25 mayo 1984

¿Puede el Estado español soportar el coste económico de 17 autonomías?

EL PAÍS y el ABC advierten sobre los peligros de los costes que supondrán a España el nuevo estado con 17 Autonomías: «dejarán a España cubierta de andrajos»

Hechos

El 25.05.1984 el director del diario ABC, D. Luis María Anson, publicó un artículo en La Tercera de su periódico titulado ‘España, España’.

15 Marzo 1984

El coste de las autonomías

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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LA INFORMACIÓN publicada hace dos días por EL PAIS sobre las remuneraciones de los altos cargos de las comunidades autónomas ha desatado una viva polémica, cuyos saludables efectos para fomentar una mayor austeridad en la asignación de los gastos públicos corrientes no deberían, sin embargo, agotar el contenido de debate. Así, resultaría perjudicial un desvío de la atención desde cuestiones realmente cruciales, que afectan a la modernización y funcionalidad de las administraciones públicas, hacia aspectos secundarios de la gestión de los asuntos colectivos.El Estado de las autonomías es una expresión que designa la nueva ordenación administrativa y la nueva distribución del poder territorial diseñadas por la Constitución de 1978. A lo largo de la primera etapa de la transición no faltaron voces partidarias de reservar durante una prolongada etapa el experimento autonómico a Cataluña, al País Vasco y, eventualmente, a Galicia, únicos territorios en los que el nacionalismo -basado en reivindicaciones culturales, lingüísticas y políticas de larga data- tenía profundas raíces y componentes interclasistas. Sin embargo, las Cortes constituyentes idearon una ambigua fórmula de compromiso que únicamente dificultaba el tránsito, pero no cerraba definitivamente el paso a la proliferación de autonomías plenas. El electoralismo condujo a centristas y a socialistas a una carrera de azuzamiento de los agravios comparativos regionales, que alcanzó su punto de no retorno con el referéndum andaluz de 1980.

En cualquier caso, la nueva organización territorial del Estado descansa sobre la Constitución de 1978, cuya reforma a corto o medio plazo es una consigna involucionista, y sobre un conjunto de estatutos aprobados por las Cortes Generales y ratificados -en el caso de Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía- por las urnas. Las instituciones de autogobierno de las 17 comunidades autónomas están ya en funcionamiento y sus mandatarios han sido legítimamente elegidos en las urnas. Dada la inoportunidad -desde supuestos democráticos- de alterar el mapa ya establecido, pese a los errores o carencias del diseño inicial, es preciso que los usos políticos, la voluntad de los partidos y la práctica de gobierno logren que el modelo funcione. Será necesario evitar, ante todo, el hacinamiento de competencias y los roces entre las distintas instancias de poder dentro de cada división territorial. El Estado de las autonomías se transformaría en una simulación política, un esperpento administrativo y una fuente de despilfarro de los recursos presupuestarios en el caso de que las antiguas maneras centralistas coexistieran con las nuevas instituciones de autogobierno. El ayuntamiento, la diputación provincial, la comunidad autónoma y la administración periférica de los aparatos centrales del poder disputan a veces entre sí, de forma tan disfuncional como costosa, las competencias y la representatividad simbólica dentro de una ciudad. De esas absurdas luchas, que giran en última instancia en torno a las apetencias de poder de los políticos profesionales y de los funcionarios, los ciudadanos sólo podrán obtener grandes molestias, peores servicios y mayores impuestos.

Tal vez el más grave error de las Cortes Generales de 1977 fue constitucionalizar la pervivencia de las provincias, en vez de dejar abierta la cuestión hacia el futuro. El diseño de las 17 comunidades no es, por lo demás, mínimamente homogéneo en este aspecto. Seis de ellas -Asturias, Cantabria, La Rioja, Navarra, Madrid y Murcia- tienen un ámbito uniprovincial, de forma que sus órganos de gobierno son simples prolongaciones, aunque con mayores competencias, de las viejas diputaciones. Canarias (dividida antes en dos provincias) y Baleares (que era, en cambio, una sola provincia) ofrecen las peculiaridades propias de su carácter isleño. Extremadura se resiente de las tensiones producidas entre las dos provincias -Cáceres y Badajoz- que la forman. Castilla-León y Castilla-La Mancha son sendos inventos administrativos destinados a frenar la proliferación de comunidades uniprovinciales y a forzar la subida al autobús de sus componentes. Galicia, Andalucía, Aragón y la Comunidad Valenciana mantienen en equilibrio inestable la identidad de las viejas provincias y la nueva configuración autonómica. Como mostró la ley de Territorios Históricos, el País Vasco se propone, al menos mientras gobierne el PNV, reforzar la capacidad de las diputaciones de Guipúzcoa, Vizcaya y Alava para administrar esas tres provincias. En cambio, los nacionalistas de Cataluña hubieran deseado una división interior de su comunidad en comarcas.

No cabe, así pues, recetar la misma fórmula para realidades muy distintas entre sí, no sólo por el diferente peso del nacionalismo histórico, la cultura y la lengua en sus sentimientos de identidad, sino también por su propia estructura interna administrativa. Ahora bien, para que el Estado de las autonomías no estalle por culpa del hacinamiento de competencias, la disfuncionalidad de los centros de decisión, el coste de mantenimiento de los aparatos administrativos y las luchas tribales de la clase política subalterna en pos del poder y del dinero será preciso que todas las fuerzas democráticas se planteen seriamente la forma de resolver los inéditos y difíciles problemas creados por la nueva realidad. Comenzando, naturalmente, por esa reforma de las Administraciones públicas que un ministro casi clandestino llamado Moscoso ha dejado en los cajones, pese a las promesas electorales del PSOE, confundiendo, al parecer, la modernización de nuestra burocracia con la adquisición de relojes para controlar el horario de los funcionarios.

25 Mayo 1984

ESPAÑA, ESPAÑA

Luis María Anson Oliart

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En unos años las autonomías dejarán a España cubierta de andrajos. La verdad es que el título VIII de la Constitución se debatió ‘consensuó’ y aprobó sin que los partidos mayoritarios advirtieran las consecuencia que podía acarrear. Fue una cuestión de ignorancia y no de mala fe. Sólo un grupo se dio cuenta de la carga destructora con que, aquellos artículos preñaban el seno constitucional. Y se frotó las manos.

Los centristas, entonces en el Poder, comprendieron, ya tarde, la peligrosidad del monstruo que habían dado a luz. Y trataron de encadenarlo. Con el referéndum andaluz demostraron arrepentimiento y recibieron su penitencia. La consulta se planteó con torpeza y los socialistas se aprovecharon para hacer política de partido en lugar de Estado y derrotar a UCD. Prefirieron vencer ellos a que ganara España. Después, tarde y mal, centristas y socialistas se pusieron de acuerdo con la ‘Loapa’ para contener el desbordamiento. Las autonomías, sin embargo, hubieran tenido solución política en Andalucía pero carecían de arreglo jurídico en el Parlamento como el Tribunal Constitucional se apresuró a sentenciar.

La más pesada carga que recibieron los socialistas es la autonomía. Esa sí que ha sido una ‘herencia’, si bien ellos contribuyeron a amasarla. Su coste económico todavía no se ha calculado. Pero las cifras abruman. Sólo las dos o tres naciones más ricas del mundo podrían resistir un gasto público de tal naturaleza. Y eso que ahora sólo se juega con cifras de conjunto sin contar con el abuso presumible y la lamentable picaresca. Cada comunidad pugna ya por endeudarse más. Por rivalizar en el lujo. Por crear más puestos burocráticos inútiles. Por adjudicar más coches oficiales, más despachos suntuosos, más innecesarios asesores. Por multiplicar ministros, directores generales, defensores del pueblo, jefes de relaciones públicas, gabinetes de información secretarias, conserjes, azafatas, maceros, chóferes, escanciadores, lacayos, gomecillos. Por viajar como Reyes al extranjero. Por montar cadenas de televisión. Por editar publicaciones ‘cuché’ en loa y alabanza de los nuevos señores de las satrapías. Por darse prez honra e importancia. Por gastarlo todo. Por despilfarrarlo todo. Por aprovecharse con avidez del maná caído del cielo antes de que se acabe. Por disfrutar, a buche lleno y calzón quitado, de tanta mamandurria, de tanta sinecura, de tanto chollo y tanta canonjía.

Y si la carga económica de las autonomías resulta insufrible, ¿qué decir de la política? Para solucionar un problema histórico y real en Vasconia y Cataluña se han creado diecisiete nuevos y no se han arreglado los dos primeros. Vascos y catalanes dicen ahora que querían la autonomía pero que debe ser distinta y superior a la de los demás. Estos, claro, con la poltrona bajo las ingles, parecen dispuestos a morir antes que ser menos que vascos y catalanes. Y el delicado edificio de la unidad española, construido durante ocho siglos con la argamasa de la sangre, se agrieta día a día ante la indignación del español medio, que arma la Patria grande, y de las Fuerzas Armadas que la sienten en las entrañas. Y del Rey.

Juan Carlos I, ante el espectáculo de los taifas que corroen el ser de España, se fue a tierras de Castilla a decir un puñado de cosas elementales, con las mismas palabras de su padre Don Juan, de su abuelo Alfonso XIII, de sus antepasados los Reyes Católicos: ‘Necesitamos un aldabonazo en nuestras conciencias con esta palabra que se hace afán y amor entre vosotros: España. Sí, España. Desde todos los sitios de España, hagamos ilimitada su estatura, crecida en siglos de lucha, extendida más allá de los océanos, vieja y joven a la vez, cuya nobleza se inclina en los dinteles de nuestras viejas ciudades y en ellas reposa su memoria’. Palabras de Rey. Y aún más: ‘Todos los problemas españoles disminuirán su tremenda provocación si solucionamos el más importante: el de reconocer el compromiso de la unidad nacional’. Porque ‘debemos caminar hacia la modernidad sin abandonar ninguna de nuestras conquistas anteriores y como primera de ellas, la de la unidad profunda, inalterable, fecunda, ilimitada de nuestra propia Patria’.

Y aún más: ‘todos los problemas españoles disminuirán su tremenda provocación si solucionamos el más importante: el de reconocer el compromiso de la unidad nacional’ Porque ‘debemos caminar hacia la modernidad sin abandonar ninguna de nuestras conquistas anteriores y como primera de ellas, la de la unidad profunda, inalterable, fecunda, ilimitada de nuestra propia Patria.

La política entumecida que padecemos se muestra incapaz de enfrentarse con el desafío de las autonomías. Cada presidente regional parece dispuesto a mesarle la cabellera a don Felipe González. El caso del ‘lendakari’ vasco es vejatorio y humillante. Algunos socialistas, para arreglar el desaguisado autonómico, propugnan ahora la huida hacia adelante, el federalismo, que es la letra de cambio para la quiebra final de la unidad española. Hace sólo cien años en estas mismas tierras de la nación que creó y conservó durante tres siglos uno de los grandes Imperios de la Historia universal, se declaró independiente la aldea toledana de Camuñas y se dispuso a entablar relaciones diplomáticas con otros Estados; se declaró independiente Cartagena, y la escuadra de aquella nueva ‘nación’ bombardeó Alicante y conquistó Torrevieja.

Algo está claro en relación a las autonomías: no hay que dar marcha adelante temerariamente ni marcha atrás temerosamente. El referéndum andaluz y la Loapa salieron mal. Pero existen otras fórmulas. Y la imaginación de los gobernantes debe aplicarse a ellas. España es una nación de clase media que no puede gastar desordenadamente. Nuestro pueblo, además, mantiene un difícil equilibrio histórico para conservar su unidad nacional. Si no se toman rápidas medidas en el Estado de las Autonomías, los españoles se empobrecerán hasta la miseria y la Patria se hará añicos en un retroceso hasta los taifas.

No es ésta una cuestión de partido que se pueda resolver con el balido incesante de los diputados de la mayoría. Es un asunto nacional que requiere la contribución de las mentes más lúcidas del país. Es necesario convocarlas, en un gran debate nacional, para que aporten remedios al cáncer introducido en nuestra Constitución. El Rey ha abierto el camino. Y bajo la Monarquía de todos es aún posible la rectificación, que no significa liquidar la fórmula autonómica, sino reorientarla. Juan Carlos I ha diagnosticado a tiempo la enfermedad. No desea que las autonomías se conviertan en fronteras. Y ha dicho bellamente: ‘Yo quiero uniros a todos en un abrazo unánime, como el sol abraza el trigo, juntando la paz, el diálogo, el amor, para decir, una y otra vez, la palabra que significa el sueño de nuestros siglos: España, España, España’.

Luis María Anson