24 febrero 2013

Jordi Évole emite un documental falso para presentar el 23-F como un montaje para favorecer la imagen del Rey Juan Carlos y luego excusarse en que ‘era una broma’ para no tener que demostrarlo

Hechos

El 23.02.2014 se emitió el documental falso ‘Operación Palace’ dirigido por D. Jordi Évole Requena en LA SEXTA de Atresmedia.

Lecturas

‘Operación Palace’ de D. Jordi Évole logra un 23,9% de audiencia y 5 millones de telespectadores imitando al documental francés ‘Operación Luna’ que presentaba como prueba que el aterrizaje el la luna de 1968 fue un montaje. Emitido el día de los inocentes de 2004.

El presidente de la Asociación de Usuarios de la Comunicación D. Alejandro Perales presentó una queja contra el programa por considerar que atentaba contra el periodismo. La Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) tras estudiar el caso concluyó que ‘Operación Palace’ era una patraña, pero no mala praxis periodística.

«Que pretende provocar y experimentar, que transgrede lo convencional, pero fundamentado en mentiras, una patraña, cuyo objetivo y pretensión no es engañar al público, sino llamar la atención, obtener audiencia, inducir una reflexión sobre la manipulación y denunciar los efectos del secreto y la ocultación de documentos que interesan al público para conocer y explicar hechos relevantes».

24 Febrero 2014

El día que Évole volvió a hacer de Follonero

Milagros Pérez Oliva

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Jordi Évole se había ganado un merecido prestigio gracias a un programa que combinaba osadía, inteligencia y seriedad. Salvados había conseguido niveles muy altos de credibilidad con un tipo de periodismo inquisitivo, que no se contenta con la primera respuesta ni con la versión oficial de los hechos. Cierto que en el formato incluía en ocasiones ligeras concesiones a la “puesta en escena”, pero nunca habían llegado a comprometer el prestigio del programa pues servían a la eficacia narrativa sin distorsionar el contenido. Con el falso reportaje sobre el 23F, Jordi Évole ha traspasado una línea, ha dado un triple salto mortal del que es posible que no salga indemne.

Siempre quedará la duda de si la razón última del experimento era poner en cuestión la opacidad sobre lo ocurrido el 23F o más bien ganar audiencia a costa de uno de unos hechos que ha marcado la historia reciente de este país y sobre el que más se ha escrito y publicado. Con Operación Palace Évole logró encaramarse hasta el 23,9% de share, con 6,2 millones de espectadores en el momento de máxima audiencia. Todo un éxito. Pero el procedimiento seguido para lograrlo no es neutro. Tiene su iatrogenia. El propósito podía ser legítimo y hasta loable: mostrar hasta qué punto los medios son capaces de manipular, de mentir, de distorsionar la realidad. Generar un debate en la profesión y entre los espectadores sobre esta cuestión puede ser interesante y hasta necesario, pero me temo que no todo vale para generar polémica, igual que no todo vale para ganar audiencia. En periodismo, la forma, los medios, sí que importan. Se puede experimentar con los formatos, con los estilos, con la manera de narrar las noticias, siempre que no se ponga en cuestión lo más importante: la veracidad del contenido y la credibilidad del medio.

El procedimiento es lo que empaña el resultado. Y puede volverse contra sus creadores, no solo contra Évole, sino también contra quienes han participado en la pantomima. Porque lo que se puso en juego para lograr el propósito declarado era nada menos que la autoridad de las fuentes y la credulidad de los espectadores. Si políticos y periodistas pueden ser tan eficaces mintiendo, ¿cómo sabremos cuándo dicen la verdad? El resultado es una pérdida de confianza en todos los medios y todas las fuentes.

Solo la presencia de esas fuentes solvenes podía hacer verosímil una teoría tan descabellada como la de que, para anticiparse al golpe de Estado que se estaba preparando, el Gobierno de Suárez, con la complicidad de políticos y periodistas, había pergeñado una representación teatral “preventiva”, dirigida por el cineasta José Luís Garci, a la que se habría prestado incluso el Rey. Únicamente el coronel Tejero habría creído que se trataba de un golpe de Estado real. De no llegar arropada con el formato del periodismo de calidad, semejante versión hubiera conducido directamente a la hilaridad. Y sin embargo, muchas personas creyeron lo que estaban viendo y su única duda fue, durante buena parte del programa, como atestigua Twitter, cómo era posible que eso se hubiera podido mantener oculto durante tanto tiempo.

Si se quería suscitar un debate sobre la necesidad de permitir el acceso a documentos sobre el 23F que todavía están clasificados, podían haberse utilizado muchos otros procedimientos. No hay que matar para demostrar que la muerte es terrible. Y si de lo que se trataba era de hacer un experimento televisivo sobre el dilema de si es posible «conocer una verdad a través de una mentira» o, lo que es lo mismo, hasta qué punto se puede mentir para sostener una verdad, algo recurrente en el debate periodístico, debían saber que el procedimiento para hacerlo no suele ser neutral.

Como experimento televisimo para generar debate podía ser interesante, pero tampoco era innovador. Y eso es lo que contribuye a la sospecha de que lo que se pretendía en realidad era dar la campanada para ganar audiencia. Se han recordado los dos antecedentes más conocidos. El primero fue la adaptación radiofónica que hizo Orson Welle en 1938 de “La guerra de los mundos” en la cadena norteamericana CBS. El relato de cómo las naves marcianas estaban invadiendo el país era tan realista y verosimil, que muchos oyentes entraron en pánico. El segundo fue un documental titulado “Operación Luna”, emitido por el canal francés Arte el día de los Inocentes de 2004. En forma de documental, se sostenía, con testimonios trucados, que la misión Apolo XI que llevó a dos astronautas a la luna en 1968, había sido un montaje del Gobierno de Richard Nixon. Los paralelismos entre “Operación Luna” y “Operación Palace” son evidentes. Ambos adoptan el formato de documental, ambos se sostienen con falsos testimonios y ambos utilizan el mismo argumento: decir que un acontemiento muy importante, ampliamente difundido por los medios y seguido en directo por miles de ciudadanos, era un montaje, una pantomima. La única diferencia relevante es que en el caso de Arte, las declaraciones de los testimonios habían sido trucadas, mientras que en Operación Palace, los testimonios se han prestado a colaborar como actores en la falsa representación.

Pero el antecedente más próximo al de “Operación Palace” es el programa “Camaleón”, emitido por TVE en Cataluña en 1991. El propósito era exactamente el mismo: demostrar hasta qué punto los medios pueden engañar a la audiencia. Y también los medios utilizados fueron parecidos. El programa se iniciaba de tal modo que simulaba una interrupción de la programación ordinaria para conectar con la corresponsalía en Moscú. En esa conexión, el presentador habitual de los informativos explicaba que, según la agencia Reuters, se había producido un golpe de Estado en Rusia, que se veían tanques por las calles de Moscú y que corría el rumor de que Gorvachov había sido asesinado. Conexiones con otras corresponsalías, entre ellas de la Washington, con una crónica de Núria Ribó, daban cuenta de las reacciones en el resto del mundo.

El hecho de que el formato fuera el habitual en las conexiones de los informativos, y los protagonistas, los propios presentadores y corresponsales, es lo que daba verosimilitud a la falsa noticia. Hasta el punto de que otros medios la reprodujeron sin contrastarla y Felipe González fue sacado urgentemente de una reunión. Esa fue la razón por la que el experimento se saldó con el cese del jefe de programacion. La emisión provocó un amplio debate, del que quedó clara el menos una cosa: la precipitación con la que los periodistas se conducen en muchas ocasiones, y cómo la extrema competencia lleva a algunos medios a difundir una noticia espectacular sin contrastarla. ¿Qué aportaba de nuevo el experimento de Évole a este debate?

Para que la farsa pudiera ser creída, para que el experimento pudiera ser eficaz, necesitaba utilizar elementos que le dieran credibilidad. De lo contrario, nunca hubieran podido penetrar en la credulidad de la audiencia. Sin el formato de documental y sin la colaboración de conocidos políticos y periodistas, pocos hubieran caído en la trampa del falso documental sobre el 23F. Pero ahí está, precisamente, el punto débil del experimento. Que para poder demostrar la tesis, necesita engañar a los espectadores con los instrumentos que habitualmente utiliza para ganar su confianza. Es como si un médico deliberadamente prescribiera un tratamiento nocivo a sus pacientes para decirles que estén alerta, porque se puede equivocar. Mentir de esta forma supone dar un golpe bajo a la credulidad de los espectadores. En la polémica posterior al progama, algunos incluso les han culpado de no ser tan listos como para darse cuenta del engaño. Pero ellos pueden sentirse, con razón, heridos por haber confiando una vez más en aquellos en quienes cada semana solían confiar, y ser tratados por ello de tontos.

Al final, a lo que el experimento contribuye es a la teoría de que nada es fiable. De que todo puede ser  falso. Incluso aquello que en principio goza de la máxima presunción de veracidad. Es cierto que los medios tienen el poder de la manipulación. Y que lo utilizan. Que pueden distorsionar imágenes, ocultar hechos, cambiar la apariencia de las cosas. Pero precisamente porque pueden hacerlo, la única manera que tienen de seguir cumpliendo su función de intermediación y mantener la confianza de los ciudadanos es preservar a toda costa, como un capital intocable, la credibilidad. Ser dignos de la credulidad de la gente.

Ya en su faceta de Follonero en el programa de Andreu Buenafuente Jordi Évole nos caía muy bien. Tenía la virtud de darle la vuelta a las cosas, de incordiar, de poner el dedo en el ojo. Era una pieza fundamental de aquel espectáculo televisivo que tenía el sano atrevimiento de no considerar intocable ningún tema. Y que no engañaba a nadie, pues en ningún momento se presentaba como algo distinto de un programa de entretenimiento que utiliza la realidad como elemento esencial de su contenido. Más tarde, como incisivo periodista del programa Salvados, Évole logró también grandes cotas de popularidad y prestigio. Le admiramos y le apreciamos por ello. Pero ha de elegir. Los dos papeles a la vez no pueden ser. O hace espectáculo, o hace periodismo.

24 Febrero 2014

¿Una ofensa?

Juan Cruz

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¿A quién ofendió Évole? A los que no se dieron cuenta de que estaba en marcha una broma. ¿Y a quién ofende una broma? A los que se toman muy en serio. Si al cabo de unos minutos el telespectador no se dio cuenta de que Salvados iba de coña es que algo no funciona entre nosotros. Si estimamos posible que durante tantos años (33, nada menos) tantas personas implicadas en aquel secreto no hubieran dicho ni media palabra de lo que pasó, es que algo pasa con respecto al conocimiento que los españoles tenemos del carácter español. Si, además, lo sabían las personas que intervinieron en el fake, incluidos tres importantes periodistas, ¿cómo es posible que quienes estábamos sentados dudáramos de la identidad falsaria del invento? ¿Que algo así no se filtra desde el minuto uno, desde el 23 de febrero de 1981 por la noche? Vamos, hombre.

Somos los españoles muy solemnes cuando no somos nosotros los que nos reímos; nos hemos reído hasta la saciedad (el mismo domingo escuché risas en la radio) de la monstruosa ópera bufa que montaron Tejero y los suyos, tricornios y bigotes incluidos. En la risa estuvieron también los extranjeros, que veían esa pantomima peligrosa, una vez superada, como el resultado de un encargo distraído. Y ahora se ponen estupendos aquellos que consideran que hacer risa de la historia no es también un derecho de los que la han padecido.

Me pareció mucho más ofensivo que en otro canal un caricato de gafas oscuras llamara Bambi, de broma, ya saben, a un expresidente y se tomara a coña casi todo lo que tenía que ver con él y con algunas instituciones gracias a las cuales este país puede mirar sin miedo a los que fueron capaces de ponerlo patas arriba cuando más peligro había.

25 Febrero 2014

Pues lo que nos faltaba

Víctor de la Serna Arenillas

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En un país que no lee, sin memoria histórica más que la manufacturada por aquel sucedáneo de Ministerio de la Verdad de Zapatero, cuya idea de lo que es periodismo son los programas del Gran Wyoming en la Sexta o aquellos numeritos de CQC que los precedieron, en el que la opinión pública parece haber colocado a los periodistas a la altura de los políticos en credibilidad y en el que la prensa lucha por su supervivencia misma, va el popularísimo Jordi Évole y perpetra su tan celebrado mockumentary. Y éste ha encantado a su numerosísimo público, según los sondeos. ¡Cómo no! ¡Si en este país lo que gusta son las tertulias televisadas con personajes y personajillos tirándose de los pelos, la contrateoría del 23-F tenía que encandilar!

Para este cronista, de la vieja y olvidada escuela neoyorquina del periodismo que desentierra la verdad escondida en vez de inventarse falsedades vistosas, el programa de Évole supone un cúmulo de despropósitos y deshonestidades sólo imaginable en el país donde un gran literato tuvo que inventarse la palabra esperpento para definir algo que en otros sitios ni se imagina.

No es justo comparar Operación Palace ni con The War of the Worlds de Orson Welles ni con Opération Lune de William Karel porque ni Welles ni Karel eran o decían ser periodistas, como dice Évole, y sobre todo porque en ninguno de los dos shows participaron conscientemente protagonistas de la historia verdadera para montar la historia falsa: aquéllas fueron creaciones teatrales hábiles, con montajes de alguna imagen real en el segundo caso, pero sin el elemento de trampa que esta vez proporcionan, de forma bastante bochornosa, no sólo políticos testigos del 23-F sino veteranos y acreditados periodistas. Éstos, prestándose a esta pantomima, no han hecho sino dar municiones a quienes afirman que lo que hacemos en esta profesión es vestir patrañas de noticias. ¡Y qué fácil lo han hecho parecer! Sí, la historia era inverosímil… salvo para muchos en este país a los que gustaría esa versión. Y los periodistas, de cómplices.

La deriva de Évole, cómico que se fue creyendo su personaje de periodista cada vez más a partir de su época de Follonero, y cuyo arrojo reporteril –siempre sobre los mismos y contra los mismos– ha sido cantado en tonos de rapsodia, es una versión extrema de eso del infotainment, del sometimiento de la información a la necesidad de dar espectáculo, que inició el declive del periodismo en Estados Unidos y luego en el resto del mundo democrático. Y es extrema porque el programa que ha dirigido es una mofa y una befa de los reportajes televisivos. Claro que no pasa nada porque al final se reconoce el engaño y, más o menos, se pide perdón: los más listos ya se habían dado cuenta, y los demás se caerían del guindo entonces, y a otra cosa. Pero si un periodista, no un Welles o un Karel, hace eso una vez… ¿no lo podrá hacer siempre?

25 Febrero 2014

Una broma sin ninguna gracia

El Acento (Director: Javier Moreno)

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La superchería les debió parecer a algunos seductora. Un golpe de Estado orquestado por los principales dirigentes de ese mismo Estado, junto con el servicio secreto y la mano derecha del Rey, dirigido a convertir a don Juan Carlos en un héroe y reforzar la democracia en España. El argumento venía como un guante a los que ahora tratan de enfrentar al pueblo con las élites: ¿qué mejor prueba que un golpe organizado por quienes iban a ser sus beneficiarios?

Naturalmente, todo era falso. Así lo explicó el conductor del programa, Jordi Évole. Cuesta entender quién ha salido ganando con esta sarta de embustes, enjaretados en un guion apoyado en intervenciones de políticos y periodistas que aportaban detalles sobre la trama conspiratoria, mientras conspicuos golpistas —Jaime Milans del Bosch, Alfonso Armada, Antonio Tejero— quedaban reducidos al papel de obedientes actores en los papeles marcados por los conspiradores en jefe.

Habrá quien defienda la modernidad de reírse de la propia historia. Orson Welles se inventó La guerra de los mundos, otros falsificaron los Diarios de Hitler y algunos creen cierto que el hombre no ha llegado a la Luna. Varios de estos fraudes grotescos sirven de coartada para prolongar las más febriles teorías. Otros consideran el programa del domingo como una broma en la que solo pudo caer algún obtuso, porque los demás tenían que comprender desde los primeros minutos que se trataba de un formidable derroche de ingenio creativo. Como si una audiencia de 5,2 millones de personas —se dice pronto— tuviera la obligación de estar en el secreto de los dioses, en vez de ejercitar su derecho a que les cuenten hechos ciertos y no inventos.

La intentona golpista del 23-F mantuvo con el corazón en un puño a muchos de los españoles de 1981, que se jugaron las libertades recién recobradas después de 40 años de dictadura. Reírse de ello tiene muy poca gracia. La ficción ha dado al mundo magníficos relatos en forma de novelas, películas y programas; pero la modernidad aplicada al periodismo no puede llegar a confundir mentiras con verdades.

25 Febrero 2014

El golpe mediático

Arcadi Espada

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La supuesta hazaña retórica de los guionistas que organizaron este último programa Salvados se inscribe en una tradición ya ácidamente regurgitante que tiene su convencional inicio en la noche de Halloween de 1938 cuando la CBS emitió la adaptación de la novela de H.G. Wells, La guerra de los mundos, que habían hecho Orson Welles y el Mercury Theater. Aquella noche, ambientalmente propicia al misterio, mucha gente creyó que los extraterrestres habían invadido Nueva York. El fake más famoso de la Historia tiene, sin embargo, un llamativo antecedente español: el 25 de noviembre de 1891, en El Liberal, el periodista Mariano de Cavia publicó un artículo titulado: La catástrofe de anoche: España está de luto. Incendio en el Museo de Pinturas. Cavia describía un día después la intención de su artículo preventivo sobre la quema del Prado: «Hemos inventado una catástrofe… para evitarla». A partir de ahí la lista es larga. Alternativa 3 (1977), por ejemplo, sobre la desaparición de un grupo de científicos, que concluía con un plan para escapar al espacio ante la posible catástrofe de la Tierra. O Camaleó (1991), que informó de un golpe de Estado en la URSS, y que le costó el puesto al director de programas de TVE en Cataluña, Joan Ramon Mainat. El último y más próximo a esta Operación Palace es Operación Luna, otro falso documental emitido por ARTE, que afirmaba que Stanley Kubrick había rodado la llegada a la Luna en un plató, por encargo de Richard Nixon. En él aparecieron, entre otros, la mujer de Kubrick, el director de la CIA, Richard Helms, el secretario de Estado, Henry Kissinger, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld y el astronauta Buzz Aldrin.

Aparentemente estos ejemplos hacen pensar en una robusta imaginación creadora. Pero, en realidad, la base del éxito de audiencia de estas patrañas es sencilla. Todas parten de la ruptura unilateral de un pacto de confianza entre el público y los emisores, según el cual y para simplificar, lo que se publica en el periódico es verdad: el lector no está en Ucrania pero sabe que han destituido a su presidente. Desde Cavia, ninguno de los supuestos transgresores ha tenido que sofisticar demasiado su ingenio: la credulidad del público se ocupa de llegar a donde no llega el talento. Esta es la ley inexorable que se cumplió el domingo: un guión burdo y unos actores improvisados que no podían evitar la risa (salvo Anson, que mentía con una naturalidad soberbia) no impidieron que la mayoría de telespectadores creyera que la historia era cierta.

De la materialización de este abuso de confianza lo peor es el dedito que sobre los títulos de crédito levantan los supuestos creadores: «Ajajá, os la metimos. Así aprenderéis a no ser tan confianzudos.» Reflexionemos un poquito. Naturalmente, sin esta confianza pública, sin esta planta delicadísima, no hay periodismo ni democracia ni conocimiento. Bastaría que uno de estos grotescos deditos perdonavidas imaginase la hipótesis de un público ya plenamente sabihondo que ignorara las recomendaciones de las autoridades ante la inminencia de una catástrofe real. Sólo el duro ejercicio de la búsqueda de la verdad, y no el frívolo toreo de salón de las ficciones desarrolladas en el núcleo del discurso de los hechos, es capaz de producir ese homo escepticus, el difícil ideal de la democracia mediática.

Pero, francamente, todas estas meditaciones me parecen alturas celestes, que corren el riesgo de ennoblecer el ridículo ejemplo que nos ocupa. Un ejemplo, que como en el caso de Operación Luna, cuyo método copia sin pudor, exigía la participación de algunos nombres propios. Y es a estos nombres: Anson, Ónega, Leguina, Mayayo, Verstrynge, Gabilondo y Mayor Zaragoza, a los que cabe preguntarles para qué. Es decir, qué propósito estético o moral sostenía su contribución a que la ocurrencia, el bulo y la falsedad siguieran aleteando sobre la historia del 23-F. Porque la consecuencia fundamental de Operación Palace es el aumento de los niveles de intoxicación que se apoderaron del 23-F desde el primer instante y la seguridad de que ha crecido exponencialmente el número de creyentes en las teorías conspirativas. A todo ello no sólo habrá contribuido el grueso del documental sino, incluso, las aportaciones desveladoras de los protagonistas, en varios casos ambiguas, y que, entre otras consecuencias, harán enrojecer de vergüenza al propio Vargas Llosa (aunque en el castigo lleve la penitencia) al ver como su dudoso hallazgo La verdad de las mentiras se usa sin rebozo para justificar el fraude. Ya he dicho que la hazaña retórica del domingo es una copia de Operación Luna; pero con una diferencia que sólo hace destruir el ya vulnerado crédito de los participantes en la españolada: ni Richard Helms, ni Henry Kissinger ni Buzz Aldrin sabían que sus declaraciones estaban al servicio de una farsa, como sí lo sabían nuestros políticos, periodistas e incluso ese historiador, catalán por supuesto, que allí aparece.

Quiero decir, por último, que en el programa salen tres tipos honrados, que cumplen con las reglas de su trabajo. Dos espías, uno del Cesid y otro de la CIA, y un militar español. Todos ellos, a diferencia de los Ónega, Leguina, Gabilondo et al son personajes ficticios, con nombres ficticios, interpretados por actores. Es un dato interesante. Permite distinguir a la gente poco seria. Es decir, aquella que en la lista del aprecio de los ciudadanos españoles ocupa los últimos lugares. Políticos y periodistas. Gente de la que, decididamente, no te puedes fiar.

25 Febrero 2014

Documentales falsos

Salvador Sostres

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EL HUMORISTA Jordi Évole presentó ayer un falso documental sobre el 23-F queriendo, en apariencia, hacer un homenaje a La guerra de los mundos de Orson Wells cuando en realidad recreaba la vieja fantasía de la izquierda de que el Rey organizó o incitó el golpe de Estado.

Es de agradecer que ayer Évole le llamara fascista al Rey en broma, porque en el resto de sus programas se lo suele decir en serio.

La izquierda, hasta cuando hace bromas, es golpista y prebélica. El falso documental de ayer fue una intencionada manera de dejarnos con la idea de que una vez más la derecha nos ha robado la Historia.

Por mucho que la izquierda no haya aceptado todavía que gracias a Dios –a Dios, sí– perdió la Guerra Civil y que tras el muro de Berlín no había nada, el Rey ha sido durante todos estos años la principal garantía de nuestras libertades y así como la derecha que vino del franquismo asumió la democracia, la izquierda que vino del comunismo permanece en su raíz totalitaria.

No ha habido ni un solo instante desde la restauración de la democracia en que la izquierda no haya puesto en duda la legitimidad de la derecha para gobernar; ni una sola estrategia electoral socialista –o comunista– que no haya consistido en tratar de expulsar a la derecha del tablero de juego y en atribuirle las motivaciones más siniestras.

En el escaso agradecimiento que suelen mostrar los pueblos más salvajes, que son los más ingratos, el Rey ha sido sometido a un insólito linchamiento por cazar con cortesanas que, como así tiene que ser, es lo que todos los reyes hacen. Y nadie parece recordar, en cambio, que Juan Carlos ha sabido hacer, también, lo que sólo está al alcance de los grandes monarcas: una muy competente política exterior a través de sus inmejorables contactos, que a la vez han sido de gran utilidad para la expansión comercial de nuestras empresas. Yo habría preferido un estilo más Windsor y menos campechano, ¿pero qué otro estilo puede realmente permitirse un rey de España?

Por cierto que cuando las cosas en Cataluña estén dentro de un año mucho más calmadas, fruto de acuerdos nada fáciles, muchos creerán que ha sucedido así, como por arte de magia. Y continuarán diciendo que el Rey está acabado y que Rajoy no hace nada.

A la izquierda totalitaria, y a esta derecha histérica que cada vez está menos en sus cabales, no les va a quedar otra que vivir de documentales falsos.

27 Febrero 2014

Contar mentiras

David Trueba

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La mayor ridiculez estriba en sostener que no se puede bromear con el 23-F porque esa noche los españoles se jugaron las libertades. Precisamente el falso documental se caracteriza por carecer de límites

Más interesante que hablar del falso documental de Jordi Évole sobre la intentona de golpe del 23-F, sería hablar sobre las reacciones que ha generado. La urgencia opinativa, que es el elemento principal de las redes sociales, tiene la virtud de la inmediatez, pero el defecto de la irreflexión. Y una opinión, para ser útil, tendría que venir algo macerada. Las redes sociales son estupendas para transmitir situaciones, sucesos, pero no para analizar sus consecuencias. Gran parte de la indignación que provocó Operación Palace proviene de quienes se sintieron víctimas de un engaño. Con el tiempo, celebrarán la emisión, puesto que fueron sus espectadores ideales.

La mayor ridiculez estriba en sostener que no se puede bromear con el 23-F porque esa noche los españoles se jugaron las libertades. Precisamente el falso documental, como el chiste, son géneros que, te gusten o no, se caracterizan por carecer de límites. Quien les exige esos límites pervierte su función y se convierte en un censor. Se le puede reprochar al programa que no fuera más brillante en la elaboración de su mentira, que levantara un aparato de falsedad más indescifrable, pero sostener que Évole pierde para el futuro la credibilidad periodística es tan disparatado como acusar de malos padres a quienes cantamos aquel Vamos a contar mentiras, tralalá a nuestros hijos.

Al acabar el programa de Évole, Iker Jiménez dio voz en Cuatro a las habituales teorías conspirativas sobre el 23-F. Son legión quienes expresan sus reticencias con marchamo de periodismo serio, investigación profunda y análisis de señales tanto conscientes como subconscientes. Si alguien tiene ganas de tomarse en serio el 23-F debería indignarse por esa cantinela, habitual en cada aniversario del golpe, que crece y crece sin unos mínimos de rigor y bien lejos de la maravillosa salud mental que propone lo confesadamente falso. Sostener que José Luis Garci puso en escena el asalto al Parlamento en 1981 y que por ello fue premiado con el Oscar dos años después, y no en 1982 como sostiene Wikipedia en otro de sus miles de errores, es un guiño a la construcción de nuestro país, infinitamente más ambicioso que todas las reacciones airadas, las apropiaciones de la verdad y las versiones iluminadas que llevamos 33 años padeciendo.

27 Febrero 2014

El 23-F, el rey y el esperpento

Luis García Montero

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El programa del periodista Jordi Évole sobre el 23-F ha conseguido mucha audiencia y una ruidosa polémica posterior. El aplauso, la protesta y las explicaciones desatadas compiten en protagonismo con el debate sobre el Estado de la Nación, otra farsa emitida a la opinión pública en estos días de febrero lluvioso. La diferencia de matiz quizá radica en que los padres de la patria están hoy muy desacreditados, ya casi nadie se los cree, y Jordi Évole merece un respeto general conseguido gracias un periodismo bien hecho. Yo soy uno más de sus admiradores. Los padres de la patria parecen tatarabuelos de un cortijo y Évole representa las mejores posibilidades de una nueva generación.

¿Por qué no me gustó en este caso su programa? Una de las cuestiones más discutidas tiene que ver con el sentido del humor. El asunto da para mucho, ya que hay mil matices entre la sonrisa, la risa y la carcajada, y no es lo mismo que te diviertan o que se rían de ti. En cualquier caso, no creo sensato cerrar la discusión manteniendo que existen cosas sagradas de las que uno no puede reírse o sentenciando que en España falta sentido del humor. Envueltos ahora en los Carnavales de Cádiz, parece ridículo dudar del humor en este maltratado país.

Tampoco creo acertadas las protestas sobre el engaño vendido como producto periodístico. Nadie que viviera aquellos acontecimientos, nadie que esté informado sobre la intentona de aquel golpe a través de los libros, los reportajes y los testimonios de algunos protagonistas, pudo tardar más de dos minutos en darse cuenta del recurso elegido por Évole. Desde esta perspectiva había detalles suficientes para comprender desde el principio que se trataba de una farsa. El programa fue honrado con sus carcajadas.

Pero tampoco me parece aceptable el argumento de que se intentaba explicar que los medios de comunicación fabrican montajes y que las verdades oficiales son un cuento. ¿Hace falta hoy esa explicación? ¿Cuál es el sentido común de los ingenuos? El descrédito generalizado, un descrédito que afecta de manera principal a la prensa. La gente sabe que las líneas editoriales, las noticias seleccionadas y los directores son impuestos no ya por los intereses políticos, sino por los bancos y los grandes grupos económicos que mueven los hilos de la política. Detrás de un director puesto o depuesto está un Gobierno, y detrás de un Gobierno están los bancos o los fondos especulativos. Esa verdad está muy asumida. El reto de hoy, por el contrario, es demostrar que necesitamos y que se puede hacer un periodismo independiente.

Jordi Évole lo ha demostrado en muchas ocasiones. Cuando anunció que iba a dedicar un programa al 23-F, despertó un interés justificado en sus seguidores. Después de tantos años de aquel intento de golpe, quedan demasiados enigmas y silencios que desestabilizan la versión oficial. El papel del rey como salvador de la democracia está más que cuestionado. ¿Por qué fueron cabezas de la intentona militar Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch, los dos generales más monárquicos del ejército? ¿A qué se debió el desprecio constante del rey hacia Adolfo Suárez en los meses anteriores al golpe? Nunca un rey democrático ha maltratado tanto a un presidente de Gobierno elegido por las urnas.

Son preguntas, por resumir todo un largo interrogatorio, que me he hecho con frecuencia. Me resolvió muchas dudas Santiago Carrillo, con una explicación sensata, en una tarde de rara sinceridad en casa de nuestro amigo Teodulfo Lagunero. Detrás del 23-F, según me contó, hubo una trama política aprobada por el rey para sustituir el gobierno de Suárez por otro de unidad nacional presidido por Alfonso Armada. Como justificación de esa medida, en la que estuvieron de acuerdo algunos personajes seleccionados de la UCD, el PSOE y el PCE,  se pensó en una intentona militar que legitimase ante la opinión pública una solución de urgencia. Milans del Bosch pensó en utilizar a un golpista de verdad, el teniente coronel Tejero, como anzuelo. Así se cruzaron dos golpes, uno blando, que perseguía una democracia con recortes y tutelada por el rey, y un golpe duro que iba contra la democracia de forma total. La estrategia se rompió cuando Tejero, enterado en el congreso de la solución pactada, se negó a un Gobierno de partidos y exigió la línea dura. El teniente coronel se les fue de las manos a los conspiradores y, de esa forma paradójica, evitó el éxito del golpe blando. Aunque parezca un chiste, me dijo Carrillo, fue Tejero quien salvó a la democracia de un ridículo venenoso para el crédito de los partidos.

Cuando vi la farsa de Évole, no me conmovió lo que tenía de mentira, sino lo que había de esperpentización de la verdad. Valle-Inclán inventó el esperpento porque la España oficial de la Restauración borbónica era una mentira, y deformando lo que ya estaba deformado, es decir, la España oficial, aspiraba a establecer de nuevo la verdad de la España real. El programa de Évole, pese a sus buenas intenciones, ha hecho lo contrario: ha deformado una explicación sensata de la verdad para hacerla compatible con la farsa de la España oficial.

La tristeza es comprobar que ni siquiera Jordi Évole se atreve, tantos años después, a hacer un programa de preguntas serias e impertinentes sobre las puertas cerradas, los secretos y las responsabilidades del rey en el 23-F. Y eso es lo que esperábamos todos aquellos que no admitimos a un monarca, elegido por el caudillo Francisco Franco, como salvador de la democracia española. La risa, en este caso, era más vasalla y menos interesante que las preguntas de un periodista independiente.

01 Marzo 2014

El gran engaño

David Gistau

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La actitud correcta fue la de Garci, que no desperdicia el hombre una oportunidad de divertirse

LAS reacciones al falso documental de Évole sugieren que el periodista debería comportarse como si tuviera contraído con la humanidad un juramento de servicio más estricto que el de la caballería andante. Por fortuna, no hay votos de castidad ni de sobriedad. Pero sí una enorme fatuidad que castiga intenciones distintas a la misionera de la predicación de la Verdad, tales como la de divertirse un rato. Atribuyen a Bismarck la frase de que con las leyes ocurre como con las salchichas: es mejor que nadie vea cómo se hacen. A esta prevención podría añadirse el periódico. Cada día, desde siempre, el periodismo serio llega a su público condicionado por criterios selectivos, ideologías, prejuicios, actos de autocensura, venganzas, coacciones, miedo a que suene el teléfono, interferencias de políticos o anunciantes, servidumbres varias que obligan, si no siempre a la manipulación, al menos a la perspectiva intencionada.

Aun así, resulta que la agresión a no sé muy bien qué esencia sagrada la ha cometido un formato que, engañando a todo el mundo, no engañó a nadie. Es decir, que no pretendió ser otra cosa más que un divertimento en el que nadie iba a inmolar su credibilidad y que al final confesaba ser una broma, por si quedaba algún obtuso que aún no hubiera sido capaz de deducirlo por sí mismo. Alguna humorada de Garci y de Verstrynge, como la explicación de por qué los guardias que se entregaban salieron por una ventana, o la de que Fraga pidió en un arrebato que le disparasen porque no soportaba saltarse la cena, deberían haber llevado al desengaño, antes del epílogo, a quienes creyeran estar asistiendo a un vuelco de la historia reciente española.

Más allá de las órdenes de detención contra Évole cursadas por los comisarios del oficio, la hostilidad contra el programa tal vez se deba a que a nadie le gusta descubrir que es fácil engañarlo (sentirse tonto de tocomocho). Y menos aún hacer por ello el ridículo en público, como le ha ocurrido a la gran esperanza generacional del socialismo, Talegón, que probablemente crea que hay cadáveres de alienígenas en el Área 51 de Roswell y que Elvis Presley aún vive. Que personas supuestamente avisadas cayeran de tal forma en la trampa revela que existe una fascinación conspirativa que influye en la gestión del relato histórico, ya concierna este al golpe o, en términos mucho más dramáticos, al atentado del 11-M. El «fake» de Évole no necesitaba ningún pretexto periodístico o intelectual para emitirse. Pero, de necesitarlo, podría haberse amparado en esta lección corrosiva con la que dejó en ridículo a los consumidores de conjeturas que inventan sórdidas realidades paralelas. Con todo, la actitud correcta fue la de Garci, que no desperdicia el hombre una oportunidad de divertirse, así escueza a los centinelas de la seriedad.

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01 Marzo 2014

Évole, la agenda oculta

Antonio Elorza

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En su ‘Operación Palace’ pagan la factura de modo excesivo Suárez, Gutiérrez Mellado, Sabino y Carrillo

A la vista de Operación Palace, es seguro que a Jordi Évole le gusta la farsa, pero no lo es tanto que en su trabajo acepte el papel de simple bromista. Al pronunciar la justificación de su seudo-documental, afirma que se trató de un simple juego, aspecto en que insisten algunos de los corifeos reclutados para dar un tinte de veracidad al relato. La cláusula de cautela resulta explicable. Pero ya en el anuncio final queda claro que el juego va en serio: “Nos hubiera gustado contar la verdadera historia del 23-F”, advierte, pero no fue posible al negar el Tribunal Supremo el acceso a los documentos.

Ante ese muro legal, ¿qué hacer? Caben diversas lecturas sobre el significado de Operación Palace. La mía es que Évole se sirve de un discurso esópico para ofrecer una interpretación nada confusa de la crisis, y al tiempo poner en tela de juicio las versiones académicas y políticamente correctas que precedieron a la suya. La introducción de elementos inverosímiles, llevada al extremo en la grotesca relación entre 23-F y José Luis Garci —con el momento brillante de la asociación entre Hitchcock y los guardias que escapan por la ventana—, responde al viejo aviso que en las películas excluía toda vinculación con hechos reales. Del absurdo emerge la verdad. Paralelamente, entre las intervenciones, a veces premiosas, de los testigos, se deslizan datos corrosivos que apuntan a lo efectivamente sucedido, a modo de imágenes deformadas por espejos cóncavos: Felipe y Guerra no provocaron la dimisión de Suárez en enero de 1981, pero su acoso sí desempeñó un papel complementario del “ruido de sables” para tal desenlace. Y hubo la comida de Lérida.

¿Operación Palace u Operación Palacio? Para aderezar el encubrimiento, pagan la factura de modo excesivo Suárez, Gutiérrez Mellado, Sabino y Carrillo. Mientras, tapada por la hojarasca, es perceptible la verosímil tesis del autogolpe, o del golpe tolerado: el mensaje del Rey se emite tras el fracaso de la gestión de Armada ante Tejero, contada y falseada a sabiendas por Évole. La confirmación se encuentra en el brillante comentario a Operación Palace de Luis García Montero en Público, revelando la explicación hasta ahora inédita de Carrillo: “Hubo una trama política aprobada por el Rey para sustituir el Gobierno de Suárez por otro de unidad nacional presidido por Armada. Como justificación de esa medida, en la que estuvieron de acuerdo algunos personajes seleccionados de la UCD, el PSOE y el PCE, se pensó en una intentona militar que legitimase ante la opinión pública una solución de urgencia”. Solo que el golpista instrumental, Tejero, reventó el plan. Así fue como involuntariamente Tejero salvó la democracia. La ficción de Évole adquiere pleno sentido.

02 Marzo 2014

Montaje

Carlos Boyero

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Tenía conocimiento de que iban a exhibir un programa especial de Jordi Évole sobre el 23-F. Y aclaro que no me importa que me manipulen a condición de que me crea lo que están contando

No he oído nunca la grabación completa del programa radiofónico que perpetró el juguetón Orson Welles y en el que convenció a infinitos y aterrorizados oyentes de que los marcianos estaban invadiendo Estados Unidos, pero estoy convencido que en ese momento me hubiera escondido en el fondo de un armario o debajo de la cama. Lo asegura alguien especialmente miedoso, pero que no cree en los encuentros en la tercera fase, ni en primera, ni en segunda con los amigos o los enemigos de otros planetas, ni en dioses, ni en diablos (sí en el mal, pero sus atributos no son etéreos sino salvajemente terrenales), ni en el más allá, ni en la reencarnación. Solo en la certidumbre de que todo acaba con la muerte. Me hubiera ocultado o suplicado auxilio porque la voz de Welles y su grandiosa capacidad artística me podían hacer creer, alterar, cuestionarme lo que a él le diera la gana.

Tenía conocimiento de que iban a exhibir un programa especial de Jordi Évole sobre el 23-F. Suelo ver el trabajo de este hombre. Ha hecho cosas distintas, inteligentes, necesarias. Desde hace un tiempo tengo la sensación en Salvados de que solo voy a escuchar lo que yo deseo oír, que se sacrifican o se eluden los matices y el reverso. Y aclaro que no me importa que me manipulen a condición de que me crea lo que están contando. Llego tarde y me encuentro con secuencias de una película de Garci que me resulta especialmente estomagante titulada Volver a empezar. Cuentan que en los nombres de los personajes están las claves de un montaje sobre el 23-F. Apago la tele, me tomo mis pastillas, me voy a la cama, duermo.

Una hora más tarde me llama un amigo en estado alterado. Es el mismo que me dio la noticia del golpe aquel abyecto día de 1981. Entonces él creía haber escuchado en la radio que los esperpentos armados habían asaltado el Parlamento matando a gente. Ahora me asegura que en el programa de Évole se demuestra que todo fue un montaje. Le pido que me deje dormir, que me da igual, que paso. No le di tiempo a Évole ni para sentirme fascinado ni estafado. No sabía que Iñaki Gabilondo se había prestado al juego. Para mí, es alguien que posee autoridad profesional y moral. Por no llegar a escucharle gané varias horas de sueño. Me alegro. Tampoco recupero el programa.

16 Marzo 2014

El golpe de Estado de Jordi Évole

Javier Cercas

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Si lo que quería mostrar Évole es que nuestra novelería no tiene límites, el programa fue un éxito

Hay que volver a repetirlo: el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 es nuestro asesinato de Kennedy. Primero, porque es el punto exacto donde convergen todos los demonios de nuestro pasado reciente. Y segundo porque, en parte por lo anterior, se ha convertido en una ficción, una gran ficción colectiva fabricada durante décadas, a base de especulaciones noveleras, recuerdos inventados, teorías insensatas, leyendas urbanas, medias verdades y simples mentiras, por los propios golpistas, por periodistas con mucha prisa y pocos escrúpulos y por la fantasía popular. El resultado es que, como además el golpe fue un golpe casi sin documentos, sobre él puede decirse de todo y con absoluta impunidad; de hecho, salvo que lo organizaron Mortadelo y Filemón, del golpe se ha dicho de todo, como del asesinato de Kennedy. Por eso, hace unos años, en trance de escribir una novela sobre el 23 de febrero (o sobre un instante o un gesto del 23 de febrero), comprendí que escribir una ficción sobre otra ficción era redundante, literariamente irrelevante, y acabé escribiendo un relato lo más cosido posible a la realidad, un relato real o una novela sin ficción.

No voy a discutir aquí si lo que hizo Jordi Évole el pasado 23 de febrero en Salvados, presentando una versión ficticia del golpe como si fuese verdadera, estuvo bien o mal; a mi juicio, lo más interesante del asunto es otra cosa. De entrada podría sorprender que espectadores con sentido común y nociones de historia y política hayan podido creerse la delirante ficción de Évole durante más de un minuto; pero, si bien se mira, es lógico. En apariencia, Évole hubiera podido hacer algo mejor de lo que hizo, ahorrándose de paso el trabajo de inventar nada: le hubiera bastado con repetir algunas de las innumerables ficciones que han hecho pasar por realidades periodistas en teoría solventes para mostrar que sobre el 23 de febrero ya se han inventado todas las ficciones posibles y se han dicho todas las posibles tonterías. Lo cierto sin embargo es que, quizá sin saberlo, Évole hizo muy bien, y la razón es que en el fondo no inventó tanto. Porque el caso es que hasta hace poco tiempo, aunque ustedes no lo crean o lo hayan olvidado, la verdad oficiosa del 23 de febrero decía algo no muy distinto de lo que decía la ficción de Évole; a saber: que el 23 de febrero fue un falso golpe, un golpe urdido por los servicios secretos y teledirigido por el Rey para evitar el golpe auténtico y reforzar la democracia y la monarquía. De ahí que Felipe Alcaraz, exdiputado de IU y participante en el programa de Évole, afirmara al descubrirse la ficción que esta tenía mucho de verdad, “pero los actores y el director eran otros”. Dicho de otra manera: mucha gente se creyó la ficción de Évole porque durante décadas se han contado sobre el 23 de febrero muchas ficciones parecidas como si fueran verdades.

Pero lo más inquietante del programa de Évole no fue lo que iba en broma, sino lo que iba en serio. Una vez aclarado el chiste, en efecto, oímos decir con insistencia que el golpe sigue siendo un asunto sagrado, intocable, lo que, dado que sobre el golpe se han escrito montones de libros de todo tipo y se ha dicho de todo, es más o menos como sostener con insistencia que Nacho Vidal sigue siendo virgen. También se dijo que no es posible contar la verdad sobre el 23 de febrero porque el Tribunal Supremo no autoriza la consulta del sumario del juicio. No es cierto: aunque es verdad que el Supremo no permite de momento consultar el sumario, este se puede leer, porque mucha gente posee copias de ese documento (la parte más importante del cual, por otra parte, ha sido publicada); además, todo lo que se dijo en el juicio del golpe fue contado al detalle y a diario por los periodistas que asistieron a él. En fin, también escuchamos a gente en apariencia seria repetir, como si fuera Iker Jiménez hablando de platillos volantes, que quedan aspectos oscuros por iluminar de uno de los acontecimientos más iluminados de la historia de España, cuya verdad fundamental está al alcance de cualquiera desde hace décadas. Si lo que quería mostrar Évole es que nuestra novelería (o nuestra estupidez) no tienen límites, empezando por la de los propios responsables de Salvados, el programa fue un éxito total.