16 junio 1988

José Luis López Aranguren contesta desde EL PAÍS a los ataques de Jaime Campmany (ABC)

Hechos

  • El artículo de D. Jaime Campmany del 11 de junio de 1988 en ABC es aludido en el artículo de D. José Luis López Aranguren del 16 de junio de 1988 en EL PAÍS.

11 Junio 1988

El óbolo dorsiano

Jaime Campmany

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Me contaron – que yo no le vi, y lo siento – que don Eugenio d´Ors tenía la figura de un ángel en el vestíbulo de su casa. Debajo del ángel había una bandejita. Los visitantes de don Eugenio, al terminar la conversación o la tertulia y abandonar la morada del maestro, casi sagrario de la sabiduría, eran invitados a depositar su óbolo a los pies del angel. Los habituales de la visita ya conocían el rito, y lo cumplían religiosamente. Los neófitos eran invitados suavemente por el maestro a respetar aquella liturgia. El maestro hablaba con voz leve, pero con tono firme y arrastraba las sílabas. ‘Por favor, deposite el óbolo’, ordenaba al catecúmeno. Y el catecúmeno, claro, depositaba.

Ahora, nos han puesto la costumbre del óbolo en la declaración de la renta. Bueno, en realidad, lo que ahora hacemos no es depositar el óbolo, sino ordenarles al Gobierno que lo deposite, restándolo de lo que pagamos al Estado. Minúsculo óbolo, por cierto. Esta en nuestras manos que el medio por ciento, o sea, dos reales por cada chocolatina de cien pesetas que le pagamos al César, se los den a Dios. Dos reales para Dios, y trescientos noventa y ocho reales para el César. Más o menos, un cirio para San Roque por cada ‘mystere’ para el Guerra. O una candelilla para Santa Rita por cada medalla de oro para Fidel Castro, sin contar el viaje a Cuba de don José Federico. En esto de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, contado en monedas, hacemos como aquel cura despabilado que, para repartir las monedas del cepillo entre el culto y su propia faltriquera, aconsejaba tirar las monedas a lo alto, y lo que Dios cogiera, para Él y lo que cayera al suelo, para el cura.

Pero he aquí que llega don José Luis López Aranguren, que es algo así como un fósil de la época dorsiana, un superviviente de la angeleología, un vestigio de don Eugenio, pero con pelambrera, un hilillo dorsiano al que se le hubiese secado la fuente nutricia, vamos, un cantamañanas del glosario y un correveidile de la bien plantada, llega Aranguren , digo, y se cabrea por lo de los dos reales del óbolo.

La culminación de todo el pensamiento filosófico de don José Luis López Aranguren (a quien pro su carácter jocundo y su talante jovial se conoce en las aulas y en los claustros con el castañolero nombre de Amarguren) radica en su teoría sobre la novedad impositiva del óbolo de los dos reales. Don José Luis se ha cogido del bracero de otro filósofo eminente, don Fernando Savater, y entre los dos, al alimón, han definido el minúsculo óbolo para la Iglesia como burla, estafa, inquisición y escándalo. ¡Toma nísperos, Manuela, que son para los curas!

Dice que es una burla, porque durante tres años, quisiera o no quiera el contribuyente, el Estado seguirá pagando a la Iglesia lo que ahora le da. Es una estafa, porque, aunque se dice que es voluntario, detraerá fondos para pagar el ‘mistère’ del Guerra y la medalla de Fidel, y eso habrá que repartirlo entre los demás contribuyentes. Es una inquisición, porque de esta manera, con la crucecita que debe poner el contribuyente en su declaración de renta, se van a enterar si uno es católico, apóstata, ateo o sencillamente, que, para el culto, ni un céntimo. Y es un escándalo, porque supoen contribuir menos que los demás ciudadanos a los fines sociales que atiende el Estado, o sea (y esto no lo dice Aranguren sino que lo añado yo) a la divulgación de las canciones de ‘Las Vulpes’ o en subvencionar a don Daniel Ortega, para que imponga la democracia en América y acabe de una vez con el tirano de Reagan.

Desde que fue luz de Trento, la filosofía hispánica no había producido unos teólogos pensadores, moralistas o como quieran ustedes llamarles que puedan ser comparados con estos insignes cerebros, con estas ilustres cabezas, Aranguren y Savater. Todo esto lo han expuesto a don Juan María Banrés en una carta. Y lo sorprendente es que Bandrés ha dicho que él va a dar el óbolo para hacerle caso a su mujer. O sea, que detrás de cada Sócrates, una Xantipa.

Jaime Campmany

16 Junio 1988

Los dineros de la Iglesia

José Luis López Aranguren

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Es curioso: uno, que no es nadie ya, «algo así como un fósil de la época dorsiana», «un cantamañanas del glosario y un correveidile de la bien plantada» (¡qué información sobre mí la de este insultador cuasi profesional que se quedó -obviamente, para no enterarse siquiera de él- en mi primer libro, publicado hace 43 años!), y que pese a sobrevivirse desde entonces es capaz de suscitar las iras de tal individuo o, mejor dicho, de resucitarlas, pues a él le corresponde el gallardo honor de haber sido ya mi mayor injuriador y calumniador en 1965, cuando mi suspensión de la cátedra de la Universidad. La historia se repite: entonces, desde las páginas de Arriba, pues el tal militaba todavía en acérrimo falangismo; ahora, desde las del Abc, que, como se sabe, ha sido ya judicialmente condenado por dos veces a causa de las ofensas que en él se me han inferido. Se ve que en su deseo de revivir aquella gloriosa gesta ha querido sumarse al coro de sus condenados colegas. (No sé si Dios los cría, pero desde luego el Abc los junta.) Es impresionante comprobar cómo hay odios que duran toda la vida. ¡Y pensar que yo ni siquiera conozco mas que de nombre al tal fulano!Naturalmente, no es de él de quien me voy a ocupar, ni aquí ni en ninguna parte. Es el síntoma lo que posee un cierto interés: que personas así a quienes es seguro les importa no ya un óbolo, sino un bledo, el impuesto religioso, arremetan soezmente contra quienes lo cuestionan. Desde el mismo diario, aunque en otro tono, nada soez sino típicamente eclesiástico, ya se había adelantado J. L. Martín Descalzo a replicarnos; pero con la mala fortuna de que, acusando a los impugnadores de asumir actitudes de dictadores, se le ocurría incluir en su artículo cita -por cierto, memorable: «¡toma castaña!»- del encartado, quien puso todos sus talentos y buenos oficios al servicio, o más bien servidumbre, de la dictadura. Hay que elegir mejor las citas y las compañías, Martín Descalzo.

Pero permítaseme que antes de seguir adelante -y no, de ningún modo, para retirar mi firma- esclarezca cuál ha sido mi contribución real al tan denostado escrito. Confieso que a mí ni se me había pasado por las mientes protestar públicamente contra el impuesto religioso. Pero en mi conferencia de clausura del ciclo del Instituto de Filosofía sobre Kant, y terminado ya el acto, se me invitó a firmar un escrito contra el impuesto religioso. Yo, sin vacilar y sin leerlo, porque me ofrecía confianza quien me lo presentaba, puse mi firma donde se me indicó, y para mí, punto final.

Pero no para los medios de comunicación. Desde 8 o 10 de ellos por lo menos se me llamó para que me extendiera en los argumentos del escrito, y siempre respondí lo mismo: lo firmé porque se me pidió y estoy en contra del impuesto, pero mal puedo hablar de unas razones que no conozco y que posiblemente no son las mías. Se me podría objetar que debe leerse lo que se firma, y es verdad. Pero ni ha sido la primera ni será la última vez que yo firme así. Medio en broma, medio en serio, en muchas ocasiones he dicho que así como la obligación de las bases contestatarias es asistir a manifestaciones, la obligación del intelectual, caricaturalmente expresada, es firmar manifiestos. Firmarlos, no escribirlos.

¿Cuáles son mis razones? Confieso que antes de sufrir la reacción no me parecía tan relevante la del censo de anticlericalismo que con esos datos se puede levantar para su uso el día de mañana, pues aun cuanto estemos ya en plena involución eclesiástica, la involución política en materia religiosa es, felizmente, improbable. Pero después de ver la furia que el escrito ha desatado en la derecha, reconozco que sus redactores han sido más perspicaces que yo. Tras los insultos que, por haberlo firmado, estamos recibiendo, ¿sería extraño que muchas gentes sencillas, con decenios de miedo encima, teman una represión? (Véase sobre esto el artículo de Rosa Montero en EL PAÍS del día 11.)

Pero ya he dado a entender que mis argumentos son otros, y al primero de ellos acabo de aludir. Muchos cristianos estamos en contra de la muy visible reacción de la Iglesia contra el Concilio Vaticano II, de su vuelta de espaldas al mundo actual, moderno o posmoderno, como quiera llamarse. Ahora bien, una manera de decir no a esta Iglesia y de querer otra en la que no sean preeminentes el Opus De¡ y Comunión y Liberación, otra Iglesia que no condene todo brote de izquierda cristiana, es decir no al impuesto religioso, o, mejor dicho, eclesiástico.

Un segundo argumento: hacer que nos ocupemos de los dineros de la Iglesia en el contexto actual es cuando menos inoportuno y desafortunado. Aquí se ha hablado poco, pero en Italia mucho, de un prominente hombre de los negocios de la Iglesia y de sus presuntos manejos, posiblemente fraudulentos, que el Vaticano ha impedido esclarecer judicialmente. ¿Son éstas las mejores circunstancias para pedir a los fieles su contribución económica a una institución que está resistiéndose a la transparencia de sus cuentas y a que, en su caso, recaiga sanción sobre quien corresponda? Parafraseando a la vez un dicho famoso y un argumento del escrito, yo diría que el establecimiento, ahora, de tal impuesto es peor que una inquisición; es una equivocación.

En fin, aun cuando podría continuar, he aquí un tercer argumento. En el título del artículo de Martín Descalzo figura la palabra manipulación. Es otro error en que incurre, pues la acusación se puede volver contra una Iglesia, la española, que ataca al régimen opportune y, más bien, importune, recientemente por trato discriminatorio contra ella (lo que desde luego no es cierto) y sin embargo erige a su aparato administrativo en recaudador de sus fondos, precisamente por la vía, tan criticada hoy, del impuesto. A nuestra Iglesia no le gusta, por supuesto, la separación del Estado. Me pregunto si no estaremos asistiendo a un complicado juego de mutuas manipulaciones y, en cuanto aquí nos importa, a la manipulación consistente en una reticencia verbal por parte de la Iglesia con el fin de obtener mediante esta estrategia, ventajas, y beneficios de uno u otro orden.

Todos somos pecadores; también, por supuesto, los hombres de iglesia. Muchas veces he insistido en la diferencia entre lo eclesiástico y lo eclesial; entre lo que ella tiene de gracia divina, pero conservada dentro de un estuche humano y aun demasiado humano. Y además, ahora, en cuanto partícipe de la sociedad del espectáculo, canonizando a diestro -nunca ha habido tantas elevaciones a los altares como ahora, nunca se ha paseado tanto la santidad por el mundo- y condenando, o amagando condenar, a siniestro. Iglesia, como se dice, de la Restauración, pero Iglesia, puede decirse también, neobarroca.

Una Iglesia a la que oportet haereses, que necesita herejías o, como a mí me gusta decir, heterodoxias, críticas y autocríticas. Gentes que digamos no a esto y a aquello. También, ¿por qué no?, al impuesto mal llamado religioso.