7 septiembre 1996

El mulá Omar será el nuevo líder supremo del país

Los Talibán toman el poder en Afganistán y ahorcan públicamente tras lincharlo al ex dictador comunista Najibulá

Hechos

El 27.09.1996 la guerrilla Talibán, apoyada por Pakistán, tomó el poder en Kabul, la capital de Afganistán. El ex presidente, Mohamed Najibulá fue ahorcado públicamente ese mismo día por los Talibán.

Lecturas

EL TUERTO OMAR, NUEVO AMO SUPREMO DEL PAÍS

mula_omar Mohamed Omar, será el líder supremo de Afganistán tras la toma del poder por los Talibán. Impondrá una férrea política de fanatismo islámico que incluirá la pena de muerte por el consumo de alcohol, la destrucción de símbolos de otras religiones (como las históricas estatuas de Buda del país) y la segregación de la mujer de todo puesto público.

06 Octubre 1996

Regreso al Medievo

Alfonso Rojo

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Prohiben ver la televisión, lapidan a los adúlteros, azotan a los homosexuales y recuperan la más aberrante de sus tradiciones. Aquella que, en nombre de Alá, relega a la mujer al último escalón de la sociedad. Desde que la pasada semana los talibanes tomaran el poder en la capital afgana, ninguna mujer osa mostrar en público su rostro, dar clase en un colegio o atender en los hospitales a los hombres enfermos. Saben que los guardianes de la moral están dispuestos a flagelarlas hasta la muerte

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Ayesha se juega la vida todas las noches. Después de acostar a los niños, la mujer pasa el cerrojo de la puerta, cierra a cal y canto las ventanas y corre las cortinas. Una vez segura de que no se filtra luz alguna por las rendijas, se mete en la cocina, saca de la alacena el pequeño televisor, conecta el vídeo y ve con sus hermanas, por enésima vez, alguna de las viejas películas que le trajeron hace años del vecino Pakistán.

Ayesha es una mujer desgraciada pero romántica. Le gusta soñar y todavía recuerda enternecida cuando era una niña y la dejaban corretear por el patio. Su marido está en la guerra y ella nunca sale. Desde la pubertad es casi una enterrada en vida. Lo fue en el hogar de sus padres y lo es con su marido, siempre ausente.

En el exterior de la modesta casa de barrio donde vive no hay antena. La arrancaron de cuajo hace dos semanas. Cuando los talibanes conquistaron Jalalabad, prohibieron las «cajas del diablo» y se dedicaron a despachurrar cientos de televisores en medio de la calle.

Es muy difícil que alguien se dé cuenta de lo que ocurre muchas noches en la cocina, pero si alguno de los iracundos muchachos del Departamento para la Propagación de la Virtud y la Prohibición del Vicio lo descubriera, Ayesha se arrepentiría para siempre.

Una posibilidad es que le cuelguen del cuello el vídeo o el televisor, le tiznen la cara de negro y la obliguen a circular durante horas por las calles. Otra, más probable, es que la azoten en público, como hicieron días atrás con varias muchachas en las calles de Kabul y hacen desde meses atrás en Kandahar y otras provincias de Afganistán con cualquier mujer que no cumple a rajatabla con «las normas de la decencia».

Los talibanes -los estudiantes islámicos apoyados por Pakistán, Arabia Saudí y EEUU que se han hecho con el control de las tres cuartas partes del país- no tienen piedad. Lo dejaron claro la semana pasada, nada más entrar en Kabul.

Nada más poner los pies en la capital, sin apenas disparar un tiro porque el comandante Masud y las tropas gubernamentales habían huido en desbandada hacia el norte, fueron a buscar al ex presidente Mohamed Najibula. Fue una especie de acto fundacional, un gesto brutal destinado a dejar patente ante propios y extraños su salvaje determinación. Najibula fue durante mucho tiempo el hombre más temido de Afganistán, primero como jefe de la policía secreta comunista y después como presidente del Gobierno apoyado por la Unión Soviética.

Najibula, hijo de un rico comerciante del clan Ahmadzai, estaba convencido de que «el socialismo científico», con sus pretensiones igualitarias, su laicismo militante y su desquiciada dureza, era la mejor respuesta para la corrupción, el retraso y el tribalismo que mantenían en la miseria a su país.

Llegó al poder escalando peldaños en la policía secreta y presidió sobre la tortura, muerte y exilio de miles de personas, pero era inteligente, enérgico y capaz.

Todo el mundo predecía que no sobreviviría a la marcha de los soviéticos, pero cuando el Ejército Rojo abandonó el país, en 1989, Najibula aguantó en Kabul. En abril de 1992, cuando los muyaidines se aproximaban a la capital, envió a toda prisa a su mujer y sus hijos hacia la India. El no tuvo tiempo de abordar un helicóptero. Lo único que pudo hacer fue correr a toda prisa hacia los locales de la ONU y ponerse bajo la protección de la bandera azul.

Desde entonces vivió refugiado tras los endebles muros de la sede de Naciones Unidas, donde consumía las horas mirando la televisión por satélite, leyendo novelas baratas y reconcomiéndose el alma.

Los vencedores del momento -el presidente Rabani, el comandante Masud y el primer ministro Hekmatyar-, no ordenaron a sus hombres asaltar el lugar, pero tampoco permitían a «Najib» abandonarlo. Pensando que la comunidad internacional no vería con buenos ojos la muerte de un hombre asilado bajo el manto de la ONU y demasiado ocupados en luchar entre ellos, se limitaron a mantener al derrotado ex presidente aislado.

Los talibanes son una creación del servicio secreto paquistaní, respaldada por la CIA y con la financiación de Arabia Saudí. Como sus ricos patrocinadores árabes, los estudiantes son devotos «wahabitas», la rama más intolerante del sunismo. Fueron reclutados inicialmente en las «madrasas», las escuelas islámicas existentes en los campos de refugiados de la frontera con Pakistán. Tienen que ser conscientes de que sus asombrosos triunfos militares dependen en gran medida de los aviones cargados de armas y munición que les llegan del exterior, pero están demasiado imbuidos de fanatismo para preocuparse de lo que piense u opine el mundo.

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Matar al «Buey»

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Su jefe, un mulá tuerto llamado Mohamed Omar, había dicho que el día que entrasen en Kabul amarrarían al «Buey», como se conocía a Najibulá, y lo llevarían al matadero. En la madrugada del viernes, 28 de septiembre, cumplieron su palabra.

Lo único que se sabe con certeza es que varios talibanes llegaron ante el local de la ONU, apartaron de un empellón al asustado guarda y entraron hasta la habitación de Najibula. Nadie oyó gritos, ni quejidos. Los jóvenes de los grandes turbantes, ojos febriles y fusiles kalasnikov, sacaron al exterior -amarrados como bueyes- al fornido ex presidente y a su hermano Shahpur.

Dicen que los torturaron, que los arrastraron por el pavimento atados a un vehículo y que se divirtieron humillándolos. Al amanecer, cuando los asustados habitantes de la capital empezaron a afluir a las calles, azuzados por el morbo y la curiosidad, los cadáveres ensangrentados de ambos hombres colgaban de una señal de tráfico en el centro de la plaza Ariana, a las puertas del palacio presidencial. Como insulto supremo, en la boca y la nariz de Najibula, sus verdugos habían metido un puñado de gastados billetes de 100 afganis.

Hasta el atardecer del día siguiente, los cuerpos estuvieron expuestos al público, como una sombría advertencia de lo que espera a cualquiera que infrinja las estrictas normas del Islam o desafíe a los nuevos amos del país.

En la semana transcurrida desde la ejecución de Najibula los talibanes han avanzado hacia el norte y han sumergido al millón de habitantes de la capital en el desquiciado y medieval sistema que aplican con rigor sobre gente como Ayesha en lugares como Jalalabad, e imponen sin piedad desde hace meses en las tres cuartas partes del país bajo su control.

El nuevo gobierno afgano, el misterioso organismo que ha impuesto a sangre y fuego la Sharia, es un consejo integrado por seis mulás. El mulá es el nombre que se asigna al fiel que dirige la plegaria en la mezquita. El consejo no se ha conformado con decretar la lapidación de los adúlteros, con amputar la mano a los ladrones o con flagelar a los homosexuales, prácticas que siguen vigentes en naciones tan respetables como Arabia Saudí. Los seis mulás han ido mucho más lejos. Han clausurado los cines, han cerrado la televisión, han prohibido la música o el fútbol, han instaurado el rezo obligatorio y hasta han promulgado una orden que veda a los varones el afeitado del rostro y les da un plazo de 45 días para lucir «una barba apropiada». Se acabaron la música rock, el maquillaje y los vaqueros. Incluso el colegio para las niñas.

Hasta el ajedrez, que en tiempos pasados tuvo enorme difusión y que nació como juego en estas escabrosas latitudes, ha sido puesto fuera de la ley con la peregrina excusa de que distrae de la oración e incluye figuras de aspecto humano. El Corán, interpretado rigurosamente, prohíbe la representación pictórica o escultórica de personas.

Si para los hombres las cosas se presentan duras, para las mujeres lucen patéticas. Una de las primeras disposiciones de los nuevos gobernantes ha consistido en prohibir a las hembras trabajar fuera de casa. Otra, todavía más insensata, ha sido cerrar las escuelas femeninas. A eso se ha sumado una norma por la que las enfermeras no pueden atender a pacientes del sexo opuesto y la persecución, más o menos encubierta, de las maestras, acusadas de ser la «quinta columna» de la degradación moral y el comunismo.

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Seres inferiores

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Los líderes talibanes no se han recatado a la hora de calificar a las mujeres como seres inferiores. «No son tan inteligentes como los hombres», afirmó recientemente Noor Mohammed, uno de los dirigentes más conocidos. «No sirven para la guerra y tampoco para la política».

Convencidos de que la mejor forma de evitar el pecado es eludir la tentación, los nuevos amos de Kabul han impuesto a toda prisa en la capital similares «reglas prácticas» a las que están vigentes en Jalalabad o Kandahar. Los conductores de autobús, por ejemplo, tienen la obligación de detener sus vehículos cinco veces al día y recordar a los pasajeros que deben descender y rezar mirando a La Meca. Además de eso, se ha reservado para las mujeres la parte trasera y, para que no exista el mínimo contacto entre sexos, se están instalando cadenas de separación en el interior.

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APOYO

Ser mujer en el Islam

JOSE M. BUSTAMANTE

«Los hombres están un grado por encima de las mujeres». Lo dice el Corán, y lo aplican a rajatabla en Afganistán los talibanes, los últimos iluminados por el fanatismo que se ha convertido en azote y verdugo de millones de mujeres. En nombre de Alá y gracias a una lectura tan interesada como distorsionada de los textos sagrados, las musulmanas ven cómo retroceden alarmantemente sus derechos y su calidad de vida, siempre precarios.

En los países islámicos, las mujeres son analfabetas y mueren víctimas de enfermedades en mayor proporción que en el resto del mundo. El mismo Afganistán ostenta el récord de muertes durante el parto (1.000 de cada 100.000 madres fallecen). El 75% de las súbditas del Rey Fahd de Arabia Saudí no saben leer ni escribir. Tampoco saben más de la mitad de las norteafricanas, desde Marruecos a Egipto. Una de las primeras medidas de los talibanes ha sido recluir en sus casas a las profesoras de Kabul, un 75% de los enseñantes. Pero los integristas no sólo reprimen la tímida emancipación por la que luchaba una minoría de musulmanas. En la sorda guerra argelina son los blancos preferidos, junto a extranjeros y periodistas. En Kabul son apaleadas por no ir cubiertas de la cabeza a los pies; en Argel son asesinadas porque su marido o su hermano son policías.

La bárbara represión integrista ha reforzado el polémico debate sobre la posición de la mujer en el Islam. Los más progresistas indican que la Ley coránica favoreció a la mujer siglos antes de que en Occidente se hablara de feminismo. Pero las sociedades patriarcales y autoritarias árabes nunca aceptaron las disposiciones más liberales del Corán sobre las mujeres -a las que garantiza, por ejemplo, la plena participación en la política. Véase el ejemplo de Benazir Bhutto en Pakistán o Tansu Ciller en Turquía. Desde este punto de vista es la tradición, y no la religión, la que reprime a las musulmanas. Así, en Irán pueden ser condenadas a muerte si «cuatro hombres rectos» las acusan de lesbianismo. Las sudanesas acusadas de prostitución pueden recibir 100 latigazos; cuarenta si no visten «decentemente». La misma tradición mutila los genitales de 3.600 niñas egipcias cada día. Las saudíes no pueden tan siquiera conducir un vehículo. Sus vecinas kuwaitíes siguen reclamando el derecho al voto cinco años después de que el «mundo libre» las liberara de Sadam.

Inevitablemente, la fiebre integrista, considerada como una amenaza en Occidente, provoca una lectura maniquea de un Islam plural y complejo y oculta los avances, por ejemplo, de las universitarias tunecinas o turcas. Pero las posibilidades «emancipadoras» del Corán de nada les sirve a las afganas, como tampoco le sirvieron a la doctora iraní Homa Darabi, que en febrero de 1994, harta de humillaciones, se arrancó en una calle de Teherán su «chador», se roció con gasolina y se prendió fuego. Murió gritando: «¡Abajo la tiranía!».

28 Septiembre 1996

Un nacionalista con piel de espía del KGB

Georgina HIgueras

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Decenas de miles de kabulíes se echaron a la calle ayer para ver, convertido en una piltrafa sanguinolenta, el enorme cuerpo que parecía de luchador de sumo de Mohamed Najibulá, de 49 años, colgado de un poste de la luz en la céntrica plaza de Ariana, cerca del palacio presidencial en el que residió durante su mandato (1986-1992). Acabó así la vida de un hombre que se empeñó inútilmente en convencer a propios y extraños de la necesidad de una reconciliación nacional. Pero jamás logró desprenderse de la aureola de terror que se fabricó durante los años en que dirigió a la policía secreta afgana, Jad (1979-1986).

Su destino cambió con la llegada al Kremlin de Mijaíl Gorbachov quien, ansioso por acabar con el problema afgano, halló en este ferviente islámico, aunque comunista convencido, a un «internacionalista amigo» en el que depositar su confianza para concluir una ocupación que daba demasiados problemas a la URSS. Babrak Karmal, líder de la facción popular del Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA), perdió el favor de Moscú, que le sustituyó por Najibulá, líder de la facción Parcham del PDPA, la de los intelectuales, en mayo de 1986. Un año más tarde, se convirtió en presidente.

«Mi política es un autobús hacia la paz. Quien no se sube, se queda aislado»,dijo en junio de 1990 a EL PAÍS. Tenía entonces como gran mérito haber impulsado las negociaciones de Ginebra que, auspiciadas por la ONU, permitieron la salida ordenada de las tropas soviéticas, que en 1979 llegaron para «ayudar a un Gobierno amigo».

Las buenas relaciones entabladas entonces con las Naciones Unidas -el acuerdo se firmó en abril de 1988- le permitieron refugiarse en la sede de esa organización internacional en Kabul cuando el coche en el que iba al aeropuerto para volar hacia Nueva Delhi, tras entrar en la capital las tropas de Ahmed Sha Masud, fue interceptado. Desde entonces, abril de 1992, vivió con un hermano, un guardaespaldas y su último jefe de Gabinete en la sede de la ONU que los talibanes no dudaron un minuto en asaltar.El ahora derrocado Gobierno de Burhanudin Rabani no se atrevió a tomar la decisión de liberarlo para evitar las críticas de sus oponentes; tampoco quiso juzgarlo porque prefirió que «el futuro» se encargase de ello.

– Hijo de un rico comerciante del clan Ahmadzai, una de las tribus más importantes de la mayoría pastún de Afganistán, Najibulá estudiaba Medicina en Kabul cuando se fundó el Partido Comunista afgano, al que se unió. Corría el año de 1965 y esta militancia le costó un par de estancias en la cárcel durante el reinado de Zahir Sha y antes de que el PDPA se hiciese con el poder, en 1978, tras derrotar al régimen del príncipe Mohamed Daud.

Najibulá hablaba tan bajo que parecía imposible que en ese tono se pudiera emitir una orden tajante. Sin embargo, su intensa mirada enmarcada en unas enormes cejas negras dejaba pocas dudas sobre la firmeza de su pensamiento.

Contra todo pronóstico, Najibulá se sostuvo tres años en el poder, ya sin tropas rusas, y no paró de repetir que era ¿necesario el diálogo para mirar de frente el futuro del pueblo afgano». No se dio cuenta de que a los siete grupos guerrilleros islámicos que le combatían no les importaba el futuro de Afganistán, porque no eran más que líderes tribales sin conciencia de Estado. En realidad, mientras Najibulá se pudría en la sede de la ONU y el país se desangraba en una guerra inútil, se hizo evidente que él fue el único interlocutor válido que tuvo la comunidad intemacional para hablar del Estado afgano.Más que comunista, Najibulá fue un nacionalista que se apoyó en la organización del partido -que unificó y rebautizó como Watan (Partido de la Patria)- para tratar de apuntalar a Afganistán,

como un Estado-nación, en el siglo XXI. Pero todos sus esfuerzos fueron baldíos. Ante su pueblo y ante los alzados en armas fue siempre «un comunista ateo e infiel». Casado y con tres hijas, Najibulá era partidario de la integración de la mujer en la sociedad, tal vez, su «crimen más execrable». Luchó contra chadores y burkas (mantones que cubren a las mujeres de cabeza a pies con minúsculos agujeros a la altura de los ojos) y apoyó una universidad abierta con jóvenes de ambos sexos en las mismas aulas. Dimitió «para evitar un baño de sangre» y envió a su familia a India. Él quedó atrapado. Ayer pagó el error con su vida.