29 marzo 1962
Los militares derriban al presidente de Argentina, Arturo Frondizi, estableciendo una nueva dictadura militar
Hechos
El 29 de marzo de 1962 fue depuesto Arturo Frondizi como presidente de Argentina.
Lecturas
Frondizi era presidente desde que ganó las elecciones de 1958.
A las 4.30 de esta madrugada de 29 de marzo de 1962 las radios de Buenos Aires transmitieron una noticia que se esperaba desde hace varios días: el presidente Frondizi había sido derrocado.
La decisión fue tomada de forma unánime, por los comandantes en jefe de las tres armas. Hacia las ocho de la mañana, el ya ex presidente era conducido, en un avión militar, a la isla de Martín García, en el Río de la Plata. La misma isla donde otros militares confinaron a Yrigoyen en 1930 y a Perón en 1945, en la que ya es una amplia tradición de golpismo militar en Argentina.
La razón inmediata de la caída de Frondizi, el primer presidente constitucional de Argentina después de Perón, hay que buscarla en el resultado de las elecciones celebradas el 18 de marzo. Debían elegirse ese día nuevos gobernadores provinciales y diputados para renovar la mitad de la Cámara.
El peronismo aún proscrito como partido, se presentaba bajo otras denominaciones. Frondizi se había negado a impedir el acceso a las urnas de esas neoformaciones políticas. Pero el peronismo triunfó en ocho provincias y para mayor irritación de los militares golpistas, una de ellas era la provincia de Buenos Aires.
Aunque la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI) de Frondizi había triunfado en diez provincias, mientras la otra ala del radicalismo vencía en Córdoba, el relativo equilibrio no bastaba para quienes habían decidido borrar todo rastro de peronismo de la política argentina.
La noche del domingo 18, cuando ya se perfilaba claramente el nuevo cariz político del país, los secretarios de las tres armas exigieron al presidente que decretara la intervención en cinco de las provincias ‘peronistas’.
Frondizi, cediendo a la presión, decidió decretar las intervenciones exigidas. Su permanencia en el poder había sido minada, casi desde el comienzo de su mandato, por planteamientos militares. Intentó una reorganización ministerial aceptable para los altos mandos. Si conseguía llegar al fin de su periodo, se salvaría la sucesión constitucional. Los militares, esta madrugada, le dieron su respuesta.
Las siguientes elecciones están previstas para 1963.
31 Marzo 1962
Sobre la crisis política de la Argentina
No es ahora ocasión de examinar, ni siquiera en términos generales, los errores de la Administración peronista. Baste decir que fueron siniestros para el propio régimen del justicialismo, finalmente decapitado por un pronunciamiento militar con el apoyo de una parte del pueblo. Los militares se habían sublevado en otro tiempo contra la oligarquía, ahora se sublevaban contra la demagogia desmelenada. Perón salió hacia el destierro.
Tras una porción de meses de revanchas, desquites, ajustes de cuentas, tanteos y ensayos, llegó el que los argentinos victoriosos de 1955 consideraban como ‘el gran día de la democracia nacional’. Por fin, después de una época de tensión creciente y de visible deslizamiento hacia la instauración de un Estado socialista de tipo autoritario, tornaba la República Argentina a los caminos y al os métodos de la inorgánica voluntad popular expresada mediante la movilización de las urnas.
Pasemos por alto la presidencia provisional del general Lonardi. No hace ahora al caso. No nos detengamos tampoco en el periodo curiosísimo del general Aramburu. El comentario tendría que ser lago y minucioso. Alcancemos la jornada en que Arturo Frondizi, un hombre de popularidad relativa hasta entonces, y de tono medio se reveló como un político de notables cualidades positivas, buen maniobrero, valeroso, con ideas claras y con voluntad resuelta. Todo parecía indicar que el pueblo argentino echaba a andar por un gran camino hacia el soñado futuro fuerte y feliz.
Dentro del frondizismo – aparte del Presidente – aparecían algunas personalidades capaces de mando política y de energética gestión que comprendieron perfectamente esta verdad elemental: la paz social y la posibilidad de una fecunda acción de Gobierno dependerían en buena parte de la urgencia y del acierto con que la nueva situación de signo democrático procurase la incorporación de las muchedumbres peronistas. Tres cosas parecían aconsejables y aun necesarias:
A) Reemplazar las supremas jefaturas del peronismo por otras de elevado temple, seleccionadas entre lo mejor de los cuadros del justicialismo colaborante.
B) Convencer a las muchedumbres justicialistas de que su avance hacia posiciones económicamente más satisfactorias no era una posibilidad exclusiva del régimen depuesto, sino que el Gobierno democrático lo confirmaría inexorablemente, y hasta lo acentuaría enriqueciéndolo con una política atrevida y creadora.
C) Darles la seguridad de que la presencia y vigencia de las organizaciones de trabajadores en las decisiones nacionales no habría de sufrir interrupción, y mucho menos mengua: antes bien, mostrar cómo deseaba el Gobierno contar con esas organizaciones y buscar en ellas una cooperación auténtica y fecunda.
Un hombre como Frondizi procedente de un socialismo más o menos definido, no podía sino sentir inclinación entusiasta hacia tales programas. ¿Por qué se frustró tal esperanza y se redujo a ceniza tan grata probabilidad? Juan Domingo Perón se hallaba lejos, en un exilio que por momentos se le hacía azaroso. Frente a los exiliados del justicialismo, el Poder público tenía cien cartas que jugar y mil medios de prevalecer. El ausente se equivoca siempre, dice una sentencia francesa. Zonas muy distinguidas del peronismo se sentían tocadas de desilusión. Era el gran momento para una política audaz, para una verdadera ‘revolución desde arriba’. Frondizi daba señales de entenderlo muy bien. Y sin embargo…
Quienes visitaron la Argentina un par de años después del triunfo electoral de los radicales intransigentes, o sea del frondizismo: y pusieron el oído atento al pulso y a la sensibilidad de Buenos Aires, advirtieron sin mucho esfuerzo que el justicialismo estaba en vías de reacción; que iba capitalizando equivocaciones de sus enemigos; y se podía formular un pronóstico alentador para ciertos grupos de hombres públicos que poco antes parecían sentenciados, sin remisión, a la derrota y al silencio. Se insinuaba ya un rebrote de cierto descamisadismo menos espectacular y oratorio que el de antes; quizá más dueño de sí, mejor organizado. Iba uno de aquí para allá, observando deteniéndose a mirar; y acababa por preguntarse: «¿Qué hay de la revolución pendiente?».
Hace unos días el mundo se ha dicho: Que estupefacción, que chasco ¿quién lo hubiera dicho? Porque acababan de triunfar los peronistas en unos comicios importantes.
La verdad es que lo habría pensado cualquier viajero libre de pasiones inmediatas. Bastaba recorrer unas calles de Buenos Aires, de Rosario de Santa Fe, de Santiago del Estero… ¡Es curioso como la política crea cámara de aire viciado y unos horizontes cubiertos de sombras! Sólo así se explica que argentinos de muy probada discreción formulaban dictámenes ingenuos acerca de las perspectivas democráticas en aquel país.
Dos millones de justicialistas han dado fe de vida en las últimas elecciones. Dos millones de argentinos que se han acogido a los métodos de la democracia inorgánica. Y han cortado el laurel. ¡Estremecimiento de los corazones!
El Ejército de la República Argentina cree necesario poner coto a un grave peligro. Teme, por lo visto, que el peronismo traiga consigo oleadas castristas y, en definitiva, acabe siendo un estribo para que la revolución comunista cabalgue a su gusto: Bien. Ignoro si los militares argentinos tienen razón, o si yerran. En el caso de que exista un riesgo auténtico de victoria marxista, está bien que levanten barreras infranqueables. Y de todos modos no nos toca a nosotros juzgar y sentenciar ese pleito. Se trata de un asunto ceñido estrictamente a la jurisdicción argentina. Pero ¡no proclamen que están defendiendo la democracia! ¡No caigan en la desoladora contradicción de fingir que quieren salvar aquello mismo que comienzan por destruir! ¿Para qué tales ficciones? ¿Consideran valedero el método comicial o electoral puro y simple? ¿Creen justo y conveniente aplicar el principio de un hombre un voto? En tal caso ¿cómo explicarán la violenta cancelación de dos millones de voluntades? ¿No sospechan que esa violencia engendrará penosísimas consecuencias aunque por el momento traiga fingido alivio? ¿No será más leal y más claro concluir que la República Argentina atraviesa horas poco propicias para la práctica rigurosa y exacta del juego electoral? ¿Qué se ha de conseguir con clamar ‘democracia’, ‘democracia’, mientras las cosas se encaminan hacia el ejercicio indispensable de una política autoritaria.
¡Grande y amado país! ¡Cuan digno de felicidad! Contemplada desde lejos la vida pública de Buenos Aires, la figura de Arturo Frondizi era una esperanza. Su fracaso bajo la presión de iniciativas desbordantes será para grandes zonas de la opinión universal una verdadera tristeza, piensen lo que quieran los apasionados. ¡Dios ilumine a todos aquellos que llevan sobre sí alguna responsabilidad en el destino de una de las naciones más nobles y más bellas de la tierra!
Manuel Aznar Zubigaray
El Análisis
En Argentina, la silla presidencial parece tener un resorte invisible que, cuando menos lo esperas, te lanza fuera. El 29 de marzo de 1962 le tocó el turno a Arturo Frondizi, depuesto por los militares que, como suele suceder, invocaron la “salvación de la patria” para justificar lo que en realidad fue un golpe de Estado con uniforme y cara seria. El pecado imperdonable del presidente fue permitir la participación electoral del peronismo —aún proscrito oficialmente— en las legislativas de ese año, lo que desembocó en un triunfo de candidatos cercanos a Perón y puso a los uniformados en pie de guerra.
Frondizi deja un balance mixto: quiso industrializar el país con su política desarrollista, atrajo inversiones extranjeras y apostó por el petróleo nacional… pero también lidió con una economía inestable, tensiones con sindicatos y un clima político donde cada movimiento era examinado con lupa por las Fuerzas Armadas. Su habilidad para hacer equilibrios entre peronistas y antiperonistas acabó siendo más un acto de funambulismo suicida que una estrategia de gobierno. Al final, la cuerda floja se rompió.
Tras su caída, el mando quedó en manos de José María Guido, presidente provisional del Senado, que asumió gracias a una ingeniosa interpretación constitucional y al beneplácito de los militares. No hubo dictadura larga esta vez: se convocaron nuevas elecciones presidenciales… aunque sin Frondizi en la boleta, porque ya sabemos que en la política argentina, cuando te bajan del caballo, es difícil volver a montarlo enseguida. El país seguía en su ciclo favorito: elecciones, crisis, golpe… y vuelta a empezar.
J. F. Lamata