Fue noticia el 5 de noviembre de 2002.
Jordi Pujol modifica su Gobierno en Catalunya para dar más poder a Artur Mas y a Felip Puig y meter al antiguo ‘tránsfuga’ Antoni Fernández Teixido
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Abandonan el Gobierno: D. Eduard Rius, D. Lluís Franco, D. Josep Delfi Guardia y D. Antoni Subira.


Gobierno de Mas
EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)
Artur Mas, conseller en cap de la Generalitat, parece haberse salido con la suya. Ha vencido la renuencia del presidente Jordi Pujol a efectuar un cambio de Gobierno, con la mira puesta en las elecciones autonómicas previstas para dentro de un año. El objetivo del candidato nacionalista es imprimir un nuevo dinamismo al ya agostado equipo para recuperar la creciente ventaja que los sondeos otorgan a su rival socialista, Pasqual Maragall.
Para ello, Mas y los suyos deberán redoblar esfuerzos, porque la sensación de fin de etapa y la consiguiente inevitabilidad de un cambio está muy extendida en la sociedad catalana. Contribuye a ella el desánimo y la anomia de los propios dirigentes nacionalistas, en el partido y en el Ejecutivo. Baste al respecto recordar que ésta es la sexta crisis de Gobierno en los tres años transcurridos de la presente legislatura: un cambio semestral. La mejor noticia de la crisis es el relevo del consejero de Industria, el veterano Antoni Subirà, cuya vacía gestión está llena de opacidad, escándalos políticos y judiciales y tráficos de influencias. También resulta sugestiva la reducción del número de consejeros (de 15 a 13), aunque no parece que ello acabe derivando en un adelgazamiento inmediato del excesivo burocratismo imperante.
Es de lamentar que las grandes preocupaciones de la ciudadanía o los asuntos políticamente más candentes (como la seguridad, los accidentes laborales, la inmigración o los fondos para la formación de los desempleados) no dispondrán de un consejero específico. Un error de bulto es la atribución de la portavocía a Felip Puig, un protegido del entorno familiar presidencial. No por ser una de las cabezas visibles del soberanismo, sino porque cuando fue consejero de Medio Ambiente creó problemas (en el conflicto sobre el agua del Ebro o en el de la contaminación por purines) en lugar de resolverlos. El tiempo dirá si este intento de recuperar la iniciativa mejorará los servicios a la ciudadanía, servirá para poner coto al declive preelectoral nacionalista o conducirá directamente a la nada.


Las tuercas de Mas
EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)
El conseller en cap de la Generalitat, Artur Mas, ha anunciado un paquete reglamentario para «apretar un poco las tuercas» en el desarrollo de la Ley de Política Lingüística, promulgada hace cinco años y de un sabor ya intervencionista. El candidato a suceder a Pujol ha incurrido en una enorme frivolidad. No sólo porque no ha presentado previamente una evaluación global y exacta del necesario desarrollo del idioma catalán que justifique la necesidad de nuevos reglamentos, sino porque la lengua es una materia tan seria y delicada que no debe utilizarse con espurios fines electoralistas, como es el caso.
A diferencia de la Ley de Normalización de 1983, que nació del consenso y se orientó hacia una estrategia incitativa, la de 1998 generó polémica y adoptó un tono conminatorio en el uso social del catalán. Pese a ello, y con alguna excepción en el ámbito universitario, la inteligencia de la sociedad civil y la moderación del presidente Pujol en su aplicación han evitado la explosión de conflictos.
Muchos datos apuntan a que el fomento de la lengua catalana cosecha éxitos: se ha triplicado en tres años su aprendizaje entre los inmigrantes; se consolida su presencia en los medios audiovisuales y en la edición; se amplía en ámbitos administrativos complejos; se generaliza la rotulación bilingüe en los establecimientos comerciales. Y todo debido mucho más a una sociedad dinámica y respetuosa que a la más reciente legislación discutida y discutible. Si todo eso es así, si funciona la incitación positiva, ¿para qué las tuercas, inspecciones y sanciones?
Asociar la recuperación de una lengua perseguida por la dictadura y el enriquecimiento cultural de la ciudadanía a actuaciones conminatorias no es sólo un error: es erosionar el prestigio de la propia lengua que se dice defender.
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