede decir de lo que ha pasado en este recuento que vuelve a confirmar la vocación de México de consolidar la implantación de los usos democráticos en un suelo en el que durante mucho tiempo solo crecían las raíces de las componendas y el fraude. Y una de las fórmulas más importantes para ello es que los dirigentes políticos de todas las tendencias se comprometan a poner por delante los intereses del país frente a los suyos propios.
La reacción del candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, llamando a la movilización de sus seguidores y pidiendo la impugnación generalizada del recuento, es exactamente lo que no convenía en este caso. El que se presenta a unas elecciones con intenciones legítimas de contribuir al progreso de su país debe empezar por aceptar las reglas de juego y no utilizarlas a su antojo, sabiendo que la finalidad de las votaciones es que los electores puedan pronunciarse para expresar sus preferencias, más que un mecanismo para que los dirigentes políticos alcancen el poder. Cuando el recuento fue favorable a los intereses de la candidatura del PRD, sus líderes aceptaban el juego electoral, pero cuando ha dejado de serlo, entonces lo califican de fraudulento y amenazan con ignorarlo: solo por esta actitud no merecerían la confianza de la sociedad a la que afirman que quieren servir.
López Obrador lleva construyendo su carrera política desde hace más de quince años con el único objetivo de ganar esta elección presidencial. Desde sus primeras escaramuzas contra el PRI en su estado natal de Tabasco hasta su mandato como alcalde de la ciudad de México, todo ha estado dirigido a un fin, que era ganar esta elección. Con su actitud irresponsable confirma que, en efecto, sus proclamaciones populistas no tenían más de verdad que lo que pueda resultar útil en sus propias ambiciones políticas.
Si la escasa diferencia en los resultados había podido dejar alguna duda sobre lo que más convenía a los mexicanos en estas circunstancias, la actitud de López Obrador ha confirmado claramente que lo último que les habría hecho falta es un presidente que en un momento tan crucial se comportase con tal irresponsabilidad.

07 Julio 2006

México se divide

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Tras un minucioso escrutinio, el Instituto Federal Electoral de México debía declarar anoche vencedor de las presidenciales celebradas el pasado domingo a Felipe Calderón, candidato del Partido de Acción Nacional (PAN), del saliente presidente Fox. Es una victoria por la mínima, algo que ocurre últimamente en muchos países, reflejo de sociedades divididas. Su rival por la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática (PRD), impugnará los resultados y anuncia movilizaciones. Es un gesto peligroso en un país donde la violencia está a la orden del día, y del que se pueden aprovechar otros para armar ruido y sacar tajada política.

El recuento definitivo ha arrojado una distancia mucho menor que el provisional. El gesto de López Obrador abre un periodo de gran incertidumbre. Las impugnaciones han de pasar al Tribunal Federal Electoral, que sólo comenzará a verlas a partir del próximo jueves, aunque hay tiempo de sobra, pues el nuevo presidente no toma posesión hasta diciembre. Pero sería insensato que López Obrador intentara anular unos comicios que los observadores han calificado como limpios.

Para gobernar y llevar a cabo las reformas pendientes, Calderón necesitaría que las cámaras pasasen las correspondientes leyes. El PAN, pese a haber pasado a ser el primer partido, no cuenta con la mayoría suficiente, por lo que tendría que pactar bien con el PRD, bien con el histórico PRI (Partido Revolucionario Institucional), cuya derrota en las presidenciales y en las elecciones legislativas hace presagiar que entrará en una aguda crisis. Además, el PRI no dará fácilmente su apoyo a un hombre muy próximo a los movimientos integristas católicos como es Calderón.

El reto de las impugnaciones y la movilización ciudadana dificultan cualquier acuerdo entre López Obrador y Calderón. Pero deben intentarlo. México está ante una crisis política que tiene que resolverse cuanto antes, preservando, como hasta ahora, unas instituciones que han dado muestras de fortaleza ante este forcejeo. Ninguno de los dos cuestiona la independencia del banco central, un tipo de cambio flexible y unas cuentas públicas saneadas. Es una base suficiente para intentar entenderse cuando haya pasado la tormenta. El país lo necesita para consolidar y profundizar su democracia.

03 Agosto 2006

La escalada de Obrador

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Manuel López Obrador, el líder centroizquierdista mexicano derrotado por estrechísimo margen en las presidenciales de julio, porfía en un camino peligroso para presionar a los jueces y denunciar el supuesto fraude electoral que le ha arrebatado la jefatura del Estado. La última fase de su protesta para exigir el recuento manual de todos los votos consiste en hacer acampar a sus huestes en el centro de la capital mexicana, paralizado y caótico desde hace tres días. No hay peligro de intervención policial para restituir la normalidad: el gobierno de la ciudad está en manos de su partido, el de la Revolución Democrática (PRD).

El Tribunal Federal Electoral, ante el que López Obrador ha recurrido, tiene hasta el 6 de septiembre para pronunciarse sobre las elecciones, ordenar un recuento total o parcial de los votos o dar por bueno el resultado que otorgó la victoria al conservador Felipe Calderón, del oficialista Partido de Acción Nacional (PAN). Es una institución respetada, integrada por siete jueces sin compromisos políticos conocidos.

Pero un mes es probablemente demasiado tiempo en el clima de creciente tensión política alimentada por López Obrador. El aspirante derrotado, cultivador de un populismo fácil, se prodiga en inquietantes mensajes que van desde considerarse el indiscutible presidente de México hasta el desprestigio del Tribunal Electoral, pasando por anunciar que acatará el resultado del recuento que exige «incluso si pierdo». Parece como si el objetivo final del ex alcalde de México fuese anular los comicios ganados aparentemente por Calderón, que mantiene un perfil deliberadamente bajo.

Con las movilizaciones populares que viene abanderando desde hace un mes, Obrador ha escogido el peor método democrático para defender la democracia. México se ha dotado en los últimos años de instituciones electorales creíbles, de funcionamiento democrático y maduro. Y no hay de momento evidencia alguna que avale el fraude denunciado por el líder centroizquierdista. Echarse al monte antes de que los órganos de arbitraje hayan cumplido su función, significa, entre otras cosas, que López Obrador carece de respeto por el sistema legal del país que aspira a presidir. La acampada en curso -pomposamente llamada resistencia pacífica- es un grave error más para ganar en la calle lo que le han negado las urnas. Un peligro menor es que acabe perdiendo el apoyo de quienes no le votaron, pero están a favor del recuento. Otro, de mucho mayor alcance, que la confrontación que el ex alcalde de México DF está fomentando, acabe yéndosele de las manos.

07 Agosto 2006

Sensatez para México

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Apenas unas horas después de que el Tribunal Electoral de México desestimara su demanda de un nuevo recuento de todos los votos de las pasadas elecciones presidenciales mexicanas, el derrotado candidato izquierdista, Andrés Manuel López Obrador, ha rechazado el fallo, conminando a los miembros del tribunal a que «rectifiquen» y proclamando la continuación de la llamada «campaña civil» por la que sus partidarios bloquean la Ciudad de México.

López Obrador parece empeñado en seguir la peligrosa senda del populismo, la desestabilización del país y la deslegitimación de las instituciones que él mismo aspira a gobernar. Con su insistencia en no acatar el resultado electoral y sus «recomendaciones» a los jueces, ha perdido otra oportunidad de demostrar la categoría exigible a un presidente de un país como México.

El Tribunal Electoral es una institución independiente y respetada. Sus miembros han examinado las denuncias de la coalición encabezada por López Obrador y no han hallado razones que avalen la denuncia de un presunto fraude. Por tanto, sólo volverán a ser escrutadas 11.839 mesas del total de

130.477, algo menos del 10%. Es una decisión acertada que debe ser respetada por todos. El hecho de que el recuento oficial de las elecciones del pasado 2 de julio diera al candidato conservador Felipe Calderón el triunfo por sólo el 0,58% de los votos (234.934 sufragios), da idea de la profunda división de la ciudadanía y de la necesidad de apoyos políticos para gobernar que necesitará el futuro presidente. Pero en ningún caso justifica la tensión a que se están viendo sometidas las instituciones. Con su decisión, el Tribunal Electoral ha demostrado que los organismos democráticos mexicanos funcionan, incluso en situaciones de máxima tensión política. Es algo de lo que todos, sobre todo los mexicanos, deben congratularse.

López Obrador debe rectificar y aceptar el resultado de las urnas. No tiene sentido mantener movilizados a sus seguidores en protestas y manifestaciones que conllevan un potencial peligro de enfrentamiento civil. La ocupación permanente de parte de la capital mexicana es una coacción a la ciudadanía y una pésima imagen para el resto del mundo.

Lo que México necesita es sentido común por parte de todos los actores políticos. Y, por supuesto, un líder fuerte y legitimado capaz de emprender las reformas políticas, económicas y sociales que el país necesita para salvar tantas desigualdades. Ése, y no otro, debería ser el objetivo de López Obrador, aunque el elegido para tal tarea no sea él.

30 Agosto 2006

López Obrador amenaza a México

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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El candidato fracasado a la presidencia de México, Andrés Manuel López Obrador, ha convocado para hoy a sus seguidores en la plaza del Zócalo de la capital mexicana para organizar una fantasmal farsa política en la que quiere proclamarse jefe de Estado legítimo con un Gabinete en la sombra. Tiene el propósito así de convertir en permanente, e incrementar incluso, su ya insoportable desafío a las instituciones legítimas del Estado democrático. Éstas confirmaron en su día la victoria del ya presidente electo Felipe Calderón, que habrá de jurar su cargo el próximo día 1 de diciembre. Salvo que a última hora el sentido común le conduzca a una muy poco probable enmienda, el candidato izquierdista del PRD que lidera el Frente Amplio de Progreso (PAD) va a cometer hoy el peor y más disparatado de los errores que, sin descanso, viene encadenando desde que perdió el pasado 2 de julio, y por muy estrecho margen, unas elecciones que creía ganadas.

Si algo ha logrado López Obrador con su permanente y escasa consideración con las instituciones democráticas del Estado y con sus decisiones es el oprobio de poner en peligro la convivencia pacífica y la paz civil en esa gran nación que es México. La movilización de cientos de miles de seguidores de las opciones de izquierda y de viejos aparatos clientelistas y antidemocráticos en favor de una aventura política antiinstitucional y antidemocrática pesará como una losa sobre las posibilidades de nuevos líderes de la izquierda para presentarse como alternativa al nuevo Gobierno con opciones políticas racionales.

López Obrador puede haberse visto inducido a actuar así por los aires de populismo revolucionario que en los últimos años se han abierto paso en la región y por el mal cálculo de considerar que si otros han conseguido beneficios de su explotación éste podría ser también su caso. Los llamamientos de Felipe Calderón y del aún presidente Vicente Fox para reconducir la situación por el bien de la armonía nacional sólo han tenido el insulto por respuesta. Que López Obrador y sus seguidores utilicen el aniversario de la Revolución Mexicana de 1920 para su mascarada no hace sino profundizar el agravio a las instituciones.

Pero la realidad es que tal encastillamiento no conduce a ningún lado si no es a la insignificancia política, que irremisiblemente irá llegando con la defección en sus propias filas. Nadie puede descartar que López Obrador y la izquierda que ha seguido su populismo cuasi suicida hagan aún más daño a la democracia mexicana con toda su conducta que culmina en el acto de hoy. Sí se puede descartar ya que el candidato derrotado, al negarse obstinadamente a aceptar el veredicto de las urnas y cortarse cada vez más a sí mismo las salidas para una retirada mínimamente digna, vaya ya jamás a ser un presidente legítimo y democrático de México. Ahora se trata de evitar que su fiasco personal lo acaben pagando la nación y las instituciones que parece querer secuestrar.