14 enero 1994

La revuelta del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas (México) acaba con la intervención del ejército

Hechos

Entre el 1 y el 14 de enero de 1994 en Chiapas.

11 Enero 1994

La herida de Chiapas

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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EL EJÉRCITO, mexicano ha hecho lo único que sabe hacer un Ejército para desanudar lo que Octavio Paz ha llamado el nudo de Chiapas: bombardear y aplastar con la fuerza ciega de la aviación y los blindados la parte más visible de la protesta, la acción militar de unos guerrilleros mal armados en el Estado de aquel nombre, colindante con Guatemala y también con la miseria y la desesperación.El presidente Carlos Salinas de Gortari quiere pasar a la historia como el líder que ha propulsado de una manera decisiva la modernización de México, con lo que todo ello conlleva de democratización: autenticidad del sufragio, liquidación de estructuras corporativistas, lucha contra el emboscamiento del partido gobernante en la Administración y, en general, contra la corrupción de la cosa pública. A ese proyecto, cuyo buque-insignia es la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá, le sienta como una pedrada entre los ojos la revuelta campesina en demanda del reconocimiento más elemental que cabe exigir de la modernidad en las postrimerías del siglo XX: el derecho a una vida material y moral digna.

Es perfectamente posible, como se ha sugerido, que la rebelión de Chiapas no se haya cocido exclusivamente en el propio Estado mexicano; que haya intervención de fuerzas exteriores, y no sólo alguna colaboración de la vecina guerrilla guatemalteca, sino de intereses nacionales o internacionales contrarios a todo lo que el TLC significa. Pero también es evidente que los datos materiales en los que se sustenta la revuelta no son exógenos, sino que están muy bien fabricados a domicilio.

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Algunos autores afirman que Chiapas en realidad no es México; que la revolución de 1910 y su obra continuadora, cuya encarnación es el propio PRI -el partido en el poder desde 1929-, no llegó jamás al territorio; que el latifundismo, que la explotación, que la discriminación del indio, hacían de Chiapas una excepción en la polis mexicana. Pero el camino de la modernidad no admite salvedades: es un proyecto que fracasa -cuando se aplica selectivamente, como muestra el atroz precio en vidas humanas y el deterioro de la imagen internacional de México.

El Ejército ha actuado con brutal rapidez porque cada día que pasaba, cada minuto transcurrido con ese absceso abierto ante la mirada del mundo, era un spot de pésima publicidad para el proyecto de Salinas. Por ello, no ha habido interés en entablar un diálogo genuino con los insurrectos, ni tampoco en aceptar una mediación, como la que ofrecía la Iglesia católica, por el temor a que un compás de espera negociador no sólo mostrara al Estado como un interlocutor débil, sino también incapaz de generar otro tipo de respuestas. Al parecer, había que demostrar primero quién tiene la superioridad de la fuerza.

Pero el día del uso de esa fuerza, con todo lo que ha tenido de excesiva y, sobre todo, de inútil para resolver el problema, tendría que haber pasado ya. Sea cual fuere la capacidad de violencia que reste a la revuelta, nos hallamos ante la necesidad de sanar las heridas, de demostrar que el poder tiene más argumentos que el tanque y el cazabombardero. Los cambios decididos ayer por Salinas en su Gabinete podrían apuntar en esta dirección.

Hay que exigir una investigación oficial sobre la conducta del Ejército en su actuación represiva en Chiapas y, conjuntamente, el inicio de un verdadero diálogo con los representantes de los campesinos, como el que propone el presidente Salinas, para encarar los problemas de atraso e incuria histórica que sufre Chiapas y cuya vigencia en la actualidad es una sangrante denuncia del comportamiento de las clases dirigentes del Estado y del PRI de las últimas siete décadas. O, lo que es lo mismo, reconocer que la modernización del país, que el ingreso de la gran república mexicana en el siglo XXI, que la apertura de Salinas, no constituyen, en definitiva, más que una vía para la que está reservado el derecho de admisión.

19 Enero 1994

Chiapas, la alborada detenida

Torcuato Luca de Tena Brunet

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El excelente escritor argentino Abel Posse acaba de publicar en estas mismas págians un artículo titulado ‘México y el teocidio maya’ tan notable por sus aciertos como por sus errores. Los primeros corresponden a la justa interpretación de que lo que está aconteciendo – y su veraz ‘por qué’ – en el más meridional de los Estados mexicanos. Los segundos, a un mero, pero grave desconocimiento geográfico.

Comienza su artículo el señor Posse aludiendo ‘al reciente levantamiento de los mayas quiches en el Yucatán. Más he aquí que Chiapas, donde se ha producido el estallido subversivo, ni está en el Estado de YUcatán, ni en la península del mismo nombre, ni siquiera es limítrofe o colidante con ninguno de los tres Estados (Quintana Roo, Campeche y Yucatán propiamente dicho) en que está dividida políticamente aquella península. Entre Mérida, capital de Yucatán, y Tuxtla Gutiérrez, capital de Chiapas, hay más de 600 kilómetros en línea recta, y bastante más de mil, siguiendo la tortuosa carretera que traviesa tres Estados: el último, el de Tabasco, en cuya capital, Villahermosa, se encuentran los más asombrosos vestigios de la misteriosa cultura olmeca, una decena de siglos anterior a la maya. Por último, Yucatán, que es, junto a la península de Florida, uno de los dientes de la tenaza que cierra el golfo de México, sirve de parteaguas a dos mares: el del golfo mismo y el del Caribe, ambos atlánticos, mientras que la costa marítima de Chiapas está bañada, en toda su extensión, por el Océano Pacífico. Añade el señor Posse en su bello artículo, plagado de de errores, «que los mayas que se rebelan hoy conocen el rumor de las aguas subterráneas que, en Yucatán, corren por canales y sucesivas piletas de lava». En efecto, en Yucatán (que es como una inmensa alfombra casi al nivel del mar, y sin pliegues ni ondulaciones) no hay ríos, sino corrientes subterráneas que de cuando en cuando afloran en unas inmensas pozas, llamadas cenotes como la muy famosa de Chichén Itzá, donde los antiguos mayas sacrificaban, ahogando a sus víctimas. Pero en Chiapas nadie podría admirarse de que los indígenas conozcan el rumor de las aguas subterráneas, sino que no oyeran el estrépito de sus múltiples ríos de superficie – Grijalva, Jataque, Usumacinta y un largo etcétera – despeñándose de las alturas de la Sierra Madre, dominada por colonos como el Tzontechuitz o el volcán Tacana, de 4.100 metros sobre el nivel del mar, o precipitándose en ejarbe, bullentes y arrasadores, por los tajos y cañones de la turbulenta ortografía de la meseta central con una media de altura que rebasa los dos mil metros. Confundir Chiapas con Yucatán es como equiparar el Pirineo con las marismas del Guadalquivir. Y a los tzotziles con los mayas, como intrincar tartesos con vascones.

Cierto que toda la zona mesoamericana próxima a las fronteras con Belice y Guatemala fue dominada por esa cultura, pero los pobladores de Chiapas no son mayas como los de Yucatán; del mismo modo que los cordobeses no son árabes ni los tarraconeses romanos. Las etnias aborígenes chiapanecas más abudantes son las de los tzeltales, chotes tzotziles y lacandones, utilizados (sobre todo los últimos) por los mayas como mano de obra esclava para la construcción de sus formidables ciudades monmentales cual la de Palenque. Pero entonces y ahora, inveteradas y sus atuendos, tan idsímiles entre sí como su lengua y sus ragos étnicos. Precísamente la palabra ‘chiapas’ significa ‘Monte de Guerra’, más no en lengua maya, sino en idioma tapetchio, otra de las etnias más antiguas y, por ende, más primitivas.

No son, por tanto, los mayas de Yucatán, como piensa don Abel Posse, quienes se han sublevado, sino los choles, tzeltales, lacandones y tzotziles de Chiapas. En Yucatán reina la paz.

Mas ya empieza a pesarme tanta puntualización al estricto del ilustre intelectual argentino, porque lo cierto es que, equivocando o no la localización geográfica y étnica del conflicto, ha dado de lleno en la diana, al diagnosticar las causas del mismo. Y «¿qué importa errar en l omenos si se ha acertado en lo mas?».

Las causas más profundas de los sucedido y de lo que aún queda por suceder, no son tanto de orden económico cuanto de orden cultural, como afirma muy acertadamente el señor Posse. Si en el imperio avasallador de la técnica y de la racionalización del trabajo – añado yo – unas masas se aferran a sus tradiciones neolíticas, frente a otras que avanzan en la vanguardia del progreso, las diferencias sociales se harán inevitablemente más y más profundas. Si se prefiere al curandero que al médico, al brujo que al físico, al artesano que al infeniero, a las recolecciones ancestrales que al tractor, ¿cómo puede sorprenderse nadie de que un colono alemán o estadounidense o mexicano (por no decir español, porque eso molesta) prospere y adelante sus peones frente a los tzoztiles y lacandones? El abismo cultural producirá inevitablmente el abismo económico. Y el abismo económico – visible, tangible, doloroso, pero nunca sorprendente – el caldo de cultivo para que desde el exterior (esto es evidente de toda evidencia, como diría Cervantes) se aplique la mecha sobre la yesca del descontento y la frustración. Frustración cultural, no olvidemos esto. Porque ha habido una larga tradición de pseudointelectuales indigenistas que han mantenido temerariamente, desde la civilización, que había que respetar ‘la pureza’ de las tradiciones, y la cultura – ¡qué eufemismo! – de las razas primigenias. Y lo han conseguido.

Ésta es la causa más profunda, por no decir la única, de las desigualdades sociales en mesoamérica, por mucho que no lo entiendan los institutos indigenistas de muchas de las naciones afectadas y los curas adscritos a la teología de la liberación que han prefererido en muchos casos, el uso de la metralleta al del catecismo.

Las razas mesoamericanas no están adscritas como las de la Amazonía al paleolítico inferior, sino a un grado harto más elevado: al de Neolítico superior… Pero mantenerlas en este estado equivale a mantenerlas por siempre y para siempre en el total estancamiento. Lo que Ortega llamaba razas que permanecen en una alborada detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía.

Torcuato Luca de Tena Brunet

12 Marzo 1994

Los acuerdos de Chiapas

Octavio Paz

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Escribo estas líneas después de haberse concluido en San Cristóbal la primera fase de las pláticas entre el comisionado para la paz y la reconciliación, Manuel Camacho; el obispo Samuel Ruiz, mediador, y los delegados de los insurrectos de Chiapas (EZLN). Hubo consenso sobre los temas esenciales y ahora sólo falta la ratificación final de los acuerdos por parte de las comunidades indígenas. Las pláticas se desarrollaron en dos etapas: una, consagrada a los temas regionales, que son el meollo de las reivindicaciones de los indígenas, y otra, la segunda, relativa a cuestiones políticas de orden nacional.El acuerdo sobre los temas regionales se logró con relativa facilidad. Los fundamentos históricos y morales de esas demandas eran claros y justificados. Ahora será indispensable que las partes, sobre todo el Gobierno, cumplan efectivamente con lo pactado. Es indispensable crear un organismo dotado de facultades y poderes para vigilar el cumplimiento de los acuerdos.

Al llegar a este punto, surge la pregunta que nadie o casi nadie ha hecho: ¿son factibles las soluciones propuestas? Me refiero a aquellas que dependen de factores externos y ajenos a la voluntad del Gobierno y de las comunidades indígenas.

Entre las causas determinantes de la situación desdichada de los campesinos de Chiapas hay cuatro, por lo menos, que escapan a su arbitrio: el excesivo crecimiento de la población; la escasa productividad de las tierras en_ la región de Las Cañadas, en donde está localizado el conflicto; el descenso internacional de los precios del café; en fin, las dificultades técnicas que implica ya sea la transformación de tierras de pasto (ganadería) en agrícolas, o bien la administración de las fincas ganaderas por las comunidades. No digo que estos obstáculos sean insuperables; digo que hay que contar con ellos. Los temas de carácter nacional eran los más difíciles, pero, a pesar del radicalismo verbal de los insurrectos, fueron resueltos con realismo y prudencia.

En primer lugar, de manera implícita, aunque no expresa, los insurgentes desistieron de su demanda original, absurda por lo demás: la renuncia del presidente y la formación de un gobierno provisional que convocase elecciones. Además, y esto fue esencial, aceptaron que los acuerdos sobre estos temas no fuesen resolutivos, sino declarativos. En efecto, se trata de asuntos que escapan a la jurisdicción y a la competencia tanto del EZLN como del comisionado. Por su naturaleza, esos problemas sólo pueden ser resueltos por la nación entera, ya sea a través de los poderes legalmente constituidos o, si se prefiere otra vía, por medio de un plebiscito o un referéndum.

Dos temas de orden nacional aguardan resolución del Congreso. Ambos merecen un comentario: los proyectos de reformas a los artículos 27 y 4 de la Constitución. Desde ahora puede decirse que sería funesto volver a la letra o al espíritu del antiguo artículo 27, como pretenden el EZLN y otros grupos. Durante medio siglo, al principio con las mejores intenciones y después como un método para manejar a los campesinos, ese artículo los convirtió en menores de edad y en instrumentos de los comisarios ejidales, es decir, del PRI y de los bancos gubernamentales. La emancipación de los campesinos no puede pasar por las horcas caudinas de esa versión mexicana de los ineficaces koljoses soviéticos que han sido la mayoría de nuestros ejidos. No se necesita ser un experto para prever que una vuelta al antiguo artículo 27 hundiría definitivamente a la agricultura mexicana, sin, por lo demás, liberar a los campesinos.

En cuanto a la reforma del artículo 4, sería gravísimo conceder a las comunidades indígenas regímenes de autonomía que significasen la vigencia de dos leyes: la nacional y la tradicional. En materia política y cultural, el pluralismo es sano, pero también lo es la integridad y unidad de la nación. En nuestra tradición están los gérmenes de una solución que preserve nuestra diversidad cultural sin lesionar la unidad de México.

El punto central se refirió a la democracia. Aunque no se trata de una resolución, sino de una declaración, su influencia será benéfica, ancha y profunda. Hace dos semanas saludé con entusiasmo y esperanza al Compromiso para la paz, la democracia y la justicia, firmado por los presidentes y los candidatos de ocho partidos nacionales. Mi último artículo terminaba así: «El compromiso es la vía de salvación. La responsabilidad del Gobierno y de los partidos es cumplir ese pacto; la nuestra, la de los ciudadanos, obligar al Gobierno y a los partidos a cumplirlo». Desde entonces se han dado pasos en la buena dirección. Muchos esperamos que las negociaciones entre el secretario de Gobernación y los dirigentes de los partidos nacionales fortifiquen el pacto, lo perfeccionen y lo hagan desembocar en un nuevo acuerdo. En suma, si todo sale bien, dos meses habrán bastado para que el conflicto de Chiapas, iniciado con tiros y muertos, se haya transformado en una conversación pacífica. La prudencia, la más alta virtud política según el clásico, parece haber triunfado. ¿Soy demasiado crédulo si digo que el alba de la democracia mexicana despunta en el horizonte? Pronto lo sabremos.

Octavio Paz